El protagonista de este relato me ha pedido encarecidamente que especifique que hoy la niña tiene cinco años y efectivamente es su hija. No sólo por la perfecta estética de su naríz sino también por la prueba de ADN solicitada a un laboratorio muuuuy reconocido, mediante diligencia realizada por su cuñado Lucas.
El autor
ASTRID
Marcel abrió la puerta, se volvió antes de salir y dijo: —No te mueras todavía, te reservé otro par de sorpresas.
Quedé allí tirado prácticamente inmóvil. Marcel había disparado dos veces hiriéndome ambas piernas. El tercer impacto dio en la frente de Celina, para mí, el más doloroso.
Intentaba incorporarme cuando sentí un nuevo aguijonazo, esta vez en el pie derecho, dando por tierra con mis esfuerzos anteriores. Como si aquello fuese poco:
—Por las dudas —dijo Marcel, y su nuevo estampido se incrustó en mi hombro. Me desvanecí.
Cuando recobré el conocimiento lo primero que vieron mis ojos fue a Celina, inerte y con la cabeza ladeada. Antes de irse Marcel la había colocado ante mí, asegurándose de que sus ojos se mantuviesen abiertos. En medio de ellos un tercer ojo sangriento dibujaba un lento cordón, rojo y espeso, avanzando sobre su pómulo.
Él ya no estaba, supuse que salió a cumplir su compromiso de regalarme lo que parecía imposible: un par de sorpresas más.
La sangre fluía a través de los dedos que mantenía fuertemente aplicados sobre mi abdomen. Mi hora se acercaba y volví mis ojos hacia Celina, abandonada y rota en su infausta belleza.
Sus ojos negros, profundos, misteriosos, y que siempre tuvieron una luz misteriosa y brillante allá en el fondo, ahora me veían indiferentes, distraídos, apagados. Me dolieron esos ojos vacíos más que las heridas recibidas, y recordé la primera vez que la vi.
Entonces tenía el cabello entre castaño y pelirrojo, corto, estilo James Dean, del cual poseía cierto aire y al que su actitud displicente parecía emular. Jamás le pregunté si sabía quién había sido el sujeto.
Una blusa negra imitación cuero contrastaba con su piel, la que sin dudas de joven albergó pecas que con gusto me hubiese halagado inventariar.
Pensando en eso la observaba atender clientes desde una mesa cercana. Se mostraba amable con ellos y sonreía sin disimular que hacerlo era parte de su trabajo. Tampoco ocultaba ese dejo de tristeza embaucador que induce a desear protegerla. Fue entonces cuando por primera vez pensé en sus años juveniles y la mayor abundancia de pecas que tendría.
Bastaba que un parroquiano extrajera un cigarrillo para que su encendedor estuviera dispuesto a darle lumbre. Me pregunté hasta qué punto liberaba ese fuego o si en realidad lo contenía, y de pronto quise saberlo todo de ella. “¿Cómo has llegado a esta barra, dulzura?” Le habría dicho si yo fuese otro, aquél que siempre quise ser y jamás pude emular.
No me avergüenza aceptar que jamás diría algo así, no en vano me dicen “Tímido Tomy”. Tampoco significa que me jacte de ello, sino que llevo años asumiéndolo. Cualquiera puede ser timorato y vivir con eso, pero nadie podría hacerlo reconociéndose estúpido. Por esa razón aquellos se lo ocultan, mintiéndose ante el espejo.
Cuando se pasan los cuarenta uno ya sabe convivir con sus miserias. Recelamos que las cosas no cambiarán demasiado y que se ha hecho tarde para sueños nuevos. Sin embargo allí estaba, fantaseando al observar a esa muchacha, interesante para todos y para mí, además de eso: fascinante e inaccesible.
Era la clase de mujer cuya sola presencia avasalla a sujetos como yo, insulsos y discretos. Preferimos evitar su mirada, mas si la hallamos bajamos la vista. ¡Cuidado! No es cobardía, sino algo semejante a lo que le ocurre a un apasionado de las aves que no puede tenerlas en su mano por temor a causarles daño.
Aquella noche estaba en el bar por negocios. Sí, suena raro, pero así ocurre en nuestro ambiente. Debía contactar a un tal Marcel por un trabajo. La persona que lo realizaba antes había sufrido un percance, al parecer por una mujer.
¿Podría alguien haber imaginado que dicha mujer se trataba de aquella chica hermosa que cada tanto ponía un encendedor ante su sonrisa? No yo al menos ni en aquél momento.
Como suelo hacer para mitigar el nerviosismo, había llevado una novela de bolsillo de Silver Kane, aunque prefiero leer cosas de John Fante, Raymond Chandler o Guy Des Cars, mis escritores favoritos. Pero cuidado, he leído a muchos otros. ¡Víctor Hugo, un genio!
Pues sí, leo. Según los ignorantes que me rodean pierdo el tiempo con sueños ajenos en lugar de vivir los míos. Siempre creí que tenían razón hasta que ocurrió lo que ahora relato. Más bien pesadilla, sí, pero mía. ¿Seguimos?
Al acercarse la hora prevista para la cita acudí a la barra. Me reconfortaba tener una excusa para intercambiar unas frases con esa enigmática mujer de negro. Cerré el libro y lo guardé en el bolsillo interior de mi saco:
—Busco a Marcel Durán —le dije, con menos amabilidad de la que hubiese preferido.
—¿Quién lo busca?
Su expresión displicente redujo mis expectativas. Mal comienzo. En ese momento habría abandonado el resto de mi vida a cambio de un beso suyo. ¡Qué ironía si se hubiese cumplido mi deseo tan al pie de la letra!
Pensé que de darse moriría arrepentido de no haber sido algo más exigente. ¿A cambio de mi vida? No, no podría pedirle más de dos besos. Y todo me lo dio.
—Tomás, es por un trabajo. Vengo de parte de Lidia.
Apenas oír ese nombre cambió su actitud y pareció interesarse un momento, muy breve, un relámpago. Se distendió pronto y luego, ya indiferente agregó:
—Aun no ha venido. Apenas llegue le aviso —y se alejó cumpliendo sus tareas.
Decidí distraerme, mirar hacia otro lado, estudiar rostros y gestos, cavilar. Aunque le daba la espalda continuaba viéndola, repitiéndome sus palabras. Hoy cierro los ojos para verla y su imagen se diluye, se torna imprecisa, desaparece, como si huyera de mí.
También me abruma la sensación de que nunca existió y es sólo la sombra de un sueño triste, el amargo dejo matinal de una resaca tras horas nocturnas de excesos y alcohol.
Por eso en ningún momento me separé de la novelita de Silver Kane, que en realidad llevaba pues es edición de bolsillo y no me pesa. Intentaba leer mientras la miraba de reojo. Tanto la tenía en mi cabeza que me costaba interpretar las frases que leía y seguir la trama. Algún día volveré a buscar el párrafo, allí donde abandoné la lectura, con la esperanza de que ella asome entre sus páginas sonriéndome, aunque sea difusa y se esfume en segundos.
Desde la noche aquella todo se fue precipitando hacia el instante cruel de estar ella muerta, yo desangrándome, y Marcel a punto de sorprenderme con algo más. A veces es muy extraño cómo pasan las cosas. ¡Un gran nadador puede morir ahogado si una rama sumergida atrapa su pie! Ella y Marcel lo eran, grandes nadadores: hasta caer en este remolino conmigo. Conmigo, que nunca aprenderé a nadar.
Todo comienza con la insistencia de Lucas, hermano de Lidia y de a ratos mi cuñado: un sujeto parco, calculador, impredecible. En ningún momento manifestó que todo el asunto de los atracos era idea suya. Tampoco que sus miradas y sonrisas con Celina provocaron su auto exclusión y por esa causa se dio mi ingreso en el grupo.
Ni en el más delirante de los escenarios habría imaginado juntos a Lucas y Celina. Mucho menos la hubiese supuesto a mi lado, aunque esto último me sucede siempre y con todas las mujeres que he compartido sábanas.
En un primer momento creí que Lidia propuso a su hermano Lucas mi nombre para continuar teniendo cosas en común conmigo. Ella siempre vuelve de algún modo. Se encadenó a mí desde el día que me dijo, el rostro sobre sus manos, codos sobre la mesa y ojos ensoñados en lujuria:
—Eres muy lindo, ¿Sabes? ¡Pero muy lerdo!
No me importaron sus dichos, hace tiempo sé que tal es la imagen que doy. Sin embargo lo que no supe fue qué respuesta darle. Permanecí tieso, ruborizado. Ser atractivo no me entusiasma, y menos andar por ahí sintiendo las miradas curiosas igual que un feo. Habría preferido ser más bien recio, de actitud viril, apariencia audaz, y un dejo inteligente de picardía. Demasiado pedir, ni que lo digan.
Pero no hay dudas en cuanto a que tras aquella frase de Lidia comenzó todo: "Eres muy lindo, ¿Sabes?"
No, claro que no tontita. ¿Cómo lo sabría si no lo dices? ¡Claro que lo soy! Debí haber dicho, subestimándola con ironía. Pero alelado mantuve silencio. Y a veces es mejor. Pero su comentario llamó mi atención y de algún modo la sentí a mi merced. Luego no tomé su mano, ella tomó la mía y sonrió. Sonreí...
Y desde allí, siempre que yo necesitaba algo aparecía ella. Me permitió meter mano -ambas- a todo lo suyo, desde su piel morena hasta el monedero. “Generosa”, tal palabra la define.
Lidia no es bonita, pasaría desapercibida en una isla desierta y de ser Eva quizás Adán no habría probado la manzana, por lo cual sin vergüenza andaríamos desnudos y la industria textil en bancarrota.
Ojo, tampoco es fea, no es eso, sino que le falta brillo, sal, alguna chispa que la alumbre. Esa cosa que se llama “garbo”, como aquella actriz de cine. Eso le falta.
Mas luego de conocerla es imposible no amarla. Sabe volverse necesaria, útil, casi imprescindible. Una suerte de secretaria multiuso, esposa compinche... “Amigos con derechos” creo que se dice ahora.
Lo mío con ella es algo raro, como si aquél que teme dañar avecillas tomara al fin una entre sus manos y su temor pasara a ser entonces liberarla. Es que quizás no consiga otra semejante para que le trine a cada instante: “Volar es posible”. Ella se esforzaba en incitarme a volar. Fuimos y vinimos, novios primero, amantes enseguida, luego amigos, luego amantes otra vez. Hoy día estamos a punto de ser padres. Ya veremos mañana.
Disculpen, me disperso con facilidad, tomo caminos secundarios y me pierdo. Es un defecto, lo sé. De todas formas pronto recapacito y vuelvo a la ruta principal. Decía que estaba nuevamente en mi mesa fingiendo leer. En el bar... ¿Recuerdan? No podía, mis ojos se empeñaban en fugarse tras Celina. De pronto un hombre se le acercó y hablaron mirando hacia mí.
El sujeto tenía la nariz chata y ancha, muy espantosa y exclusiva. Eso era lo discordante en su figura, pues según noté más tarde cuando hablamos, el resto de su semblante era agradable. Sus ojos eran claros y fríos, totalmente opuestos a los de Celina. También eran directos, inocentes, sin maldad aparente. Sólo aparente.
Me sorprendí cuando los labios de ambos se rozaron. Si me costaba imaginar a Lucas besándola, lo que veía ya era surrealista. Sentí tal fastidio que pensé en irme. Un instante después sentí que ella decía al sujeto:
—Te busca un tal Tomás, lo manda “tu Lidia”. Está por allí —y señaló hacia mi mesa.
¿Tu Lidia? ¡Vaya que sí es generosa mi querida! Eso es lo que pensé entonces y no más, pues el tipo se acercaba.
—Así que de parte de Lidia —dijo el narigón cuando estuvo a mi lado.
—Soy Marcel. ¿De dónde la conoces? —y mientras se sentaba me extendía la mano. No sabía bien qué responder, pero tan mal no salió:
—Vive cerca de mi casa, bordeamos un romance. Amigos.
No era del todo cierto cuanto decía pero casi: “jamás mentiras innecesarias”, una de las frases favoritas de Lucas, mi infalible cuñado. Pues bien, así se me exigió proceder, sobre todo jamás nombrar a Lucas, cosa que no me gustaba demasiado. Sabía que formaba parte de la nubosa zona de las “mentiras imprescindibles”.
Cuando le pedí razones para que evitara mencionarlo Lucas había mirado para otro lado:
—¿Lo harás o no?
Antes de dar mi consentimiento observé los ojitos soñadores de Lidia. Me lo rogaban. No pude olvidar cuanto le debía y respondí que por mí estaba bien.
Para nuestro asombro Marcel me cayó de maravillas, parecía simpático y ocurrente. Cuando el bar cerró nos quedamos conversando a puertas cerradas: no querían perder tiempo. Celina y él demostraban llevarse muy bien y complementarse mejor.
Por mi parte hubiese preferido que quien durmiera con semejante preciosura fuese más garboso. Pero lo dicho, más que apostura a los hombres les sienta la virilidad.
Pronto nos distendimos y charlamos mucho. Incluso Celina participaba comentando de cuando en cuando cosas triviales. Recuerdo que en una pausa de Marcel para encender un cigarrillo ella dijo:
—Debo hacer algo así y pronto. No pienso estar detrás de la barra durante mucho tiempo más. ¿Oíste hablar de Astrid Kirchherr?
—¿Qué? Jamás —acoté entre asombrado y curioso —¿Es actriz? No voy mucho al cine.
—No —sonrió con las mejores perlas que he visto alinearse detrás de un par de labios.
—Era fotógrafa. Tomó las primeras fotos a los Beatles y, según dicen, creadora de sus famosos flequillos.
—¿Ah sí? Los Beatles.
—Sí, pero eso no es todo. Lo último que supe es que trabajaba de camarera en un bar de Hamburgo. ¿Te das cuenta? ¡Cosas de la vida!
Culminó con sobrecogedora melancolía, aunque las perlas continuaban siendo perlas. De inmediato mudó su talante:
—¡Eso no pasará conmigo! Terminaré instalada como fisioterapeuta. ¿No es cierto Marcel?
—Esa es la idea —dijo él sonriendo. Otro. Contagiaba al sonreír, transmitía confianza, y me hacía sentir bien junto a ellos.
El plan era pintoresco, novedoso y arriesgado. Me sedujo de inmediato. Nunca fui un tipo audaz y esta empresa me permitiría serlo sin correr demasiado peligro. Al menos eso creí.
A los pocos días realizamos la fase uno. Nos desplazamos a un país vecino con aquellos trastos que consiguió Marcel junto a falsos carné de periodistas. Me divertía el curro, era como ser actor, periodista y timador.
Celina dio muestras de gran solvencia en la joyería elegida, parecía una reportera de experiencia. Marcel escondía su asquerosa nariz detrás de la cámara y yo sostenía el foco.
El propietario agradecía que su negocio pudiera promocionarse sin costo en canales de televisión de un país limítrofe. Imaginaba a los eventuales turistas que vendrían luego de ver el diseño de sus joyas.
Mi tarea consistía en iluminar un tanto de soslayo las figuras de corresponsal y entrevistado, dando a Marcel la posibilidad de tomar escenas de todos los recovecos del negocio.
Más tarde vimos la filmación una y otra vez. Se estudió el lugar, la ubicación de las alhajas más valiosas y de las vitrinas con mejor stock. También comprobamos la inexistencia de cámaras de circuito interno.
Esta actividad previa les permitió moverse con estudiada soltura cuando realizamos el atraco. Yo esperé en el coche a pocos metros. Festejamos sintiéndonos los más listos del mundo.
Existieron dos cosas que en lo inmediato me preocuparon: que no se repartiera el botín y que Celina comenzara a observarme demasiado.
Marcel me “hizo comprender” que había que aguardar un tiempo antes de vender nada. Sospeché que Celina me endulzaba para que continuara pero sin pensar en reducir las joyas en el mercado negro.
Cualquiera puede aceptar ser tímido, pero nadie quiere pasar por tonto; ya dije esa frase, lo sé, pero en aquellos momentos no dejé de repetírmela. Además siempre ha sido mi frase favorita, me permite creer que ser apocado no es tan terrible.
Así que lo hice, dejé de pensar en las joyas, después de todo en el bar no se estaba mal. Celina se hallaba siempre cerca y Lidia por allí no asomaba. De haber tenido un gramo de astucia me habría parecido extraño su distanciamiento.
Luego del tercer atraco mi propósito pasó a ser dejar aquello por allí nomas, y no dudo que hubiese sido lo mejor. Ellos insistieron en continuar, así que volvimos a viajar.
Con la cuarta joyería repetimos acciones y resultados. Fui algo más insistente en conformarnos con lo obtenido y detenernos al menos por unos meses. Casi lo consigo, pero Celina había oído algo sobre cierta joyería “Astrid” y la importancia de su colección.
Entonces su mirada hacia mí se había tornado más insistente, me demostraba excesiva simpatía, y hasta me daba la sensación de buscar momentos en los cuales pudiésemos charlar a solas. ¡Ay, cuanto me costaba no tenerla cerca medio minuto! Y mucho más creer que algo entre nosotros sería posible. Una mujer así nunca vería en su mascota algo distinto a lo que era.
Nos soñaba desnudos y abrazados pero no podía soñar que lo hacíamos, al sexo me refiero. Imaginarlo era reconfortante pero intentaba quitar esa idea recurrente de mi mente. Sobre todo ante terceros, pues mi entrepierna solía evidenciarlo demasiado.
Procuré convencerme de que su actitud nacía de la necesidad de la pareja de contar conmigo. Por esa razón no me tomé la molestia de suponer que a Marcel tal despliegue de amabilidades no le gustaba demasiado. Es que aun no caía en que los celos que sintió con Lucas ahora se los estaba dando yo.
Sí, lo dicho, carezco de astucia, sagacidad y la maldad necesaria para este oficio. Y por si sirve de excusa, no lo elegí, el hambre me tiró dentro de tan "loable" profesion.
Nuestra gloriosa entrevista a la joyería “Astrid” dejó de manifiesto que allí tenían cámaras de vigilancia. Marcel y yo éramos de la idea de buscar otra. Celina encontraba romántico y promisorio que el asalto fuese allí, juró que sería la última, que era como un designio, un mensaje del destino.
Y terminó por convencernos, a Marcel con mohines y ternura, a mí con alguna guiñada a sus espaldas y un beso soplado. ¡No pude dormir esa noche!
Dado el aspecto algo andrógino de Celina no fue difícil que le ajustara el disfraz de muchacho. En cambio Marcel, con peluca y bigote nada escondía, su nariz era irrepetible. Así y todo se trazó el plan, en el cual se cronometró el tiempo de anular cámaras de circuito cerrado y hacer desaparecer la filmación del día en que hicimos la entrevista.
Semejante despliegue limitaría el tiempo para el “arrastre” del botín, pero el precio de lo exhibido prometía buena ganancia por poco que se amontonara en el fondo de las bolsas.
Mientras conducía noté que el clima no era el de siempre. Nos envolvía el silencio y ninguno habló, teníamos el ánimo reprimido por inusual nerviosismo.
Pensé varias veces en detenerme a orillas de la ruta, pero todo estaba en marcha y no suelo tomar decisiones apresuradas. Es como si a veces las cosas comenzaran a suceder sin que puedan contenerse: de un hervor un incendio, de una llovizna una inundación, de la caída de una tostada un terremoto, de un escupitajo un tsunami.
Al llegar detuve el coche y bajó Marcel. Luego lo hizo ella, que se detuvo un momento y me acarició:
—Ya regreso, guapo —dijo. Cerró la portezuela y marchó tras Marcel a cumplir la tarea con igual dinamismo con que lo haría al salir a la cancha el Barsa, sólo que esta era una torpe escuadra de Raterolandia.
Tenía el motor moderando y el embeleso por aquél “guapo” de Celina me mantenía la cabeza en las nubes. La gente, escasa pues el día era frío y gris, andaba deprisa cargando sus problemas sin tener demasiado claro hacia dónde.
Bueno, es un decir, no termino de aceptar que no todos son como yo.
Iba a encender un cigarrillo cuando oí el disparo y de inmediato los vi acercarse corriendo, Marcel con alguna dificultad. Entraron a los tumbos y salí como llevado por mi primo el diablo y con una portezuela abierta.
En la sala del médico donde llevamos a Marcel conversamos mucho con Celina.
—Tan mal no salió —dijo, volviendo a respirar mientras recostaba la cabeza sobre mi hombro—. Al menos ninguno pisó mierda de perro.
Tenía ese humor desfachatado de los bares nocturnos y le pegaba de forma maravillosa.
Esa noche sucedió lo increíble: el Edén fue mío. Lo cual implica que ella también. ¡Ocurrió! Que hasta ahora me cuesta creerlo. Y ocurrió y ocurrió... Toda la convalecencia de Marcel, poco más de unos quince días.
Mientras estaba contra el piso frío y ante el vacío inconmensurable de los ojos de Celina abiertos a la nada, mi mente no hallaba escapatoria. ¿Cuánta sangre me quedaba? Mis pensamientos comenzaron a mezclarse con mi mareo.
Verla de reojo y hacer el racconto de nuestra debacle parecía lo único importante entonces, mientras aguardaba a quien llegara primero: Marcel, con su promesa de algo más, o mi muerte. Casi que prefería a la muerte.
Pero siempre hay lugar a la esperanza, y recordar que Marcel tardó una quincena en volver a caminar me hizo suponer que si un milagro llegaba a salvarme, me tomaría por lo menos un año reponerme.
Aunque apenas me podía mover logré alcanzar la pistola que Marcel dejara sobre el sofá. No es que tanto me interesara el arma, matarlo ya no significaba nada si ella había dejado de existir. Me acerqué pues quería tomar la mano de mi diosa Celina, lo cual resultó una experiencia desesperante.
Nuestras caricias secretas y cálidas mientras Marcel se reponía estaban impregnadas de una esencia misteriosa, vital, prometedora, esencia que en esa despedida trágica estuvo ausente.
Aquella suerte de magia hacía emanar de nuestros labios palabras llenas de mañana, de un futuro inmediato muy lejos de aquí. En ese porvenir ella me demostraría sus habilidades fisioterapéuticas de un modo tras el cual yo nunca pensaría en abandonarla. No era mi intención ponerme melancólico de nuevo, me dejé llevar...
Durante la convalecencia de Marcel creímos que él lo ignoraba todo. Que dormía aturdido bajo el peso de su cornamenta. Por eso cuando se recuperó y habló de alquilar por unos días una casa en el campo no pudimos negarnos.
Ocupados en menesteres más ardientes como estuvimos mientras fue posible, aún no habíamos establecido el momento de volar juntos, así que debimos aceptar y allá fuimos los tres: dos más uno lío, no trío.
Apenas entramos a la casita nos dijo que lo sabía todo y extrajo su arma. No soy hombre de acción y me mantuve inmóvil. No le importó demasiado pues de todos modos disparó sobre mis piernas. Celina intentó algo pero él de inmediato blandió la pistola en el aire:
—¡Quieta! —dijo con asco.
Fue la primera vez que noté sus labios sin su peculiar afabilidad. La nariz le temblaba con bufidos de hipopótamo, como si su calma anterior hubiese roto compuertas y recién ahora se dejara arrastrar por una furia descontrolada.
No dijo más nada. Con suma frialdad disparó nuevamente y el círculo granate apareció en la frente de Celina.
Mientras caía cual títere al que han roto los hilos casi se podían ver, escapando por el siniestro orificio y más que sangre, todas sus ilusiones: su consultorio, su túnica blanca y corta, su cofia almidonada y un gran amor que, para mayor desgracia, era yo.
Luego, mientras me mantenía sin mover un músculo, Marcel me apuntó con calma y disparó dos veces más: pie y hombro. No me importaba, quería morir, sentía que no podría continuar sin Celina. Pero él abrió la puerta, se volvió un momento antes de salir y dijo aquello: —No te mueras todavía, te reservé un par de sorpresas más.
Cuando regresó fue como si el mundo estallara pues abrió la puerta de una fuerte patada. Ya me sentía muy débil y la visión se me tornaba difícil, pero advertí que sus manos portaban una caja de cartón. Se me acercó:
—¿Todavía no moriste mequetrefe? ¡Fantástico!
Traía una sonrisa forzada y la expresión de su rostro escupía veneno, dándome la certeza de que su venganza no sería liviana.
—Te prometí dos sorpresas y yo sí tengo lealtad. No te quedarás solo, te acompañarán varios famélicos roedores, se sentirán felices con alguien tan grande y de su especie para matar el hambre.
Tiró al suelo el bulto que traía y de él comenzaron a salir ratas, que luego de husmear el aire con su hocico mugroso partían en distintas direcciones. Una subió al regazo de Celina a olisquear la sangre que había caído sobre su vientre para luego saltar sobre uno de sus hombros. No pude seguir mirando y volví mi vista hacia Marcel.
Con muy buen humor levantó una mano. Con ella y también con su boca ataviada de obelisco parodió una dentellada en el aire y agregó:
—Pero no es todo, tengo algo más que mostrarte, aguarda algunos minutos más. ¡Por favor no mueras todavía!
Pretendía crear una expectativa que yo no estaba en condiciones de interpretar en forma cabal. Comenzaba a sentirme mareado, las ratas asediaban el cuerpo de Celina y debí alejar un par que se aproximaron al mío a lamer la sangre derramada.
Se me erizó la piel al imaginar sus bigotes rozándome y sentía que ya no tenía fuerzas para ahuyentarlas. Esperaba superar el trance con un definitivo desmayo que me llevara al nunca más.
La mirada terrible de Marcel continuaba observando la escena cual Nerón absorto en los alcances de su proeza. De pronto pareció volver a la realidad, ladeando la cara ante el sonido de pasos femeninos que se acercaban.
Cuando finalizó el taconeo Marcel se apartó de la puerta dejando a la vista a una mujer. ¡Y qué mujer! Allí estaba mi incomprendida Lidia, horrorizada de ver el estado en que me encontraba pero con un arma en la mano.
—No temas —le dijo Marcel—. El desgraciado traidor se está yendo, puedes guardar el arma y disfrutar del espectáculo.
—No, yo lo haré. Nunca disparé un arma y deseo hacerlo —dijo Lidia con tal realismo que me erizó la piel. ¿Tanto me había mentido? ¿Tan buena actriz era? ¿Tan hipócrita? Sus palabras me hicieron recordar la pistola que yo había recogido. Con mis últimas fuerzas la levanté.
El asombro se reflejó en las facciones de ambos. Dudé en a quien disparar primero, fue durante un momento efímero, insignificante, que sin embargo me dio la sensación de durar demasiado.
Quise darle a él, pero siempre había eludido aferrar una pistola para practicar y el proyectil impactó en la pared. Jalé nuevamente el gatillo y un lastimero “clic” me hizo cerrar los ojos tras el segundo intento. Comprendí que mis cartas estaban echadas y dejé caer la inútil pistola.
¿Hasta dónde el destino impidió que le disparara a Lidia y acertara? Creo que algo interno en mí siempre habría impedido que lo hiciera. Cuando así se lo he dicho ella ha reconocido no tener dudas en que yo jamás podría matarla.
Me da cierta gracia su seguridad ¿Será la misma gracia que mis acciones le causan a mi perro? Tiempo atrás Lucas le había sugerido –harto de sus tragedias lacrimosas y mi escaso interés en ella– que buscara la forma de seducir a Marcel y de paso mantener control sobre su idea de saquear joyerías. Es que si Lucas no ha vendido el alma se debe a que aún no se ha topado con el diablo.
Todo el andamiaje de los atracos fue creado por él, pero los celos de Marcel los distanciaron antes de ponerlos en práctica. Allí entró Lidia a la partida y yo fui la última pieza, el utilitario fácil de manejar.
¿Cómo hizo Lidia para conquistar a Marcel? He preferido no imaginarlo. Además de resultar imposible no quererla, ella sabe ser insistente, incluso para lograr resultados con alguien que tiene a su lado a la más hermosa mujer que me ha mirado.
Así fue que el lazo se fue cerrando, todas las opciones que fui tomando me llevaron a ese momento, a esa danza con la muerte donde sólo podía rogar para que me eliminaran de una buena vez.
El rostro de Lidia se mostraba repugnado e imagino que ante la visión de las ratas tenía la misma urgencia que yo en que todo terminara. En ese momento pensé en lo terrible que sería que fuese ella quien me rematara. ¿Habría sido merecido?
—¿Quieres que lo haga yo? —le preguntó Marcel, dando muestras de que también a él la escena comenzaba a disgustarle.
—¿O prefieres que dejamos el trabajo a las ratas. ¡Para eso te las traje!
—¡No! Lo haré yo —contestó ella con total naturalidad. Levantó el arma y fue tan rápida y certera que de tan cerca que estaba la sangre de Marcel salpicó su brazo.
Las ratas se mostraron sorprendidas y por unos instantes desaparecieron de la vista. De tan estupefacto algo del mareo se me fue, y sentí que amaba a esa mujer más que nunca. Ella misma parecía atónita, era la primera vez que disparaba sobre un ser vivo. Marcel no tuvo oportunidad de extrañarse, tras su desplome quedó como dormido, y hasta daba la sensación de tener placenteros sueños.
—¡Vamos Tomy! Debemos salir de aquí.
No sé cómo pretendía que me pusiese de pie y corriera tras ella. Pero otra cosa más que mi vida me importaba más.
—¡No! No podemos dejar a Celina con las ratas. No sugiero el Panteón Nacional, pero al menos deberíamos llevarla a otro sitio.
—Eres tan estúpido como romántico. ¡Patético! A ver si me largo sola y te dejo con tus nuevos amigos roedores. Si ella estuviese viva no sé si te permitiría contar este cuento.
Temblé. Uno nunca está seguro por donde le llegará la locura a una persona querida. Lidia pareció meditar, se mostraba algo llorosa y con una ansiedad que me hizo recordarla anta la inminencia carnal. Después dijo:
—¿Y se supone que todo debo hacerlo sola?
Exacto. No sé cómo lo hizo, no estuve para verlo. Cuando desperté manejaba a mi lado. Miré el asiento trasero y antes que se lo preguntara comentó:
—Tu chica está en el baúl. ¿Qué harás con ella?
—Debemos sepultarla en algún sitio, no puedo dejarla como a un paquete de basura —dije muy decidido pero febril y muerto de frío.
—¡Qué tierno y honrado! ¿Eres igual con todas? Me comuniqué con Lucas, nos aguarda en el próximo hotel, habrá un médico y luego él mismo se hará cargo del resto. ¿Qué flores prefieres?
—No importa cuales pero muchas, que la cubran de flores... y no más preguntas Lidia, no más preguntas.
Vamos, que estoy de liga. Lucas se ha encargado de comerciar las joyas durante mi convalecencia, ufanándose a todo momento de su ingenio. ¿Qué podía yo decir dolido y entubado? Además, permitiendo siempre que las cosas se resuelvan solas me considero práctico. También, a veces, mucho más tonto que tímido.
Estos últimos días me he sentido feliz pues Lucas dividió en dos conmigo. No es de extrañar, sabe bien que lo compartiré con su hermana. Y no es que esté seguro de que las mitades sean iguales, ni suponga que Lucas es tan cándido como este servidor, sino que nada gano atormentándome con que me ha timado.
Como siempre, accediendo a mis caprichos ella no ha puesto objeciones en que Astrid sea el nombre de la niña que esperamos. Aunque el futuro es auspicioso hay, sin embargo, un pensamiento que no me deja dormir ¿Tendrá Marcel algo que ver en eso?
Lidia, amparándose en la consigna de que fui yo quien sugirió “no más preguntas” jamás me lo ha contestado, así que de lo sucedido ya no hablamos. Pero tengo una carta en la manga y lo sabré de todos modos. Lo veremos luego de producido el parto: la nariz de la pequeña será reveladora.