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La adversidad da cuenta de la franca relación de dos amigos, y extrae del misterio la oculta realidad de lo acontecido con uno de ellos.

Ámbitos ocultos

No puede asegurarse que Arturo Valdivia esté muerto, pues ni siquiera su gran amigo Martín Funes sabría decir qué fue de él. Simplemente, desapareció.

Sendos amigos fueron jóvenes alguna vez, se ganaron sus primeros sueldos, tantearon amores primerizos, y por más que suponían ser adultos y saberlo todo, gateaban sobre los múltiples avatares de la existencia, dudaban ante cada cruce de caminos, y la mayoría de sus temores eran injustificados. Tal vez el que no advirtieron fue el que los envolvió.

 

Para ambos permanecería olvidado lo ocurrido en la feria itinerante a la cual concurrieron una tarde con la idea –tal cual hacían cada vez que salían juntos– de conocer jóvenes hermosas o no tanto, y conseguir novia o al menos intentarlo.

En algún momento apareció ante ellos aquella joven gitana, bella, pequeña, de ojos lánguidos y tanta locuacidad como para hacerse entender con sus balbuceos: algo en español, algo en romaní, algo vaya a saberse en cual idioma.

Sin siquiera pedir permiso tomó la mano de Martín diciéndole: —Sar san? ¡Buen mozo! Solo una moneda darme. Caló báji. Toda suerte tuya diré. Penar a bají. Cierta, buenaventura tuya.

 

Tan interesante parecía la muchacha que Martín nada dijo, se limitó a dejar abandonada su mano liviana entre aquellos dedos, tan femeninos como repletos de anillos. Ella observó la mano de Martín como si se tratase de un libro abierto, y tan presto como la había aferrado la soltó.

 

—Tendrás enfermo —dijo. —Bolnav. ¿Sabes? Pero bien sastipen, mejor pronto, nada malo.

 

Olvidándose de él y con la misma agilidad tomó ahora la mano de Arturo. Apenas verla echó atrás su cabeza, como si hubiese recibido un sopapo. Luego volvió la vista a uno y otro para detenerse de improviso los ojos fijos en Arturo. Entonces sin la mínima duda emitió un nuevo galimatías:

 

—Ámbitos ocultos. Najar. Evita eso juncal. Huye. Difícil cosa es. Ten cuídate, voy intentar conjuro malo sacar... —y entre dudas permaneció cabizbaja, murmurando palabras ininteligibles. Entre tanto otra gitana, ya avejentada, se une al grupo, y notando cierta turbación en la joven exclama:

 

—Sepa disculpá señó, que la maja apenita a llegao de Rumania y ni sabe hablá. Pero ha hecho su tarea, sí, lee muy bien. Ahora paga —y extendiendo la mano agrega: —A mí el parné, que esto no e grati. ¡El parné! Billete. ¿O se han quedao sordos? ¿Qué les has dicho Laida?

 

Arturo extendió un billete para quitárselas de encima y casi a regañadientes. Para nada comprendía eso de “ámbitos ocultos”. Tampoco Martín supo explicárselo mientras se alejaban de las gitanas.

 

—Algún día lo sabremos todo —dijo Arturo a punto de lanzar una carcajada. Es que estaba emulando una frasecilla que solían lanzarse entre ellos, algo en broma pero con ilusiones ciertas. Cada tanto cuando uno de los dos decía: —¡Algún día lo tendremos todo! —el otro no dudaba en afirmar: —Algún día. ¡Por supuesto que sí! —y sonrientes chocaban una de sus manos en el aire.

 

Salían siempre juntos a compartir copas, charlas, sonrisas y aventuras. Además, un cariño mutuo y desinteresado engrandecía su amistad. Por esa razón, cuando Arturo desapareció sin dejar rastros Martín anduvo eternos días errático y meditabundo. Pasarían muchos años hasta que sus ojos se posaran sobre la verdad, pero nunca llegaría a interpretarla.

La desobediencia a lo dicho por la joven gitana comenzó a perfilarse a raíz de la enfermedad de Martín, puesto que de no ser por eso habrían continuado sus salidas habituales. En ese caso la historia podría haber sido distinta, pues Martín era muy cuidadoso de sus pasos, y sus excesivos escrúpulos habrían evitado que ingresaran a ese bar al que llegó Arturo en una de sus noches de soledad.

Aunque su intención inicial fue adquirir cigarrillos, el entorno de bullicio y humo denso lo envolvió y se sintió menos solo que momentos antes. Así que decidió quedarse y adquirir un poco de experiencia en ambientes sórdidos.

Luego podría contar a Martín una vivencia interesante.

Pronto se encontró con un vaso de alcohol a borde de labios y la vista puesta en los movimientos de las hermosas mujeres que alegraban el lugar. Algunas permanecían en la barra y otras, haciendo alarde de excesiva sensualidad, deambulaban entre las mesas de parroquianos con manos inquietas.

 

Respirando el humo de tabaco que enturbiaba el ambiente, Arturo se distraía con el sonido de fondo, conformado por una tenue melodía, palabras soeces de hombres alcoholizados, y risas femeninas.

 

Algunas damas pasaron a su lado mostrando sonrisas complacientes, la picardía de sus miradas provocadoras y hasta guiños cómplices. Arturo, sin llegar a ser descortés, les dejaba entender que prefería estar solo.

 

Luego llegó aquella mujer diferente, especial, tal vez bebiera su tercera o cuarta copa –no podría asegurarlo en forma cabal–, solo alcanzó a recordar que apenas notar a la recién llegada sintió que la ensoñación del alcohol desaparecía, para dejar lugar a su deslumbramiento ante el sublime encanto de aquella joven. Entonces estuvo seguro, sí, que no seguiría bebiendo. Y dejó de hacerlo.

La observaba con total fascinación, al punto de llegar a inquietarla y que ella diese la sensación de querer huir en cualquier momento. De algún modo esa mujercita no encajaba con el lugar. Arturo disimuló entonces su embeleso, al tiempo que con cierta temeridad decidía ofrecerle un trago.

 

Ella aceptó uno que dejó a medio tomar al notar que Arturo tampoco bebía del suyo. Sin embargo, y pese a que ella cada tanto veía hacia la puerta, charlaron un buen rato, con lentitud, explorándose, sin abundar en detalles y datos personales.

 

—¡Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! —Comentaría a Martín al día siguiente, sentado junto al borde de la cama de su amigo. Su entusiasmo era tal que el otro se preguntaba si aún le duraría el influjo del alcohol.

 

—Su piel es de un rosa pálido, la hallé tan tersa y suave que me pareció de porcelana. Rocé su mano sin querer mientras hablábamos y una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo. Además, cuando lo hice, el rubor estalló en sus pómulos de ensueño y sus párpados, con las más hermosas pestañas que puedas imaginar, cayeron avergonzados un instante.

 

Martín comenzó a reír y reunió un puñado de fuerzas para palmearlo y bromear diciendo:

 

—¡Te enamoraste! No te puedo dejar un par de días solo que te pierdes. ¿Qué haré cuando mejore, viejo? Me vas a dejar solo.

 

Sin dar muestras de haberlo escuchado Arturo recreaba en sus ojos perdidos la imagen de aquella mujer:

—El cabello rizado cae sobre sus hombros con gracia incomparable. El carmín de sus labios, color manzana madura, promete los besos más apetitosos del mundo.

Su amigo acaso se preocupa un poco: —No olvides dónde la conociste —le dice.

—Ella nunca antes había estado allí. Como yo, se sentía sola y salió a caminar.

 

—¡Eso fue lo que te dijo!

 

El semblante de Arturo se endureció, luego atravesó una sombra de tristeza, para finalmente volver a iluminarse con la misma cándida sonrisa del comienzo.

 

—Cuando se sentó en la barra junto a mí quedé admirado con su aspecto inocente y juvenil, que nada tenía en común con el resto de aquellas mujeres. Y lo primero que le manifesté fue “creo que no deberías estar aquí”. Ella estuvo de acuerdo conmigo “ya lo creo que no” dijo, bañada por el fulgor de su sonrisa.

 

Estuvieron un momento en silencio, uno recordando, otro interpretando. Al cabo, Arturo continuó:

 

—Además y para que te enteres... estuvo muy poco tiempo en aquél lugar. El hombre del bar la miró con cara de incredulidad cuando ella pidió un refresco que ni llegó a terminar. No pude evitar que se fuera casi enseguida. Hasta quedé con la sensación que estaba allí para encontrarme.

Martín rio a sus anchas ante ese comentario mientras Arturo, ya con menos entusiasmo, continuaba hablando:

—Sí, sé que suena estúpido, y es imposible que de la nada una mujer se sienta atraída por mí...

—No, no, no —interrumpió Martín—. Sí podría de buenas a primeras haberse interesado por ti, pero no ir exprofeso para hallarte donde nadie supondría que estarías.

—Es cierto, suponerlo es un error... Y bueno, se llama Dolores pero me ha permitido llamarla Dolly. No se lo dije, pero no me agrada su nombre. Prometió volver esta noche. ¡Lamento que no puedas conocerla todavía!

 

—Ya ocurrirá, descuida. ¡Tanto es tu entusiasmo como mi curiosidad! ¿Dónde vive?

 

—No lo sé. No lo pregunté. Me pidió por favor que no insistiera en acompañarla. ¡Y era tanta la inocencia de sus ojos suplicantes que no tuve opción!

 

Dolores ya estaba en el bar la siguiente vez que se encontraron. Los concurrentes la ignoraban, tanto que parecían no verla. Los ojos de la joven estaban apagados, pero al verlo llegar parecieron cobrar vida.

Arturo tuvo la sensación de que la paz lo invadía, ingresándolo a un mundo desconocido, un lugar mágico, lúdico, donde la calma y la quietud llenaban todo de placidez, donde el tiempo parecía detenerse o acaso avanzar con pasos pueriles. Donde uno podía recobrar la inocencia infantil y erradicar cualquier átomo de maldad que se tuviese.

 

Hablaron poco, mas se entendieron con amplitud mediante miradas y gestos dulces que tornaron innecesarias las palabras. Al influjo de su presencia las palabras soeces y el tono fuerte de las voces del salón desaparecían.

 

Cerca del amanecer ella se sorprendió de lo tarde que se había hecho, y casi sin despedirse prometió que volvería. Al mismo tiempo, le rogaba no insistir en acompañarla. Luego se internó, seguida primero por los ojos de Arturo y luego por sus pasos, en la noche lánguida que dormida se mecía sobre el mar.

 

Pese a su promesa él no pudo evitar ir tras ella. Era demasiada la intriga, el amor, y la necesidad de su cercanía. Agazapándose en cada zaguán persigue su deambular por varias calles desiertas y al fin, bajo la penumbra de un cielo turbio al borde del alba, nota que ingresa a una tienda.

Tras dejar pasar unos minutos se acerca. El comercio es una juguetería, y por su apariencia denota haber estado cerrada mucho tiempo. A punto de llamar vacila. Duda. Luego su mano se posa sobre el picaporte… Pero ha prometido ser discreto y siente temor a ser descubierto donde no debiera estar. ¿Qué pensaría ella de conocer su indiscreción?

Así que cansado, con algo de frío y reflotando sus recientes instantes de felicidad, levanta el cuello de su saco y se marcha presuroso. Sólo piensa en el reencuentro y en las angustiantes horas que lo separan de volverla a ver.

Por la tarde relata a Martín su nuevo encuentro y le comenta que sugirió a Dolly que trajese una amiga: —Así que esta noche deberás acompañarme.

—¡Me muero por ir! Debido a lo que cuentas siento una expectativa enorme. Pero todavía estoy débil, no sé si podría. Tal vez, si a la noche mis fuerzas lo permiten...

 

Arturo percibe el anhelo de su amigo por confirmar sus dichos. Comprende también al observar su rostro demacrado que aún no está repuesto y pretende atemperar sus ansias:

 

—No te preocupes, tu salud es lo primero. Será algún otro día. ¿Verdad amigo? Además no es seguro que acuda acompañada.

 

—Algún día. Por supuesto que sí.

 

Pero sí, esa noche otra dama la escolta. Es bonita también pero no tanto como ella, además parece nerviosa de más y también sus ojos se deslizan hacia la puerta, aunque con mayor frecuencia que Dolores. Arturo ni lo nota, es tan inmensa la seducción que ejerce Dolores sobre él, que el mundo a su alrededor pierde consistencia, se desdibuja, y sólo existen ellos dos.

Tanto es así que hasta el tiempo parece correr con mayor vértigo, y como en medio de un ingrato despertar se encuentra despidiéndose. Es que por allí apareció un soldado de rostro anguloso y mirada acerada. Junto a él otro hombre, de traje negro y corbatín parece escapado de una boda. Al menos este otro, por más que luce artificial dentro de su sobriedad, lleva en sus labios una sonrisa. Mas sus ojos, flotando sobre una nariz redonda y diminuta, parecen desenfocados.

De pronto Arturo percibe que esos hombres algo han dicho a la nueva muchacha. Él apenas alcanza a oír un par de frases, dichas en tono bajo y perentorio, que han sido dirigidas a Dolores:

—Debemos irnos... ¡Nos están poniendo en peligro a todos!

Dolores contempla a Arturo con ternura al tiempo que sus ojos comienzan a nublarse. Luego le musita una disculpa que termina siendo despedida.

Él no puede articular palabra alguna y se limita a observar cómo sendos hombres y mujeres en cuestión le dan la espalda. Confundido, acepta el adiós lánguido de Dolores que mece su manito de un lado a otro desde la puerta. Lo invade una certeza inmensa de que no la volverá a ver y es como si un rayo lo hubiese paralizado.

 

Entonces la bulla interior de voces y risas recobra vida, el tabaco vuelve a invadir la densa atmósfera del bar y siente que el bullicio lo agobia. Un relámpago neuronal le hace preguntarse y ese grupo acaso esta en medio de un complot, y un viento huracanado se lleva lejos tal pregunta.

 

Luego lo trae a la realidad una bocanada de aire húmedo que tras colarse al recinto da en el rostro de Arturo. Se siente despierto ahora y, aunque no sabe para qué, corre hacia la puerta. Así ve alejarse a un viejo patrullero, ovalado y negro, casi cómico, que al doblar en la esquina muestra una gran estrella blanca sobre su costado.

 

Luego vuelve a la barra desconcertado y abatido. Sostiene la cabeza entre sus manos con una inmovilidad que sólo interrumpe para asentir cuando le ofrecen otra copa. Bebe lentamente, permitiéndose apreciar el ardor que el reguero de alcohol enciende en su poco acostumbrada garganta. No se integra al ámbito loco del bar, que de a poco va disminuyendo la algarabía. En cambio, se sumerge en un mundo particular, muy suyo y agobiante, que al lacerarlo parece a punto de estallar.

Dormía sobre el mostrador cuando es despertado. Tienen que asear el local y cerrar hasta la noche, eso le han dicho.

—¡Con mucho gusto lo aguardamos luego, señor! —ha manifestado una mujer fuerte y fea que camina con él aferrado de un brazo y un balde con agua del otro: —Siempre estamos aquí, ya lo sabe... —su voz suena algo distante y huele a tabaco, alcohol y cebolla.

La claridad del día no logra despejar la bruma de la mente de Arturo, quien derrama la vacilación de sus pasos trémulos hasta la juguetería. Allí se aparta de su comportamiento habitual, y llevado por colérica urgencia fuerza la puerta y se manda dentro en medio de una nube polvorienta.

 

Recorre la estancia sin apreciar nada fuera de lo común. Es una tienda de juguetes como tantas. Aparta todo tipo de cajas, llenas y vacías, levantando polvo que lo hace carraspear.

 

Desgarra algunas telarañas revisando anaqueles, se detiene ante un carro de bomberos y sopla luego el polvo de su superficie. Los hay de todo tipo y de muchos tamaños, al igual que indios a caballo, monos a cuerda con tambor que simulan aguardar su señal para comenzar a tocar, cajas sorpresa, muñecas... Nada raro al fin.

 

Sin embargo estar allí lo calma, lo sosiega. Acepta que no hay otra cosa que pueda hacer más que aguardar la noche y el milagro de verla aparecer nuevamente. Sale entonces con lentitud, y tratando de obrar con disimulo intenta ajustar la puerta que forzó.

 

Está por comenzar a caminar cuando el sol, asomando desde un tejado vecino, hiere su retina haciéndolo volver su vista hacia un costado. Ente el encandilamiento sus ojos encuentran el vidrio opaco de la juguetería, y percibe dentro del escaparate algo que de pronto ha centelleado. Desliza entonces una mano ansiosa despejando de mugre el cristal, formando así un ovalo transparente, lúcido, a través del cual envía adentro la mirada.

 

Descubre una inmensa casa de muñecas, espléndida, de cuidada terminación. En la planta superior hay un dormitorio con su armario, su cómoda, sus mesas de noche, su alfombra... Sobre el lecho nupcial una pareja esta acostada, vestida, y sus manos permanecen unidas. El semblante de la mujer es serio, circunspecto, el del hombre sonriente. Es la sonrisa del hombre lo que lleva a Arturo a inclinarse más, intentando verlo con más detalle. Lo sorprende el parecido del muñeco con el hombre de corbatín de la pasada noche.

Luego su mirada se inquieta y agudiza, pretende abarcar cuanto antes la máxima luz. Así percibe, detenido ante la puerta de la pequeña vivienda de juguete, la imitación de un antiguo patrullero, ovalado y negro. A su lado, de pie, un diminuto hombre uniformado parece aguardar secretas órdenes.

Tras un momento de excitación y desasosiego sus ojos desquiciados recorren cada recoveco de la casita. Hasta que por la ventana de la cocina, sentada en una mecedora con los brazos caídos a los costados y ostensible congoja, descubre una pequeña Dolores.

 

Fuera de sí vuelve a ingresar al negocio, corre con desesperación la mampara que da acceso a la vidriera hasta que de pronto sus movimientos se atemperan, y con calma y extrema delicadeza, toma la pequeña muñeca y la introduce en su bolsillo.

 

Luego sale presuroso, sin ocuparse de la puerta del negocio abierta de par en par ni de la eventualidad de ser descubierto. Sube corriendo los dos pisos hasta su apartamento y coloca sobre la mesa el pequeño cuerpo inanimado.

 

Permanece observando la muñeca con detenimiento. Le habla, roza la yema de sus dedos sobre los bracitos rígidos, la acerca a sus ojos, la aproxima a sus labios como para darle aliento, le susurra, la besa. Más tarde se siente ridículo y detiene el impulso de un efímero deseo de lanzarla bien lejos que lo hace erizar.

 

De a poco la razón parece invadirlo, se sosiega. Acepta haber pasado un momento de locura inducido por el alcohol y las emociones del amor. Ya le contará a Martín su drama y reirán mucho. ¿Y esa muñequita que está sobre la mesa? No es nada. Tiene cierto parecido a Dolly, nada más.

 

La última vez que Martín y Arturo estuvieron juntos y hablaron largamente fue sobre el atardecer de ese día. Rieron, tal como pensara Arturo que harían. Incluso su amigo exclamó:

 

—¡Mía es la fiebre y tuyos los desvaríos! Aunque si es tan bonita como ésta pequeña muñeca... ¡Muchacho, sí que es hermosa!

 

Mientras hacía ese comentario observaba la muñeca con tanto detenimiento que Arturo sintió celos. Pintando un gesto amable en el rostro estiró su mano, volviendo a encerrar el objeto entre sus dedos mientras el otro, ajeno a su ansiedad, sugería:

 

—Si vuelves a ese sitio no bebas tanto. Tal vez pongan algo en las bebidas.

 

—¡Seguro! ¡Ya podrás experimentarlo tú también algún día! ¿Verdad?

 

—Por cierto, lo veremos sí, algún día.

 

Por la noche, y viendo que su amigo estaba más pendiente del reloj que de sus palabras, Martín lo alertó: —Es hora de tu cita, camarada. Obra con inteligencia, investiga…

 

Arturo le dio un fuerte abrazo y ganó la puerta en dos zancadas. Desde allí lo saludó con alegría y lo dejó solo. Martín siempre recordaría la sensación de desarraigo que experimentó en ese momento, como un dejo muy profundo a despedida que en un primer momento asimiló a la soledad que su enfermedad le exigía, y luego atribuyó al temor a la eventualidad de su propia muerte.

 

Acepta que entonces estaba demasiado débil y no vio lo que creyó ver, pues duda haber tenido fuerzas para aproximarse a la ventana. Además estaba en un noveno piso, y las cosas de allá abajo parecían de juguete. Como sea, fue la última vez que lo vio.

 

Allá abajo habría divisado un gran coche negro ante el cual un soldado, con lentitud, abre la portezuela por la cual Arturo asciende al vehículo. Lo más extraño, y razón de más para suponer que fue un delirio es la sensación, cuando el automóvil comienza a desplazarse, de ver pese a la lejanía los ojos de su amigo asomado a la ventanilla, y que desde un rostro por demás inexpresivo, su mirada se eleva para cruzarse con la suya hasta que el movimiento las separa.

 

Días después Martín logró restablecerse. Era mucha su curiosidad ante la ausencia de Arturo. Se niega a suponer que por una mujer su amigo lo ha dejado relegado. Pregunta por él en todas partes y nadie sabe darle pistas sobre su paradero. Hasta concurrió un par de noches al bar mencionado sin resultados positivos. Y si no acudió a la famosa juguetería fue pues jamás tuvo detalles sobre su localización.

 

Así pasaron seis años del silencioso alejamiento de Arturo. Martín, absorto en sus propias cuestiones, terminó abandonado la costumbre de aguardar noticias suyas.

De a poco Martín fue forjando los hitos de su existencia, y no tardó en formar familia con una joven de la vecindad. Tuvieron dos hijos: Arturo, el mayor, que desea ser soldado e Ivonne, muñequita de ojitos almendrados que sueña en ser actriz.

 

Escaso de recursos, Martín suele salir a caminar con su familia para distraerse. Deambulan, observan vidrieras y enumeran aquellas cosas que les gustaría tener algún día.

 

Cierta tarde acertaron pasar ante la vidriera de una juguetería de reciente inauguración. En ella admiraron una casa de muñecas de exquisita terminación y cuidados detalles cuyo lema era “Ámbitos ocultos”, pues permitía observar y modificar cosas de su interior. En un dormitorio descansaba una pareja tomada de la mano, y en la cocina una hermosa muñeca parecía servirle la cena a un hombre sentado a la mesa.

 

Martín hace tiempo ha olvidado aquella historia de unos días febriles. Mucho más había perdido su recuerdo aquél lejano encuentro con la joven gitana y la media docena de frases que intercambiaron. Por estas razones ni siquiera llega a notar los rasgos y la mirada suplicante del muñeco de la cocina.

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—¡Papi, papi, la quiero! ¡Quiero la casita! —exclama la niña. Aunque sabe de imposibles Martín observó el precio, y luego de fingir estar evaluando la posibilidad contestó, como otras tantas veces:

—Sí. Algún día mi muñequita. ¡Algún día!

 

Luego continuaron la marcha, alejándose de la juguetería, y de Arturo, para siempre.

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