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Bolsa con gatos, cuento

Bolsas con gatos

Un grupo de radioaficionados tiene oportunidad de escuchar disputas familiares cuyo origen les resulta desconocido. Al parecer todo termina en tragedia, pero no llegarán a conocer la verdad.
¿Un radioteatro? ¿Anomalías en el éter? ¿O la angustia de quien atisba su muerte?  

Causó gran revuelo entre los radioaficionados pues alteró los nervios a varios del grupo. Luego, el efecto multiplicador de las ondas enteró a casi todos. En realidad los "implicados directos" fuimos diecisiete, y aun bregamos por encontrar una respuesta lógica a los hechos que paso a referir.

 

La primera vez que aparecieron las conversaciones me encontraba a punto de cortar la energía tras un día de intensa actividad en el éter. A los intrusos se los oía con relativa claridad, dando la sensación de ser jóvenes. Era un diálogo entre un hombre y una mujer y yo, además de ser oyente involuntario de su conversación, sin explicarme cómo y en virtud a qué cosa, tenía un vago conocimiento de sus fisonomías y personalidades.

 

Aunque moví perillas, revisé llaves, verifiqué indicadores y cambié longitudes de onda no percibí nada anómalo. Tampoco pude evitar que el equipo dejara de emitir esas voces. Por esta razón descarté de inmediato que se tratara de una broma de algún camarada. Estaban allí, y en forma inexplicable, continuaron al menos medio minuto más cuando corté la energía.

 

Me quedó la sensación de estar percibiendo sucesos que en ese mismo instante se desarrollaban en algún sitio. Al inicio creí tener videncias o alucinaciones, más tarde recordé una charla mantenida tiempo atrás con un colega adicto a las informaciones truculentas o rebuscadas, según el enfoque que le diera.

 

Aquél estaba entusiasmado con la teoría de los campos morfo-genéticos, a los cuales la ciencia ha tratado con total indiferencia. Me explicaba que empleamos un receptor de radio y una antena para captar ondas radiofónicas, y un receptor de TV y su correspondiente antena para recibir emisiones televisivas. Ninguno de los dos capta las ondas del otro pues así se han fabricado.

 

Al parecer esta teoría asume que igual ocurre con las diferentes especies animales, lo cual justifica que las aves no choquen entre sí durante sus vuelos multitudinarios y lo mismo ocurre con los cardúmenes de peces.

 

Sin embargo, el ejemplo que a mí más me hizo reflexionar es la anécdota de una especie de micos. Estos no comieron cocos, pues no podían romper su dura corteza, hasta que uno de ellos empleó una piedra. Que los demás hicieran lo mismo no es raro, la simple observación pudo llevar al resto a la imitación para lograr un resultado deseado. Pero sí es extraño que micos que habitaban una isla en las antípodas al poco tiempo y sin tener contacto alguno lograran semejante avance.

 

Ondas morfo-genéticas sería la respuesta. Ondas que alguno de los sujetos libera en forma automática al aire y son captadas luego por ejemplares del mismo orden animal. ¿A eso se debía lo ocurrido? Nunca lo sabremos.

 

Mi intuición, pues me niego a decir que fue clarividencia, luego de lo ocurrido me permitió sacar algunas conclusiones tras aquellas breves frases. El hombre se me antojaba dócil y despreocupado, acostumbrado a ceder y apartarse de las discusiones. Lo hacía joven e inmaduro, también, por la actitud de su voz, conciliador.

 

En cambio con ella mi discutible certeza iba hacia todo lo contrario. Su ánimo me llegó con mucha fuerza y hallé su carácter dominante y decidido. En lo que mi recuerdo permite podría resumir aquél primer diálogo —pues habría otros— de la forma que sigue:

 

—¿Haz algo pronto, yo no permitiré que mi hijo nazca en esta pensión de mala muerte? —Decía la mujer. A lo que él respondía:

 

—Quisiera darte más, bien te lo he dicho. No te habrás enterado hoy de lo poco que gano Adriana. Cuando llevabas tu prisa de casamiento vivir aquí no te parecía malo. Siempre que podías te tirabas en mi catre y si podías te quedabas un par de días.

 

—Sí, pero era sólo yo, mi humanidad... ¿No te das cuenta? Pronto no será lo mismo. No te lo estoy reprochando ni es por tu trabajo o tu sueldo... Pero así como nosotros estamos aquí en una pieza miserable, ella tiene ese caserón inmenso para compartir con sus gatos desgraciados. ¡Eso me enerva!

 

—¡Y está bien, es suyo! Además no sé si me gustaría vivir allí.

 

—Tampoco yo quiero vivir en ese mausoleo. Debo meter en esa testa grenchuda la idea de que la venda y compre aquella del fondo del pueblo, la que vende la viuda de Neves y da al río.

 

—¡Siempre queriendo imponer a todos tus deseos! Así que ahora se te antoja manotear lo ajeno. La mujer está vieja y más que piel y huesos la zamarrean los achaques y las manías, mejor dejarla quieta. ¿Cuánto más va a durar? De tu sarta de caprichos ya logré buena pesca. No te preocupes, de alguna manera saldremos del aljibe.

 

—¿Cuándo el de mi panza sea mozo? No hace falta que me repitas que a la vieja le bailan diablos en la sesera. Pero es mi tía y no tiene a nadie más que a nosotros. Después de todo lo suyo algún día será nuestro. ¡Es por su bien, ya no está para vivir sola!

 

—¡Razón de más para aguardar la aurora!

 

—¡No! No quiero esperar. Siempre esperando... Se me congela el coño de esperar. ¡Algo tenemos que hacer!

 

—¡Me hacés reír! ¿Vas a matarla? De esa manera el crió tendrá firmes y seguras rejas donde nacer.

 

—No Armando, no voy a matarla. La convenceré aunque deba ponerme de rodillas. ¿Qué te parece?

 

—Bien te salen las cosas que hacés de rodillas. ¡Doy fe! Realmente, nunca creí que habría de asquearme algún deseo tuyo. Además de pronto parecés otra persona, te transformas. Te nacen exigencias de infanta rica. ¡Si te vieras el aire de amargada, terca y enojada que te envuelve cambiarías!

 

Así súbitamente como había llegado el diálogo se truncó. Especulé con la posibilidad de que algún colega hubiera dejado su onda al aire y esa conversación fuera suya o de un radioteatro. Pero eso chocaba contra la familiaridad que asumí de sus personalidades. Al otro día supe que otro radioaficionado también la había escuchado y tres días después la lista llegaba a nueve.

 

A la semana el asunto se había diluido en el mar de las interrogantes y pronto se habría olvidado de no haber sido por el retorno de los fantasmas. Volvieron el siguiente sábado por la mañana con algunos cambios.

 

Una de las voces era de la mujer del diálogo anterior, la otra de una dama mayor que seguramente doblaba su edad y emanaba un sentimiento muy similar al miedo. ¿Se pueden determinar sensaciones ajenas partiendo de una simple conversación? Es mi turno de dar fe: sí. Así lo interpreté. Ignorando causas y mecanismos yo podía palpar sus estados de ánimo perfectamente.

 

Aún había algo más, y eso sí que me erizó la piel, junto a las emociones de los hablantes advertí otra presencia, amorfa y silenciosa. Llegándome como un palpitar y por un instante cruzó por mi mente la idea de que ése era el nexo entre las damas y yo.

 

Por cierto no se trataba del esposo de Adriana. Era muy claro que en ese momento él no estuvo. Más curioso resultó que posteriormente, cuando nos reunimos, coincidimos con mis compañeros exactamente en todo lo oído e intuido. Nuevamente, me remito al diálogo, las frases que siguen son lo más similar a lo escuchado que puedo relatar:

 

—No Adriana; estoy bien aquí. No quiero cambiar mi casa. El finado la levantó a pala, pico y plata y paciencia, mucha paciencia. No la venderé de ningún modo.

 

—¡Pero tía Amalia! No te queda más que la casa. Cuando le llega pan tu barriga está de fiesta. ¡Vas a terminar vendiendo todo sólo para comer! ¿Y cuando ya no te quede nada que vas a hacer? ¡Si la casa ya está medio vacía!

 

—Cuando venda la última silla estaré pronta para la tumba.

 

—¡Está mal que seas así! Somos tu familia, y en cinco meses seremos más. ¿Te parece bien recibir al niño en una piezuca sin ventanas ni higiene? Si vendieses la casa podríamos vivir todos juntos. Hay una muy linda a unos metros del río. Ya la vi, es amplia y hermosa. Y no es cara, quizás con lo que obtengas por ésta todavía alcance para comprar una barca. ¿No te gustaría disfrutar en el río con nosotros en las tardes de sol?

 

—¿En mis condiciones? ¡A veces caminar me emborracha!

 

—Es por tu encierro. Estás en el centro del pueblo y ni siquiera cruzas a la plaza. ¿Cuánto hace que no abrís las ventanas?

 

—Las abro sí. Y estoy bien aquí dentro. Todos mis recuerdos respiran conmigo.

 

—Tus recuerdos deben estar sofocados en este ambiente. ¡Vendé la casa tiíta! Dale. ¡Está bien, no digas nada! Te dejo mi esperanza. ¿Sí? No seas egoísta.

 

—¡Egoísta! ¡Quién lo dice! Adriana, si estuvieras en mi pellejo entenderías.

 

—Y si vos fueras yo... ¿no insistirías? Nosotros recién comenzamos a vivir, tu historia ya fue escrita. ¿Por qué no vas a ver la casa que te digo? ¡Te gustará! Sólo eso, quiero que la veas. Si no te gusta...

 

—¿Por qué no vienen ustedes a vivir aquí? Yo ya les dije. Eso lo acepto sin miramientos.

 

—Mira, que no te encienda la chispa, pero mentiría si dijera que me gusta este sepulcro. Además es demasiado tuya, me siento una intrusa. Sería muy lindo tener algo más impersonal, más de todos. ¡Y no es un atrevimiento! También Armando se siente incómodo aquí.

 

—¡Ah, es por el señor! Ese cuento no me lo creo. Eso lo decís para disimular tu impertinencia.

 

—¡Ahora parece que miento! Yo, que lo único que quiero es que todos estemos bien. ¡Sobre todo vos y el puñado de años que te quedan!

 

Como en la ocasión anterior las voces callaron de improviso y me encontré nuevamente solo, transpirando agitado en medio de un incomprensible estado de bochorno. Si no supiera que otros colegas estaban teniendo semejante experiencia habría considerado la posibilidad de estar volviéndome loco.

 

En el transcurso de aquél largo día decidí dejar preparado un grabador ante la eventualidad de una repetición del suceso. De esa manera podría desmenuzar luego las expresiones y verificar si se manifestaban nuevamente mis sensaciones durante su desarrollo. Sin embargo pasaron algunos meses sin que se reiterara la experiencia.

 

En ese ínterin el censo de oyentes elevaba la cantidad a diecisiete y permanecía estable. Marcando su locación en un mapa el resultado era prácticamente un círculo. Supusimos que de su centro surgían las emisiones pero por allí no contábamos con la presencia de ningún radioaficionado.

 

Al sexto mes de la última audición, cuando todos los oyentes y el resto de la comunidad radioaficionada habíamos olvidado la incógnita ésta se volvió a manifestar. Nuevamente surgieron las voces, pero también se intuía la silenciosa presencia del supuesto emisor. Esta vez encendí el grabador de inmediato y registré estas frases:

 

—¡Tía! ¡Llévate este animal de aquí! ¡Los odio! ¿Escuchaste? ¡Los odio! Me asquea verlos y no los soporto cerca del niño.

 

—¿Que te hacen los pobrecitos? Cuando llevabas tu prisa por que vendiera la casa los gatos no te parecían malos. Hasta les dedicabas alguna caricia desabrida.

 

—¡Otra vez con el mismo palo! ¡Bien que te relamés con mis guisados!

 

—Así fue el arreglo ¿no? ¿O se te borró la memoria al entrar a esta casa? Toda la vida me han acompañado mis gatos. Los quiero y es mi derecho cuidarlos.

 

—¡Todos tenemos derechos! A nosotros no nos gustan los gatos y menos tantos gatos. No lo dije antes para no enchincharte, porque pese a todo te quiero y prefiero que estés cómoda. Pero ya estoy harta de estas bestias fantasmales que lo único que hacen es andar viendo que hago. Cagan por cualquier lado y donde mean dejan un olor insoportable.

 

—Todo te cansa enseguida. ¿Nunca te preguntaste cuánto fastidia tu mal genio los demás? Armando pasa pescando en el río. Se va de aquí para no soportarte.

 

—¡Se va para no soportar tus gatos! Por eso. Y no podrás sembrarme rencor: él me quiere.

 

—¡Bien sé que te quiere! Si no fuera así dispara con el primer viento.

 

—¿Sabés que sos tía? Una bruja. Una vieja bruja destartalada. ¡No imaginás lo felices que seremos cuando a vos y a tus gatos se los trague la tierra! Hace rato que al mundo le sobra una vieja loca.

 

—Mis gatos y yo lo único que hacemos es soportarte. ¿Ese era el amor familiar de tus cuentos? Y no grites. Despertaste a Pablito.

 

—Alguno de tus bichos lo habrá despertado. Si encuentro uno en su cuarto lo paso a cuchillo.

 

—Cualquier daño en ellos yo lo sufro. ¡Cuidado!

 

—¡Con más gusto voy a darles entonces! Mírenla amenazándome... ¡Qué tupé!

 

Eso último me hizo erizar: “Mírenla” había dicho. Como si supiera que alguien escuchaba. Con las voces, el tono y la dureza de las palabras me había llegado, directo y puro, todo el odio que encerraban latente en el sonido.

 

Sin embargo, al volver a escuchar el diálogo mediante la grabación pude notar que no sentía lo mismo. Que era, ahora sí, como escuchar un radioteatro o una conversación común. Faltaba algo. No tenía fuerza y participaban solo mis oídos. Cualquiera podía haber fraguado aquella grabación sin siquiera necesitar talento artístico.

 

No sirvió, a la postre, para que los colegas interesados que no tenían acceso a los diálogos pudieran llegar a comprender el estado de ánimo de los testigos directos y nos frustraba bastante su incomprensión. En definitiva, solo tocábamos el tema entre los diecisiete, de los cuales unos eran bastante indiferentes y otros por el contrario, estábamos muy expectantes y alertas.

 

Por las noches me dormía conjeturando sobre el origen de las voces. Me preguntaba si alguien desesperadamente trataba por ese medio comunicarse y dejar entrever sus miedos. Hice muchas especulaciones al respecto pero no voy a definir mis conclusiones, me limitaré a la narración textual de lo que fueron los hechos y mis sensaciones.

 

El último día se dieron dos conversaciones, y haber participado en esa recepción trastornó marcadamente mi estado anímico. No estaba en la sala de radio pero algo me inquietó y me dirigí hacia allí con urgencia. Encendí el equipo y antes de cumplirse el tiempo normal de puesta a punto de las lámparas las voces acudieron, densas y rotundas, cargadas de tensión, como si el diálogo se desarrollara junto a mí.

 

No atiné a grabarlas. Tampoco es necesario. Recuerdo cada una de las palabras, cada elevación de tono de voz, todo. Resuenan en mi mente como si la discusión recién hubiese sucedido, y me martiriza.

 

—¡No me importa que los quieras más que a nosotros! ¡Llevátelos! Dáselos a alguien, que se arreglen solos. ¡Cualquier cosa! No quiero verlos más. ¡Me miran! Fíjate como me miran. ¡Los odio!

 

—Calmate Adriana. ¡Eso es lo único que no me podés exigir!

 

—Puedo sí. ¡Lo exijo! Si te querés quedar será sin gatos.

 

—¡Pero si la casa es mía!

 

—¡De las dos! También yo firmé el papel ese del escribano. ¡Y se terminaron los gatos en mi casa!

 

—Podría decirte del esfuerzo que hago para tolerar y evitar los problemas. De lo nerviosa que me dejan los berridos de tu hijo mientras dormís a pata suelta después de estar toda la noche de jaleo. Mi vida es sólo soportar y callar.

 

—¿Comparás un angelito con un animal? ¡Ya veo quien es el único animal de esta casa!

 

—¡Son animales inocentes! Mis pobrecitos no te dañan Adriana… ¡Basta de maldad.

 

—¡Sí me dañan! Siempre con sus ojos en mi nuca. Saben que los odio y se ríen de mí porque los protegés a toda hora y amás más que a tu familia.

 

—Basta Adriana, no quiero hablar más de esto.

 

—¿Qué? ¡Ah! ¡La señorona no quiere saber más nada! ¿Le está hablando a la mucama? ¿A una pobrecita indefensa? ¡Desgraciada! Te voy a dar...

 

—¡No! No te atrevas a levantarme la mano. ¿Sos capaz de pegarme? ¿Estás loca?

 

—¡Vos estás loca cascaruda vaca vieja! Les hablás a esos bichos como si te entendieran. ¡Y te entienden! ¿No? Además sé muy bien que duermen a tu lado, pero no me pongo a escuchar si armas jaleo con ellos. ¿Acaso sus nombres son los de los infelices con los que te revolcaste?

 

—¿Qué decís? Ah, no. ¡Estás desquiciada! No, no puedo creer esto. Jamás vi bajeza como la tuya.

—¿Y por qué nunca mimas a Pablito? No te importa, nunca te importó. Y menos te importo yo. ¡Llevate esos gatos te digo! Y si no querés abandonarlos vete con ellos. ¡Tomá! ¡Ponlos en estas bolsas! Siendo vieja gata no te será difícil engatusarlos. ¡Y al río con ellos! Si no me huyeran ya los habría ahogado yo misma. ¡Así que vamos! ¡Daaaale, pronto! ¡Al río con ellos!

 

—¡No! ¡Basta! Eso no Adriana. ¡No me pidas eso! Es demasiado abuso.

 

—¡Te brillan los ojos de furia, eh! Pero sí, tía Amalia. ¡Se acabó! Estoy cansada y asqueada de verlos. ¡Llevalos! ¡Si no lo hacés pronto te empujo fuera de la casa y escondo la llave!

 

—¡Pero Adriana, no seas loca, dejame quieta!

 

—¡Nada! No digas más nada y movete. ¡Andá! ¡Rápido o te mato a vos primero!

 

Me inquietó el silencio que de pronto me envolvió. Pareció como si un corte de energía hubiese dejado inactivo al equipo. La sensación de soledad que me inundó fue inmensa, más profunda y grave de lo que en realidad debía ser. ¿Qué me pasa? Me pregunté. ¿Qué es esto?

 

No sé todavía la razón certera ni nunca la conoceré. Todo eran y son conjeturas, pero en aquél momento tuve la certidumbre que la señora mayor, resignada y rendida, acudía bolsa en mano a cumplir la demanda de su sobrina.

 

Quedé inmóvil esperando que se aplacaran mis nervios y despejara mi cerebro. Creo que de no haber sido tan fuerte mi vocación habría destruido el equipo. Sentía calor y deseaba que no volvieran esas voces nunca más.

 

Durante el silencio siguiente aproveché para abrir la ventana con afán de satisfacer a mis pulmones desfallecientes. Cambié frecuencias y dejé que la música invadiera el cuarto. Hasta creí que al menos por unos días o meses me dejarían tranquilo.

 

Reflexioné sobre lo acontecido y una incomprensible conclusión saltó a mis ojos: a medida que se desarrollaba la discusión había ido creciendo mi ahogo, amenazando tornarse asfixia. Mas al culminar, en lugar de cesar esta dificultad respiratoria, continuó al extremo que debí sentarme y ventilar tranquilo mis pulmones.

 

Cambié frecuencias y dejé que la música invadiera el cuarto. ¿Debí dejar mi actividad durante un tiempo? Lo pensé en aquél momento, hasta creí que al menos por unos días o meses me dejarían tranquilo.

 

Pero no fue así. Minutos después, ni sé cuántos, recomenzó mi ahogo al tiempo que las voces volvieron.

 

—¿Tiraste los gatos al río?

 

—Sí.

 

—¡Y yo que pensé que ibas a estar llorando para siempre! Tanto no los querías entonces.

 

A medida que transcurrió el pequeño intercambio de palabras mi ahogo no menguó sino que amenazó tornarse asfixia. Esa agónica sensación culminaría recién al desaparecer nuevamente las voces. Como si a medida que disminuían mis pulmones ampliaran su capacidad.

 

Se dieron unos segundos de silencio, breves, tensos. Después las que serían las palabras finales. Este diálogo tuvo la particularidad que durante su desarrollo, y a medida que paulatinamente el aire volvía a recorrer mis pulmones, disminuía la intensidad. La mengua abarcaba tanto el sonido audible como a las sensaciones que me invadían. También voló por mi mente la idea de que aquél incógnito emisor que interfería mi equipo estaba agotando su energía.

 

—¿Ese es tu amor por tus cosas?

 

—Sí.

 

—¡Dejá ese tejido y mirame! ¿Estás tranquila?

 

—Sí. No.

 

—¿No me guardás rencor?

 

—No.

 

—¡Ah! ¡Ya sé! Solo vas a contestarme con síes y nones ¿no?

 

—No.

 

—Bueno. Si fuera así no me importaría. Voy a darle el pecho al nene y la seguimos. ¿Querés seguirla?

 

—No. Todo se ha terminado todo, ya nada importa. Los humanos somos bestias.

 

Tras eso, y pese a que mi respiración volvía a la normalidad, tenía una fuerte sensación de fatiga. No me hice ilusiones de que la calma se prolongara para siempre. Por demás, el ahogo había sido tan intenso que cuando la conversación se reanudó, tras un desgarrador grito, casi no me asombré. Había comenzado a preocuparme mi estado, transpiraba y sentía el cuerpo húmedo.

 

—¡Amalia! ¡Amalia! ¿Dónde está Pablito?

 

—No sé.

 

—¡Decime dónde lo escondiste! ¿Qué estás haciendo? ¡Mirá que esto no es un juego!

 

—Claro que no es juego. Bien lo sé. Ya lo he dicho, los humanos somos bestias.

 

—¡Amalia, por favor! Mi niño ¿Dónde está mi bebé?

 

—Para salir de dudas deberías revisar las bolsas, pero si no la arrastró la corriente ya debe estar en el fondo del río.

 

Aquellas fueron las últimas palabras, sumamente débiles en emotividad y casi inaudibles. Esta vez se cortó la comunicación de forma definitiva, y pese a la tensión que aún me embargaba, sentí alivio. Tras meditar sobre los campos morfo-genéticos evalué la posibilidad que quizás las emisiones no provinieran de ningún equipo de radiocomunicaciones. Por esa razón aquél alivio inicial con el paso de los días se fue transformando en impotencia.

 

A veces, durante mis momentos ante la radio, recuerdo aquella locura y agradezco que jamás se haya vuelto a repetir algo igual. Una sensación de temor me invade con frecuencia sin saber por qué; un escalofrío al recordarlo. Y lo más extraño de todo, que también lo sienten dieciséis colegas, es un fuerte y profundo sentimiento de culpa.

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