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Sin retorno, relato

Bajo la lluvia, se juega una emotiva batalla interna que ha de recibir interesantes detalles, imprescindibles a la hora de arribar a decisiones ineludibles

Sin retorno

Durante el día el teléfono sonó decenas de veces y las voces de los clientes pulularon, algunas con amabilidad y otras... bueno, al fin y al cabo son clientes y el deber de Diana es tener, siempre, el mejor de los tratos con todos.

 

Lo trascendental es que detrás de cinco de esos timbrazos estuvo él, patético y conciliador. Excusas, disculpas, promesas y esa pregunta que le sonaba irónica: ¿Estos tres años no significaron nada para vos?

 

¡Justamente él venía a decirlo! Como anticipando las que deberían ser las palabras de ella misma, intuyéndola y dejándola con las frases en la boca.

 

En realidad de vivir bajo el mismo techo fueron dos años, de los cuales hubo un primer día que representó el inicio del futuro de Diana, o al menos así lo creyó al abrir por primera vez la puerta del departamento casi vacío. ¡Parece haber pasado mucho más tiempo!

 

Durante el segundo llamado de Federico el ordenanza, que había venido por Órdenes de Trabajo, se había recostado contra la caja registradora y, para evitar ser oída durante su conversación, Diana se abstuvo de retrucarle a su pareja muchas cosas. Más tarde, durante la quinta llamada, había comenzado a desahogarse y Ernesto –su jefe–, habiendo visto sus mohines desde su oficina se acercó algo alarmado y preguntó:

—¿Algún problema, Diana?

Se vio obligada a decirle que era algo personal y sin importancia. ¡Que vergüenza! Eso no debería interferir con su trabajo. Especialmente ahora que tendría que manejarse sola. Hacía una semana había llevado sus más necesarias pertenencias a lo de su hermana. Sabía que a ella no la molestaba demasiado, pero de todas formas pretendía que su traslado transitorio no se tornara definitivo.

¿Tanto le costaba aceptar casarse? ¿No decía que la amaba? Ya tenía treinta y cinco años –sería una anciana en el antiguo Egipto– no podía arriesgarse a que uno de esos días malos que Federico estaba teniendo con demasiada frecuencia la abandonara por una mujer más joven dejándola sola. Si le ocurría a los cuarenta o cuarenta y cinco... ¿Qué haría? Ahora todavía tenía fuerzas y ánimo para iniciar una nueva relación y ponerle entusiasmo.

Hacía escasos minutos se había despedido de sus compañeros de la imprenta Octubre y en lugar de ir a casa de su hermana prefirió caminar. Las calles todavía estaban húmedas de la lluvia de la tarde y una brisa fresca las barría de sur a norte. Los coches cortaban los reflejos de neón caídos sobre la calzada como flechas silbantes. Los peatones se cuidaban de las salpicaduras, se apresuraban a subir a los ómnibus o esperaban taxis mirando de vez en cuando el cielo con temor del regreso de la lluvia. Un trueno retumbó sobre los edificios y el destello de un relámpago se confundió con el de los luminosos.

Diana caminó lentamente hasta detenerse ante un semáforo. La luz roja de la acera de enfrente se deslizaba desde allí hasta sus pies. Cayeron algunas gotas que le hicieron pensar en marcharse pronto. Sin embargo se quedó de pie en ese lugar, permitiendo que las menudas gotas de lluvia se sumergieran en su cabello, sin decidirse aun a desplegar su paraguas.

Cambió la luz una y otra vez y cesaron las gotas, pero ella no se movió. No volvería más junto a él. No había sido fácil tomar la determinación. Lo quería... ¿O no lo quería? Necesitar ¿es querer? ¿Podía prescindir de su voz, sus gestos, su cariño? Lo quería. Le costaba evaluar cuanto, pero lo quería. Deseaba tener un hijo suyo, o dos, o los que fueran: forjar una familia. Una familia de las de antes, de esas que duraban. Así como hasta ahora no podía ser, se caía su castillo celeste apenas con el peso de sus ilusiones. Debía pisar terreno firme aunque el cielo quedara allá lejos, más arriba de los pájaros y las nubes.

 

El no hablaba de eso y si ella lo hacía le cambiaba el tema o le decía cosas como: ¿Que apuro hay? O tal vez: Sí, pero más adelante. Diana suponía que ya lo había intentado todo y nada quedaba por hacer o decir.

 

El viento paseó ante sus ojos una hoja de papel y luego otra, y otras. Se dijo que no debería haber hojas de papel volando, que deberían estar húmedas y adheridas al asfalto de las calles o tapizando las baldosas de la acera. Sin embargo, continuaban pasando como las ovejas que cuentan para dormir los personajes de los dibujos animados.

 

Esperó que alguna cayera cerca de sus pies y cuando esto ocurrió la levantó creyendo que eran volantes. Pero no, eran páginas de algún deshojado libro de bolsillo, de edición económica. Sobre la izquierda, arriba, leyó: "Tapera cromática"; cayendo al centro y al pie Pág.52 y por allí cerca una frase perdida: Un amigo es alguien en quien pensar para sonreír. La devolvió al viento sin interesarse en el resto del contenido, y así como dejaba su mano libre, otra hoja llegó y se acunó entre sus dedos. El papel era distinto, con renglones, y estaba manuscrito.

 

"Eloísa" —decía—. "Esta carta lleva la impronta de la muerte. Cabalgo la locura y su galope acompasa mis deseos. Mi potro desbocado me lleva donde él quiere, y sin embargo va en el sentido que yo ordeno. No reniego de las horas que murieron porque ellas me dejaron ver la gloria. Ni te culpo, mi amor, de que ahora esté cayendo en el infierno. Como están estas letras en tus manos, las suaves y tiernas que venero, en este mismo instante, en estas manos, en estas mías que de tu piel supieron, gota a gota colmando mi vida, el cianuro elevará mi vuelo. Te veré mi luz en otra parte. Te esperaré, mi aire, eternamente. Tu volverás hartada de la vida a encontrarte conmigo tras la muerte. Siempre tuyo, Flavio del Río"

 

Diana tembló durante toda la lectura y al culminarla un nudo en su garganta la hizo carraspear.

 

—¿Se siente bien, jovencita? —le preguntó una anciana de impermeable amarillo que pasó junto a ella tras surgir de la bruma.

 

—¡Sí, gracias! —contestó intentando una sonrisa. Respiró hondo y ya más repuesta leyó la fecha de la esquela: "Montevideo, enero 9 de 1937".

 

Realizó los mismos movimientos que había hecho para devolverle al viento la primera hoja de papel que aferrara, sin embargo su mano, desobediente, se escabulló junto con la carta en su bolsillo.

 

Palomas de papel continuaron apareciendo, raleadas, con algo más deprisa porque las calles comenzaban a secarse y una de ellas, como jugueteando con Diana y el viento, se elevó a su lado, hizo un giro, cayó unos centímetros y se arrinconó junto a su chaqueta a la altura de sus senos. Ella la apretó un momento contra su pecho y cuando se calmó un tanto la ráfaga, la llevó ante sus ojos.

Se trataba de un recorte de diario, breve, donde era visible la fecha: "Enero 11 de 1937", una fotografía y un par de frases. Debajo de la foto de un hombre de unos veinte años Diana leyó: "En la víspera dejó de existir el notorio músico Flavio del Río. Aun no están determinadas las causas de su deceso pero todo parece indicar que se debió a un paro cardíaco."

Diana arrojó el recorte como si le hubiera quemado los dedos. ¿Por qué? -preguntó- ¿Cuántas hojas y páginas pasaron junto a mí? ¿Cuántas vidas anónimas me cruzo a diario por la ciudad sin verles el alma? ¿Por qué me entero de ese drama? ¿Acaso juega conmigo el destino?

—Tengo que entender —balbuceó, e intentó imaginar al destino, viejo y con muchos brazos, en la encrucijada de los mil caminos tratando de ordenar el tránsito y aceptando a regañadientes las dispares decisiones de los caminantes.

 

Miró hacia el lugar donde nacían los vientos esa noche. Al lugar desde donde el devenir tiraba los naipes hasta su entorno húmedo. Sintió frío y comprobó con él que estaba despierta. No sólo eso, también sentía angustia y miedo.

 

Hasta ahora no sabía que el miedo le causaba ira y la hacía arremeter contra él, por eso caminó contra el viento. Antes pensaba que lo adecuado era huir del miedo sin mirar hacia atrás. Ahora sabía que iba a vencerlo porque se sentía sin nada que perder. Y cuando no se tiene nada que perder se pierde el miedo.

 

Anduvo unos cien metros más. La calle estaba quedando desolada y silenciosa. Desde una de las ventanas superiores de una vieja casa de dos plantas alguien arrojaba libros y papeles a un ropavejero, quien desde la acera intentaba atraparlos y echarlos a su carro de mano. Algunos trozos de papel continuaron pasando junto a Diana.

 

Se detuvo a observar la acción unos instantes. En la fachada de la casa, sobre la puerta de dos hojas se leía "Pensión Cora". La distrajo el grito del hombre de la ventana cuando dijo al otro: —¡Ta! ¡No tengo más nada para vos!

 

Habiendo dicho aquello el hombre cerró los postigos y el otro comenzó a juntar los restos de libros viejos que aun yacían sobre las baldosas. Diana permaneció observándolo distraída sin atinar a irse hasta que una melodía triste tocada en guitarra comenzó a brotar de las descascaradas paredes de la vieja pensión.

 

—Es para mí —se dijo la joven—. Para mi tristeza... La tarde fue para mí, el viento lo fue, lo fue la carta y lo es la guitarra... Eloísa. Apostaría que aquí vive ella y esos trastos inútiles son sus recuerdos que por algún motivo la abandonan.

 

Con paso firme abrió una de las puertas y entró, provocando que el campanilleo típico de esos lugares arruinara los acordes de la guitarra. Una mujer madura permanecía detrás de un pequeño mostrador deslucido y se volvió a verla entrar. Mientras, en alguna parte del edificio alguien continuaba impasible con su lánguida melodía.

 

Diana se acercó a la mujer y preguntó: —¿Eloísa?

 

La otra, pintada hasta el hartazgo, gastada y tosca, la observó buscando en sus facciones alguna familiaridad, algún rastro de Eloísa. Al no hallarlo hizo un gesto indiferente con su cabeza indicando una puerta abierta a la penumbra.

 

—A media mañana, muerte natural —dijo, y miró hacia otro lado pautando el final de la información.

 

Luego de ahogar su estupor Diana se deslizó silenciosa hasta el umbral señalado y miró dentro. Quiso distinguir entre la luz mortecina de las velas la silueta de doliente de algún familiar, algún amigo entre las flores ausentes... y solo descubrió un gato pardo hecho un ovillo somnoliento sobre una antigua silla de madera.

 

Al costado de la puerta el libro abierto le dejó ver la ausencia de firmas. ¡Que sola está! Pensó, y estampó su autógrafo dispuesta a marcharse de inmediato. Mas al llevar su mano al bolsillo después de firmar se encontró con aquella nota que no le pertenecía.

 

Cuando se encaminó en dirección al féretro los ojos del gato se abrieron y su cuerpo se remeció en señal de alerta, pero enseguida continuó con su dormidera.

 

Diana permaneció unos minutos observando a la muerta. Vio sus manos blancas y arrugadas sobre su pecho, flacas, pálidas y sin anillos. Al principio se dijo que seguramente se los habían quitado otras manos más jóvenes y ávidas con repulsión, prisa y hasta sin ternura. Pero una mirada más atenta le dejó entender que la ausencia de marcas demostraba que no los usaba, que no había existido ni un marido ni un mediano pasar.

 

 

Recordó la esquela y tomándola de su bolsillo intentó colocarla bajo las manos frías de la anciana. Apenas pudo hacerlo pues la sorprendió el arrastrado sonido de las "efes" saliendo de entre los dientes amenazantes del gato de lomo arqueado. Estaba allí, a los yacentes pies de Eloisa, había llegado silencioso, agazapándose sin ser visto por detrás de las meditaciones de la muchacha.

 

Ella acusó la bofetada de la sorpresa dando un paso atrás, sintió el temblor de sus cabellos y todos los vellos de su cuerpo. Se mantuvo inmóvil mirándolo con aversión mientras se serenaba lentamente. Una vez repuesta bastó una pequeña amenaza de su paraguas girando en el aire para que el felino se replegara saltando hacia un rincón.

 

La joven vio que el ajado papel no se notaba bajo las níveas manos y estuvo segura de que en el mundo no existía mejor lugar para aquella confesión.

 

—Tenías la carne firme y la cartera llena de tiempo para gastar... Tenías un ramillete de rumbos entre los cuales optar... ¿Y este camino deshojado fue el elegido? ¿Comprendiste que lo amabas después de la noche? ¿O simplemente no llegó uno mejor? ¿Ni uno igual? ¿Ni siquiera uno peor? —Preguntó con silenciosos gritos—. ¿Acaso es que hubo muchos y ninguno se quedó?

 

Pero esas respuestas eran historia antigua, historia difunta, caparazones de caracol henchidos de sonidos que van y vienen. Sólo uno de esos sonidos nace de nuestro corazón y allí se queda a dormir para siempre, más nuestro que nosotros mismos, sólo que a veces tardamos demasiado en darnos cuenta.

 

Diana la miró por penúltima vez y allí, en ese silencio creyó encontrar  "su" respuesta. Ya se iba. Sabía qué haría. Pensó en agradecerle a la anciana con una sonrisa y se volvió. El gato, nuevamente junto a ella, husmeaba con sus bigotes el rostro macilento del cadáver. Diana cerró los ojos y salió deprisa, como si temiese llegar tarde a su nacimiento.

 

Se detuvo ante una tiendita cubierta de carteles que gritaban "Saldos y oportunidades". Casi lo vuelve a pensar. ¿Mejor malo conocido que bueno por conocer? ¿Esa es tu paupérrima chance? Pero no. Ya estaba resuelto. Miraba a uno y otro lado con ansiedad. "Saldos y oportunidades". "Saldos y oportunidades".   

 

¡El celular! ¿Dónde guardé el maldito celular? Le preguntó su angustia. Al hallarlo comprobó que la batería estaba agotada. ¡Cuando el mundo estalla estalla el mundo! Maldijo hasta que vio que bajo la luna recién asomada, como un oasis, cual isla radiante y solitaria, la esperaba una cabina telefónica. Discó apresurada y se calmó recién cuando oyó esa voz del otro extremo de la línea, esa voz conocida y fresca llena de abrigo y seguridad. Con alegría, encontrando refugio le dijo:

 

—¡Hola! Soy yo. ¿Te digo donde estoy y venís a buscarme? ¡Regreso a casa! ¿Me estabas esperando?

 

—Bueno, está bien. Voy, pero estoy terminando algo, tal vez demore un poco,  —le contestaron con escaso entusiasmo.

Colgó el auricular y al salir vio nuevamente el luminoso: "Saldos y oportunidades".

¿Terminando algo? ¿A esta hora? ¡Bien! Es un horario apropiado para terminar "algo".

Cuando él llegó Diana ya no estaba. Ella no era Eloísa. Podía vivir sus propias circunstancias. Y si tenía que terminar como aquella anciana no le importaba, rico habrá sido el sendero de Eloísa si tanto había conmovido el corazón de un hombre. Pues no importan comienzos ni fin, sino la felicidad que se disfruta en el camino.

Lanzó una sonrisa de optimismo al viento ante la opción tomada. Había decidido que debía pretender algo más que la mesa de saldos, y estaba segura de que el día siguiente sería hermoso y el sol brillaría en un mundo pleno de oportunidades.

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