Me han dicho sin el menor escrúpulo que aun no estoy en condiciones de participar en MasterChef, pero que pruebe enviar el relato al semanario del barrio.
Afirmaron que si lo publican allí, entre tanta publicidad pasará inadvertido y no habrá consecuencias.
Estofado de ideas a la literata
Cuando llega la intempestiva temporada de ideas, y antes que se dispersen en la nada, pesco las que me parecen mejores y las reservo manuscritas en algún cajón que a menudo se hincha rebosante. Entonces me ocurre lo que a todo codicioso, de pronto no tengo demasiado claro qué hacer con el tesoro.
Ocurrió así con los oleos de mi “época plástica”, que de tenerlos allí pasé a obsequiarlos, a mis amigos los mejores y a mis enemigos algunos otros. Luego, cuando me mudé a una casa de mayor tamaño no tuve con qué decorar las paredes desnudas, y enfurezco cada vez que paso ante el solitario almanaque de la farmacia exhibido en una de ellas.
Me gustaba pintar, uno tiene allí tres colores primarios, tres secundarios, y cuantas mezclas se quiera para obtener los terciarios. Así pues, una infinita gama de tonalidades y un lienzo en blanco donde germinar ideas. Pero ante la falta de talento mi entusiasmo se marchitó, y me moví hacia el lugar desde donde el arte volvía a hacerme guiños apremiantes: la literatura.
Así pues, y desde hace larga data, escribo. No sé durante cuánto tiempo continuaré haciéndolo pues, si bien uno tiene veintisiete letras y todo un idioma para recrear las mejores ideas, he descubierto –hace poco, lo confieso– que si hay un sitio donde nutrirlas con la mayor variedad de elementos es el campo del arte culinario. Existe allí un universo de sabores, texturas, colores y aromas para combinar que hasta da vértigo imaginar posibles resultados. También da apetito y obesidad.
Por tal motivo, y para aliviar de ideas mi morral, decidí quitarme algunas de encima –aquellas que se han vuelto sepia– y comencé a preparar un estofado. Por supuesto varias hube de desechar, pues no eran tan prometedoras como lo parecían o no se ajustaban al menú.
A tales efectos desplegué sobre la mesa diversos juegos de letras y una paleta abecedario. Dispuse la memoria, a efectos de ser preciso en cuanto a significados y etimologías, de acuerdo al vocabulario más suculento que pude adquirir a través de esta vida mía tan... No querríais saberlo, ni yo traerlo a colación siguiera como aperitivo.
Sabía que el léxico, cual buen vino, ha de obtenerse de opíparas lecturas añejadas en calma y complementadas con frecuentes consultas al diccionario o Google. Con eso mucho me he esmerado y espero no tener problemas, así que tildaré ese ítem como acabado.
Pueden usarse ideas frescas, recién nacidas, pero siempre es preferible tomarlas del congelador, su meditado reposo permitirá mayor ductilidad en la fraseada representación iconográfica.
Si bien la cantidad de ideas ha de ser acorde al apetito de los comensales, en mi caso se limitan a las pretensiones del chef, porque es imposible saber cuántos lectores se sentarán a la mesa, cuáles serán sus apetencias, o si acaso vendrá alguno a sentarse a mi lado a cuidar que no me quede corto con la sal.
La verdad es que cocino para mí, antes prefería no divulgar el punto para no ser tildado de egoísta y misántropo, hoy estos defectos están en boga y ya no me avergüenzan. Total, quienes prueben y les desagrade no volverán, mas sí lo harán quienes tengan paladar parecido al mío.
Comienzo el cocido de las ideas seleccionadas a fuego lento, buscando que los personajes resultantes destilen su esencia con acierto. Mi intención es no atosigarlos, pero como a veces los termino quemando, me limito a seguir sus trayectorias en el caldo o guiarlos sin que se note demasiado.
Cuando tengo claro el rumbo de la idea fundamental permito a los actores desplazamientos laterales en la marmita. Me cuido de tener tino pues esta acción suele revenir las ideas, estirarlas, las mezcla y torna poco digeribles. Es difícil evitar que en ocasiones la idea cruda sea más apetitosa.
A intervalos adecuados y de acuerdo a la intención perseguida agrego lomitos de humor, serpentinas de ironía, lágrimas de amor, rebanadas de ternura, balines de intriga, detalles grotescos (no importa si los cortes sangrientos son en juliana, la campesina u otro método), enérgicas gotas de alegría pasional, sueños de gloria, preventivas dosis de consuelo para terribles desengaños, sonrisas marinadas con picardía, una o más vueltas de tuerca (evitando en lo posible que se peguen en el fondo) y toda la gama de sensaciones, paisajes, tempestades, silencios y diálogos que se me ocurran y entienda pertinentes.
Pretendo que la magia del plato provenga de indicios sutiles, no de ademanes fantásticos de brujos increíbles, del odio de gnomos asquerosos o de dragones con ardor de estómago. Pies en tierra y emociones reales.
Hace un par de días alguien aportó "gotas de lluvia malhumoradas" que no sabía dónde colocar. Las tengo en reserva por si el caldo se espesa demasiado. De todos modos, dudo de su eficacia. Procuro usar los recursos con discreción, pues sé que en demasía dan lugar a mejunjes empalagosos. Muchas veces fui condenado a muerte por mi tía Rosita cuando me pillaba desprevenido:
—¡Prueba esto a ver si te gusta! —decía, y a mí me daban deseos de llorar. ¡Ay madre, qué mal cocinaba la pobre! Dios la mantenga en la gloria pero apartada de la cocina. Tenía manía por los gerundios mal dosificados.
Siempre tuve presente que de mi mesura dependerá el buen sabor de la imaginería que elabore. Por supuesto, en lo posible evito abusar de ingredientes tales como adverbios (sobre todo los terminados en “mente”) y el exceso de muletillas y reiteraciones, pues producen eructos.
Aunque también, sin exagerar y sólo en casos imprescindibles, agrego números, locuciones en latín, citas (nunca a ciegas, suelen no cuajar), acápites, fe de erratas, aforismos, notas al pie, refranes, versos, insultos, palabras soeces (luego de Bukowski se dice que dan mayor realismo), pero bien me cuido de no usar etcéteras y etc. Siempre es conveniente no introducir abreviaturas ni paréntesis como el anterior pero bueno, a veces resultan indispensables.
Como sea, siempre habrá algún detalle que por más pequeño que sea alguien detecta. Que faltó pimienta, que está algo pasado de sal, que un vello púbico nada con los garbanzos, que el guion de diálogo está corrido en la frase 3.529 de la página 257, que…
—¿Eso no es un diente de la abuela?
Para preparar pastas es importante conocer la calidad de las harinas, y para quien escribe lo es poder clasificar las palabras según su acento, pues si bien todas lo llevan, algunas graves y agudas portan tilde. Eso resulta un problema para mí más que para otros pues soy distraído, no estoy en condiciones de emplear un catador de estilo y, además de hornear mi propia masa por lo general decoro el plato, lo cual a veces me distrae de lo esencial: equilibrio y calidad.
Así que una vez encaminado este potaje inicial me preparo a introducir el ingrediente primordial, el escaso, el insustituible, aquello que dará al guisado de ideas nuestro toque característico y para lo cual no se escatimará la mínima partícula, pues la exquisitez del nutrimento depende de ese algo tan poco común: TALENTO.
Como lo tengo escaso o ausente decido recurrir al “oficio”, cosa que se logra tras saborear un cúmulo inmenso de platos de legendarios escritores, paciencia, y enviar al cesto de desperdicios decenas de productos propios mal resueltos. Suele ser única alternativa que tenemos a mano para compensar la escasez de lo otro. Me consta que de no contarse con el mínimo arte la indigestión está asegurada; las buenas intenciones no bastan, apenas asfaltan el paseo a un buen restaurante (léase: nuevas y profusas lecturas) antes de volver a delirar en la cocina.
Cotejo el sabor una y otra vez a lo largo de la cocción, probando, reprobando y re-probando; teniendo en cuenta que la premura y el apasionamiento podrían redundar en un plato desabrido o a medio terminar. De darse tal extremo estaría desperdiciando ideas cuya virtud no es la abundancia.
Del mismo modo controlo la temperatura, el recalentamiento podría arruinar el bouquet del estofado, de forma tal que la única opción sería lanzar los folios a la papelera. No en vano la mía siempre está llena y mi panza vacía.
Sin embargo, y aunque el espejo me acuse de presuntuoso, siento regocijo al notar que mi papelera contiene mejores ideas que algunas cabezas. Es que he probado platos tan espantosos, aquí mismo en este “Inkspired Restaurant”, que al segundo párrafo he tirado la cuchara por la ventana y busco con afán cambiar de mesón.
A veces, pocas en realidad, se logra un paladar especial que no a todos gusta, muchos lo pasan por alto y otros más no comprenden su significado, no en vano la comida chatarra y las novelas de zombis, magia o vampiros están de moda.
Sin embargo lo realmente valioso de cualquier plato es dotarlo de un sabor especial. Lograrlo es la gloria y un buen gourmet satisfecho exclamaría: ¡Esto es arte, y no una pendejada de hadas y tórtolos acosados por dragones que cagan fuego!
Si antes de llevar la preparación a la mesa deambula cerca algún voluntario desprevenido, antes que huya lo sorprendo y se la doy a catar. Luego tendré en cuenta su opinión, pero sin que estas primen sobre mi preclaro albedrío literculinario (el sabor exótico del vocablo anterior no existía, ahora sí).
Hubiese preferido dedicarme a otra cosa antes que seguir algunas sugerencias que me han dado: “Tengo una historia para que escribas, se trata de...” Lo que sí me permiten sus informes es ir ajustando el sabor del plato.
Cuando me parece haber hallado la sazón adecuada lo bajo del fuego, aunque siempre me queda la sospecha de que pude hacerlo mejor. Mientras la fatiga me reitera que cocinar no es sencillo respiro profundo, la vida no lo es, escribir bien tampoco (Toda maravillosa idea choca contra la terquedad de la pluma y la habilidad del chef) pues en esto de cocinar textos no siempre dos más dos da cuatro.
Estar ante la obra consumada, humeante, casi dando la impresión de vida propia, de verdad absoluta... es algo hermoso. Uno aun ignora si tendrá éxito y se solaza ante el parto en alegre expectativa. Luego, y si acaso estoy seguro que no requiere retoques, firmo la nueva receta con nombre y apellido.
Me agrada degustar el manjar en sitio confortable y discreto, con luz apropiada, de ser posible en silencio o acompañado de tenue melodía. Lo trascendental de este acto creativo es poder compartirlo con el mayor número de comensales.
Luego, si ha gustado y alguien lo manifiesta, me esmero en evitar que la vanidad me contamine. Esto puede no ser fácil si somos demasiado crédulos; y también resultar peligroso, pues podría limitar nuestras propias exigencias. Que a veces las quejas nos hacen mejorar, y eso es bueno.
Ahí estuvo, lo han probado y esto es todo. Pregunto: ¿Satisfecho vuestro apetito? Y luego, con aire de resignación pues siempre habrá un descontento, finalizo diciendo: espero, por si acaso, que tengáis un buen té de hierbas para la dispepsia.