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A menos que esta fuese una  historia de fantasmas (cosa que no es) el autor no debería estar vivo para contarla.
Pero el buen chico ha hecho un esfuerzo titánico pues entiende positivo darla a conocer (en eso no estamos de acuerdo) pues así cualquiera podría comprender de qué se trata si acaso un día, al verse al espejo, nota que quien lo observa no es él.
MIMÉTICO
Monólogo con mi asesino

El tipo no sabría explicar la forma en que comenzó a sucederle. Pero se ha preguntado si a todas las personas solitarias les ocurre algo parecido. Pues se lo digo: ¡Claro que no, a nadie le sucede algo semejante!

¡Oh! Descubrirlo no le fue grato, no. Se sorprendió, lo aterró al comienzo y luego, como quien apaga la alarma del despertador, sin el mínimo cuestionamiento lo aceptó sin pena.

La primera vez estuvo al borde de perder el conocimiento, la segunda se entristeció temiendo por la fragilidad de su cordura, la tercera... ¿Quién la recuerda? Pues llegó a ser costumbre del usurpador.

El caso es que hoy día podría asegurar que un evento casual que nos ha sorprendido puede, en virtud a su reiteración, volverse parte de nuestros hábitos. ¿Y qué?


Quiere hacerme creer que de nada sirve que le hable. Sonríe. Tiene esa sonrisa cínica que destila perversión. La realidad se escurre a su alrededor cual lluvia sobre un paraguas pero él desea forjar la suya pese a todo.

Nunca sabré cuál ha sido su verdadero rostro. De momento lleva el mío y por lo que me ha hecho le hablo, lo acoso, refriego en su cara lo que ha visto y lo que no quiere ver.

Lo desprecio, lo sabe y se encoje de hombros. Es un gusano que se mueve entre la gente usurpando y dañando sin cometido cierto, sin control, ni piedad.


 

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¡Oye cretino! Pareces dudar sobre el momento exacto en el cual comenzó tu epopeya, pero bien sabes que se inició la noche anterior a esa mañana de la sorpresa.


Tus manos ensangrentadas debieran haberte dado indicios un par de horas tras el amanecer, cuando abriste los ojos en aquél hotel de paso. ¿Prefieres eludir detalles sangrientos? No todos, algunos sí, este es uno de ellos. Bien, lo acepto. De seguro aflorará por sí mismo.

Ser agente viajero de una línea de cosméticos te ha librado durante muchos años de lugar de residencia permanente, por lo cual no resulta extravagante a tus despertares tan reiterado y formal decorado.

Siempre hay un foco colgado del techo, una cama, alguna pequeña mesa, un par de sillas, una puerta hacia el baño y otra hacia un pasillo. A veces el olor sale a recibirte en una nube de aire viciado, rancio, cargado de humedad y hasta con reminiscencias carnales, cosa que odias pues aviva tu envidia.

Tal es la patética imagen que más reflejan tus recuerdos, esa monotonía, la reiteración de lugares comunes y sórdidos hoteluchos. Pues todo es cuestión de acostumbrarse, y sorprende la forma en que algunas personas se habitúan hasta de no dormir dos veces en la misma cama, aunque sea como en tu caso particular: apelando a razones de seguridad.

Descartas con estoicismo los pequeños detalles en que se diferencia un alojamiento de otro y adoptas como hogar ese lugar desconocido e impersonal donde te sorprende el atardecer. Así que puedes con indiferencia pensar que no tienes un sitio tuyo, propio, y a la vez con tranquilidad asegurar que eres un ser humano ciudadano del mundo. Dime... ¿Lo eres? Tal vez has dejado de ser humano, vives otra dimensión corporal.

La mañana de la sorpresa calzaste tus pantuflas, aun somnoliento, y marchaste al baño pensando en la serie de ritos que deberías afrontar para continuar tu itinerario. Por cierto, la idea de sentirte una sombra ambulante hacía tiempo dragaba tu cerebro. Ese no pertenecer, ese casi no existir te dejaba al margen; como si no fueses más que un espectador de los millones de vidas mecánicas, tabuladas y encuestadas que pululan en estas urbes enloquecidas de hoy.

No concernirle a nadie te permitía no tener que preocuparte por nadie. Que nadie te amase te privaba de amar, y de odiar no sentirte odiado. Nada es definitivo y la tendencia es aprender sobre la marcha, quien cae se levanta, quien se lastima se cura; pero siempre, invariablemente, se miente, pues es necesario creer en algo para argumentarse que la realidad es pasajera. Y tú... Tú sí que sabes mentirte.

El caso es que aquél día entraste al baño y cepillo en mano te plantaste ante el espejo. Te miraste y no eras tú. Ese rostro que te veía era el de un desconocido con una sorpresa similar a la tuya, con la boca congelando una exclamación muda y la visión desorbitada de asombro.

Cerraste los ojos y volviste a mirar: no eras tú. Observaste a tu alrededor por si no estabas solo y acaso junto a ti se hallaba el dueño de aquella cara pálida. Luego palpaste ese rostro sin afeitar y muy confundido te sentaste en el inodoro. Tú no eras tú... ¿Quién eras?

Cuando te ocurría algo inusitado solías caer en un estado de desconcierto y pasividad, contrario por completo a tu forma de ser dinámica, diligente. Así estabas en aquél momento, y esa condición define tu incertidumbre respecto a los hechos que hasta allí te habían llevado. Por supuesto, has visto cosas insólitas en tal o cual rumbo, pero jamás tan inmanente a tu persona; al fin de cuentas los sucesos absurdos siempre les ocurren a los “otros”. ¿Acaso te habías vuelto uno de los “otros” y por eso te desconocías?

Superaste una etapa de zozobra, de temor e interrogantes en las cuales preferiste no profundizar. Tal vez de haberlo hecho la verdad habría estallado ante tus ojos, esos misteriosos ojos que en forma tan valiente te observan con tanto filo y con tanta cobardía rehúyen juzgarte.

En varias ocasiones te pusiste de pie para observarte y de inmediato volviste a tomar asiento. Buscando aire saliste del baño y presenciaste por la ventana el día que comenzaba a tomar velocidad allá en la calle, unos treinta metros más abajo. Te pellizcaste hasta estar plenamente convencido de que no era un sueño y después, sin volver a mirar el espejo, permitiste que la ducha te cubriera hasta que el agua salió fría.

Fue bajo las cálidas gotas de agua disolviendo el shampoo de tus cabellos que aceptaste haber sido siempre un tipo práctico, capaz de admitir las cosas tal cual son sin cuestionar evidencias tan palpables como esa: la de pellizcar un rostro ajeno y sentir dolor. Por esa razón trataste de hallar el lado bueno a tu nueva circunstancia. Obviaste desconocerte bajo la premisa inequívoca de que los solitarios se perciben mejor que nadie, pues uno puede conocerse a sí mismo a través de las cosas que hace cuando nadie lo ve, y en tal aislamiento redimirse.

En afeitarte y quedar listo para salir perdiste media mañana. Tus incrédulos ojos contemplaron tanto ese rostro extraño que por la noche hasta podrías haberlo dibujado de ojos cerrados. Lo evidente y rotundo es que detrás de un semblante diferente, tú seguías siendo tú.

Por cierto, tu apariencia era preferible a la que tuvieras, cosa que te permitió aceptarla de buen grado y hasta ufanarte de lucirla. También llegaste a suponer que otra persona, no tú, padecería un drama existencial y terminaría en el loquero o ensayando un clavado desde un décimo piso. Saber que jamás harías tal cosa era enaltecedor, más allá de máscaras y rostros.

Así que el suicidio no estaba en tus planes, sino apechugarle a lo que fuese, pues hace demasiado tiempo que la anodina existencia que llevas ha dejado de sorprenderte. Entiendes que la vida vale casi tanto como una bala, aunque se esté holgando en la cubierta de un velero con un par de muñecas desnudas y bien dispuestas… que de nada valen los lamentos ni pretender esquivar el plomo cuando el destino lo manda.

Se te hacía tarde para almorzar y abordar el coche a la siguiente ciudad de tu derrotero, así que comenzaste a guardar el escaso equipaje con que viajas, muy seguro de que esa imagen del sol caribeño y las señoritas nunca serían parte de tu esparcimiento.

Sobre la mesita estaban tus documentos, tan inequívocos y certeros como caducos. Al ver las viejas tarjetas de crédito recordaste la mirada del conserje insistiendo con que estaban canceladas. Todos los vestigios pertenecientes a ese tipo al que a veces quisiste se los tragó la papelera sin tu menor duda. Siendo el mismo eras otro.

No era casual que llevaras efectivo, siempre lo tienes y das la importancia debida. Retirar una buena cantidad es el primer uso con que bautizas a las nuevas tarjetas, pretendiendo de ese modo asegurarte que en realidad funcionan.

En aquella instancia primigenia semejante costumbre no fue más que un buen consejo del azar aceptado apenas asomó la idea. Hoy es una regla dorada, toda una ceremonia ineludible. Sí. ¿Sonríes? ¡Desfachatado! Que hables solo ha sido un buen truco para sentirte acompañado, pero no olvides que si te oyen harás el ridículo.

El nuevo rostro de inmediato te dio pequeñas satisfacciones. La chica del restaurante, por ejemplo, te sonrió de manera por demás llamativa y su amabilidad logró que aceptaras un café antes de retirarte, lo cual no es tu costumbre. Por ella lamentaste tener que partir y en cierto modo envidiaste la vida de los otros, de los que están anclados a la tierra como árboles, siempre en el mismo sitio.

Por supuesto el lamento de tu ánimo de marinero fue efímero, en realidad amas tu vida de sombra, independiente y errante. Aunque semejante sentimiento, adhiriendo la idea de sedentarismo a una mujer, debió haberte alertado y llevarte a ser más precavido. Sí, no lo niegues.

Al menos esa situación te hizo notar la importancia de contar con un buen escaparate. Eso era tu nuevo rostro: una vidriera encantadora y afable.

Más tarde, durante el viaje, te observabas en el reflejo de la ventana del ómnibus, probabas sonrisas, miradas y gestos. Tus nuevas facciones tenían la virtud de conferirte un aire bondadoso, inofensivo. Para coronarla las mostrabas jovial, sereno, pleno de cordura y candor.

Luego asumiste la costumbre de sonreír con encanto cada pocos minutos. ¿Vuelves a sonreír? Bien, sonríe, ya volverá la fortuna y si no regresa la irás a buscar. Lo harás, lo sé. Te mueres por ir a buscarla.

Supusiste ufano que tus transacciones se incrementarían y no estuviste errado. Debiste admitir que tu rostro anterior no era tan amistoso y las ventas que lograbas se debían a una exhaustiva parrafada de espinosos argumentos.

 

El nuevo conjunto en cambio, obraba maravillas. Tanto que llegaste a pensar que podrías sobrevivir exclusivamente con el comercio de los malditos rulemanes sin recurrir a mugrosos pecados complementarios. ¡Cómo si el dinero significara algo para ti!

Así que gira, gira como esos pequeños objeto de hierro sin alma que ofreces, gira con dureza, deslízate sobre la vida en silencio y permanecerás. Ya quisieras reiterar aquellos momentos que te martirizan.

Ahora caminas. Te agrada caminar. Puedes acompasar los pensamientos al ritmo de la marcha, incluso hacer comentarios en voz alta cuando no hay nadie cerca. Pero no te descuides... Sí, por tal motivo más de una vez te sentiste observado cual cobaya de laboratorio o exótico espécimen de zoológico. Camina, deja que la brisa aclare tus ideas mientras esperas el momento. Camina y habla, así no piensas tanto en ella.

Durante los viajes con frecuencia te había asaltado la sensación de que a tus recuerdos los ibas dejando en cada uno de los lugares que visitabas, como si al igual que el menudo equipaje obligado por tus constantes desplazamientos, tu razón evitara cargar demasiado tu culposa memoria.

¿De qué te serviría la imagen de una mujer bonita que ya nunca verás o la certeza del confort módico de un hotel al que no habrás de volver? Todo lo pisado es lastre inútil, y preferías volcar tu interés en lo desconocido, en lo que verías más tarde, en el efímero calor de la próxima puta que te complacerá, en imaginar el color de las cortinas del próximo cuarto o en la intensidad de su pringue olor.

Con tu nueva apariencia estuviste a un paso de renunciar a ser “Tú”, y también muy cerca de ser lo que siempre quisiste: un tipo amable, entusiasta, triunfador.

Cada noche te acostabas temiendo que todo fuera marcha atrás, que un nuevo día te devolviera a tu antigua apariencia, y aunque de algún modo sabías que jamás volverías a ver tu semblante anterior, intuías también que el que llevabas no te duraría demasiado.

Anduviste con ese rostro apenas cinco intensos días, de eso has estado muy seguro pues el recuerdo de ellos sí preferiste cargarlo. Mas es tan inveterado tu hábito al desarraigo que has tenido temor de olvidarlos pese a todo. Te esfuerzas en recordarlos para de ese modo, en el aburrimiento solitario de algunas noches de hotel poder refrescar, con independencia de los rasgos que te muestren al mundo, ese par de días vividos de verdad en algo así como cuarenta años.

Grabaste a fuego algunas imágenes que serán como hitos señalándo una ruta perdida, mechas listas para ser encendidas cuando tu pensamiento sienta necesidad de iluminar el pasado.

La razón de modificar tu costumbre y permitirte una pizca de sobrecarga mental fue aquella chica de una plaza suburbana. Aquella que jamás te dijo su nombre y tan adentro se te ha metido.

Atardecía el primer día de tu rostro nuevo y las palomas danzaban a los pies de la joven con un gorjeo presuroso, desentonando con la calma que caía sobre aquél lugar donde te llevara el aburrimiento. Has caído otra vez en esa meditación, al menos recréala con lentitud, disfrutándola.

Habías venido observándola desde lejos, te habían llamado la atención sus piernas blancas asomando de su falda a cuadros, sus tobillos finos, sus sandalias rodeadas de palomas. Y te acercabas admirando su suéter amarillo conteniendo sus senos, pequeños pero rígidos tras la cortina leve de su cabello ensortijado. ¡Con qué claridad la has evocado todo este tiempo! ¡Con qué emoción todavía! Y la cabeza de la muchacha que lentamente se eleva para verte desde unos ojos apagados que se iluminan, incendiando sus labios mientras su voz armoniza: —¡Volviste! Yo sabía...

Su mano se extiende y su cuerpo, creyéndote otro, te hace sitio a su lado en el banco: —¡Vamos, que cara de susto! Parece que hubieras visto un fantasma. ¿O no viniste a verme?

Aun dentro de tu estupor demoras algo en sonreír, temías equivocarte y caer en un lío estúpido. Pero esa mirada tan clara te ha llenado de valor, y como si hubieras pasado mil años sin verla y supieras qué cosa significa esa frase exclamas: —Te extrañé mucho, una vida.

Te abrazó y respondiste con intensidad, con mucha sed, con muchas ansias, y quisiste ser como una planta y quedarte en el entorno de esa mujer para siempre. Estuvieron juntos un par de noches. Tú la llamabas “Amor”, y ella “Amor” te decía, por lo general con otro nombre que fingías no oír y debías tolerar.

Cuando ella hablaba de estar juntos para siempre y tener niños tú soñabas y asentías como si tal cosa fuese posible. Te resultaba irónico que no habiendo tomado jamás nada por sencillo -pues todo siempre te ha dado batalla- en esa ocasión fue al revés, se te hacía muy amplio y abierto el panorama. Hoy para convencerte te preguntas a cada instante: ¿Por qué razón no habría de ocurrir nuevamente?

Desde entonces has creído que el destino acepta hacer realidad los deseos intensos. Que cualquiera, donde sea que estuviese lograría hacer realidad su sueño solo por haber sostenido, con certeza y paciencia infinita, la esperanza de que esa ilusión un día se haría realidad.

Supones que tan visceral era el deseo de aquella chica por volver a ver el rostro que portas que consiguió hacerte aparecer, pues tú eras esa ilusión. Entonces allí estabas, ante su destino y el tuyo: te esperaba, “ella te esperaba". Y como jamás has tenido claro cómo llegaste a ese lugar, en el futuro pensarás que el destino traza arabescos geométricos y algún día “ella” volverá a esperar tu regreso.

Entonces percibiste esa otra vida, estática, sin sorpresas, apacible. Porque estimabas que así es la existencia de quienes echan raíces. ¿O no? Sí, te lo preguntabas, y continuarás haciéndolo hasta que plantes tus pies junto a los de una hembra.

Desde entonces pudiste jactarte de que una vez conociste una mujer de verdad, cálida y sencilla, sin afeites ni aromas intensos que cubran la mugre. Supiste del beso apasionado y de la entrega sin dinero... Conociste el amor.

Pero aprendiste también a padecer un dolor insólito, antes inimaginable, que no se afinca en la piel ni en el cuerpo y que sordo, punzante, parece quemar desde adentro haciendo difícil la respiración. ¡Tanto te duele ella todavía!

Has ido atesorando el recuerdo de aquellos días sosteniéndolos con el máximo de fidelidad y detalles. Una y otra vez los has recreado en la retina con suma certeza en cuanto a su autenticidad. Momentos tales como aquél durante el cual te obsequió eses maldito reloj. Al dártelo sonrió y con profundo sentir afirmó que era para perpetuar su amor, pues sólo sería de utilidad si compartían el paso de las horas. Y con modestia agregó que la pulsera era un trabajo suyo realizado especialmente para ti. ¿Te das cuenta? Nunca nadie ha hecho nada para ti realmente, pero ufano luciste la prenda ajena.

Otro hito memorable fue el de tu desazón ante el llanto tierno de la joven cuando al día siguiente retribuiste su atención mediante el camafeo y los anillos. Ella había formado con sus labios un mohín y luego simulando enojo reprochó:

—¡Pero nada hecho con tus propias manos! —Para sonreír de inmediato de un modo que bajaba el Edén a la tierra y lo desparramaba en torno a ti—. No importa. Tus manos son para acariciarme. Toda. Siempre.

Escenas de ese tipo sólo habías visto en el cine creyéndolas cursis, sin sentido, creadas únicamente para que la gente se enterneciera al creerlas posibles, y las quinceañeras se hicieran a la idea de aflojar las piernas para que la humanidad se perpetúe. Nuevamente sentiste el deseo de pellizcarte pero creíste más oportuno dedicar tus manos a las caricias sugeridas. Y al conocerla te conociste.

Estaban en un restaurante y ninguno imaginaba que sería la última cena compartida. Tú fuiste el único culpable, debiste haber imaginado que aquello ocurriría e intentar lo necesario para postergar el final, al menos costeando los onerosos anillos con efectivo. Pero no pensaste en eso.

El caso es que a la hora de salir, ambos del brazo, felices, el mozo se acercó con la noticia de que esa tarjeta había sido cancelada. Sonreíste y le diste los billetes suficientes como para que el otro también sonriera.

—¿Qué te ocurre? —te preguntó la muchacha mientras caminaban de regreso—. ¡Estás tan callado!

—Nada mi amor. Bueno... Es que no estaremos juntos esta noche, debo hacer algo, pero pasaré por ti mañana... —mentiste. Te fastidiaba tener que buscar otra víctima. ¿Qué prisa llevabas? ¿No pudiste postergar la pesca para otro momento? ¡Esa maldita ansiedad de los psicópatas!

Los ojos de la mujer se ensombrecieron y estuviste seguro que contuvo su incertidumbre, ahorrándote con su discreción preguntas difíciles de contestar. Pero muy en tu interior, allí donde la certeza toma puntería, bien sabías que ya no habría mañana. No osaste preguntarte cómo podías estar tan seguro, e intentabas mentalmente hallar la forma de continuar dormido sobre tan efímero ensueño.

La dejaste en su puerta y mecánicamente deambulaste en la noche como tantas veces lo habías hecho, murciélago escuálido de gris voracidad volando por instinto. Solo como siempre, agobiado esta vez por otra convicción: nadie deja nunca de estar solo.

Y durante un ínfimo y torpe instante te preguntaste si cancelar tu soledad valdría la pena. Caminaste. Al andar pensabas sin llegar lejos, todo giraba en torno a esa menuda cintura, esos muslos tiernos, esa piel de seda, la luz de aquellos ojos. Y tal vez al pasar ante postigos cerrados, ante zaguanes con eco, tu voz fue oída por sueños anónimos que temblaron al intuir tu oscuridad.

En alguno de esos senderos y tras breve evaluación hallaste lo buscado. El sujeto ya no era joven y salía de un bar apoyado sobre dos rameras, una bajo cada brazo. No te costó imaginar que lo acarreaban a un lugar sombrío para desvalijarlo, que ese era el destino irrevocable que esa noche guardaba para el desgraciado.

La actitud del policía que pesca in fraganti a los rufianes ya la habías ensayado otras veces: ellas se dejaron convencer con acritud y se alejaron refunfuñando pero sin mirar atrás, tal hienas amedrentadas por el león. Tomaste los documentos del veterano, sus tarjetas, acaso su vida, y lo escondiste en un callejón bajo cuanta basura existía en el lugar.

Fuiste consciente de que antes te limitabas a llevar el metálico y ahora lo querías todo. Pero no fue más que una anotación al margen, plena de indiferencia e ignominia. Luego calculaste que tardarían varios días en percibir su olor nauseabundo y de inmediato te dirigiste a un cajero con la intención de extraer efectivo.

De camino te invadió una intensa sed, necesitabas algo fuerte, alcohol de alta graduación. Era muy tarde y anduviste por los suburbios paseando ese espontáneo deseo de beber. Caminaste como debes volver a hacerlo para detenerte sólo el día que ella vuelva a estar junto a ti.

Saberlo me hace creer que esa ingenuidad, totalmente ajena a tu perfil te aprisiona, te delata enamorado, te torna irremediablemente desgraciado. Todo un Quasimodo sin Esmeralda.

Rato después te sentías cansado, sin fuerzas, y muy triste pues no podías volver junto a ella hasta el nuevo día. Descartaste cruzar la ciudad para llegar al hotel donde habías dejado un nombre ajeno y te recostaste un rato en el banco en el cual se sentaron aquél día.

Te sentiste grotesco, más viejo, alcoholizado y sin alegría: todo un perdedor. Sobre ti, entre las hojas de los árboles, la luna lucía una sonrisa muy fría, espantosa. Cerraste los ojos y dormiste con la miserable actitud de un fracasado. ¡Por tí, sé lo que se siente!

A la mañana el sol, la plaza y las palomas parecían ser los de siempre. Hasta tú, pues te sentías el semental del día anterior. También creíste posible que de ir a verla y explicarle que sólo habías pasado una mala noche revivirían los momentos felices. ¿Por qué no?

Ella te quería, tú eras tú pero para ella eras él. Cosa que no importaba pues ya no esperabas más de la vida que mantenerla a tu lado. Dudaste un instante si no te vendría bien pasar antes por algún bar, pero la sed de ella era más fuerte que cualquier sed que hubieras conocido. Así que permitiste a tus piernas presurosas que se encaminaran hacia un nuevo encuentro mágico.

Cierto es que uno se enceguece cuando se enamora, pierde noción de la realidad y el mundo, la gente, el tiempo, no contienen más sentido que la luz de esa mirada que nos ha fascinado. La percibiste desde lejos y sólo la veías a ella, cuando en realidad cuatro o cinco personas la rodeaban. Fuiste acercándote dispuesto al abrazo y viste que otros brazos la ceñían con delicadeza.

A pocos pasos notaste que en realidad la consolaban. Creíste que era por ti y que al verte se iría su dolor. Pero te miró como si no te viera, de un modo tan ambiguo que te sentiste cosa, perro, árbol: no persona. Por un trémulo instante maldijiste la veleidad cruda de las mujeres. Entonces ingresaste en el asunto que trataba aquél grupo:

—¿Varios días? ¡No puede ser! —Decía ella muy dolorida y entre sollozos—. Ayer estuvimos juntos, aquí mismo... ¿Cómo que lo encontraron muerto en otra ciudad?

—Así que él se había ido y volvió... ¿Ocurrió de ese modo? —preguntó a su vez un tipo fuerte y hosco, raza policial—. ¿Sabe las razones? ¿Iba a ver a alguien?

—No. Habíamos discutido dos días antes, dijo que necesitaba algo de tiempo para meditar. Ayer volvió, estuvimos juntos... ¡Quiero verlo! ¿Dónde está?

—Funeraria Tezeira —dijo el policía.

Ella volvió a mirar tu rostro impropio como si no te viera. Le sonreíste para que notara tu presencia. Ella la notó al deslizar con indiferencia sus ojos lacrimosos sobre ti, y un toque de realidad te hizo estremecer en modo tal que decidiste alejarte disimuladamente.

Tu razón, aturdida tantas horas por la adoración que sentías por esa mujer, cobró cordura y comprendió.

Caminaste, meditaste mucho buscando una solución. Con rebeldía desoíste las exigencias de la formidable sed de alcohol que te oprimía. Al fin, aceptaste que lo único que podías hacer era olvidar: la sed, esa mujer, el amor.

Hecho al dolor desde la cuna te habías acorazado de insensibilidad y apelaste a esa fortaleza para desterrarla de tu interior. Mas al advertir las dimensiones de la herida concluiste que no: jamás podrías. Debías morir o irte de inmediato.

Así que te dispusiste a partir y continuar con tus tareas postergadas. Adquiriste un boleto para el próximo coche a tu destino ulterior, y mientras aguardabas que llegase la hora aceptaste la debilidad de darle una última mirada a tu fracaso inolvidable.

Nunca habías estado en una funeraria ni en un velatorio. Conocías a la muerte sin maquillaje, cruda pero tibia, acaso sangrante. Por eso te detuviste ante el ataúd más de lo necesario. ¿Por qué lo hiciste si era a ella a quién habías ido a ver por última vez?

Pues… Fue raro. El muerto tenía ese rostro tuyo del espejo y aunque dormía apaciblemente te puso los pelos de punta. Fue como si tu última hora te hubiese salido al paso y en el extremo de un resorte se hamacara sonriente sobre la caja. Tic, tac.

Te entristeciste, temiendo por tu cordura como si aun tuvieses la suficiente, mas lograste controlar tu actitud soportando un breve mareo. Luego apoyaste la mano izquierda sobre el féretro y al hacerlo el hábito te impulsó a consultar la hora: luego la miraste a ella.

La muchacha te había visto observar la hora, luego notó el reloj y fue como si hubiese visto al mismo demonio, sus ojos cambiaron de expresión varias veces. Pareció trastabillar. Tras un instante de incredulidad se abalanzó sobre ti y comenzó a golpearte al tiempo que gritaba sin parar acusándote de asesino:

–¡Deténganlo! ¡Asesino! ¡Él lo mató, asesino!

Entre retazos de confusión tus rasgos foráneos reflejaron dolor y pretendiste decir que no, que era un error: inclusive tu rostro avejentado proclamaba inocencia. Pero nadie pareció creerte, ni aun aquellas personas que intentaban aplacar el nerviosismo de tu adorada. No te conocían y veían con desconfianza, con ojos cada vez más amenazantes.

Al fin recordaste que se equivocarían si te creyeran inocente y supiste de inmediato que ella estaba igual de segura que tú: —¡Asesino! ¡Asesino! —continuaba disparando con odio ante el estupor general. A veces todavía oyes su gritería. Sería imposible que aquellos dichos, hombre “descarado”, de ser proyectiles te hubieran dolido más.

Desprendiéndote como pudiste de los brazos de aquellos que intentaron aferrarte lograste llegar a la calle. Corriste más rápido que el viento, cruzaste la plaza que habían compartido como si no fuese un templo, y te ocultaste en las sombras de un callejón hasta que partió el ómnibus, dos horas de tormento más tarde.

 

 


 

Ha pasado un año desde entonces y tu rostro ha cambiado varias veces. Al observar ante el espejo tu ocasional apariencia, no puedes dejar de pensar en la posibilidad de que ella haya olvidado y tenga un nuevo amor. Debes entonces reprimir el deseo de acudir de inmediato a tomar ese lugar, único en el mundo por el que atarías tus pies a la tierra.

Buscas el modo, piensas todo el tiempo en la alternativa que te lo permita. Estás seguro que lo harás, consideras que no falta mucho e imaginas a cada instante la gloriosa instancia del reencuentro. Permite que me ría.

Estos días mientras piensas en ella escribes, ya no caminas tanto y si lo haces te detienes a tomar notas. Sonríes ante tu nueva locura. De momento tu última víctima ha sido un paupérrimo escritor. No importa eso, lo único que te concierne es volver a ella. ¡Díselo al espejo! Así no tendré dudas que lo harás.

Repites una y otra vez el rezo de volver por ella, tanto que me tienes harto. Así mi cara aburrida y mi mente llena de fantasías comprenden que tienen los días contados. Me suplirás con la siguiente víctima. ¿Piensas que me importa? A esta altura no tiene sentido pretender otra cosa que no sea el silencio eterno.

Quieres que lo grite si así lo deseo, no te importa si me encargo de mentirle al mundo que volverás a tenerla. Y te duele que a mi vez te harte con mi certeza: Nunca más. Jamás lograrás su amor. No importa el rostro que lleves.

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