Nietzsche elaboró su concepción del tiempo basándola en el "eterno retorno". La cual acepta que todos los acontecimientos pasados, presentes y futuros, se repetirán durante la eternidad.
El presente texto refiere a un suceso ocurrido y que, según lo anterior, se seguirá repitiendo. Espero que mi comprensión del filósofo alemán no me induzca a la falacia.
Durante la lectura la mayoría de los lectores notará a cual marco histórico refiere esta reiteración, traída a nuestra época.
Entrañable sicario
Nadie la veía pero allí estaba la huesuda, ante la puerta del bar, hamacándose sobre una montaña de polvo y huesos. No se hallaba en aquél lugar por azar, ni de paseo, jamás toma vacaciones. Tampoco se inmutó cuando percibió al avejentado hombre arrimarse a sus intenciones. Además, su cometido no tardaría en cumplirse.
Poniéndose de pie realizó una burlona reverencia ante el paso del hombre. Y le gritó desde la oscura profundidad de su eterno silencio: ¡No te libras de esta, César Escurridizo! Luego se hundió en la hendedura negra de su propia boca, esparciendo en el aire moléculas fétidas. Allí permaneció luego, tan intangible en su acecho como rotunda y despiadada es con sus designios.
Ni siquiera de haberla intuido César se habría asombrado. De algún modo siempre la había llevado cerca. Estaba habituado a situaciones difíciles y al riesgo, del que toleraba cuantas cicatrices le mandara encima. Sin embargo, una extraña comezón serpenteo en su cuerpo y lo hizo volverse a medias, buscando sombras en la vastedad de esa calle desierta en la cual el atardece metía el copete. Luego, con la resignada serenidad de más de medio siglo, empujó la puerta de vidrio para irrumpir en el aire turbio del bar.
En una mesa apartada, cabizbajo, con la apariencia abrumada de un obrero esforzado tras larga jornada de labor, Ruvido(*) fumaba ante una copa vacía. Tan solo no quería pensar. Llevaba consumidos varios cigarrillos, y estaba a punto de pedir su tercera copa de alcohol cuando entró el veterano.
Aquél caminaba pausado, moviendo los brazos como quien palpa el ancho de su tumba. Si bien parecía presunción, o actitud provocativa, solo se trataba de un hábito adherido a su forma de ser. Desde su lugar Ruvido aún no llegaba a identificarlo. Aun siendo escasa, la claridad llegaba desde afuera pegaba en su mirada y se lo tornaba borroso.
Tras ingresar y aguardar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad interior, Cesar descubrió al joven bebiendo en la mesa del rincón y se sorprendió. Pero de inmediato sonrió y fue hacia él con denotada parsimonia.
Ruvido entre tanto hacía un gesto llamando al mesero. Fue después de eso que advirtió al recién llegado, y evitando un gesto de sorpresa lo saludó, inclinando con indiferencia su cabeza. También le señaló una silla vacía ofreciéndole lugar en la mesa.
—¿Volviste al barrio? —preguntó el hombre mayor mirando al joven fijamente. Su gesto tenía la aspereza de una lima. Sus ojos lagañosos, única cosa en su apariencia con algo de vital y majestuoso, disimulaban su fulgor metálico. Insistió:
—¿Volviendo a las raíces? —insistió.
Más distendido por sus copas de ventaja Ruvido sonrió con mayor frialdad que el hielo de su vaso. Sacudió la cabeza espantando a una mosca cuyo fastidioso revoloteo lo tenía molesto:
—¿Qué raíces? Creo que no las he tenido —dijo, exhalando ese montón de palabras rodeadas de humo—. Así que cualquier sitio es bueno para una brizna de viento sin raíces. ¡O flatulencia, si más te agrada. Faltaría que lo dijeses… ¿Y vos? ¿Siempre amarrado a estúpidas costumbres y pringues pertenencias?
—Eres duro, pero sí. ¿Cómo podría ser de otro modo? Estoy viejo para andar dando vueltas. ¿Dónde iría?
¿Eh, Ruvido? ¿Adonde? ¡No seremos tontos!
—Es bueno volar alguna vez —respondió Ruvido, comenzando a sorber de su tercera copa. Abriendo una tregua evitó mirar los ojos del veterano, como si hubiese adivinado que un relámpago de alarma habría de cruzarlos. Luego del trago continuó diciendo:
—Pero a veces no queda adónde huir. Como si el camino que apuntaba lejos nos trajese al mismo sitio
cagándonos encima.
César pareció inquietarse y preguntó: —¿Por qué lo dices? ¡Estás más raro que nunca! ¿Sabes algo que yo no?
—¿Algo de qué, viejo? —preguntó el joven, mostrándose extrañado—. ¿Acaso te mandaste otra burrada?
¡Hasta cuando!
César permaneció meditabundo. Tenía los ojos enfocados en Ruvido pero daba la sensación de estar viendo a través de su cuerpo. Bebió un gran trago y luego deslizó la lengua entre y sobre sus labios:
—Es raro que volvieras —dijo—. Suponía que no te vería nunca más.
—¿Eso querías?
—¡No! —Se apresuró en contestar César—. La verdad, siempre tuve la íntima convicción de que hablaríamos y podría disculparme. Es una intuición maldita que a veces hace que las cosas sucedan.
Por un instante ambos mantuvieron silencio, luego Cesar rascó su mollera por debajo del gorro y prosiguió:
—Así que no me pidas explicaciones ni arrojes reproches. Me equivoqué, y lo lamento. Una disculpa no corrige el pasado, pero pasa raya en el presente.
Ruvido permaneció serio. Incluso podría decirse que una gota de tristeza colgaba de la comisura de sus labios. César lo notó y casi sonrió. Por allí asomaron indicios de un abrazo que no nunca se dio.
En el acero de los ojos de César latió un reflejo de candidez al observar a Ruvido como si fuese el niño que alguna vez tuvo en sus brazos. Iba a decirle que le recordaba a su madre, pero el joven lo evitó con su comentario:
—No vine a pedir explicaciones ni a disculpar nada —dijo, tomando distancia de la infancia. Su pesadumbre lo tornaba casi tan viejo como el hombre que tenía ante sí—. Vine porque vine y no estaré mucho por estos andurriales. Es más, me iré de aquí apenas termine lo que vine a hacer.
—Igual quisiera, antes de irte tú y antes de morir yo, poder confesarte mi arrepentimiento.
—No soy cura —puntualizó el muchacho—. Y nada me importa, ni el ayer ni el mañana. Tampoco lo que hiciste, lo que pudiste haber hecho, ni lo que dejarás sin hacer.
—¡Tampoco me importa nada a mí! Parece que al fin tenemos algo en común —afirmó el viejo con vano intento por sonreír.
—Tampoco —y Ruvido fue categórico al decir aquello.
La noche había terminado de caer y se hacía más profunda fuera del cristal de la ventana. Desde allí la huesuda, tibias cruzadas y flotando en el aire, observaba la escena con placidez mortal.
Llegaron un par de parroquianos y se encendieron las luces del salón, se advertía mayor movimiento ahora.
El coro de murmullos del bar, y los esporádicos sonidos del entrechocar de las bolas de marfil del billar del fondo, sonaban a ruido de huesos, tiempo perdido y miserias humanas.
Los hombres no volvieron a hablar después del último “tampoco”. Se limitaron a desviar sus miradas hacia fuera pero sin atravesar el cristal, oteando el adentro bien profundo, donde escondemos las sombras y llora nuestro “yo” sin que se vea.
Resurgiendo de su interior César pidió otra vuelta y la aguardó con ansiedad. Una vez tuvo el vaso en la mano lo agitó. Mientras contemplaba el baile de los cubitos de hielo le pareció escuchar lamentos de huesos quebrándose.
—Te conté mis pareceres —dijo—. El de suponer que podría disculparme antes de morir y el de que moriré
pronto. Más que olfato son certeza.
—¿Estás enfermo? —preguntó el joven. Sus palabras cargaban dejos de sarcasmo. Hasta la huesuda pareció sonreír desde su fétido trono. Ambos creyeron que el olor provenía de los orines del baño. La corriente de aire fétido que los sobrevoló provocó cierta confusión mental en César, como si un despertador maldito hubiese encendido un alerta en su cabeza. De modo que entendió que no debía valerse de evasivas. Como tampoco pretendía compasión, fue frío y directo:
—Me matarán —afirmó, dejando de batir el hielo para beber un trago lento—. Alguna vez fallé al librarme de mis cargas, de mis obligaciones… Luego por quedarme con “cargas ajenas”. ¡Cómo si no lo supiese! Con el cártel no se juega.
—No se juega —confirmó Ruvido cual tajante eco. Apagó el cigarrillo presionando la colilla con el pulgar y agregó: —¡Más vale estar de su lado!
El viejo lo miró con picardía. Una sonrisa aviesa recorrió sus labios. Intentó bromear:
—Siempre entendí que yo, debía estar de “mí”, lado.
—Tal vez por eso jamás estuviste en ninguno —recriminó Bruno de inmediato.
César se largó a reír, quizá en forma exagerada, ahora distendido y a gusto. Sus risotadas recorrieron el espacio llenas de surrealismo.
Ruvido se revolvió incómodo, en cierto modo abrumado. Un pensamiento cruzó por su mente: ¿Es que no se da cuenta? Sintió asco, pero no estaba seguro si era por el otro o por sí mismo. También sintió verguenza y se ruborizó:
—En lugar de reír debieras estar llorando —dijo. Encendió otro cigarrillo. No estaba seguro de haber sido oído por César, quien continuaba a las risas. Lo vio en silencio hasta que, infectado por la hilaridad del viejo y su dentadura estropeada también sonrió, desplegando la luna dormida de sus dientes amarillos a través de una gruesa bocanada de humo.
Sin razón alguna más que el alcohol rieron mucho entonces. El mesero, observando la escena desde lejos, la halló exagerada. Sabía que se debía a la bebida, así suele suceder. Luego tuvo la loca certidumbre de que esos sujetos jamás habían reído juntos y estrenaban una sensación desconocida.
Cuando calmaron aquella falsa alegría, sendas facciones parecieron intercambiar los ángulos helados de las sombras de sus vidas. Acaso la huesuda llegó a confundirlos, pero no, jamás se equivoca. Ante el renacimiento de la formalidad César buscó la mirada de Ruvido y dijo:
—Está escrita mi sentencia. Siento ser observado por mis conocidos como a un moribundo. Como con lástima. Y no me pasa con vos pues recién volviste.
—No te veré muerto hasta que lo estés —dijo Ruvido con sequedad. Notando sus dedos cada vez más amarillentos pensó en apagar el cigarrillo recién encendido, en lugar de eso inhaló otra espesa bocanada. Luego agregó:
—Nunca tuve intuiciones, ni visiones, ni presunciones. Siempre certezas. Voy por la vida hacia donde me empuja el fracaso. Mis circunstancias han sido rotundas. Ni piedad ni anestesia. Y está bien. Maduré entre lo blanco y lo negro, jamás en lo gris.
César evitó decirle que a su parecer aún no había madurado. En cambio, manifestó un deseo imposible: —¡Si pudiésemos volver atrás y hacer todo distinto!
Iba a decir algo más pero se detuvo. Ruvido, haciendo un gesto con la palma de su mano lo había frenado de inmediato:
—¡Está bien! Está bien viejo. Así son las cosas. Yo ante mi infierno y vos ante tu muerte. Ya no se puede cambiar nada. Hace tiempo no depende de nosotros. La cagaste. Yo no puedo ayudarte ni necesito tu ayuda.
—Sí. Es cierto —afirmó César—. Sin embargo me sentaría bien saber que estamos en paz.
—Estamos en paz —Confirmó Ruvido—. Cada cual con lo suyo. Tal vez yo también deba pedir disculpas.
—¿Vos? ¿Por qué habrías de pedirme disculpas?
—¡Qué sé yo! Digamos que así como me las pediste por el pasado yo te las pido por el futuro. ¡Dame la mano y quedemos en paz!
—¡Quedemos! —dijo el viejo extendiendo la diestra. Ambos hombres sonrieron reconfortados, Luego de estrechar sus manos volvieron a ocupar las sillas. Bruno habló primero:
—Dijiste que te matarán… ¿Qué motivos tienen para eso?
—¡Los tienen! Lo último es grosso, demasiado. Tanto que lo peor que podría hacer por vos sería confiártelo
—aseguró César. Parecía viejísimo ahora—. Siempre tuve facilidad para inspirar odio. ¡Hasta tú has odiado! A mí me hunde el peso de malas decisiones y tú no logras escapar del fracaso. Y hago mía la frase que has dicho: “No puedo ayudarte ni necesito ayuda”. Mejor que estés lejos. Un sicario llegará uno de estos días. Lo traerá un puñado de billetes que otro hombre le entregará con odio y también con sus razones.
Ruvido lo observó con intensidad y exclamó luego: —Ya no puedo estar lejos. Al menos por ahora. Veo que estás resignado a tu suerte. ¿No te importa morir?
—¡Qué va! No me quita penas seguir viviendo. ¡Merezco morir! Y es tiempo, estoy cansado, he llevado mal la vida y en esta vejez me pesa demasiado abrir los ojos a la mañana. Mi muerte no castiga ni arregla nada. Pero así es como los hombres suponen vengarse.
—Entonces… ¿No hay manera de cerrar las cuentas? Sabes bien que ese fulano sólo tiene una forma de cobrarlas. ¿Es así, no?
—No tiene forma de cobrarlas. Ni siquiera matándome. O tal vez sí… Pero sería mediante algo terrible.
César detuvo sus comentarios. El alcohol, recorriendo sus arterias develó ocultos pasadizos dejándolo ya al borde de la euforia, ya ante la orilla del llanto. Elevó la mirada que mantuvo baja mientras hablaba, y al ver los ojos de Ruvido sintió un estremecimiento. Cierta contradictoria luz sombría lo ubicó en plena realidad:
—Sí, algo terrible… Que la propia sangre vertida por mis venas se volviese veneno.
La realidad impactó en la mirada de César. Recién ahora podía ver con claridad. Ante sus palabras ambos habían callado. El silencio se extendió entre ambos de tal forma que ni siquiera el sonido ambiente pareció llegarles. Al fin, cuando ninguno de ellos tuvo dudas, César preguntó:
—¿Dónde lo harás, hijo?
—Donde sea, padre —respondió Ruvido.
Afuera el frío había dejado la calle desierta, y abandonando discretamente el ventanal la huesuda se acercó a la mesa.
—Acepto mi desgracia —dijo César mientras trataba de saborear con intensidad otros pocos buches de aire que se le atragantaron en el buche. Al fin y con una voz que no parecía ser la suya preguntó:
—¿Pero cuál es tu gloria?
Ruvido no halló respuesta. Hacía equilibrio sobre una delgada línea. Vaciló, pero ante su duda la huesuda dio movimiento a su brazo, así su mano extrajo el revólver y luego un dedo con vida propia apretó el gatillo. El sicario sintió un temblor helado y sin perder un instante, cavizbajo pero sin verter una lágrima, salió del lugar huyendo de su pasado reciente.
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(*) A efectos de disimular la versión histórica que inspiró el presente relato el nombre "Bruto" ha sido cambiado a "Ruvido": —Tu quoque, fili mi?