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El tío Ivan tuvo suerte esquiva. Primero sintió roto el corazón. Luego cuestionó la amistad. Y cuando vencido se amparó en su soledad el peso de desgracias ajenas cayó sobre sus hombros. Cuando más tarde no obtuvo respuestas perdió la cordura. Es posible también que sus fantasmas adelantaran su muerte. Al menos pudimos enterarnos pues relató su vía crucis.

El viento y los perros

Éramos jóvenes. Las enfermedades, nubes negras arrastradas por los vientos hacia lejanas aristas del mundo y las parcas, avatares ajenos para observar con simulada indiferencia. Lo nuestro era el sol, la sonrisa y el amor aunque en mi caso, por encima de todo, la melancolía.

 

Entonces temía más al amor que a la muerte, pues tal vez la muerte duela menos. Y reconozco, ante la proximidad del fin de mis días, que el amor, aun doliendo, resume un embriagante sabor agridulce, aditivo y letal, que vale la pena probar.

Mi abuelo solía decir, pleno, satisfecho: "Las hojas caen del almanaque y la vejez resulta duro escarmiento para los que no supieron ser jóvenes." Así que yo intentaba ser joven pese a que lo era, evitando preocuparme de la infinidad de cosas que me inquietaban. Es que apenas dejar atrás la infancia incurrimos en el error de creer conocer la verdad universal, y pretendemos cambiar todo cuando poco podemos hacer.

Al recordar aquellos días más me parecen sueños que vivencias, y no dejo de hacerme supuestos sobre el rumbo de nuestras vidas si Estela hubiese desahogado mi loco deseo. El destino nos encerró en un círculo macabro sin que yo nada hiciera más que ser testigo.

 

Hoy ya nadie los recuerda ni sabe de ellos, y me duele asegurar que yo sí lo sé. Tengo razones válidas para odiar a Fito Maupassant, y bastaría atribuir a su accionar la persistencia de este viento enloquecedor que ruge en torno a mi casa con lúgubres designios. Temo, pero no a la muerte ni al dolor sino a lo desconocido, lo inesperado, lo subrepticio.

 

Fito era mi amigo. Ella reinaba en el mundo de mis aspiraciones. Todo sueño que me la mostrara, aun si en él me ignorase, era un sueño feliz. Lo que me lastimaba, haciéndome sentir desgraciado e inútil, era saber que a Fito ella no le importaba.

 

He allí una primera encrucijada: ¿Debí confesarle a Estela su desapego? ¿Habría cambiado con eso nuestro destino? Quizás mi error fue ser leal a mi amistad con Fito y no a mis sentimientos. A veces creo que más que leal mi actitud fue cobarde.

Pero éramos jóvenes, hoy razono distinto. ¿Arrepentido? Mi vida ha sido más que un gran arrepentimiento. Entonces rehusé ser feliz, y eso es lo que hice al renunciar a Estela.

Él no la amaba, pero no dudé de la versión que me relató cuando llegó en medio de un paroxismo nervioso. No dudé en creerle, de hacerlo todo sería mucho más espantoso, tal vez hasta el extremo de salir tras él y estrangularlo.

 

Es curioso, y no entiendo cómo es posible tal dualidad, pues así como era fiel a nuestra amistad la imagen de mis manos sobre su cuello era frecuente. Entonces las atribuía a celos egoístas: hoy a las sospechas.

 

Es que él, al tiempo que transitaba su aventura con Estela, estaba enamorado de Carmen, quien lo hipnotizaba, lo enardecía, y luego lo alejaba entre burlas. Jamás le confesé a Fito el daño que me causaba escuchar la frialdad con que se jactaba de sus encuentros con Estela.

 

De haberlo encarado es posible que fuese receptivo y se hubiese alejado de Estela. ¿O habría renunciado a Carmen? Cualquiera de tales opciones habría evitado nuestra pesadilla macabra. Hoy, maduro a fuerza de un resignado dolor, me arrepiento de no haberle confesado mi punto de vista contrario a su accionar.

 

Cuando relataba sus andanzas amorosas mi imaginación acompasaba sus palabras, tiñendo con las más oscuras sombras los sucesos referidos. Aun duele el recuerdo de cada ocasión, cuando ante su relato yo imaginaba las escenas narradas.

 

Estela vivía junto a sus padres en una casona antigua, de piezas frescas dispuestas sin demasiado orden y un patio emparrado cuya sombra cobijó nuestros juegos de infancia.

 

Al influjo de la narración de Fito la imaginaba, sentada a oscuras en la amplia cocina de aquella casa, nerviosa, arrugando entre sus dedos el orillo de su camisón, esperándolo a él y no a mí.

 

Ella le había dado la llave de la cocina y la del candado del portón grande. Fito entraba a hurtadillas y juntos marchaban sigilosamente hacia la habitación de Estela, quien desde sus dieciséis almanaques parecía una chiquilla frente a los veinte de Fito. Así, todo el ardor que aquél contenía ante la indiferencia de Carmen, lo volcaba en Estela, quien recibía su cauce con idolatría.

En mi soledad imaginaba su mirada de niña brillando de amor y deseo. Y para nada me avergüenza decir que lloraba al hacerlo. Sin maldecir, sin culparlos, lloraba de resignación e impotencia.

Habíamos estado en el baile del Club Municipal donde Fito tomó algunas copas de más, tanto que procuré persuadirlo de que no fuera a su cita. Fue la única vez que me habló mal, tratándome de celoso ante quienes pudiern oírlo. Su actitud me exasperó de tal manera que, de no venir al otro día humilde y desfigurado a implorar un consuelo, nuestra amistad habría concluido.

Lamentó no haber seguido mi consejo y acongojado me narró lo sucedido: —Desde el primer momento todo anduvo mal —dijo—. Tratando de abrir el candado se me cayó la llave hacia dentro y traté de escalar el muro. En vano. No estaba en condiciones de hacerlo.

Sentí cierto regocijo pues supuse que ése había sido todo su drama. Pero continuó: —Noté que el ombú de junto al muro sí es fácil de trepar, y a través de una rama logré ingresar. Destruí mi mejor traje y me di terrible golpe. El maldito perro debe estar afónico, ladró hasta que las luces se encendieron. Me escondí esperando que se apagaran nuevamente y luego me deslicé hasta la cocina. Abrí a oscuras y entré con la confianza que da el hábito. Entonces una lluvia de golpes me hizo perder el sentido.

Fito se tomó un respiro mientras yo, en silencio, necesitaba saber de inmediato el resto de la historia. Comprendí la gravedad del suceso y comencé a imaginar las consecuencias.

 

—Al despertar estaba sentado a la mesa frente a Estela, quien lloraba mucho.

 

Tal vez debí compadecerme de ella pero no, sentí que la odiaba. Mi angustia la culpaba, mis nervios la maldecían. Me sentí asqueado por la frialdad de Fito al narrarlo. Yo en cambio moría. Moría al oír sus palabras, puñales que me herían, por ella más que nada, y estuve a punto de llorar.

 

El viejo Legues, de pie y brazos cruzados ante él, ardía de furia, y Fito supo que solo un milagro evitó que lo matase. La madre de Estela hablaba a gritos y lo insultaba, decía cosas que él jamás habría imaginado oír de una mujer. Al final, para salir con bien de aquella finca y dejarme nadando en angustia, debió aceptar casarse dentro de los cinco meses siguientes.

Conociendo mis sentimientos no viene al caso describir mi pesadumbre. Tampoco los entretelones de la boda ni los comentarios sucios que rodaron por las calles del pueblo. Fito asumió su responsabilidad. Nos distanciamos. Al año nació Rubén, su primogénito. Luego se fueron y nadie, ni yo, conocimos su paradero.

Pasaron varios años hasta que un día, al acudir a un llamado a mi puerta, Fito reapareció ante mis ojos sorprendiéndome. A no ser por su palidez y el cabello revuelto habría jurado que era el mismo que vi por última vez. Tan parecido estaba que lo reconocí al instante.

Estaba nervioso, más de lo que yo lo estoy ahora, que no es poco. Su actitud era la de un prófugo desesperado, todo en él daba a pensar que venía huyendo. Dijo que tenía mucho para contarme y se me erizó la piel por el modo en que se expresó.

El joven que hubo en mí habría temido preguntar por su familia, pero el hombre de hoy lo tomó por los hombros y se lo inquirió con violencia.

 

—No sé —respondió, sorprendido por mi actitud—. Creo que están bien, así los dejé. De momento no puedo estar con ellos pero cuando pueda volveré.

 

Pasamos y nos sentamos ante la mesa: —¿Qué hiciste? ¿Algo grave, un delito? —Pregunté mientras abría una botella de vino. Por mi cabeza desfilaban los peores pensamientos.

 

Él lo negó con movimientos leves de cabeza, y tras beber un largo trago narró lo ocurrido desde el día que se fueron del pueblo. Cuando se retiró luego de su extensa confesión, me dejó confundido y perplejo.

 

Tras de analizar una y otra vez los detalles de su relato y sin motivo alguno, me dispuse a escribirlo. Quizás resulte útil a quien encuentre mis restos, le ahorrará incógnitas para dejarle una sola, inmensa sí, pero una. También evidenciará mi inocencia, y que existen misterios que la gente oculta pues nadie los ha podido develar.

 

Cuanto anoté lo hice procurando sumergirme en su circunstancia, permitiendo que fuese su voz la que se oyese. Las primeras semanas procuré olvidar todo y ante la imposibilidad de hacerlo decidí dedicar tiempo a la búsqueda de "El vergel". Si bien nunca lo encontré ahora, cuando nada importa demasiado, parece que ese lugar me ha hallado y amenaza mi razón y mi puerta. Que el infierno nos trague.


 

"Nos fuimos lejos. Dejamos que el camino nos llevara. De quedarnos a convivir con los Legues terminaríamos mal. No lo dijimos a nadie y tampoco nos despedimos. Apenas dejamos unas líneas comunicando nuestra decisión de abrirnos paso sin ayuda.

Tras andar varios días sin rumbo cierto decidimos quedarnos en una ciudad tan desgraciada como ésta, y con algún dinero que llevábamos arrendamos una pequeña chacra.

A unos cinco kilómetros de allí existía un pequeño pueblo del cual no teníamos conocimiento. Jamás había pasado por ese lugar y creo que nadie en la ciudad sabía de él pues jamás se mencionó. Así que de sorpresa nos topamos cara a cara con "El vergel", un rato después del accidente.

Íbamos de paseo, estrenando mi sulky nuevo hecho por encargo, lo cual pautaba que las cosas comenzaban a irnos bien. Tomamos un camino bordeado de álamos largo y silencioso a todo galope de Canela, mi potrillo alazán. De pronto dio un traspié y se derrumbó, haciéndonos volar sobre unas matas.

 

Tras cerciorarme de estar ilesos revisé a Canela. Con pesar constaté que se había quebrado una pata. Aparte a mi familia de su triste agonía y evitando que presenciaran mi acción acorté su sufrimiento con un disparo.

 

No tenía idea del lugar donde estábamos, pero muy allá a lo lejos, descendiendo la loma, divisé lo que supuse instalaciones de una estancia. Nos acercamos, notando que a cada paso el clima, el aire y la vegetación, se tornaban más agradables.

 

Nuestro ánimo, tan decaído rato antes se tonificó, y la felicidad anidó en nuestros rostros. Pronto notamos que el caserío era un pequeño pueblo, silencioso y pintoresco.

 

La gente era amable aunque reservada. No pudimos conseguir que un tal Garrastazú –anciano encorvado cuyos cabellos, bigote y barba apenas permiten ver de su rostro una nariz aplastada y dos ojos tan vivaces como su lengua– permitiese que nos vendieran un caballo, nos prestaran uno, o fueran a trajeran nuestro sulky.

 

En cambio, dijeron que había dos casas vacías, que eligiésemos una. Cada uno acercó algo y nos dejaron abarrotados de alimentos, tras lo cual cada uno volvió a sus tareas.

 

Aquella amabilidad sin contrapartida nos resultaba extraña. Desconfiamos y decidimos regresar caminando al día siguiente. Solo que al otro día quisimos quedarnos, y al otro y al otro. Pasaron semanas, meses, sin que ninguno de los dos hablara de volver

 

No pensamos en como repercutiría en nuestro entorno esa desaparición sorpresiva, y si lo pensamos no nos importó. Pese al tiempo que nos sobraba, no lo hubo para dedicarlo en reflexionar sobre eso.

 

Creo que difícilmente alguien que hubiese estado en El Vergel podría escapar –con el significado implícito de "fuga" que esa palabra pueda tener– de su particular encanto. Su nombre es sugestivo, pues allí se dan frutas y legumbres de calidad y tamaño que jamás vi. Sumando a esa vida sencilla y fácil idílicos paisajes, se comprende que logre encantar a quienes lo conocen.

 

Sin embargo deben existir fuertes razones para que su población –muy reducida– mantenga su número incambiado a través de los años. Ese detalle, junto a otras curiosidades del lugar, lo fuimos conociendo de a poco. Al principio resultaba incomprensible para mí. Al final, como aquella gente, acabé por aceptarlo.

 

Cuando alguien muere los demás observan el camino, saben que pronto llegará un nuevo vecino. Éste también quedará atrapado en las telarañas tejidas por el esplendor del lugar. Nunca nadie se va, todos deciden quedarse pese a todo. Según llegue a saber, “El Vergel” carga con un curioso anatema: siempre que una mujer dé a luz o arribe un forastero, el resto sabe que alguien morirá, y no precisamente de muerte natural.

 

Esa realidad parece menor ante el atractivo y el solaz que tal paraje brinda. Hasta podrían verse ninfas de cabellos dorados danzar entre sus viñas, y oírse dulces acordes de flautas que seguramente, ocultos entre las sombras de los matorrales, ejecutan seductores faunos.

 

¿A quién puede interesar que allí las brújulas no cumplan su cometido o que no se capten las bondades de la reciente invención que significan las emisiones radiales de las ciudades más cercanas? El tiempo transcurre lentamente, como aminorado tras el trajín de las grandes urbes. Es como si un minuto nuestro allí fuese un mes, tan laxas son las horas.

 

Ni siquiera el viento parece intolerable, después de todo apenas asola el caserío un par de veces al año, levantando nubes de polvo y haciendo correr los guijarros de las callejas.

 

A eso temen, al viento y a los perros cimarrones. Esos animales de mirada demencial aparecen antes, durante, y después de la violenta ventolera. Cuando ocurre buscan refugio, aseguran techos y ventanas, se surten de buena cantidad de agua del arroyo y se encierran, pretendiendo continuar con su vida más allá del vendaval.

 

Permanecen sentados bajo el rumor de los techos de chapa sin perder de vista las escopetas, transpirando miedo durante el verano y tiritando temor cuando el invierno. Ha ocurrido que al regresar la calma se descubra el cuerpo prácticamente devorado de algún incauto que quedara atrapado en una danza con el viento y los perros.

 

Es cual horror cotidiano que por habitual causa indiferencia hasta asumirlo normal. Aman el lugar como se ama aquello por lo que se ha sufrido, con la obstinación del padre del niño granuja que solo acepta ver su lado bueno.

 

¡Es tan extraño! La cognición se invierte. He tenido la impresión que allí los sueños se viven y la realidad se sueña. Los amaneceres, las siestas y los atardeceres, tornan indigna la obra de cualquier pintor o la prosa de cualquier narrador. Los colores tienen otra intensidad, mayor brillo, parecen tocar los ojos.

 

En las noches frescas, pese a la calma diurna, es frecuente tener pesadillas y despertar sobresaltado. Es difícil comprenderlo. Todo lo malo es poco comparado con la bonanza del entorno. Creo que allí está, si es que existe, el destino de los caminantes y el final de los caminos.

 

Sabiendo todo esto no es difícil comprender que estuviesen esperándonos, y hasta justificar su exagerado disimulo. Incluso que supieran nuestro número. Tardé en imaginarlo, quizás demasiado.

 

Garrastazú me informó que antes de nuestro arribo murieron tres personas. Pero no respondió cuando pregunté si fue a consecuencia de un temporal derribando un techo o un ataque desmesurado de los perros. Como parecía ser la única persona que decidía u ordenaba insistí –en vano– que me informara sobre la causa de tales decesos. Pero fue tan evasivo como el resto de las personas que consulté al respecto. La última vez que lo intenté respondió con algo que lapidario: —¿Usted aún no lo sabe?

Él es el único que deja el poblado para traer lo necesario de la ciudad. En su carro lleva todo tipo de artículos: pieles, dulces, quesos, frutas y verduras producidas en esa comunidad. Las comercializa para adquirir los elementos imprescindibles que allí no se pueden generar.

 

Desde entonces –haría seis meses que estábamos allí– además de disfrutar ese paraíso indagué cuanto pude. Al advertir algún grupo conversando escuchaba disimuladamente, también consultaba a los niños del pueblo que venían a jugar con Rubén. Pero poco y nada logré con mis intentos.

 

Una vez me introduje en la humilde vivienda del anciano patriarca. Esto lo enervó a ojos vista, mas pese a todo, y con notorio esfuerzo, disimuló de manera cortes. Mientras estuve allí solo pude ver que tenía muchos libros.

 

Me puse a curiosear algunos que había sobre la mesa y llegué a leer un par de títulos extraños: "El libro de Toth" y "Las Estancias de Dzyan", pues el anciano se apresuró a intercalarlos en los abarrotados anaqueles de su biblioteca.

—Los libros son lugares comunes —dijo—. Nada escrito hay que no se sepa. Si algo ha de ignorarse no debe ser escrito. Aquello que no puede ignorarse de todos modos se sabrá, aunque no se escriba. De no existir sombras no habría luz. Sin padecimiento mal se podría detectar felicidad.

 

Habló mucho, demasiado, pero nada de lo que me interesaba. Desde entonces cada vez que hablábamos me dejaba pensando. En cuanto a los libros afirmó no prestarlos, pero se ofreció a traer alguno de mi agrado desde la ciudad.

Había dicho: “¿Y usted no lo sabe”? ¿Significaba eso que mis sueños sobre el viento y los perros eran veraces? ¿Confirmaban sus palabras mis sospechas?

 

Cierto día estaba atareado preparando cuajada para los quesos y, como adivinando mis pensamientos, señaló la ventana desde donde podían observarse dos mujeres desgranando maíz, y dijo:

 

—Es un intercambio con la naturaleza ¿Entiende? Ella lo da todo. ¡Y pide tan poco! Es la madre. Nos protege como a hijos. A veces nos da una tunda. ¡Es la ley!

 

Me pareció verlo más locuaz que de costumbre y mencioné al viento. Comenzó a alejarse lentamente, meneando la cabeza de lado a lado, dejando entrever que conmigo no había remedio.

 

—¿Qué hay de los perros? —grité, y me arrepentí en el acto. Los rostros de quienes deambulaban en las cercanías se volvieron hacia mí. Sus ojos hablaban, gritaba, me reprendían en silencio. El viejo continuó caminando como si nada hubiese oído. Cuanto más me obstinaba en saber más se me ocultaba. Hasta llegué a sospechar que los conocimientos de Estela eran mayores que los míos.

 

Generalmente me arrepentía de mis actitudes, es como una costumbre. ¿Te diste cuenta que siempre hice las cosas al revés? Si me deleitaba aquella existencia... ¿Qué cuestionaba?

 

No lo sabía entonces, luego comprendí que detrás de mis accionar rugía el temor a que el viento barriera alguna de nuestras vidas. Esa obsesión me dejó al borde de la paranoia. Todo esto apoyado en mal dormir y la interpretación, quizás errónea, de comentarios difusos.

 

Las noches se me hacían eternas debido al mal dormir por los sueños. De día me acosaban las interrogantes sobre el viento y los perros. Descansaba algo con breves siestas luego de almorzar. En ellas, curiosamente, jamás tenía pesadillas. Sin embargo fue durante una siesta que sentí un rugido afuera y tomando una escopeta decidí salir.

 

El viento era intenso y llegaba en ráfagas desestabilizadoras. Partículas de tierra suelta, cual pequeñas agujas, me herían pies y tobillos. Debí entrecerrar los ojos y caminar con la cabeza inclinada sobre mi pecho ladeada hacia un lado.

 

Comencé a rodear la casa con dificultad. Sobre mí, las chapas del techo, ante el castigo del embate, producían redobles de ferrocarril y sonidos chirriantes. Mi mente susurró “llegó la hueste del infierno”.

 

Al doblar por uno de los lados divisé, a medias resguardado por un árbol frenético, un perro cimarrón de pelo erizado. Clavaba sus patas arqueadas en la hierba para evitar el empuje de la ventolera que soplaba sin tregua.

 

Desde su posición veía la entrada de la casa y me veía. Gruñó mostrando los colmillos mientras yo me recostaba a la pared de adobe, tratando de centrarlo en la mira de la escopeta. Posé mi dedo en el gatillo y en el preciso instante en que lo presiono, aparece ante mí la figura de Estela.

 

Había salido intempestivamente, asomando en su vientre un tan inexistente como adelantado embarazo. Al interponerse entre el animal y yo recibió el impacto del proyectil. La vi caer con exasperante lentitud, parecía que jamás terminaría de caer.

Azorado y febril contemplo la escena sin atinar a nada. Ese instante era lo que el perro necesitaba para correr y lanzarse sobre mí. Grito y lucho y siento la voz de Estela: —¡Fito! ¡Fito! ¡Despierta! ¿Qué sucede? ¡Estabas soñando, tranquilo, no ocurre nada malo!

 

Cuando abro por completo los ojos, agotado y jadeante, río como un enajenado al verla ilesa. Ella y Rubén me observan preocupados, él casi a punto de llorar. Los abrazo en medio de una demencial carcajada.

 

Comprendí, fue un sueño, no lo irreversible. Nada malo. No el camino sin retorno. Solo otra pesadilla, más intensa, más terrible, más agotadora pero solo eso. Entonces advierto que es de noche, no podría ser de otra forma. No ha sido una siesta.

 

Sentí como un rugido provenir del exterior. Lo ignoré. Continué abrazando a mi esposa, quien sin dudas tiene su vientre normal, y a mi hijo. No creo mentirte si afirmara que también lloré y sabes que yo jamás lloraba.

 

Al otro día todo ha sido un mal sueño. Mas el recuerdo de la pesadilla está allí, es una sombra que ante mis ojos encandila como posibilidad.

 

Y comencé a sentirme prisionero. Algo en mí no funciona en ese lugar. Una evidencia fue notar que los vecinos parecen evitarme, cosa que no hacen con Estela y Rubén.

 

Como uno bien se miente me digo que es mi imaginación. Pero continúo teniendo pesadillas. ¿Soy distinto? ¿Soy impuro? ¿No soy merecedor de estar allí? Nuna hallaré quien responda esas preguntas.

 

Una mañana, mientras pescábamos en el arroyo con Estela y Rubén correteaba a nuestro alrededor, noté que ella quería decirme algo. La frase: "Nos vamos", desfiló por mi mente cuando la observé a los ojos. Y ella, con leve asomo de alegría, me comunica: —Estoy encinta nuevamente.

 

Tras un segundo de perplejidad la beso. Quiero decirle que entonces debemos irnos pues de algún modo siento miedo. Pero una parte de mí quiere quedarse, y solo la acaricio en silencio.

 

Le miro nuevamente los ojos y descubro su preocupación: —¿Qué ocurre? —pregunto—. ¿Hay algo que no sabes cómo expresar? ¿Deseas irte de aquí? ¿Nos vamos?

 

Ella me observó extrañada y preguntó a su vez: —¿Irnos? ¿Por qué irnos? Nadie se opondrá a que tengamos otro niño.

Pasé los meses de espera angustiado. A medida que su cuerpo se abultaba mi temor lo hacía en la misma medida y no sabía qué hacer.

 

Cierto amanecer de cielo cubierto supe que el parto era inminente. Una brisa con olor a mar redoblaba en las hojas de los árboles y Garrastazú terminaba de preparar su carro: volvería antes del anochecer.

 

Si se lo pedía se negaría a llevarme, así que lo seguí sin que lo notara, marginando el camino, y al llegar a una zona conocida corrí hacia aquí.

 

La solución que hallé fue dejar un lugar libre para que lo ocupe mi futuro hijo al nacer. Vine a buscarte para que me ayudes a convencerla de regresar. Sé que te importa mucho y ella te tiene en buena estima. Además, no tengo alternativas ni sé qué hacer."

 

 


 

Esta narración -sumado un cúmulo de detalles que ya no recuerdo pero tampoco creo necesarios- le demandó más de una hora. Yo lo escuchaba en absoluto silencio, asombrado e incrédulo. En todo momento mantuvo el rostro ansioso y desencajado, las manos crispadas y el alma llena de pasión. Agotado y bajando la cabeza enmudeció al finalizar.

Era otro. Si bien su fisonomía lo mostraba tan joven como antes su alma, su espíritu, se me antojó ajado y viejo. Aquella chispa juvenil suya estaba ausente. Ya no parecía ser el que todo lo sabía, quien todo lo podía. Alguien nacido para ser admirado y que bien lo sabe.

 

Tampoco era la persona que había entrado un rato antes llena de angustia. Se había liberado y el sosiego comenzó a pautar su respiración. También por eso hice el esfuerzo de creerle, parecía haber confesado su verdad sin ocultar nada. Pasó los dedos por entre sus cabellos revueltos y húmedos y me miró. Nos observamos en silencio, buscando verdades en ojos.

 

Supo que le creía porque intentó dedicarme una sonrisa. Poniéndome de pie me acerqué, y mientras le palmeaba la espalda dije: —Todo se arreglará —luego, como volviendo a sentir por él la simpatía perdida, tomé la botella y serví otra ronda.

 

Acababa de llenar las copas cuando una ráfaga tremoló en las cortinas un instante. Fito se puso tenso y en sus ojos vi asomar el temor.

 

—¡Ay, no! ¿Oíste? —preguntó, poniendo de lado su rostro mientras las cortinas volvían a flamear. Lo oía sí, pero no me pareció nada fuera de lo común, no entonces.

—No escucho nada especial —dije, ya sin tener su atención pues volvía a ser un saco de nervios. Ante mi sorpresa dio un salto y abrió la puerta de par en par. Allí se detuvo un momento, miró calle abajo y exclamó: —¡Los perros! —la angustia de su voz me hizo erizar.

Sin perder un segundo ni darme tiempo a decir nada se alejó corriendo en la misma dirección de una brisa que entendí escasa. Me extrañó notar, sin embargo, que su abrigo se inflaba de viento. Lo observé correr, lo hacía con torpeza y empleaba ambas manos en cubrir sus oídos. Luego observé en la otra dirección sin lograr atisbar ningún perro.

Giré la vista nuevamente y aun pude verlo, ya a cierta distancia, tropezar por volverse a mirar. Se levantó con presteza y recomenzó su huida. Seguí allí, inmóvil, aun cuando dejé de divisarlo.

Un vecino se detuvo a conversar conmigo y tardé en interpretar sus dichos. Supongo que debí responder cualquier cosa pues al retirarse, a la vez que señalaba mis manos, dijo sonriendo:

 

—No se preocupe, es normal aturdirse de vez en cuando, yo también suelo tomar alguna copa un día y otro también.

Cerré la puerta y pasé tranca.


 

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Desde aquél día comenzaron a acosarme los ojos aterrorizados de Fito. Pasó cierto tiempo y no he podido quitar aquello de mi cabeza, y acaso espero golpes de sus manos en mi puerta los días de viento o cuando ladra un perro. Por eso hace unos días, rehaciendo su relato en mi memoria, decidí ubicar ese lugar perdido a partir de la ciudad donde vivió anteriormente.

A la distancia mencionada tres son las existentes y partí a visitarlas. Perdí un día en la primera que elegí sin encontrar a nadie que lo identificara, pero con la segunda todo cambió. Allí logré saber de Fito, incluso hablé con el fabricante del sulky.

 

Buscando en sus libros halló su nombre y a partir de él constató una deuda pendiente que decidí saldar. Lejos estaba de imaginar que Fito haría caer sobre mí una deuda más terrible. No lo culpo, fui yo quien salió a buscar problemas.

 

Almorcé en una fonda pestilente y luego, munido de una vara, salí al camino que Fito tomó el día de su partida. Camine horas cavilando y aguzando la vista en procura de hallar “El Vergel”.

 

Llegué a un punto donde la campiña, descubierta anteriormente, se tornaba densa en vegetación. El camino se internaba en un bosque por sobre un terraplén, por lo cual las copas de los árboles quedaban a la altura de los viajeros.

 

Tras el borde del camino el desnivel caía unos tres metros casi a plomo, y luego el declive se atenuaba como por otros veinte. Me detuve un instante en la orilla y observé hacia abajo la impenetrable mata salpicada de pedruscos.

 

Al continuar me enfrenté con que el camino hacía una curva cerrada. Desconozco la razón, quizás fue intuición, lo cierto es que me dirigí hacia la parte externa de la curva y nuevamente me detuve a ver hacia abajo.

 

No aprecié nada extraño y sin embargo algo –quiero pensar en presentimientos y no en designios del destino– me decidió a dejar el camino y descender. Lo hice con sumo cuidado, manos y pies aferrados al declive, ayudándome con raíces y matas. Fue rápido y me costó rasguños y pinchazos que me hicieron lamentar la decisión tomada, máxime pensando que el regreso sería más dificultoso.

A medio camino, aprovechando un pequeño rellano de la ladera, me volví y descubrí la negra escena. El horror pasmó mi espíritu. Contra un alto nogal, a medias oculto por la maleza, estaban los restos desechos de un sulky. No dude que fuese el de Fito. Temí acercarme. Me dolía más la verdad que los magullones del descenso, más que nada me haya dolido nunca.

El primer esqueleto hallado fue el del caballo, todavía con colgajos de su piel canela. Luego los divisé algo más allá, juntos. Por los jirones de ropa que vestían sus osamentas logré identificar los restos de Estela, y muy próximo a sus brazos los que supuse pertenecientes a a Rubén.

 

Observé la escena macabra hasta que mis ojos se nublaron. No me acerqué ni intenté secar mis lágrimas, así como tampoco puedo precisar cuánto tiempo estuve así. Lo cierto es que cuando la calma volvió a dominar mis emociones el sol había recorrido largo trecho y se aproximaba el atardecer.

 

Pensar en pasar la noche allí reavivó mi aprensión y decidí irme lo más rápido posible. Recién al volverme, dispuesto a emprender el regreso, noté que no había estado solo. De pie, sin mirar nada en particular, entre la elevación que llevaba al camino y yo, estaba Fito.

 

Aunque en aquél momento daba como patraña los detalles de su relato no atiné a decir palabra. Una oleada de fastidio y rabia me incitaba a lanzarme sobre él y hacerlo pedazos. ¿A qué venía todo el cuento de “El Vergel”? Aún hoy, de volver a estar en aquella situación, no sabría cómo obrar.

 

Tampoco él habló. Así permanecimos, de brazos caídos y sin motivos para hablar hasta que crujió una rama y Fito se puso alerta. Llevó sus manos a la cintura y extrajo un revólver. Me inquieté al notar que me apuntaba. No tuve reacción y oí el disparo. Mi cuerpo no estaba herido y con rabia su voz masculló: —¡Uno menos!

Volvió a disparar, ahora a un lugar más apartado de mí. Su cabello se agitaba misteriosamente, al igual que su camisa desprendida. Por momentos su imagen perdía nitidez pues algo indeterminado, bruma, polvo, humo, o lo que fuese, parecía rodearlo. Reiteró disparos una y otra vez pero ya a lugares más próximos a él.

Luego tiró con fuerza su arma descargada contra algo invisible y extrajo un puñal. Comenzó a revolverse a un lado y otro hundiendo el filo en el aire hasta que perdió pie y cayó. En el suelo luchaba contra algo que yo no lograba distinguir. Maldijo y se quejó varias veces. Había sangre en él, en sus brazos y cuello.

 

Me sentí inmovilizado, quería hacer algo pero no sabía qué ni cómo. Ignoro el tiempo transcurrido hasta que sus movimientos se detuvieron, tampoco lo que realmente ocurrió hasta que osé acercarme.

Ya no respiraba. Su cuerpo tenía huellas de la lucha. Mi cuero cabelludo se erizó al notar las mordidas que salpicaban su cuerpo y los desgarros de su piel.

 

Quise correr y mis piernas no respondieron, así que estuve allí hasta que mis nervios se aplacaron. Con el sosiego, la razón y la misericordia me obligaron a improvisar una tumba que los mantuviera unidos. Luego lentamente comencé a caminar sin intentar la ascensión directa, sino tratando de hacerlo en dirección paralela al camino. Metros adelante decidí subir y regresar. Era noche cerrada cuando llegué al camino.


 

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He pensado en eso sin arribar a conclusión alguna. ¿Existe realmente “El Vergel” y allí permanecen con vida Estela y sus hijos? ¿O murieron en el accidente y Fito simplemente enloqueció? ¿Era el Fito que me visitó un fantasma eternamente joven? Estas interrogantes son la llave del portal a mi locura, pues mi propia vida ingresó al cuadro fatídico.

A nadie conté lo sucedido pues no sería tomado en serio. Podrían incluso tratarme de criminal, a menos que pudiese probar que nada tuve que ver en todo eso ni fui quien eliminó a Fito Maupassant. Quizás debí hacerlo. ¿Qué más da?

 

De todos modos no hay escape, esta tragedia me persigue y por eso, antes de morir he decidido narrarla. Debo tener prisa. Sobre todo ahora que esta ventolera escandalosa sacude y arremolina mis ideas tornándolas confusas. Ahora, que con ladridos infernales los perros laceran mis oídos y sus incesantes golpes y rasguños acosan mi puerta.

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