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Maten al mensajero, relato

Muchos años después de ocurridos los sucesos que aquí se narran Villa Última logró tener un alcalde elegido democráticamente.

Tal vez no fue el mejor gobernante, pero el hecho de que no fuera una imposición externa permitió una sociedad más armoniosa.

Luego los medios hegemónicos al servicio de las élites comenzaron a influir en las campañas al ritmo de intereses mezquinos y volvió el desastre.

Algo así como ocurre en el mundo ahora, aunque en este caso no es cuento. Las naciones "Demócratas" han decretado de esa forma la muerte de la democracia.

Oremos, nunca está de más un buen rezo al Dios dinero.   

Maten al mensajero

Uno


 

Llegó al pueblo bajo el inclemente sol del mediodía en un caballo cansado, las piernas colgando fuera de los estribos y el uniforme de la patria polvoriento. Frente al almacén de ramos generales “El traspaso” de Don Facundo Farías perdió el conocimiento, y deslizándose de su silla hacia un costado fue cayendo sobre su sombra con lentitud de árbol desmochado.

 

Durante su desvanecimiento tuvo un breve sueño en el cual se veía desfilando en medio de una multitud que le demostraba su admiración lanzando al aire, en medio de gran algarabía, flores y papel picado, mientras estallaban en el firmamento fuegos artificiales que, por lo novedosos, los supuso recién importados de China.

 

Él lucía un flamante uniforme de gala de azul intenso, y sus guantes blancos sostenían las riendas de un corcel engalanado con fino correaje trenzado cuyo herraje dorado brillaba despidiendo resplandores por doquier.

 

En su delirio observaba el vuelo de los puntillosos vestidos de las mozas sonrientes que festejaban su paso altivo. Aunque discretas, desde los balcones floridos también le sonreían y lanzaban pétalos multicolores las mujeres casadas y damas de la sociedad local.

 

Cuando su cabeza dio contra la grava polvorienta no volvió en sí, pero culminó ese sueño que jamás recordaría, y no por su brevedad sino por lo efímero de su propia existencia. Allí quedó postrado, junto a la fatiga del manso caballo que inclinó el cuello y ladeó la cabeza para luego mirar con aspecto paternal a su amo desvanecido.

El pueblo, fronterizo y diminuto, estaba conformado de casas bajas y amplias calles de tierra orilladas de sauces. Al verlo no se podría determinar en qué lugar de América se halla ni a que altura de la historia; sí que no estaba demasiado al sur, que no hace menos de un siglo, y era verano.

 

En torno a la plaza se ubicaban las residencias del puñado de residentes acaudalados y la de Augusto Palermo, el Alcalde, algo más modesta pero con el pabellón nacional. Detrás de ellas, un reguero de viviendas humildes parecía estar allí para reafirmar el brillo de las opulentas.

 

En el momento en que el forastero quedó de nuca al sol el tendero Facundo Farías comprendió que de socorrerlo entraría en gastos innecesarios. No podía tenerlos ahora pues su mujer lo traía loco con la ampliación del baño, su hija en cualquier momento le exigía la dote y su vecino, el veterinario Aquilino Moreira, había pintado la casa. Así que comprendiendo que el suceso no era de su incumbencia comenzó a cruzar la plaza en dirección a la Alcaldía con aire distraído y sin preocuparse de haber dejado al forastero de cara al polvo de la calzada.

Aquilino, de pie tras la ventana de su negocio, había presenciado la escena mientras revisaba la herida de la perrita de Doña Concepción Caneas. Dedujo que algo estaba ocurriendo y él debía saberlo, así que también marchó hacia la alcaldía.

 

Marcio Luna y Millán, abogado, fue informado del suceso por su esposa. Ella, prescindiendo del "qué dirán" y debido a ser muy celosa, le oficiaba de secretaria y acababa de entrar luego de bruñir el picaporte de bronce de la puerta de la notaría.

 

Uno a uno los personajes más influyentes arribaron a las puertas de Augusto Palermo, quien vestido con la humildad de su pobreza pero ostentando la dignidad de su cargo, aceptó tomar cartas en el asunto.

 

Augusto Palermo era pobre, y era Alcalde pues en su casa se exponía la cama donde una noche durmiera el prócer, el presidente, su eminencia: Froilán Medina Gaitán. Aquél, en agradecimiento a su hospitalidad lo había nombrado, antes de continuar su conquista del poder quince años antes, Alcalde Vitalicio de Villa Última.

 

Puesto al tanto del suceso que se presentaba en su distrito, el alto funcionario se volvió entonces y tocó una campanilla llamando al personal de la Alcaldía. De inmediato aparecieron a su lado su mujer, su hijo y su hija.

 

—¡A ver Federica, una frazada! ¡Y ustedes dos, vengan conmigo! Con la frente erguida y paso casi marcial encabezó el grupo de ciudadanos preocupados.

 

El forastero había reaccionado pero continuaba tendido en toda su largura. Se sobresaltó al sentirse rodeado por tanta gente y a punto estaba de exclamar algo en su defensa cuando la potente voz de Augusto Palermo comenzó a dar indicaciones. Así que mientras sus jóvenes hijos tendían la manta a modo de camilla y colocaban encima al soldado, el Alcalde discurseaba:

 

—Un soldado de la patria. Un luchador por nuestra libertad ha llegado exánime a estas latitudes, varias millas alejadas de la mano de Dios. ¿Qué más puede hacer Villa Última, sus habitantes y autoridades, que brindar abrigo a un hijo de éste, nuestro bendito suelo? Hoy, como representante legítimo de este gobierno. Responsable ante el Señor y ante la ley del destino contemporáneo de este sagrado suelo, siento la obligación de ofrecer a nuestro sacrificado visitante el amparo de la Alcaldía: su techo, su calor, y por qué no, la heroica cama que albergó el ilustre cuerpo de nuestro magnánimo conductor: Don Froilán Medina Gaitán.

En medio de una salva de aplausos Augusto Palermo finalizaba: —Seguros estamos del orgullo de nuestro presidente ante el proceder que Villa Última ha tenido. Hemos cumplido nuestra patriótica obligación. Damas, caballeros, me siento honrado y agradecido por vuestra atención. Muchas gracias.

Mientras era transportado y cuando ya estaban a unos cincuenta metros del grupo que rodeaba al orador, el hombre intentó decir algo, pero sus magras fuerzas no lograron que su lánguida voz fuese oída.


 


 

Dos


 

Esa noche la flor y nata del pueblo aguardaba impaciente en el Club Social la llegada de Augusto Palermo. Todos sentían curiosidad por conocer artes y partes de la circunstancia de aquél soldado que el mediodía desparramó en su calle, y hasta habían hecho apuestas sobre sus cometidos en el pueblo. Por cierto, ninguno llegó a imaginar los reales motivos de su llegada.

Augusto Palermo, que había interrogado al soldado caído y conocía la causa de su arribo, apareció muy tarde. Su rostro anodino no dejó traslucir nada especial y fue bastante escueto.

 

—Este sacrificado servidor de nuestra patria recorrió el país con el sólo cometido de traernos, a nosotros, habitantes de esta humilde Villa Última, un puñado de frases con el mensaje de nuestro adalid Don Froilán Medina Gaitán. Ellas son: "Tened calma y paciencia compatriotas de Villa Última pues os llevo en el corazón. Sólo quería decirles que a cada momento estáis conmigo. Por nuestra bandera, adelante, siempre adelante”.

 

El médico Andrés Cuturetto se había mantenido apartado y escuchó las palabras de Augusto Palermo con actitud irónica, característica habitual de su personalidad presumida. Siempre había sabido que era el más ilustrado y poderoso del lugar y por ende la Alcaldía debería ser suya. Consideraba que aquello de la cama era una mezquindad: le quitaba lo único que le faltaba para ser la personalidad mayor del pueblo. Su consultorio, sus campos, su cultura, eran sobradas razones para asumir tal distinción y debiera ser él quien ostentara honor semejante. Además Marcio Luna Millán –incondicional suyo– lo apoyaba: —Cosa buena tener a quien maneja las leyes de nuestro lado —decía—. Aunque como abogado sea un caso perdido —agregaba de inmediato pues tampoco era cosa de derrochar loas con un posible rival.

 

—El estado de salud de este patriota no es tan bueno como para que esté aquí presente y por esa razón no ha venido —continuaba Palermo.

 

El médico prestaba mucha atención y el orador se dirigió a él: —Por fortuna sólo se trata de un gran agotamiento y no ha sido necesaria la intervención de la sanidad local. Unos días de buen dormir y sano alimento lograrán restablecer sus condiciones físicas. Luego podrá volver a su destacamento con nuestro agradecido saludo al digno Señor Presidente.

 

El médico, que escuchaba fastidiado por el calor, algunas moscas y su circunstancia, vino a solucionar uno de los problemas que Augusto Palermo se había planteado un par de horas antes, una vez que en familia resolvieran la forma de quitarse de encima el desastre que les había caído.

 

—¡Señor Alcalde! –Exclamó desde su lugar apartado—. Voy a tomarme el atrevimiento de dar mi parecer, si usted no tiene inconveniente. Soy de la opinión de que el mensaje a enviar al Presidente debería ser redactado por las personas más influyentes de la comunidad, descontando que será atendido vuestro sano juicio e imprescindible consentimiento.

 

Augusto Palermo comprendió que era el momento esperado. Se tomó unos segundos en preparar su respuesta y dijo con solemnidad:

 

—Compatriotas, conciudadanos, eminentes protagonistas de nuestro quehacer, hora ha llegado de comunicarles una decisión tomada no sin pesar y tras exhaustiva meditación.

 

Todos sintieron el impacto de su voz rebotando por los recovecos de la sala: el mozo se mantuvo expectante, las moscas dejaron de volar, y hasta el humo de los habanos parecía suspendido inmóvil en el aire. Muchos se fastidiaron por una sarta divertida de gritos infantiles desautorizados que de pronto osaron llegar desde la calle.

 

—Nuestro eximio médico, el doctor Andrés Cuturetto, ha manifestado una expresión de deseos muy atendible y loable, como no podía ser de otra forma proviniendo de su franco y honrado decir. En lo que a mí respecta no mantengo objeciones, pero preferiría que el tenor del texto lo decida el próximo Alcalde.

 

Ninguno de los presentes dejó de sorprenderse con cuanto oía. A muchos un brillo les iluminó la mirada y el médico debió tomar su copa de un trago al sentir la tensión de sus músculos y el desborde de su adrenalina. Ni un respiro siquiera tomaron para distraerse los asistentes evaluando lo dicho, pues Augusto Palermo proseguía:

 

—Debo atender cuestiones familiares. Mis hijos han crecido, y dialogando en el seno de nuestro hogar, hemos entendido oportuno permitir que ellos por sí mismos forjen su destino, estudiando y preparándose para servir a la patria. Ustedes comprenderán que no dispongo de los medios que afortunadamente los aquí presentes poseen, muchos de los cuales disfrutan la satisfacción de enviar semestralmente los peculios necesarios a sus hijos universitarios, que se preparan en las aulas de la patria para mejor servirla.

 

Se tomó un respiro durante el cual nadie en absoluto movió un pelo. Deslizó una mano por su frente húmeda y prosiguió:

 

—Por lo tanto comunico que partiremos a la brevedad, apenas la Alcaldía, munida del humilde tesoro que amparó el sueño de nuestro Presidente y la dignidad de lo que representa en nuestro seno, pase a manos del futuro Alcalde de Villa Última.

 

Aquello no podría haber generado más mutismo al principio ni mayor inquietud después. Algunos llevaron sus manos a los bolsillos como si estuviesen ante la opción de comprar chocolates a mitad de precio.

 

Aquilino Moreira, que ya se iba pues tenía medicada aquella consabida perrita y debía atenderla, decidió quedarse a escuchar lo que Augusto Palermo demoraba en concluir:

 

—Por lo dicho y a sus efectos, aguardo las ofertas de aquellos que sientan el llamado del deber. Quiero además asegurarles que mi conciencia no permitirá que honor tan inmenso caiga en manos que no lo merezcan. Como comprenderán, mucho es mi pesar en estas horas. Les pido entonces que sepan disculparme si tan pronto me retiro. Caballeros, buenas noches.

 

La mujer de Augusto Palermo, en tanto sus hijos preparaban maletas y embalaban vajilla, no hacía más que mirar a través de las cortinas, atravesando con los ojos las sombras de la plaza en dirección al Club Social. Cuando el Alcalde llegó fue directo a su gastado sillón y en él se desinfló cual globo pinchado.

 

—¿Y? –Preguntó su mujer—. ¿Les dijiste?

 

–Sí, en cualquier momento cae alguno. Ustedes disimulen y traten de mostrarse igual que siempre. Por ahora alcánzame un vaso de agua que para el cianuro hay tiempo. ¡Ah! Si el agua es bendita mejor.

 

Tres

En el Club Social las miradas recelosas dejaban lugar a los primeros tanteos.

—Yo podría ofrecerle los campos del norte de la peña —comentó como al pasar el tendero Facundo Farías al veterinario Aquilino Moreira y al tambero Roberto Lakto—. Pero si tengo que vender el almacén de ramos generales lo hago. ¡Qué tanto!

 

Lakto hizo una mueca de desilusión pues no podía ofrecer tal cantidad. Algo ofuscado, Moreira decidió no hacer esperar más a la perrita enferma y ganó la puerta sin despedirse.

 

Andrés Cuturetto, que pese a estar algo apartado había escuchado al tendero, exclamó con desmedido alarde de tranquilidad: —En mi caso, sólo con la mitad de mis campos podría ofrecer el doble.

 

Otros conjeturaron de modo similar y aquello comenzó a parecerse a un remate en el aire y sin martillo. Uno de ellos supuso que había que golpear primero, y sin especular un centésimo salió hacia la Alcaldía con algo más de disimulo que el veterinario. A la mitad de camino recordó que se comentaba que parte de sus bienes los había obtenido en forma dudosa; así que regresó, no fuera a ser que ese pelafustán discursero dijera que le faltaba honor para ser Alcalde y tuviera que resignarse a escupirle la cara.

 

—Disculpen —dijo Artemio Mosquelli, el banquero, apareciendo en escena—. Pero creo que no han tenido en cuenta algo muy importante: las cosas se compran con dinero. Don Augusto Palermo no se llevará un pedazo de campo ni un lote de vacas lecheras, tampoco sacará de sus cimientos el almacén “El traspaso”. No ofreceré tanto como ustedes, pero tengo la íntima intuición de que mi voz será cantante por ser sonante: seré el nuevo Alcalde, al contado.

 

Hasta altas horas de la noche se intercambiaron ideas sin que ninguno desterrara la posibilidad de cumplir sus ambiciones. Tampoco se habló más del sufrido forastero, quien sepultado en el orden del día por la impactante novedad, descansaba a pata suelta y muy ajeno a los acontecimientos sobre aquél legendario tálamo.

 

Al día siguiente detrás de muchas ventanas ojos insomnes aguardaban a que se abrieran las puertas de la Alcaldía.

 

El médico vivía en el extremo más alejado de la plaza y temía quedar rezagado, por esta razón había golpeado sordamente las puertas antes del amanecer y ya estaba adentro.

 

Los otros lo vieron salir. La cara del hombre reflejaba satisfacción y altanería, mas quien bien lo conociera habría notado en ella un dejo de angustia. Artemio Mosquelli, el banquero, al verlo comprendió que llegar al poder no le saldría tan barato como había pensado y decidió esperar.

 

Alguno menos sagaz o quizás menos pudiente abandonó allí mismo sus aspiraciones. Pero hubo otros dos pedidos de audiencia que al momento fueron atendidos. Sobre el mediodía cada uno estaba el tanto de las ofertas de los demás. Recién entonces el banquero decidió su turno.

 

Augusto Palermo quedó atrapado entre la oferta del banquero y el almuerzo servido. Las dos cosas lo atraían. El ofrecimiento no resultó tan voluminoso como el del médico pero mucho más tangible. Así que llegó a un acuerdo con Artemio Mosquelli antes que su plato se enfriara.

 

Como caballeros pactaron que no se divulgaría el monto establecido ni el detalle de la carroza y los caballos que complementaban la transacción.

 

—¡Créame sinceramente Don Artemio, que la parte pecuniaria no ha sido lo fundamental de esta decisión! —Manifestó Augusto Palermo al estrechar la diestra del banquero durante el saludo de despedida—. Ha sido su honorabilidad a todas luces trasparente, su hombría de bien, sus aptitudes, las razones que me han conminado a decidir su nombramiento.

 

—Sí, lo entiendo —contestó el otro—. ¡Pero seis caballos siguen siendo demasiado! Vaya, vaya que lo aguardan a la mesa.

 

Esa noche, de no acontecer nada fuera de lo normal, comunicaría en el Club Social el advenimiento del nuevo Alcalde, quien en el mismo acto sería investido en sus funciones.

 

Augusto Palermo se despediría en ceremonia sencilla y sin ninguna dilación partiría al amanecer siguiente con rumbo desconocido. Prefería romper en forma definitiva todos los lazos afectivos que lo vinculaban con ese sagrado lugar donde momentos tan felices había vivido y bla, bla, bla...


 


 

Cuatro


 

Aun en las viviendas más humildes la comidilla que acompaño los almuerzos ese día fue la sucesión de autoridades. En algunos ingerida con el pan de la indiferencia, en otros regada con el vino de la ilusión. Sin embargo a nadie interrumpió la siesta otro visitante que se detuvo ante la Alcaldía en medio de polvo y silencio.

 

Había llegado montado en una mula y traía otra de tiro. El segundo pobre animal parecía a punto de perecer aplastado bajo los terribles bultos que cargaba: de uno de ellos asomaba una gran cruz de bronce. El negro atuendo del recién llegado delataba su origen religioso y para que no quedaran dudas se persignó al apearse. Luego secó el sudor de su frente e ingresó en el local.

 

Pocos minutos estuvieron las bestias allí detenidas, amparadas por la cruz de bronce que brillaba al sol, pues al cabo de breves minutos el religioso recién venido y Augusto Palermo salieron a la vereda. Palermo gesticuló señalando hacia el norte, y hablando en baja voz dio indicaciones al cura quien, al parecer algo molesto, asentía parcamente. Luego el Alcalde lo ayudó a montar, casi como empujándolo. De inmediato le alcanzó las riendas y con discreción azuzó a su cabalgadura.

 

De pie se mantuvo Palermo en el umbral de la Alcaldía hasta que el cura se perdió de vista. Cuando recuperó la calma también él se santiguó y respiró profundo; luego extrajo su pañuelo, secó su frente y no volvió a salir hasta el anochecer.


 


 

Cinco


 

La ceremonia en el Club Social se desarrolló de acuerdo a lo previsto, aunque esta vez Augusto Palermo permitió que lo protocolar fuese más breve de lo acostumbrado. Traslucía más nervios e impaciencia que pesar, pero todos aceptaron que una vez tomada su decisión habría de cumplirla de inmediato o correr el riesgo de arrepentirse un día de ser egoísta con sus hijos.

 

Al amanecer algunos de los vecinos acudieron a despedirlo: cinco, incluyendo al conserje del banco que debería recibir las llaves de la Alcaldía para ser entregadas a su nuevo administrador.

 

Sobre las diez de la mañana Artemio Mosquelli cruzó la plaza con paso gallardo. No había nadie en los alrededores. Habría deseado que los vecinos hubieran salido a las veredas y con alegría aplaudido su andar. Al menos aquellos que estaban endeudados... ¿Acaso ninguno propondría un festejo o ceremonia de asunción? Mejor así, esa actitud le daría fuerzas para liquidar bienes insolventes: se juró tener en cuenta ese detalle.

 

Debió atender algunos asuntos de inmediato. Había citado al carpintero y al albañil para que inspeccionaran el inmueble y determinaran los arreglos que hubiere que realizar: bien sabía que aquella vetustez los necesitaba.

 

Su primer temblor ese día lo tuvo al descubrir que la sagrada cama no estaba, el infame Palermo se la había llevado. Era todo un símbolo y si se enteraba la comunidad podría perder su flamante cargo.

 

Tembló al pensar en un llamado a elecciones. En ellas el médico tendría las de ganar pues con la salud no se juega. Cerró la puerta de la portentosa habitación con llave y la guardó en su bolsillo para que nadie notara el problema de la cama. Ya vería qué hacer.

 

No terminaba de dar el primer respiro de alivio cuando se topó con otra sorpresa. Fue el albañil quien la trajo: había encontrado al soldado en el cuartucho de las herramientas del fondo. Lo había recordado de oídas pues nunca lo había visto. Luego se había sorprendido al notar las ataduras que rodeaban sus muñecas y la mordaza bajo su nariz. A sus pies un cartelito, escrito con gruesas letras de carbón negras y descuidadas rezaba: "Traidor a la patria". No se atrevió a tocarlo, ignoraba que actitud podría llegar a tener el nuevo Alcalde ante semejante extrañeza, así que corrió a dar cuenta de su hallazgo.

 

El banquero, blanco por la nueva sorpresa y fatigado de antemano por lo que oía, olvidó su obesidad y atravesó corriendo la casa. Se detuvo a observar al hombre maniatado y realizó un movimiento como para quitarle la mordaza pero se detuvo. A su lado se encontraban el carpintero y el albañil, les dijo:

 

—Por ahora será mejor que dejemos lo nuestro para otro momento. Mis obligaciones de Alcalde requieren que me encargue primero de este asunto. Mañana seguimos —y aguardó a que los otros se retiraran sin ocultar su contrariedad.

 

Una vez Artemio Mosquelli liberó las palabras del prisionero un mareo casi le hace perder el equilibrio. El desgraciado había confesado, tiritando de temor y a media lengua:

 

—Ha caído el dictador Froilán Medina Gaitán.

 

Advirtiendo el soldado que el hombre que tenía delante aparentaba ser de bien se limitó a verlo palidecer, y luego de tomar un sorbo de coraje continuó:

 

—Su sucesor, el general Salustio Vega Tormenta, a través del ejército nacional ha encomendado a sus mejores hombres a cubrir cada una de las Alcaldías Estatales. Traigo conmigo los documentos que me honran. ¡Exijo ser liberado e impuesto en mi cargo!

 

Artemio Mosquelli continuaba impávido, no podría asegurarse si a punto de morir o al extremo de estallar. El soldado permitió que la tristeza inundara sus ojos y agregó:

 

—¿Al menos, por ahora, podría darme un poco de agua? Prometo tener presente su benevolencia cuando asuma.

 

Aquello sacó al banquero de su abstracción. Levantó sus manos y volvió a colocar la mordaza en el lugar donde había estado. Si algo lo había ayudado a hacer fortuna fue su capacidad de aprendizaje: su astucia a conservarla.


 


 

Seis


 

Todos sintieron el estruendo, además, juntas se elevaron al vuelo las palomas de la plaza, el infante de la panadera largó su insoportable llanto y en el almacén “El traspaso” se le cayó al piso una docena de huevos a la mujer del dentista.

 

Mosquelli almorzó apenas unos bocados, temblando y sudoroso. Seguro de no poder sestear con un cadáver cerca deambuló inquieto por la Alcaldía hasta que reapareció el sacerdote sobre el agotamiento de sus mulas.

 

Un cosquilleo recorrió los escasos cabellos que a Mosquelli aun le quedaban y por un instante creyó que dios, tan lento u omiso para otras cosas, prestamente había enviado un emisario a sentenciarle el alma.

 

El cura se mostraba tan ofuscado que no daba muestras de paciencia divina: —Ayer aquí mismo, en la Alcaldía, otro sujeto me manifestó que el Alcalde enviado por el presidente Salustio Vega Tormenta me aguardaba a un día de marcha por el camino hacia el norte —dijo—. Agilizando acuerdos en la mansión de un rico hacendado fronterizo que se haría cargo de la construcción de mi iglesia. Anduve algo más pues mis mulas son muy lerdas y nada, apenas unos brotes de pobrerío. ¿Qué me dice usted? ¿Y la otra persona? Ese, el grandilocuente de ropa gastada. ¿Dónde está?

 

Mosquelli pudo abandonar su mudez luego de gran esfuerzo y exclamar: —¿Al norte? Debe haber sido un error del portero de la Alcaldía o un lamentable mal entendido. Verdad es que lo aguardan, pero por el camino del este. Sepa usted disculpar tan ingrato contratiempo. No lo invito a quedarse pues ansiosos están de concluir los arreglos y llevan días aguardándolo. Es que ese buen hacendado es muy devoto y ha solicitado como paso previo a la construcción de su iglesia que se bendiga su pequeña capilla. No pierda usted tiempo por favor, mucho hace que nuestras almas requieren consuelo.


 


 

Siete


 

Aquella noche los cimientos del Club Social padecieron otro sacudón. El nuevo Alcalde, ocultando apenas su desesperación, comunicó a los habitantes de Villa Última que había cumplido con la voluntad del anterior administrador.

 

—Quien creyéramos héroe de la patria no resultó ser más que un desertor. Alguien que ha cometido la osadía de despreciar la ilustre figura del presidente Froilán Medina Gaitán. Y no sólo eso, también tuvo la osadía de propasarse con la digna hija de nuestro ex Alcalde Augusto Palermo. Como hombre y como padre aquél no podía permitir que la verguenza lo cubriera: de allí su decisión intempestiva de partir. Dejaba pendiente la sentencia de muerte para el desertor, asumiendo que quien lo relevara habría de cumplirla.

Mosquelli se permitió un respiro, bebió un sorbo de agua, pasó el índice izquierdo entre su cuello y su camisa y continuó:

 

—Como acción de justicia y fidelidad a quien durante tanto tiempo nos guio así lo hice. Tal ha sido mi primer y última acción ante esta Alcaldía, pues este episodio me ha hecho comprender que carezco del temple necesario para estas sacrificadas funciones. Estoy pues dispuesto a entregar este honor a quien se sienta capaz de llegar a sus alturas. En definitiva, y sepan disculparme los demás, a quien siempre he pensado como más idóneo para semejante cargo es Don Andrés Cuturetto.

 

—¡Por supuesto! —exclamó el aludido sin poder ocultar su emoción.

 

Así el médico pudo palpar su sueño, tan conmovido que ni siquiera reparó en la vertiginosa desaparición del banquero, un par de días más tarde y luego de malvender de la primera a la última de sus propiedades a precio de liquidación.

 

Cuturetto inclusive aceptó como detalle menor lo comentado por la novel primera dama del pueblo, cuando opinó que la cama heroica no parecía ser la que ella había visto tantas veces. Él no contó con mucho tiempo para contemplarla, pues alguien llegó con la novedad de que por el camino del sur subía hacia allí una tropa al trote y que también ese cura que algunos habían mencionado, se acercaba por el camino del este.

 

La emoción lo embargó, resplandecía. —¡Un destacamento y una iglesia! ¡Ahora sí seremos un pueblo como dios manda! —dijo mientras daba a su esposa un fuerte abrazo y miraba al cielo agradecido. Ella no ocultaba cierto recelo y viendo de reojo el arribo de la comitiva se encogió contra su pecho. Después, sólo para enterarse de su desgracia, el efímero Alcalde Don Andrés Cuturetto vistió sus mejores galas y aguardó sonriente el arribo de los soldados.

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