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Distancia formal

Ante el cruce de dos calles la casa se imponía, sobresaliendo sobre el resto de las edificaciones del entorno. Pese a ser una construcción añeja lucía su aspecto, flamante y recién pintado, con señorial gallardía.

 

Encima de ella más que sobre cualquier otro sitio, el sol transitaba el medio día haciendo lucir en negro contraste al gallo de chapa que oficiaba de veleta de los vientos.

 

Hasta podía inferirse su interior inmaculado y, por las acacias que la rodeaban, el límpido frescor de sus habitaciones. Además, sobre el aséptico aroma del ambiente interior, olores apetitosos emanados de la cocina se abrían paso, esparciéndose de a tandas en la atmósfera callejera.

 

El joven detenido ante su puerta acaso tendría, además de un hambre atávica aflorando entre sus genes, unos veinte años. Sus ojos volaban hacia adentro sin que su disimulo lograra mantener a raya cierta curiosidad.

 

La mujer, sosteniendo la hoja de la puerta a medio abrir, se sometía al peso de medio siglo de vida con ojos resignados. Más que la edad le afectaba el estigma de un cúmulo de años sin afecto, aletargados, de sexo mustio y calor ausente. Su corazón atesoraba la añoranza de un puñado de meses de amor extraordinario, aunque cuando se sentía desdichada dudaba que semejante épica amatoria alguna vez hubiese entibiado su entrepierna.

 

Desde uno de los corredores rebotaba sobre el espejado suelo, cual piedra sobre agua, el pertinaz y gemebundo sonido de una aspiradora. El muchacho vislumbró la combinación del vestido negro y el blanco delantal de una empleada, que asomaba de vez en cuando de entre las penumbras interiores.

 

Se desplegaban suaves movimientos hasta en el jardín. A espaldas del joven se erguía sobre su sombra redonda un hombre ya mayor, quien calzando sombrero de paja y mameluco podaba un seto con lentitud y hastío. Con discreción el viejo atendía de reojo la presencia del muchacho.

 

El aire tibio podría compararse a un pacífico lago donde flotaba una placidez bucólica. En ese presente, detenida sobre un instante dorado, la incertidumbre se balanceaba. Separada por la hoja entreabierta de la puerta la casual pareja, muchacho pobre–dueña de la casa, hacían contacto.

 

—¿Algo para hacer? —Manifestó la mujer, como buscando mentalmente una posibilidad y repitiendo la frase dicha por el joven segundos antes. Lo cierto es que admiraba el torso a medias cubierto del muchacho, cobrizo y brillante por el exceso de sol—. No creo —agregó con cierto dejo de pesar en el tono de su voz.

 

Una máscara de desilusión cubrió el rostro del joven. Eso era lo que solían decir pues no les importaba, no conocían el hambre sino el apetito, no sabían distinguir la necesidad del mero capricho. Así veía a los ricos, y no conocía a nadie que lo contradijese.

 

Dispuesto a marcharse infló sus pulmones con la pretensión de absorber lo más posible del aroma de aquella casa. La bocanada vino colmada de partículas de celo de hembra. Volvió a verla a los ojos y un brillo acuoso, sincrónico, comunicó las miradas en un intercambio de inaudibles gemidos de lástima y ansiedad.

 

La consternación por su negativa ensombreció el rostro de la mujer, cuyo suspiro retozó junto a rastros de esencia de macho silvestre recién inhalados. Por su mente cruzó una frase que solía decirse cuando se sentía ante una situación sin salida aparente: "Siempre hay dos opciones, siempre, siempre".

 

Un soplo de brisa deambuló entre ellos y el muchacho se volvió hacia la salida. Ella iba a exclamar "¡Espere!", y se detuvo a observar los pantalones sucios del muchacho, su camisa gastada, el giro de velero de sus movimientos iniciales y el primer paso hacia la vereda.

 

—¡Espere! —dijo al fin—. Podría darle algo de comer. ¿Gusta?

 

Había elevado el tono de su voz y el jardinero detuvo el “chaj chaj” de sus tijeras de podar. Sin levantar la cabeza un ápice el viejo aguzó el rabillo de sus ojos. Las sombras del hibisco disimularon su gesto de fastidio.

 

El muchacho se detuvo y se volvió a medias, sin completar su giro. ¿Acaso ella le había escuchado el pensamiento? En cualquier otro lugar y ocasión habría aceptado de buen grado el ofrecimiento, pero en este momento se sintió avergonzado, como si hubiese sido descubierto en una infidencia, o una suerte de orgullo inapropiado a sus necesidades lo hubiese poseído.

 

En la parte lateral de la casa se abrió una ventana y el sonido de la aspiradora se hizo más notorio. También las estrofas entrecortadas de un bolero, tarareado además, por la muchacha que limpiaba: “Quiero tenerte muy cerca, mirarme en tus ojos, verte junto a mí…”

 

—No —dijo él entonces—. Muchas gracias, no acepto limosnas —y aunque no era más que un farol, dudando incluso en haber sido convincente, se sintió enaltecido de haberlo dicho.

La mujer no entendía que cosa le ocurría, ni cual misteriosa razón la impulsaba a evitar que el joven se marchara. Era como si su soledad fuese la mar crecida, desbordada, y él una escollera a punto de ser devorada por las aguas.

 

—Entonces veré de hallar algo que pueda hacer — se arrepintió de no haberlo tuteado, y en su mirada se abanicó una languidez que casi llegaba a súplica. Tras otro breve suspiro agregó: —En una casa grande nunca falta algo que necesita arreglo —y su inmediato remedo de sonrisa no consiguió ocultar su habitual actitud de abatimiento.

 

Él sonrió a su vez con un dinamismo franco y espontáneo y terminó de girar su cuerpo: —¡Está bien! En ese caso... —Ladeó apenas la cabeza y volvió sobre sus pasos con voluntariosa energía. Esta vez ambos sonrieron algo más distendidos.

 

El viejo volvió a dar impulso a sus manos con un “chaj” más pronunciado, esparciendo la evocación de un baúl al cerrarse. Veía de soslayo el ingreso del joven, cuyos humildes movimientos daban la sensación de temer adulterar cualquier centímetro de brillo: era cual feligrés presintiendo avasallar la solemnidad de un templo.

 

Cuando el muchacho pasó a su lado ella sintió nuevamente su olor penetrante y viril. No supo discernir si le era grato, molesto, o ambas cosas. Sólo intuyó que un torrente, cual arroyuelo que ingresando en lecho seco alivia raíces moribundas, recorría sus pulmones, y se ramificaba por sus arterias para en cascada terminar golpeteando su corazón.

 

La saliva famélica del joven inundó su boca y un sacudón en el vientre le indicó que estaba jubiloso y listo para ansiados deleites. También su sexo estaba inquieto: ¡Ella era tan blanca, tan pulcra! Su aspecto inofensivo la envolvía en un aire maternal. ¿Tendría hijos? Imaginó que de tenerlos no serían mayores que él. No pudo discernir si lo entusiasmaba más el aroma de los alimentos o el perfume de esa mujer.

 

Hollando la mullida alfombra con paso vacilante la siguió hasta una acogedora sala. Dos de las paredes consistían en amplios ventanales cuyos cortinados cuadriculaban la luminosidad exterior. Cual sombras chinas anunciadas por algún gorjeo, a veces desfilaban siluetas de aves sobre los impolutos muros adyacentes.

 

En tanto la mujer le indicaba una silla la aspiradora detuvo su asmático rumor, y en alguna parte de la habitación un reloj comenzó a marcar las doce: los segundos desfilaron con majestuosidad marcial. Mientras se apagaban los acordes la mujer terminaba de dar una serie de indicaciones a la chica de delantal, que ahora sí apareció de cuerpo entero. Era joven y observó con desinterés al muchacho, quien parecía estar sentado con temor a romper el mueble, casi suspendido en el aire.

 

La mujer regresó a él: —Mientras almuerza veré qué faena realizará —Y una sonrisa coronó su amable frase. Luego tomó asiento en un sofá algo alejado de la mesa ante la cual se encontraba el forastero, mas se arrepintió de inmediato por no haberlo hecho en un lugar más próximo. Aun sentía inquietud, pero la distancia atemperaba su ánimo.

 

El joven dudaba qué hacer con las manos, como si temiera perpetrar alguna incorrección. Cuando fue servido procuró no precipitarse sobre el alimento, lográndolo a medias. La muchacha fue quien le acercó el plato, sus ojos inquisidores intentaban en vano disimular su curiosidad. Él evitó sostenerle la mirada, aunque hubiese preferido contemplarla durante toda la vida.

 

A todo esto la mujer, cuyas intenciones eran inventarle una tarea para complacerlo, se distraía de su cometido pues soñaba en hacerse acariciar por entero, con suavidad, vértigo, o aun con frenesí. Tembló y se percibió incómoda al advertir indiscretos deseos de manosearse; cuando estos la dominaban llenaban las instancias de su soledad de íntimos jadeos. Suspiró.

 

Más allá, atravesando espacios de luces y sombras del amplio corredor, la empleada circuló llevando la aspiradora al cobertizo. Afuera, y aunque desde allí no se lo podía ver, el veterano se aseaba en la pileta del patio disponiéndose a pasar a la cocina por su almuerzo. El sombrero de paja mecía parsimonia colgado de la rama de un tamarindo, ya sea abanicándolo o saludando a la naturaleza

Con deleite el muchacho fue dando cuenta de unas presas de pollo con arroz, lechuga y tomate. Al hacerlo y aunque le costaba mucho contenerse, evitaba que su vista acudiera hacia el lugar donde se hallaba la mujer. Había advertido que ella tenía cruzadas sus piernas, que parte de sus muslos quedaban a la vista, y que unas ligeras sandalias dejaban casi al desnudo sus pies. Suspiró.

 

Una sonrisa fugaz cruzó sus labios ante la idea de acariciarla, o mejor, que ella le pidiera que la acariciara. Desfilaron por su mente mil formas de aproximación y en todas se veía besando, mordisqueando y lamiendo aquella piel, a la que no dudaba en atribuir semejante ternura que a la seda. Momentos más tarde había terminado su ingesta y reposaba unos minutos de su apetitosa maratón.

 

Al borde de la desesperación por no hallar salida, un soplo mágico y salvador sacudió el recuerdo de la mujer: debían cambiarse las bisagras a las puertas de algunos armarios. Se dijo que así como ella se preocupaba en salvarle el orgullo bien podría él salvarla de la soledad. Y se sintió mezquina y sucia, interesada. ¡Si es casi un niño!

 

Apenas comunicó al joven la tarea a realizar sendos estados de ánimo se relajaron. Fue algo mutuo y espontáneo que dio la sensación de reactivar un detenido universo. En otros ámbitos, el viejo regresaba al patio a juntar hojas y ramas diseminadas, mientras en la cocina comenzaba el repiqueteo del aseo de la vajilla.

 

Al rato el muchacho, de rodillas, inspeccionaba una bisagra inferior. La mujer estaba de pie a su lado. Veía lo mismo que él: no necesitaba ser sustituida. Él iba a exclamar que ninguna parecía estar dañada mas lo volvió a considerar.

Sólo se trataba de aceptar la oportunidad que esa persona le ofrecía de ganarse su sustento. “¿Qué importa que estén bien?” se dijo. “Tal vez esta gente acostumbra renovarlas cada cierto tiempo.”

 

Entonces se avergonzó, no sólo de aceptar el almuerzo sino también de exigirle por ello poner a buen resguardo su dignidad. Estuvo seguro que ella era una buena mujer, sana, solidaria, desinteresada, y hasta deseó con todas sus fuerzas tener la posibilidad de darle un buen servicio.

 

Mientras esto discernía permitió a sus ojos recorrer de reojo, disimuladamente, el pie casi descalzo de la mujer, sus tobillos y pantorrillas. Hacía poco había satisfecho su apetito y sin embargo volvió a hacérsele agua la boca. ¿Suspiró? Sí.

 

Ella veía el cabello crespo del muchacho imaginando a sus dedos menudos separándolos, frotándolos con agua perfumada tibia y espumosa, muy juntos uno al otro:

 

—¡Iré por herramientas! —Exclamó sin permitir al tono de su voz el mínimo dejo de complicidad. El deseo, dentro de su imaginación, lo tomaba de la mano y arrastraba al dormitorio.

 

El joven trabajaba con habilidad. Ella se mantenía lo más posible a su lado, ora dándole indicaciones, ora alcanzándole algún elemento o herramienta. En una oportunidad vino la empleada a consultar algo. Es posible que el puente tendido entre los ojos de la chica y los del muchacho fuese más prolongado que una mirada casual. Fue la única vez que la mujer lo dejó sólo tanto rato. Lo cierto es que la joven no volvió a aparecer, sí lo hizo su voz demandando por la señora desde la distancia.

 

La mujer no era de comer demasiado y apenas ingirió un breve refrigerio, aun cuidaba la figura pues quería estar en forma cuando el momento indicado llegara, ese en el cual el destino pondría ante ella a su otra mitad. Necesitaba estar complacida de su apariencia para no sentirse insegura, pues pasaba por uno de esos lapsos temporales en los cuales no se consideraba atractiva. Los buenos recuerdos solían dejarla ante la imagen de la moza lozana que había sido, y todo ser es hermoso cuando es joven.

 

Los años habían reducido en forma muy rigurosa sus exigencias en cuanto a las cualidades del hombre adecuado: hoy le bastaba que aquél demorado compañero quisiera estar con ella. Había pasado media vida esperando un compañero y ahora vivía el resto esperando un milagro.

 

Cada tanto, incómoda de estar allí sintiéndose atada, se alejaba hacia alguna otra dependencia de la casa para volver casi de inmediato. Al regresar traía plenas intenciones de iniciar con el muchacho una charla amena y distendida, compartiendo sonrisas que permitieran el presagio de íntimos momentos. Una voz interior la animaba: "Siempre hay dos opciones: siempre, siempre". Otra voz le alertaba: "Morirás de vergüenza si él te rechaza o se ofende". Por eso no se atrevió, y con imaginar opciones se fue conformando.

 

Confundida por el temor de su ángel de la guarda y la audacia de su diablo de la perdición, desfallecía por ahogarse en frenesí. Se veía con los músculos en plena acción, abiertas las células a las sensaciones, los fluidos acelerarse y luego abandonándose a la fatiga entre transpiración y felicidad. Lo que le sería imposible imaginar era que a él, y a duras penas, lo contenía la inexperiencia y el respeto que sentía hacia las personas mayores o con poder.

 

Tanto se esmeró el joven en realizar su labor buscando al mismo tiempo el modo de iniciar una charla que se magulló un dedo, tras lo cual comenzó a esforzarse en no permitir que se le notase. Desfallecía por sentir las manos de la mujer, seguramente algodonosas, acariciando su herida con ternura de amante, de madre, de mujer al fin.

 

El reloj a cada hora llegó puntual, advirtiendo que pasaba el tiempo pero dándolo. Al viejo para dejar en orden el patio y el jardín, tener todo listo a la chica del delantal, también a ellos despuntar sus vacilaciones.

 

Cuando las campanadas fueron cinco, sendos "Hasta mañana", enviados casi al unísono por la joven y el jardinero, llegaron desde una cocina cuya puerta al cerrarse abrió el silencio. La empleada dirigió al hombre mayor una mirada pícara, acompañada por un gesto irónico pleno de sugerencias. Aquél se limitó a emitir un leve gruñido y levantar los hombros.

 

—Por lo menos mañana estará de buen humor —aventuró la chica intentando sonreír. El viejo no pudo evitar que un relámpago de odio le quemara los ojos, y en un segundo su suspicacia dio como inevitable algo que no sucedería.

 

Tanto fue el silencio tras sus partidas que la mujer, cuyos ojos observaban el trajín del joven entre disimulados suspiros, temió ser oída de pensar con excesiva vehemencia: "¡Es inútil, es demasiado joven! Podría ser mi hijo... ¡Yocasta! No importa, no importa. ¡Sí, búscalo! ¡No, déjalo! Se trata de optar por hipocresía o pecado."

 

Poco después el mocetón terminaba de comprobar el buen funcionamiento de todos los goznes. Ella lo observó con atención y hasta permitió a su audacia deslizar un comentario que más que abrir cerraba:

 

—¡Las bisagras! No siempre de ellas depende que se puedan abrir puertas, suelen ser necesarias las llaves y aun teniéndolas, hay que saber utilizarlas dónde y cómo corresponde.

 

El joven no llegó a interpretar semejante frase, se limitó a sonreír y afirmar con la cabeza. Si bien se había habituado a que ella estuviese a su lado siguiendo sus movimientos como extasiada, la hacía lejana, inalcanzable, y de plano había descartado cualquier insinuación, incluso la que entonces contuvo: “¿Qué dijiste de llaves? ¿Cómo consigo la de tu vagina?”

 

De haber intuido la mujer aquellos razonamientos, no habría tenido dudas en cuanto a que la inexperiencia del muchacho, era más vasta que los buenos recuerdos que ella atesoraba; y hasta es posible que se hubiese hecho cargo de arrimar la chispa.

 

Aun mientras él se aseaba en la pileta del jardín ella estuvo cerca, inmóvil, sin atreverse a ofrecerle uno de los baños. De todos modos le pareció verlo bajo la ducha y si en ese momento hubiese entornado los ojos su imaginación la habría empujado a enjabonarle la espalda. El sol comenzaba a permitir a las sombras estirarse dando un toque de irrealidad al patio. Sólo el borboteo del agua se dejaba oír.

 

Mientras secaba sus manos el joven preparaba respuestas a situaciones que jamás sucederían: "Si ahora que estamos solos me invita a una merienda tomaré su mano y correré el riesgo de que lance a mi rostro el agua hirviendo". Su corazón palpitaba de prisa, sin dudas de darse tal situación así habría obrado.

 

Finalmente le devolvió la toalla y la mujer le alcanzó un billete: fue la única vez que sus manos se rozaron. Ella lo habría invitado a compartir la hora del té de tener la mínima sospecha de que a esa opción seguiría otra. Pero su fe en aquella vieja frase para combatir fracasos: "Siempre hay dos opciones, siempre, siempre", en esa oportunidad la había abandonado.

 

Aun no comprendía que cual veloz ferrocarril los momentos pasan, y si no subes de prisa corres el riesgo de permanecer en la estación, sintiendo temblar los huesos al ritmo de las viejas tablas del piso.

 

Durante una fracción de segundo ambos tuvieron la sensación de que algo grato vendría a continuación, pues latieron los aromas y las percepciones de los primeros momentos. Pero los agradecimientos sonaron a puerta que se cierra y quedó demostrado que no siempre hay dos opciones.

 

Con las campanadas de las seis la mujer lamentó no haberle consultado sobre la forma de ubicarlo si es que nuevamente lo necesitaba. En aquel momento el joven, culpándose de su falta de audacia, iba lejos.

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