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Fotografía que agita alas anhelando volverse vídeo, verano, y hogueras vueltas a encender.
Primavera

El pueblo es gris, sin colores, imagen sepia adosada a un viejo mapa.

 

El pueblo es un segundo dilatándose en la eternidad, carece de aromas y se presenta estático. Aunque parece inmóvil no lo está, nubes perezosas y sombrías se deslizan sobre el mar para besar al horizonte.

Inclusive, al aguzar la vista percibimos que la pequeña bahía aun tiembla de frío. Allá lejos, un ave oscura de paciencia extraordinaria planea contra el firmamento ceniza. Más acá, despuntando sobre una azotea vecina, la forma de gallo de una veleta oxidada y quejumbrosa, ladeándose sobre el techo parece buscar su buena siesta.

El pueblo es silencioso, vacío de emociones, sordo e indiferente. A no ser ajados recuerdos ninguna otra cosa -acaso lágrimas- deberían verse en semejante sitio. Casas de madera despintada atiborran de vejez un puñado de calles heridas por rasguños de pasto seco. Así está y así ha permanecido el caserío durante los largos meses invernales. De visitarlo buscando gloria la adversidad tendría piedad de su apatía. De llegar desprevenidos, hasta los inocentes clamarían por una innecesaria redención.

De pronto, desentonando con el entorno, rompe la imagen de quietud y silencio un brillante automóvil. Sin embargo parece no poder evitar caer prisionero de la mustia densidad, pues de pronto y como rendido, se detiene.

Podría advertirse que, detrás de la ventana de la primera casa de la acera de enfrente ante la cual se detuvo el coche, se ha movido levemente una cortina. Mientras tanto abajo, en el porche de la misma vivienda, un manso perro negro permanece tendido ante su puerta.

La serenidad se agita, al parecer una brisa cálida se derrama desde el norte. Al mismo tiempo, del vehículo desciende una figura femenina y llena de luminosidad la imagen. La tenue brisa esparce su aroma por la calle desierta poniendo en alerta al perro, antes inmóvil.

La presencia de la mujer aporta una calidez que no concierta con la escena, menos aún que el automóvil. Una pizca de color velado cubre a la mujer aislándola del resto, es un suspiro que refulge en un bastidor ceniza.

Al tomar su bolso tal vez haya mirado un instante y de reojo aquella ventana de la casa de enfrente. El imposible confirmarlo pues de inmediato camina sin apuro hacia su vivienda.

 

Cae una hoja del árbol del jardín y al rozar a la mujer, antes de adherirse al césped húmedo, improvisa un destello donde relucen dorados recuerdos. La ausencia de aquella hoja en la rama, allí arriba, evidencia el desperezo de un minúsculo retoño casi transparente.

 

Primero con cierto desconcierto, luego con ánimo, el perro negro cruza la calzada. Su desplazamiento se detiene ante la mujer, quien acaricia su cabeza azabache y la amarrona.

 

El pelo del animal adquiere el brillo necesario para disimular su languidez mientras su cola, alborozada, abanica restablecido afecto. Entonces los jadeos del perro y su refunfuño amistoso destronan al silencio.

 

Tal conjunto de movimientos ha inaugurado, sin pretenderlo, firmes indicios, otros seguirán, hasta que lo yerto cobre vida nuevamente, lo opaco se bañe de esplendor y el silencio sucumba ante la algarabía de los turistas.

 

Quizás la mujer haya hecho lo imposible por evitar que sus ojos sobrevuelen la ventana aquella delatando su inquietud. Quizá no. Junto al perro son dos figuras sutilmente coloridas y armoniosas que contrastan con el ámbito plomizo de la calle.

El hombre de la ventana no alcanza a percibir si ella acaso miró hacia allí un segundo, cree que no, quisiera que sí. De todos modos la esencia de aromas perdidos y vestigios rebosantes de azahar y de hembra parecen invadirlo.

Sus ojos, como hipnotizados, siguen el trayecto de la mujer y observan aquellas manos que al asir el picaporte colorean la puerta. Las anhela suaves y acariciadoras, tibias y lo que más desea: llenas de premura. Cuando la mujer se esfuma en el interior, liberado del hechizo, el hombre suspira.

Volviendo a la realidad de su habitación el hombre siente que todo se enciende de colores, novedosos si no estaban, renovados si fueron ajados por el tiempo. Recobran aire sus pulmones al respiro profundo y el vacío de sus manos se atiborra de esperanzas torneadas, templadas, blandas, dulces, llenas de entregas para dar.

Finalmente, después de muchos meses, el pueblo recobrará belleza, algarabía sus calles, sonrisas las arenas blancas de sus playas, la existencia sentido... y hasta es posible que los sueños del hombre lo lleven a escribir nuevos poemas.

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