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Este texto no es ficción, ni relato o fantasía. Se trata de uno de los episodios más dramáticos que experimenté en la vida.

Da cuenta de una vivencia personal en la cual estuvieron en riesgo tres almas. Cosas semejantes, con diferente grado de fatalidad, ocurren a diario.

Con niebla en los ojos

Estábamos con mi señora y nuestras dos hijas –entonces de nueve y diez años– de vacaciones en el balneario “La Paloma”, al que solíamos ir cada año. El clima matinal no parecía estar demasiado dispuesto en acompañar nuestros planes –pasábamos la mayor parte del día en la playa– pues se presentó con el cielo totalmente cubierto, aunque sin indicios de posible lluvia.

Luego de intercambiar ideas hubo unanimidad en asistir a la playa de todos modos, al menos a tomar mate y pasar el rato. Hacía un calor agobiante y sería tedioso permanecer en el alojamiento. Allá fuimos.

No recuerdo el nombre de la playa en cuestión, pero sí que en uno de sus extremos suelen hallarse sobre la arena pequeñas barcas de pesca. Por esta razón la llamábamos “playa de los pescadores”. No era la que más frecuentábamos y me he preguntado la razón por la cual, teniendo otras más cerca, allí nos dio cita el destino ese día.

 

El poco aire presente estaba pesado y húmedo. El agua llegaba mansa a la orilla ante la ausencia de oleaje, cosa que me desagradó pues disfruto más cuando hay oleaje. Mientras con mi esposa tomábamos mate las niñas fueron al agua, y allí estuvieron un rato antes de regresar a nuestro lado.

 

Había permanecido observándolas, atento a sus juegos y conteniendo el deseo de correr hacia la orilla y lanzarme de cabeza al agua, así que apenas llegaron decidí que llegó mi turno. Rumbo al agua noté que las pequeñas olas comenzaban a crecer, cosa que me alegró e impulsó de inmediato a comenzar a nadar.

 

Suelo estar largos lapsos de tiempo dando brazadas, variando estilos y teniendo breves momentos haciendo la plancha para tomar respiros. En tal ajetreo no noté que el mar comenzaba a picarse, sobre todo cuando se tornaba acorde a mis predilecciones.

 

Pecando de audacia me ejercito algo lejos de la orilla, pero ante indicios de cansancio mi cautela, siempre alerta, me ordena salir del agua y obedezco. Aquél día, quizás extenuado de más, cuando decidí volver las olas, que a esa altura podrían tildarse de “bravías”, comenzaron a darme batalla. Todo había cambiado a nuestro alrededor y yo no lo había notado.

 

Nadé con denuedo y en uno de los momentos en que alzo la vista advierto que asoma la cabeza de una de mis hijas. Supuse estar cerca, pues ellas no suelen adentrarse mucho y me alegré. Pero al estar a un metro de ella alcanzo a ver el horror en su rostro y su voz implorante: —¡Papá, ayudame, no hago pie!

 

La abracé, y cuando comienzo a llevarla percibo a mi otra hija acercándose: —¡No vengas! —grité, pero era en vano, no eran sus intenciones aproximarse sino que la corriente la arrastraba. Miré hacia la playa y no había un alma además de mi esposa, que leía inocentemente sentada sobre su reposera y permanecía ajena a nuestras peripecias.

 

Hoy creo que fue una suerte que estuviese distraída, tal vez de estar alerta e ir por ayuda mis esfuerzos se habrían apoyado más en la eventualidad de ser auxiliados que en hacer por cuenta propia los esfuerzos definitorios.

 

Pronto hallé evidente que con las dos no podría, así que seguí empujando a la que tenía en brazos y cuando me pareció que hacía pie la dejé allí y volví por la otra. Es posible que la ansiedad y la deseperación conspiraran, dándome la ilusión de haberla puesto a salvo.

 

Tras esa acción logré acercarme a la siguiente y comencé a llevarla hacia la costa. A medio camino me percato que la corriente estaba arrastrando a la que anteriormente creí dejar en condiciones de salir por sí misma. Allí tuve un único pensamiento: Si se queda una yo también me quedo. Y en medio de nuestro íntimo drama nos unimos los tres en medio de un remolino.

 

Coloqué a ambas delante de mí, pidiéndoles entre gritos que me ayudaran agitando sus piernas. De inmediato comenzaron a hacerlo en buena forma.

 

Como pudimos, apenas con el movimiento de nuestras agotadas piernas y la fuerza de la desesperación, nos esforzamos todo lo posible para lograr salir. De mi parte, agaché la cabeza y seguí, seguí, seguí, no podía de ningún modo dejar de hacerlo. Hasta que, ya ampliamente sobrepasado el límite de mis fuerzas, sentí que mis pies rozaban la arena del fondo.

 

Aquello fue semejante a una epifanía, el impulso de un desfibrilador a un corazón detenido, ver el jopo del sol amaneciendo sobre el oscuro horizonte, y tal vez se haya unido a la sal marina la sal de mis lágrimas.

 

Así fue que entonces, ya con ánimo renovado, afirme mis pies sobre el fondo y continué empujando hasta que ellas también lograron sostenerse de pie pese al intenso oleaje.

 

Con el cuerpo arqueado por el desfallecimiento, en total silencio, llegamos a la arena seca y allí nos tendimos. Tras breve reposo nos sentamos sin decir palabra, bien próximos uno junto a otro. A nuestra derecha, a unos cien metros, podíamos ver la reposera donde ajena a todo, la madre de mis hijas leía su novela.

 

Luego de permanecer sentados allí recobrando fuerzas sin decir palabra, algo así como media hora más tarde nos pusimos de pie y nos dirigimos hacia nuestra sombrilla.

 

En silencio nos ubicamos en sus proximidades. Ninguno de los tres tenía ánimo de narrar lo acontecido, y no recuerdo cuanto tiempo pasó antes de comenzar a comentar la experiencia.

 

Luego de aquél lejano día, y cuando hoy mis hijas rondan los cuarenta, no hemos vuelto a comentar ese episodio. Como terrible experiencia es posible que la tengamos entre esas cosas que mejor es dejar en el olvido.

Se dice que ante situaciones límites el ser humano es capaz de acciones que parecen superiores a sus posibilidades… No lo sé, es probable.

 

Lo que sí tengo muy presente es la frase que emití luego que cada uno hubo narrado su parte. La recuerdo muy bien pues puso en cuestión mi condición de agnóstico. Fue el remate de la conversación sobre el tema: —No podríamos haberlo hecho solos, Dios nos ayudó.

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