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Rolando en el limbo, relato
Todos hemos aguardado alguna vez en salas de embarque de aeropuertos o estaciones ferroviarias.
En este caso el viaje de Rolando es algo más especial y tan confundido está que camina en círculos.

Rolando en el limbo

Tal cual hacía en forma habitual al regresar de la oficina durante muchos años, Rolando abrió la puerta de su casa a eso de las seis de la tarde. Siguiendo la rutina saludó a su hijo adolescente, quien sentado en un sofá parecía contrariado, con su mirada cargada de resignación fija en la pared.

 

El joven pareció no advertir el cruce de su padre ante sus ojos ni oír su voz, por lo cual en nada modificó su actitud. Tampoco Rolando, quien apenas se limitó a pensar: “Fabián carga otra pena de amor. Ayer se desprendió del recuerdo de Anita y hoy vuelve a tener el corazón prisionero”.

 

De camino al dormitorio pasó ante la puerta de la cocina. Dentro estaba Paquita, su mujer, de espaldas a la puerta. Él la saludó desde allí y siguió su camino. Tan ansioso estaba por quitarse la corbata y darse una buena ducha, que ni siquiera notó que ella no había advertido su proximidad ni su pasada junto a ella.

 

De todos modos Rolando sintió melancolía al recordar lejanas costumbres de su vuelta a casa. Cuando Fabián era un crío al oírlo llegar corría a su encuentro y Paquita, tras observar la escena con beneplácito recostada al marco de la entrada a la sala, acudía también a recibirlo con una sonrisa, un fuerte abrazo y un beso.

 

Pero aquello había quedado atrás, la convivencia, la rutina diaria, la costumbre quizás, habían carcomido el impulso inicial de tantos años y ahora tales demostraciones no parecían importantes. Se aman, eso es claro, son familia, pero...

 

Dentro de la ducha Rolando continuó inmerso en recuerdos. Sin embargo no se trataba de aquellos lejanos en el tiempo los que atraían su atención, sino otros más recientes y preocupantes. Por eso volvieron a sus ojos fragmentos aislados de tales sucesos.

 

El primero se había dado a las siete de un día cualquiera cuando intentaba afeitarse. Habían pasado varios meses desde su retiro, por lo cual el tiempo ya no tenía importancia ni llevar el rostro rasurado era requisito indispensable. Sin embargo el hábito generado durante treinta años de rutina laboral suele dislocar nuestras acciones, las que al final asoman cual anécdotas graciosas.

 

Así que decidió afeitarse pues tal ejercicio más que hábito es necesidad. En forma mecánica humedeció su cara y luego esparció sobre ella crema de afeitar. Acto seguido, levantó la cabeza para verse en el espejo de modo de cubrir en forma ordenada sus mejillas. Pero algo no andaba bien.

 

Fue entonces cuando ocurrió su primer contacto con una nueva realidad. En lugar de su imagen lo que vio en el cristal fue el reflejo de los azulejos que tenía a sus espaldas, lo comprobó volviendo la vista.

Allí estaba la pared, el espejo y en el centro, donde debiera verse él, sólo se veía espacio vacío. Se movió de lado a lado, giró, miró sus brazos, palpó su rostro, su cuerpo... Y constató que a no ser que el espejo no lo reflejaba todo estaba en orden.

 

Sin mediar movimiento alguno se percibió saliendo del baño, donde se cruzó con Paquita. Ella, envuelta en su salto de cama, se detuvo en medio del corredor un instante, de brazos cruzados y en actitud de pretender escuchar rumores lejanos. Parecía dubitativa, como recordando sucesos anteriores, y aunque su mirada pareció humedecerse ninguna lágrima llegó a rodar por su mejilla.

 

 Quien sí recordó fue Rolando mientras veía como ella continuaba su marcha dejándolo atrás. Casi volvió a revivir un dialogo que mantuvieron acaso un par de meses atrás. También se había cruzado en ese pasillo y en semejantes circunstancias:

—¿Qué? No me digas que de nuevo te levantaste temprano para ir a la oficina —había dicho ella. A lo cual él respondió:

 

—No, qué va... Me quedé sin sueño simplemente y decidí levantarme. No tienes por qué estar todo el día sobre mí. No quiero ser una carga extra en tus labores diarias. Daré una caminata antes de desayunar.

 

—Bueno, te espero en media hora. Apenas despierte a Fabián me ducho y lo preparo.

 

—Media hora. ¡Sí señor General! —aceptó Rolando al tiempo que sonreía y hacía la venia militar. Luego salió a la calle.

 

Eso mismo hizo al volver de aquél recuerdo. Cerrar la puerta detrás suyo no significaba que lo ocurrido en el baño ante el espejo abandonara sus pensamientos, había sido algo demasiado raro. ¿Qué me pasa? Esto es una locura. Ella se reflejaba en el espejo del final del pasillo y yo no. ¡Al menos no lo advirtió! ¿Qué podría haberle explicado? Su reacción acentuaría la rareza de estos aconteceres.

 

Rolando no salía de su asombro y su mente era un avispero de conjeturas alborotadas. Una sonrisa fue su reacción al eco de su sentido común respondiendo una de sus preguntas: ¿Me convertí en vampiro? No, esto no es para tomarlo a broma. ¿Estoy perdiendo la razón?

 

Al andar intentaba ver su imagen desfilar ante las ventanas oscuras de los automóviles detenidos junto a la acera, también en sus espejos retrovisores y en los cristales de los comercios. En todos los casos no logró verse.

 

Se cotejó con otras personas que deambulaban y todas ellas desfilaban ante los escaparates acompañadas de su reflejo. Todo estaba igual, nada había cambiado. Nada, sólo que él, y sólo él, carecía de refracción.

 

Evitó entrar a la panadería, temía que alguien notara que no aparecía en ninguno de los cristales espejados que rodean los estantes de pan. Coralina, la simpática joven que atendía el mostrador del comercio levantó su mano en atento saludo. Lo mismo hizo Rolando. Desde ese momento el día, el universo, todo, esa mañana adquirió la misma dicha y hermosura que Coralina. Tanto que el asunto que lo traía preocupado pasó a un segundo plano. ¡Ella me vio!

 

En el mundo todo era normalidad, los coches pasaban zumbando, los colectivos circulaban repletos, se oían voces por aquí y por allá, el sol asomaba apenas sobre las azoteas comenzando a iluminar las fachadas en sombras, el aire aún se mantenía diáfano y Coralina sonreía. ¡Bien!

 

Cincuenta metros más allá Rolando volvió a la noria preocupante. Le ocurría algo fuera de lo común, insólito, hasta aterrador si se detiene a pensar en las posibles razones. Los espejos no lo reflejan y no debe tratarse de nada bueno. No podía salir de su asombro, mil extraños pensamientos lo atosigaron, rondándolo durante todo su trayecto. ¿Otra persona qué haría?

 

Temía ir al médico, siempre que pudo evitó ir para “eludir enfermedades”. No se trataba de contagiarse de alguna afección en caso de concurrir, sino que afiliaba a la teoría que de hacerse chequeos siempre algo aparecerá. Algo sin importancia pero que debería atender, que aun siendo minúsculo no dejaría de revolotear en su mente inyectando una innecesaria dosis de preocupación.

 

Tampoco asistía a ninguna iglesia. ¿Es un asunto para religiones? Quizás a otras personas alguna vez les ocurrió lo mismo. ¿Hay antecedentes? En alguna parte ha de haber explicación a ese problema, y quizás la solución. ¿Dónde, qué sanatorio, institución o entidad de adecuada índole podría socorrerme?

 

Se sentía flotando, como si en lugar de andar se deslizara. La realidad que lo rodeaba era igual de tangible que sus recuerdos, y acaso llegase a dudar de estar experimentando una u otra vivencia. Estas cosas pensaba Rolando camino a casa y ahora acababa de recrearlas en su mente, nuevamente bajo la ducha. ¿O nunca salí del baño?

 

El agua tibia caía sobre sus hombros y el vapor comenzaba a empañar el espejo. Rolando inclinó su cuerpo de todos modos, creyendo que quizás la bruma le permitiese descubrir en él la opaca silueta de su imagen reflejada. Nada vio, por supuesto, no podría verla en el plano en el que se hallaba su existencia.

 

Cómo si eso fuera poco su memoria le trajo el recuerdo de los saltos del perro. ¿Cuándo fue que ocurrió? ¿Días atrás, semanas...? ¿Fue antes o después de lo del espejo? ¡Después, sí, después!

 

Ese minúsculo bicho agresivo sin razón alguna interfirió en su paso. Caminaba despacio pues acababa de pasar ante la panadería. Allí estaba Coralina atendiendo clientes, pudo verla tras los cristales. Le agradaba Coralina, sonreía todo el tiempo, siempre estaba feliz. Y ahora debía evitar entrar allí por el asunto de su falta de imagen. ¡Claro, lo de la imagen fue antes que la sombra!

 

Al advertirlo ella se horrorizaría. Le daría vuelta la cara, quizás gritara o asumiera actitudes de rechazo. Ninguna de tales medidas sería empática, de brazos abiertos, de estrechar vínculos. Me vería cual sujeto extraño, raro, del cual cuidarse... y su actitud cambiaría.

 

Durante su tránsito la muchacha no miró hacia la acera. Esa vez no se vieron ni saludaron. Varios clientes estaban siendo atendidos en ese momento y ella se movía dinámica, siempre afable y sonriente.

 

Sintió pena de no poder ingresar al local, le agradaba charlar con ella y no le importaba si había alguien aguardando ser atendido pues a ella tampoco parecía importarle. Lo peor es que quizás jamás podría volver a conversar con ella. Debo hallar una solución. ¿Y si despierto? Porque esto no ha de ser más que un mal sueño. Llevó su mano hacia el brazo en un movimiento instintivo para darse un pellizco y comprobar si soñaba, pero lo distrajo el asalto escandaloso de airados ladridos de perro acercándose.

 

Tras la experiencia con el iracundo perro Rolando se dijo que al menos fue una suerte que no ocurriera ante la vidriera de Coralina. Una refleja inquietud lo invadió al preguntarse qué habría pensado ella al notar que, habiendo otras personas transitando la calle, el can sólo tuviese inquina con él. ¿Y si hubiese advertido su carencia de sombra?

 

Pues había ocurrido que el can comenzara a ladrarle desde la acera de enfrente. Lentamente y a medida que aumentaba el furor de sus ladridos cruzó la calle y sin detenerse un instante a respirar se plantó firme a metro y medio de él ladrando furioso. Luego su excitación lo llevó a que iniciara una serie de pequeños saltitos, de lado a lado y siempre a pleno ladrido.

 

Rolando pudo ver en la vidriera del negocio de la vereda de enfrente cómo el can le ladraba, sólo que él no aparecía en la imagen reflejada, sólo se apreciaba al furibundo animal ladrando a la pared.

 

La sombra del perro iba también de aquí para allá. Pero la sombra de Rolando no. Sin hacer caso al animal Rolando dirigió al suelo su mirada y giró en torno su cabeza, constatando que su sombra había desaparecido, no estaba, no tenía. ¡Dios, lo que faltaba!

 

Durante el trayecto de regreso, tras ser seguido por el perro por más de una cuadra, observó que todo mundo tenía sombra: árboles, gente, ese maldito perro, los coches, la más pequeña brizna de pasto... Todos menos él. Se preguntó si pasaría inadvertida una persona sin sombra y qué ocurriría si alguien lo notaba. No tuvo respuesta. ¿Qué sigue? ¿La cabeza, piernas, brazos? ¿Al final me desvaneceré en el aire?

 

Se sintió vacío, todo lo estaba perdiendo, cómo si del camino saltasen hacia él anzuelos que a su paso extraen jirones de su esencia. Además, si todo eso era parte de la propia entropía universal descomponiendo todo cada vez más... ¿Qué falta aún? ¿Cuánto se complicará todo?

 

Por un lado Rolando se sentía cada vez más disminuido, más acabado. Por el otro, tenía la intuición de estar mentalmente más iluminado. Y sabía que no podía ser así, nadie puede estar en dos mundos a la vez.  

 

Cuando entró a su casa no le extrañó que el rostro de Paquita al verlo se llenara de asombro: —¿Qué te ocurrió? —Preguntó — ¡Tienes una cara! ¿Estás bien? ¿Llamo al médico?

 

¿Esto ocurre o sigo divagando? —No, no es nada. Me agité un poco al caminar, sólo eso —había respondido en aquella ocasión. Y recordó también el resto del diálogo:

 

—¡Estás pálido, llamo médico!

 

—Déjame descansar un poco, si noto que lo necesito te pediré que llames a urgencia. ¿Te parece bien?

 

—Bueno. Te haré un té —había dicho Paquita mientras Rolando continuaba hacia el baño. Entonces había sonreído al preguntarse qué diría Paquita si lo viese como ojos de chica sin maquillaje: sin reflejos y sin sombra.

 

El recuerdo de esas instancias se alejó de la inmediatez de Rolando bajo la ducha. Ya había recordado en demasía algunos detalles que prefería no tener tan presentes.

 

Descartando ensimismarse nuevamente en imágenes pretéritas Rolando cerró el grifo, y dando por terminado su baño tomó la toalla y comenzó a secarse. Desde la cocina le llegaba el rumor de las voces de Fabián y Paquita.

 

Se vistió y con sigilo se acercó lo más que pudo para oír sin ser visto. También le pareció que tal actitud no condecía con la persona que siempre había sido, el Rolando de antes jamás hubiese obrado de esa manera. ¿Otra facultad perdida?

 

Tras un momento de duda que de inmediato dejó de lado comenzó a prestar atención al diálogo que se desarrollaba a escasos metros. Desde su posición podía apreciarlos a través del espejo. ¿Lo verían a su vez? Se movió de lado a lado para comprobarlo. No a él no podían verlo, seguía sin causar reflejo alguno.

 

—Lo había notado algo extraño, como pálido, difuso —decía Paquita. —Imaginé que a Rolo le ocurría algo relacionado a su falta de actividad. A su cambio en las costumbres. Le dije de ver un médico y prefirió esperar

 

Fabián mantenía los codos sobre la mesa y apoyaba su mentón en sus manos: —Es que lo suyo no era para médico —dijo—. Creo que todos tenemos un poco de culpa. Capaz el viejo se sentía solo.

 

—¿Solo? —A Paquita no cayó en gracia semejante parecer—. Sería porque se aisló, nosotros siempre lo tratamos igual. Y no, no es para un médico, acaso sea para un psiquiatra. Pero podemos decirlo ahora que ya sabemos de qué se trataba.

 

—Tampoco un psiquiatra, son cosas cuya cura está en manos del tiempo y la meditación. Estuve diez meses desesperado por Anita. Hoy no puedo comprender cómo pude ser tan tonto. Solo me faltó pensar en matarme.

 

Rolando desde su escondite advirtió asombro en el rostro de Paquita, su hijo también lo notó y entendió oportuno aclarar su comentario:

 

—¡No! No es que pensara hacerlo realmente, fue un pensamiento, algo así como “quisiera estar muerto”. Sólo cruzó por mi mente.

 

—Sí, ocurre en la juventud cuando el amor nos trata mal. Te entiendo Fabián. Todo se les perdona a los jóvenes. Sobre todo cuando no realizan acciones estúpidas como quitarse la vida. En la vejez esos casos de enamoramiento no suelen ser tan frecuente ni vistos con tanta complacencia.

 

—Es verdad. También están más reprimidos y ocultos a la luz. La sociedad es crítica ante casos así. A no ser que tengas dinero, los comentarios te importen un rábano y termines casándote con la agraciada jovencita. ¿Qué pasará ahora? No lo imagino.

 

—Debemos esperar. En nuestro pequeño entorno todos están en vilo y depende de lo que ocurra en estos días en el CTI. El médico dijo que sería difícil que tu padre pase la noche. ¡Dios quiera que esté equivocado! No sólo nos afecta a nosotros, si él muere ese muchacho pasará años en la cárcel.

 

—Cierto. Y si papá se recupera de la golpiza habría que ver qué secuelas deja en su estado de salud. Deberá tener buen ánimo para tolerar la vergüenza de todo esto, estuvo en boca de todo el barrio.

 

—Estuvimos. Siento cómo me observan cuando ando por la calle. De todos modos debemos esforzarnos en comprender y tratar de ayudarlo a salir de todo esto.

 

—¿Cómo se le ocurrió al viejo esperar que Coralina saliera de la panadería para invitarla a lo que fuese que pretendiera invitarla?

 

—Sí, fue una locura. ¡Pero ese muchacho... aparecer como loco y emprenderá a golpes contra un hombre mayor! Porque tu padre no es un viejo pero sí es un hombre mayor.

 

—No sabemos cómo apareció ni si llegaron a hablar. Me refiero a su esposo, ha de ser muy celoso pues siempre la espera para acompañarla en el camino a su casa. ¿Eso el viejo no lo sabía? Según comentan papá tomó a Coralina de un brazo y eso sería lo que desató todo el lío. Recién lo sabremos bien cuando acaben las investigaciones.

 

De allí en más Rolando se había desconectado del sentido de la conversación, que pasó a ser algo así:

 

—Sí, pero bla bla bla bla.

 

—Y bla bla bla bla.

 

—Y más bla bla bla. 

 

Aunque Rolando ya no escuchaba tenía en mente muy presente todo. Al fin la luz terminaba de encenderse en su cerebro. Dos caminos tenía frente a sí. De restablecerse su salud y volver a la diaria rutina sería visto como un viejo verde, desquiciado e inútil. De morir, durante mucho tiempo Coralina dejaría de sonreír y el mundo sería muy triste. Parte dependía de él, parte de los médicos o hasta del azar, del destino.

 

Tras estos pensamientos Rolando culminó su estada en el limbo y su espíritu volvió al CTI, desde donde quizás partiría de este mundo, o desde el cual volvería a su casa semanas más tarde. ¿Quién podría saberlo?

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