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La libertad y la felicidad no se alcanzan con miedo. En este caso el camino liberador aparece ante una acción involuntaria que lamentablemente apuntó hacia el abismo.

ATRAPADO SIN SALIDA

Puedo pensar en todo lo ocurrido durante mucho tiempo. Quizá todo el tiempo que me resta, que no es poco. Y aunque en realidad no quiero hacerlo las imágenes sangrientas no dejan descansar a mis pensamientos ni que vuelen mucho sobre otros escenarios.

 

Por eso vuelvo entonces a los inicios. Los analizo, profundizo en ellos, y aunque a veces pretendo imaginar qué habría ocurrido con mi destino sin la existencia de Elbio Fariñas no logro hacerlo. Ha sido el anatema de mi vida, el escollo insalvable, la trampa acechante en la cual caí. Retorno así a los comienzos…

 

En los primeros años del colegio mis compañeros me humillaban. Sobre todo Elbio, “el Pelituco”. Como se mofaban del color de su cabellera y las “cagaditas de mosca” de su rostro, se defendía desviando la atención hacia mí, señalándome con cualquier tontera. Entonces yo creía que era tímido, pues sentía arder mi rostro y bajaba la cabeza con vergüenza.

 

Nunca se aburría de lanzarme pullas, quitarme el gorro y lanzarlo por la ventana o pegar cartelitos “pegue fuerte” en mi espalda. Padecí también otra decena de actitudes que él consideraba humorísticas e ingeniosas y a todos, menos a mí, divertía. Me sentía atrapado, sin posibilidades de escapar a esa circunstancia.

Por todas esas cosas pasé la mayor parte de los recreos en el salón de clases, donde lo único que podía hacer era repasar las lecciones. No tardé en ser el mejor del grupo, con lo cual la presión sobre mí se hacía cada vez más fuerte. Hasta los más serios y responsables, que por lo general no participaban en los desmanes, comenzaron a odiarme pues mis notas superaba ampliamente las que ellos obtenían.

Me decían “mujercita”, “mariquita”, “gusano” y cosas por el estilo. Una vez levanté la vista y miré con odio a "Pelituco". Amagó pegarme, y si no lo hizo fue debido a que un profesor se hallaba cerca. De todos modos me dejó saber que a la salida me daría una paliza.

Pasé el resto del horario temeroso, sentí un temblor que me costaba contener y frío en las piernas. Salí presuroso y la segunda vez que miré hacia atrás vi que mi verdugo se acercaba impetuoso. Me alejé lo más que pude a todo correr hasta notar que ya no me seguía.

Sin embargo esa vez, mientras corría, me imaginé enfrentándolo. Él pegaba duro, pero yo me defendí bastante bien hasta que alguien se acercó a separarnos. Me gustó el resultado de esa visión y volví a imaginarla varias veces. También analizaba la alternativa de enfrentar realmente a Elbio, pues de todos modos, si me iba mal, siempre podría huir con mi mejor estilo cobardica.

Todo eso me llevó a suponer que yo tan tímido no era. Que en lugar de timidez era miedo lo que me contenía. Miedo a todo. Como fundamentales: miedo al dolor, a dañar a terceros, y a equivocarme. Pero también miedo a ser odiado y hacer el ridículo, cosas que de todos modos ocurrían.

Entonces, tal vez con desmedido regocijo, me propuse cambiar mi actitud. Supuse que estaba madurando y pasé uno de los mejores fines de semana de mi vida, pues al andar me sentía con mayor libertad que antes, como dejando por el camino perjuicios tontos.


Me propuse enfrentarlo cuando se repitiese lo del viernes anterior, la ilusión de que no volvería a ocurrir me permitió horas de tranquilidad. Pero las esperanzas por lo general escapan a la realidad, sobre todo cuando nuestra fe es débil. Y de seguro que aquél combate que imaginé nunca pasó por la mente de Pelituco pues apenas verme dijo: —El otro día iba a darte un par de sopapos, pero hoy te mato.

Veía tan real que cumpliera su amenaza que al recordar a mis padres los veía sufrir la pérdida de su único hijo. También en su vergüenza al saber que yo era un gallina. Entonces, más que antes, decidí no huir esta vez y hacer tal cual lo había pensado. Él me mataría, pero al menos mis padres no llorarían la muerte de un pusilánime. Obligado a luchar, era un prisionero sin opciones de escape.

No corrí esa tarde, y cuando se acercó le di un puñetazo. Creo que fue el único, me pegó bastante, hasta que se cansó, pues nadie vino a separarnos. Pero mientras él se alejaba a las risotadas mi imaginación me mostraba victorioso, tanto que casi no sentía los dolores en la cara que sí sentí más tarde.

Cuando creí que había ahuyentado a mi miedo al comprender que ya no saldría disparando noté que no, aun persistía parte de él. ¿Qué diría mi madre al ver mi rostro? ¿Y mi padre? Tal vez fuesen al colegio a quejarse y me llenaran de vergüenza. ¿Iría mi padre a recriminar al padre de Elbio? Así que regresé a casa con un miedo menos, pero lleno de otros.

Mi madre puso el grito en el cielo y realizó mil conjeturas. Mi padre lo tomó con calma, diciendo que esas cosas ocurren y que a él le había sucedido muchas veces:

—En ocasiones los niños tienden a ser crueles —dijo, y sin dar mayor importancia al asunto marchó hacia la ducha.

Ahí mamá se puso furiosa: —¡No quiero que mi hijo sea un pandillero!


Su furia era notoria, y hasta me hizo gracia cuando agregó: —¿Y si ahora vienen los padres del otro niño a quejarse? ¡Qué verguenza!

Al día siguiente mi madre maquilló los rasguños de mi rostro con sus afeites, casi no se advertían los golpes recibidos. Además, fue reconfortante ver aparecer a Pelituco con un moretón. Al parecer el primer golpe que le di no fue tan débil como pensé.

Al fin terminé primaria y con buen ánimo pensaba iniciar secundaria. Tenía certeza en tener menos rubores que antes. La primera decepción la recibí al contemplar la lista de alumnos con los cuales compartiríamos el año, pues allí estaba el nombre del diablo: Elbio Fariñas.

No creía que con sus pobres notas habría de lograr, y aceptase además, continuar sus estudios. Además era el único en el grupo de mis anteriores compañeros. Ni que hubiese elegido ir donde yo fuese. Todavía me pregunto la razón de tan extraña y prolongada conexión.

Ya no era “Pelituco”, su cabello se había oscurecido. Pero tal era su actitud extrovertida que no demoró en resaltar y liderar la clase, recibiendo ahora el cariñoso apelativo de “Pecas”, pues estas aun cubrían su rostro.

A lo largo del año sus intentos de dejarme en ridículo no tuvieron demasiado éxito. Ahora éramos adolescentes, y la mayoría no atendía sus pullas infantiles. Esto lo enfurecía. Los demás no lo advertían pero yo, que bien lo conocía, lo notaba de inmediato. Apretaba tanto los puños que hasta debía resultarle doloroso.


Entonces comenzó a ponerse violento. Cada vez que pasaba a mi lado me empujaba, y no conforme con eso permanecía a medio metro de mí aguardando mi reacción. Si yo comentaba algo siempre reaccionaba, ya sea con alguna tontería, una interjección, una risita, una onomatopeya... Para ese tipo de cosas solía tener un ingenio especial.

Por supuesto, toda la vida me había hecho el tonto y debí volver a hacerlo. Un par de chicas con las cuales iniciamos amistad optaron por apartarse de mí. A nadie le agrada ser la pareja de un pacato. Eso me enfureció, pues necesitaba tener romances para demostrar masculinidad, y tal era el único sentido de mi interés en ellas.


En mi imaginación me veía apuñalando a ese pecoso inmundo una y otra vez. Solo pensar en eso me calmaba pues no creía que hubiese otra solución. Durante la visión permitía a mi odio ensañarse en su cuerpo, su rostro, clavándole el puñal una y otra vez sin preocuparme por estar quedando bañado en su sangre. Y la sensación que me inundaba era de placer.

Pero aunque ya no era tímido y casi no temía, mi sentido común ponderaba el ritmo de mi accionar. Nuevamente me vi atrapado y sin salida. Tal vez si él pierde al año… Quizá debiera pedir cambio de grupo… ¿Y si me hago su amigo?

Lo intenté y no hubo caso. Cualquier cosa que yo dijese al dirigirle la palabra se burlaba y la volvía en mi contra. Nunca dejé de preguntarme la razón y el origen de su animosidad hacia mí. ¿El destino?


No hallaba explicación. Profundicé en su perfil, razoné sobre su accionar ante el resto de personas, y sólo se me ocurrió una respuesta: era un cobarde, él sí era un cobarde, se prevalecía de los más débiles para sobresalir, y así lo hacía con todos hasta que lograban frenarlo.

No sabía cómo hacer eso. Además parecía que nos envolvía un aurea trágica, una conexión que tal viniese de vidas anteriores. Lo pensé, sí, tan agobiado me tenía estar siempre en esa especie de trampa. Hasta lo vinculado con Úrsula, sin tener nada que ver con ella, me cayó encima.

Úrsula Méndez no me agradaba. No la veía atractiva. Además sabía que Elbio estaba loco por ella, razón de más para mantenerme alejado de su agradable perfume, que sí me gustaba. Yo la trataba con indiferencia, pero cuanto más desdeñoso era ella más se interesaba en mí. También me turbaba, sin tener en cuenta a Elbio, que me viera con demasiada intensidad y se mostrara por demás amable.

Tanta fue mi intriga que llegué al extremo de preguntarle la razón, y ella confesó que "Pecas" le hablaba tan mal de mí que sintió curiosidad y se acercó para conocerme mejor y salir de dudas. También agregó que yo era mucho más interesante y agradable que Elbio. Así que comencé a mostrarme algo antipatico ante ella.

Una tarde Elbio me aguardaba recostado a un árbol de brazos cruzados. Me fui acercando bajo el influjo de su mirada sobradora, dudando entre proseguir o salir corriendo. Y aunque aquella era una etapa superada y había perdido el rubor y el miedo, todavía no cobraba valentía. Él es un cobarde. Repetía en mi mente esa frase mientras me iba acercando. No es más que un puto cobarde.


No sé cuándo dejé de pensar en eso ni de qué forma estuvo de pronto a mi lado, oprimiendo mi rostro con el lado plano de una navaja. Tampoco tengo claro qué cosas me decía, aunque sí recuerdo que nombró a Úrsula.

Iba a decirle que no, que nada tenía que ver con ella, cuando por mi imaginación corrió la imagen que me mostraba reaccionando. Sentía la presión de la navaja en mi mejilla al tiempo que una voz interior repetía: Es un cobarde. Es un cobarde. Debes quitarle su máscara.

Y de nuevo mi imaginación, mostrándome tomar de improviso su mano armada y dirigirla hacia su estómago. La inmediata desazón de sus ojos asombrados. La navaja atrapada ahora en mi mano y mi brazo bajando una y otra vez sobre su vientre. Luego niebla rojiza por todas partes.

Entonces, mientras pretendo volver a la realidad anterior de la navaja sobre mi rostro, advierto mi mano y mi brazo cubierto de sangre. En torno a nosotros un corrillo de personas asombradas nos rodea con estupor. Lo único que acierto a preguntarme es de dónde salieron. Y allí contra el árbol, me observa el rostro inmóvil de Elbio vuelto a un cielo que jamás alcanzará.

Estoy en prisión desde entonces, pero mucho más libre que antes.

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