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¡Qué bello sería el hombre si la cortadora de alfalfa fuese considerada con los capullos de rosa!
Sueños caídos

Aquella mañana de fines de mayo el sol abrió los ojos tiritando. El césped del jardín, desfalleciente bajo el agobio de escarchas prematuras, permanecía indiferente a los tibios rayos recién amanecidos.

La ciudad desperezaba su placidez entre contrastes de opulencia y miseria, una brillando en el collar costero, la otra derramando girones a su alrededor.

 

Esa luz incipiente marcaba el momento preferido por Rodolfo Sienra Massoller para salir a caminar con Capitán, su perro de abolengo, tan educado y fino como tenaz devorador de carne y concursante de suerte irregular.

 

Capitán jalaba de la correa nariz en ristre y aliento humeante. Llevaba a su amo deprisa por las aceras de una zona intermedia, donde se atrincheraban familias de clase alta en caída lenta y de clase media, colgando al borde de su estrato ya en riesgo de extinción.

 

Ellos anduvieron como siempre. El hombre distraído dentro del confort de su abrigo, viendo un poco de todo como si no existiera nada. Capitán de árbol en árbol, dejando su impronta y refunfuñando a los coches que pasaban aunque sin ladrar, como corresponde a un perro de su estirpe.

 

Ocurrió luego de un extraño silencio que paralizó la mañana. Esos momentos en que la realidad parece perforar las corazas y la indiferencia no se resiste a que la vergüenza nos dé un sopapo de escarmiento. Pues fue en el umbral de un negocio que Rodolfo halló ese sueño.

 

Jamás en su vida había encontrado un sueño ajeno y se fascinó. Quizá no tanto por haberlo percibido sino por su tamaño. Era un sueño chiquito, de esos que se pierden con el más leve aleteo de la vida, de los que se esfuman ante el menor amague de realidad.

 

El más pequeño de los sueños de Rodolfo se veía exorbitante comparado con ese lánguido sueño flotante del umbral. Hasta pensó que de soñar los perros, de seguro Capitán tenía sueños más grandes, al menos del volumen de su ración diaria de carne.

 

Trató de recordar alguno de sus sueños más diminutos. Era difícil, por lo general sus sueños se materializaban con entramados de certeza inevitable, tan fecundos y palpables que dejaban de ser sueños.

 

El aliento impredecible de la brisa otoñal arremolinaba, agrupaba y volvía a dispersar decenas de hojas amarillas. Capitán tironeaba de la correa con afán, seducido por una vieja acacia que cercana al borde de la calzada se inclinaba solemne ante el paso del tránsito.

 

Un ómnibus repleto de trabajadores somnolientos improvisó una ráfaga que se enroscó en torno a ellos hasta extenuarse, liberando un puñado de polvo que Capitán olisqueó frunciendo la nariz.

 

Entonces Rodolfo Sienra Massoller recordó su último sueño. No era un sueño en realidad, se parecía más a un anhelo: pretendía pasar en el Caribe los meses invernales y nada más debía decidirse.

 

¡Pero ese sueño menudo allí tirado! Lo recordó de improviso al desviar la cabeza del espejo donde reflejaba su existencia. Seguramente detrás de ese sueño minúsculo, vislumbrado en medio de la magia matinal, había otros más grandes, inabarcables, algunos imposibles, delirantes y de seguro muchos hasta cómicos o surrealistas.

 

Mas ese breve sueño se hacía notorio para Rodolfo por eso: ser tan miserable. Era su insignificancia lo que le otorgaba proporciones inconmensurables y dramáticas. Su circunstancia, su posición social y estilo de vida, no le permitía comprender semejante mengua onírica, ni aceptar que pudiera existir alguien con sueño tan enano, tan poca cosa.

 

Él se había ocupado siempre de concretar sus propios sueños y por eso este otro, ajeno y pequeño pero nítido, estrepitoso y tan notorio de trivial, se le pegó en el alma como si fuese propio. Apenas percibirlo comprendió que no era un sueño del dormir, de la mente, de la noche... Que provenía de la mala vida, del estómago y el hambre.

 

Capitán prestó atención, manteniendo esa flemática inmovilidad adquirida en sus meses de entrenamiento. Curioso seguramente ante la detención de la marcha o quizás por haber descubierto, él también, aquél sueñito.

 

Es que era tan rotundo el sueño que casi podía verse el vapor disolverse sobre un capuchino, y sentirse la fragancia del café planeando sobre dos medialunas tibias y crocantes. Acurrucado en el umbral un niño aún dormía. De esa almita abandonada y sucia era al fin esa ambición delirante.

 

El pequeño durmiente tenía el color de la tierra, de la tierra desnuda, de la tierra pobre, reseca, desgraciada. En torno a sus gruesos labios esa tierra se oscurecía en borrones sucios y bajo sus pestañas esa tierra se aclaraba en rastros legañosos. Luego, por aquí y por allá, sus andrajos rotos dejaban ver más tierra. Daba la sensación de que la tierra pretendía ocultarlo, tragárselo de a poco, avergonzada quizás por la indiferencia de los transeúntes.

 

Los ojos de Rodolfo lo habían descubierto después de adivinar su pequeño sueño, luego de oír los rumores que los jugos gástricos ociosos orquestaban en su vientre vacío. ¡Era tan escaso el sueño! Tan exiguo que flotaba en el aire y se mecía llenándose de hojas secas. Entonces el niño despertó y ya se quedó hasta sin sueño.

 

Pero allí estaba Rodolfo Sienra Massoller, novato descubridor de sueños. Llevaba las herrumbradas llaves de la realidad, la contundencia del poder en el mismo llavero, y los ojos abiertos por un milagro otoñal irrepetible.

 

Quizá se haya conmovido, sería muy difícil precisarlo. Acertado sería pensar que el sol de la espléndida mañana le iluminó un mundo que siempre pretendió desconocer. Al fin, dejándose llevar por extraño impulso y buen humor, sugirió al niño caminar hasta el bar con la idea de hacer realidad aquél mínimo sueño.

 

Sin considerarlo, el morenito salió deprisa tras los pasos del hombre, mientras Capitán culminaba en él su investigación olfativa correteando jovial a su lado.

 

El propietario del bar al que ingresaron iba a protestarle al hombre por entrar con el perro, mas al notar la presencia del niño harapiento prefirió intercambiar su agresividad con aquél:

 

—¡Vos! ¡Afuera, dale! ¡No tengo nada para darte! ¡Te lo tengo dicho!

 

—Está bien —dijo Rodolfo Sienra Massoller, levantando una mano con diplomacia, calma y porte británico—. Viene conmigo.

 

—Señor... —exclamó el comerciante sin saber cómo solucionar la situación y en tono de disculpa—. Tampoco permitimos animales.

 

—El perro y yo nos vamos de inmediato —manifestó Rodolfo con firmeza—. Pero al niño sírvale un capuchino con dos medialunas y dígame cuanto le debo.

Capitán, dejando de lado sus buenos modales, ladró dos veces, se arrimó al mostrador y levantando una pata orinó sin que el dueño del bar se percatara. Luego, presumiendo su porte marcial marchó tras Rodolfo hacia la acera soleada como si él hubiese abonado la cuenta.

El niño no necesitaba que el comerciante lo apremiara para liquidar su banquete con urgente placer. El hombre lo apuró de todos modos, pretendía sacarlo de allí antes que llegara algún parroquiano y se ofendiera. Con los desprendidos clientes de la noche anterior había derrochado su cordialidad de toda una semana.

 

Al continuar la marcha Rodolfo caminaba tan ufano como Capitán y hasta con el mismo ritmo. Se sentía reconfortado por su acción y hasta calculó la renta de buen ánimo y orgullo que había obtenido con tan escasa inversión.

 

En consecuencia, allí mismo y quizás por la caricia del sol otoñal, tomó la determinación de irse nomás al Caribe: con semejante buen humor un viaje sería perfecto.

 

Allá se fue de viaje días más tarde. Con Capitán por supuesto. ¿Qué duda cabe?

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Un relámpago, así es la vida, un chasquido de dedos. El tiempo... ingrata burla que se pierde en la oscuridad.

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Dos meses después, bronceado y sereno en la costa caribeña, Rodolfo Sienra Massoller derrochaba aburrimiento sin miramiento alguno. Las olas derramaban espuma en la orilla y llevaban mar adentro riadas de sonrisas y gritos de júbilo de niños que felices disfrutaban de la costa.

 

A falta de más consecuente lector la brisa jugueteaba con las hojas de su revista Times, y Capitán vigilaba atento compartiendo la sombra a su lado.

 

Por supuesto, tanto el hombre como el perro habían olvidado aquél sueño insignificante. También ignoraron por siempre cierto legendario y diminuto universo donde ellos habían sido la gloriosa caballería salvadora.

 

A Rodolfo apenas le quedó la dudosa virtud de haber sido compasivo alguna vez, pues por carecer de meditaciones al contemplar el mar, no le fue posible ser un héroe más que en el sueño de un niño.

 

Como el invierno campeaba en su país del estuario del Plata, aquél horizonte no le acercaba todavía la idea de volver. Por cuanto allí lo dejaremos, sosegado: que regrese cuando guste pues la apatía no es necesaria en ningún sitio.

 

Por aquí, en la ciudad donde el candombe murmura en las esquinas, el sueño del morenito había crecido en las noches del umbral. No demasiado, por supuesto. Simplemente que el capuchino y la media luna se los traía un individuo que —cosas curiosas que ocurren en los sueños— caminaba detrás de un bastón blanco.

 

Algunas veces el sueño inventaba una casa y otras una frazada, a veces un churrasco y a veces un helado. Pero el adalid vencedor de apetitos, armado de capuchino y medialunas, únicamente existía en el reiterado sueño.

 

La avara realidad apenas permitía que en las buenas mañanas, alguna que otra señora obtuviera el cielo con una moneda que apenas migas compraba en la panadería.

 

El encargado del comercio donde el niño se resguardaba por las noches se había hartado de echarlo de allí, pero él continuaba amaneciendo contra sus cortinas metálicas. Solía sobresaltarse cuando el sonido chirriante del metal y la cadena al deslizarse cortaba abruptamente su diminuto sueño. Entonces huía presuroso, no se quedaría a comprobar si el tipo de la tienda cumplía su promesa de sacarlo a patadas.

 

Hasta aquella mañana de invierno en que el niño no se movió. Cuando el tendero lo sacudió con el pie él continuó inmóvil. El viento frío que pasaba quedó pegado a la piel del comerciante. Mala cosa para comenzar un día de rutina. ¡Qué fastidio!

 

El sueño aún andaba por allí cuando vinieron a buscarlo de la municipalidad. Los funcionarios que lo metieron en la caja vieron el sueño resbalando entre los sucios mechones de su cabello ensortijado, y si no se conmovieron se debe a que la costumbre les ha esponjado el corazón.

 

De cualquier modo y por un instante uno de ellos creyó que era un sueño de su propia niñez pues los había tenido parecidos. El otro, que no soñaba pues creía que era inútil recordaba, mientras permitía que una lágrima se le perdiera entre los diarios viejos, el hambre que había padecido alguna vez.

 

El médico que certificó su muerte se identificó en su tonalidad terrosa: él había sido alguna vez un niño semejante pero pudo escapar a la pobreza. ¿Esto le habría ocurrido de haber nacido en esta época? ¿Acaso no era el color sino el destino?

 

La escena pasó inadvertida para dos tecnócratas que pasaron en un lujoso coche hablando de hoyos de golf, de pozos petroleros, del agujero de ozono y de otras rendijas que ocupaban sus pensamientos.

 

Tampoco se percataron de la escena los transeúntes, que procurando olvidar deudas impagas comentaban el partido de fútbol del próximo domingo o los avatares de la novela de la tarde.

 

Y se fue el furgón, se perdió en la distancia. El sueño se disolvió, instigado por el frío, contra la inmaculada sonrisa de un cartel de propaganda electoral con un costo mayor a diez capuchinos. Se diluyó sin llegar a conocer la inmensidad de sueños gemelos, igualitos, que noche tras noche en incontables umbrales, pórticos y zaguanes de la ciudad, flotan alrededor de niños ateridos y famélicos.

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Alegoría

Girando en el aire henchido de escoria

entre ensordecedor ruido y brutalidad

la cortadora de alfalfa

en uno de sus frecuentes descuidos maquinales

segó un capullo de rosa que una de sus ruedas inmisericorde

desmenuzó sobre la tierra húmeda

Era un futuro aguardando llegar una promesa

un suspiro divino

milagro de la naturaleza

Mas apenas un menudo capullo de rosa

que quizás no estaba en el lugar adecuado

o cuya urgencia por nacer no contempló el momento

Lo cierto es que la abeja no pudo cargar su polen

el colibrí libar su néctar

deslizarse el rocío por la dúctil ladera de sus pétalos

ni el clima salpicarlo de lluvia o hacerlo palpitar de viento

Tampoco el tiempo ajar su desarrollo lentamente

cicatrizando espinas en su tallo verde

Ni siquiera lucir, al fin, sobre el cabello de una mujer en celo

Mas en este mundo indiferente y drástico

de peces pequeños y magnos tiburones

de alimentos y estómagos

penumbras y encandilamientos

andurriales y cybercarreteras

¿Qué importa?

¿A quién le interesa la aciaga existencia de un capullo de rosa?

Silencio

Un abismo negro de silencio

—¡A mí! ¡A mí! —dijo un poeta iluso y loco

al que nadie dio importancia

De todas formas él confía

en que algún día la cortadora de alfalfa

quizás, es de esperarse

con mayor cuidado realizará su marcha

mirará con los ojos del corazón

pensará con las neuronas de comprender

moverá su mano de compartir

 

Entonces no serán más que sandeces estas palabras crueles

que debieran resonar en cada mente

hasta que a todos los niños

los esperados, los programados, los ansiados

y los que llegaron sin amor que los recibiese

posean la dignidad de crecer

sin hambre, sin frío, sin castigos.

Pues no han pedido nacer ni pueden valerse por sí mismos

Por eso mirar hacia otro lado

es un crimen pensando sobre la humanidad toda.

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