Todo puede suceder cuando el equilibrista encuentra una cáscara de banana en mitad de la cuerda floja.
Te esperan en la sala
—Llamó Irene —dijo él.
Ella pareció sorprenderse, pero sonrió y de inmediato preguntó:
—¿Qué dice, necesita algo?
—Nada… Hablar contigo. Llamará en otra oportunidad.
—¡Bien! Tomaré un baño. Ir al súper me agota.
Bajo la ducha la mujer cavilaba: ¿Irene? ¿Qué Irene? ¿Gabriel? Recordaba que la única Irene de su existencia era aquella “amiga de toda la vida” que su esposo no conocía… y ella tampoco.
—Irene la de la peluquería —había dicho la primera vez que le mintió.
—¿Nunca te hablé de ella? Nos conocemos desde niñas. Se casa en unos días y quedé en acompañarla a elegir mobiliario. Es tan indecisa como pesada. Si no fuera tan buena no iba, la verdad… ¡Pobre!
Puesta a volar la fábula "Irene su amiga", la mentira creció. Al parecer, tras diversos naufragios amorosos y charlas lacrimógenas en bares céntricos llegó al matrimonio. Se casaría sólo por civil y en horas de oficina, cuando él no pudiera acompañarlas.
A la semana volvió a encontrarse con ella en la peluquería. La luna de miel de la recién casada había resultado breve y al parecer ansiaba charlar sobre su nueva vida.
Durante la mañana de uno de aquellos días su esposo, sin levantar la vista del diario preguntó:
—¿Cómo le ha ido a tu amiga Irene?
Ella estaba preparada para no ser tomada por sorpresa: —Es muy dichosa. No hace más que hablar de sí misma. ¡A veces me resulta egoísta! En fin. Me limito a escucharla. ¿Qué asunto interesante podría contarle yo?
Al parecer “Irene” volvió a llamar días más tarde. Él se lo comentó justo cuando ella estaba por comunicarle que vería a Irene más seguido para ayudarla con el embarazo. Lo había ensayado ante el espejo:
—¡Es tan exagerada, parece como si no pudiera valerse por sí misma! También es dulce y tierna como una adolescente —esto lo dijo pensando en Gabriel.
A las primeras dos llamadas siguió otra, dando la casualidad que cuando se daban ella estaba en el baño o haciendo compras en el súper.
El tema la tenía sobre ascuas y deseaba hablar con esa persona y constatar al menos que existía. No dejaba de preguntarse quién sería esa Irene del teléfono.
También temió que su marido, enterado de la verdad de sus salidas, estuviese jugando con ella antes de tomar una decisión definitiva. Eso le preocupaba, quedaría sola.
Prefirió no comentárselo a Gabriel, el tiempo que pasaban juntos se les iba tan rápido que le daba pena perder tiempo en preocuparlo.
Uno de los mensajes de Irene quedó en el contestador. ¡Existía! Había una Irene real en alguna parte, y al parecer estaba bastante interesada en ponerla nerviosa.
La voz le resultó completamente desconocida. Se puso muy nerviosa y decidió que bueno sería que él lo ignorase. En su afán por borrar el mensaje antes que él tuviese oportunidad de oírlo, omitió anotar el número que la tal Irene dejara para “definir una entrevista”. Nunca una amiga emplearía esos términos.
Debería buscar otra artimaña o inventar una nueva amiga. ¿Qué pasaría si “Irene” llamaba luego que ella dejara una nota avisando que estaría con ella en el cine?
Nunca le había sucedido algo tan insólito, hasta le parecía sentir la adrenalina dispararse bajo sus medias de seda. ¡Sombras justo ahora, cuando está siendo tan feliz!
Como la Irene del teléfono existía comenzó a sentir repentinos escalofríos, pero sólo cuando pensaba en ella. Luego de haberla escuchado era imposible que se tratase de un ardid de su esposo.
No lo imaginaba ideando una farsa con una mujer extraña para dejarla en evidencia. Además él era el mismo de siempre, quizás demasiado el mismo de siempre: anodino, predecible, transparente. El mismo, pero cada vez más insulso.
Su esposo no cambiaría jamás. En contraste Gabriel le descubría a cada paso algo distinto, nuevo y estimulante. La hacía rejuvenecer, le brindaba una nueva adolescencia y apenas despedirse de él comenzaba a desear la bendita hora del próximo encuentro.
A la vez, para tranquilizarse, se repetía que era improbable que su marido, tan distraído y ocupado en los negocios, sospechara que su amiga Irene era en realidad un impetuoso Gabriel.
En alguna oportunidad ella se arriesgó a sondearlo, rozando el borde del precipicio. Pero él había comentado, con absoluta tranquilidad, que ahora al menos conocía la voz de su amiga. Ni una sombra extraña cruzó por su rostro, se expresó sin exhibir el mínimo gesto fuera de lo habitual, ningún destello de sagacidad, ni un ápice que lo delatara inquisidor o maquiavélico.
Recordó que alguna vez rumió la idea de contratar, ella misma, a una mujer que se hiciera pasar por Irene. La presentaría a su cónyuge para afirmar sus coartadas y santo remedio. Aunque descubrió que idear intrigas también la excitaba descartó tal posibilidad, mejor que nadie conociera su secreto.
Aun así, esa fantasmal aparición llenaba su mente de supuestos. ¿Alguien que no la estimaba estaba jugando con sus nervios? Intentó recordar dónde había comentado la existencia de su amante, pero estaba segura que jamás lo había divulgado. Sin embargo aceptó que en alguno de esos encuentros alguien podía haberla visto.
Pensaba que la extraña mujer del teléfono seguiría siendo un cabo suelto insalvable cuando, un viernes a las seis, mientras se disponía a salir hacia el supuesto parto de su amiga, llamaron a la puerta. Se inquietó, no estaba prevista la visita de nadie. Sintó voces y tembló.
Su esposo de siempre, con su cara de siempre, entró al dormitorio y le dijo, en el mismo tono aburrido de siempre:
—Tu amiga Irene te espera en la sala. Pero no creo que hoy vaya a dar a luz.
Era la voz habitual, el gesto acostumbrado, la mirada sin brillo de los últimos años, quizás con algo de curiosidad. Para ella sin embargo todo era diferente, el contenido de lo manifestado cobraba dimensiones exorbitantes.
Sintió que se le aflojaban las piernas. No podía comprender qué ocurría. ¿Podría fingir familiaridad con una extraña
de modo tal que él las creyera grandes amigas? Imposible.
Intentó en vano fingir una sonrisa y fue allá sin ningún deseo de averiguar de quien se trataba. Adivinó que su esposo le seguía los pasos, pero eso ya casi no tenía trascendencia.
La mujer aguardaba de pie. Era delgada, de gafas, llevaba un vestido suelto que no disimulaba un incipiente embarazo y una palidez que le lucía patética. No aguardó a que ella se acercara, desde la distancia y con toda la frialdad del alma le dijo:
—Soy Irene, la esposa de Gabriel. ¿Entiende a quién me refiero, verdad?