Las parejas suelen coincidir en muchas aspectos y opinar diferente en otros casos.
Lo aquí narrado pudo ocurrir debido a que en un taller propusieron escribir sobre uno de estos tres ítems: perro-playa-mujer.
Decidí que lo mejor era unirlos y así murió esta historia de amor fugaz.
Candidato
Estábamos transpirados. Descansábamos la fatiga del sexo y solo aguardaba saber quién de los dos iría primero a la ducha. Ella dejó de mirar el techo y se volvió hacia mí. Su rostro carecía de satisfacción, me preocupé:
—¿Sucede algo? —dije.
—No. Pensaba en que nos conocimos en mal momento, algo tarde… ¿Por qué no apareciste hace un año o algo así? —Dijo al tiempo que tomaba su cobertor rojo y lo envolvía en torno a su cuerpo bronceado.
—¿Por qué mal momento? ¿Tarde?
—Liquidé todos mis asuntos aquí, pedí traslado y en quince días comienzo en una sucursal de Montevideo. Pero me voy pasado mañana, debo arreglar algunos asuntos de hospedaje en la capital antes de reintegrarme en la casa matríz.
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Fue un golpe, pequeño pero semejante a despertar en una realidad inesperada. Ante sus palabras lo primero que pasó por mi mente fue su imagen en la playa desierta el día en que la conocí. Es raro. Enseguira respiré profundo, como buscando reminiscencias de los mejllones al ajillo que preparó -con rotundo éxito- en dos ocasiones.
¿Por qué ante la inminente despedida asomaban en mi mente nuestros momentos iniciales? Así que visualicé todo nuevamente:
Era temprano en la mañana pero el sol estaba fuerte y ella observaba la lejanía sentada frente al mar. Al aproximarme noté que no llevaba sujetador, y para no parecer indiscreto comencé a silbar mirando hacia otro lado mientras seguía andando rumbo a mi sitio de playa favorito.
Lo cierto es que cuando volví a verla ya había puesto sus senos bajo resguardo y su perro, al que antes no había advertido, ahora correteaba en sus cercanías. El porte del animal era grandioso y me hizo recordar a mi entrañable Yin, mi último perro.
Tal vez quitada de su sopor por mi silbido volvió algo su rostro hacia mí e hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo. Era hermosa. Ya la había visto antes pero siempre con alguien, nunca sola. Saludé, saludó.
Me acerqué mientras se aproximaba a recibirme su hermoso dogo, al que acaricié y dije un par de frases. De inmediato calmó algo su ansiedad y como notando cuál era su lugar sacudió toneladas de arena con sus patas y se echó en el hueco que había formado. Sonreí, y por prestarle atención al can y el sonido del oleaje casi no oigo que ella iniciaba una conversación:
—Parece que te gustan los animales —dijo, y su mirada me encandiló.
—Sí. Pero ya no tengo perro. Desde que murió Yin… ¡Diez años conmigo! No he querido tener otro. Me encariño demasiado.
—¡Bravo! Espero que te encariñes con Oban. No es joven, lo tengo desde hace ocho años, pero ha de tener más. Me lo regalaron de cachorro pero no sé qué edad tenía entonces.
—¡Qué bueno! Me encantan los animales. Pero qué tal si mejor me contás algo de tu vida. Primero tu nombre, claro…
De esa forma comenzó el romance con Gertrudis. Cuando mencionó su nombre no pude decirle que era hermoso, mentir me cuesta un poco. Así que exclamé con dinamismo y buen humor: —Te llamaré Trudi. ¿Te parece?
—Preferiría que usaras el nombre completo, me gusta mucho. Pero llámame como gustes y te sientas cómodo. Mi segundo nombre es Estrella, pero lo odio.
Mientras hablaba la observé con detenimiento y decidí que conocerla a mayor profundidad bien valdría llamarla como fuese, aun a voz en cuello de ser necesario. Le dije “mi nombre es Luis”, y extendí la mano pensando en que no debía olvidarlo. Es que mi nombre verdadero es horrible, por eso siempre me presento con el primero que me viene en mente. En esos casos mentir no me cuesta tanto.
—¡Hola Luis, mucho gusto! —volvimos a estrecharnos la mano. Ante esa actitud la mantuve aferrada algo más de lo usual y la solté permitiendo a nuestras pieles deslizarse con lenta suavidad. No sé si Trudi lo notó pues agregó:
—¡Odio ese nombre! Es muy barato, muy usual, muy reiterado… ¿No tenés otro que te identifique mejor? Debo conocer al menos media docena de Luises.
—Rufino —dije casi con mi mejor sonrisa fingida y sin pensarlo.
—¡Me encanta! Te diré Rufi. ¿No te molesta? Trudi y Rufi. ¡Decíme si no suena bien!
Entonces dije alguna tontería que, por serlo, he olvidado. El caso fue que en forma instantánea comenzamos a charlar como si fuésemos viejos conocidos. Tal vez deba considerar mejor el rechazo que tengo hacia mi nombre verdadero. ¿En serio no es feo Rufino?
Trudi era amable y simpática, sus ojos brillaban al mirarme y estaba de acuerdo en todo lo que yo manifestaba. En algún momento, y pese a que era delgada, tuve la sensación de ser un toro de lidia siendo observado por una vaquillona enamorada.
Oban –un gran danés según ella– jugueteaba sobre la arena molestando a los ocupantes de sombrillas distantes mientras nosotros nos untábamos protector solar uno al otro. Habría apostado que sus pensamientos eran tan lujuriosos como los míos y sus manos... Lentas, suaves, tibias y audaces.
Durante las pausas en la conversación Trudi se distraía contemplándome con cierta melancolía, cosa que me pone nervioso pues creo que tengo más apariencia de Quasimodo que de Adonis. Me dio la sensación que me evaluaba, o comparaba con afectuosos recuerdos. Nada de eso. Hoy ya sé qué planes portaba su agradable cabecita, y el nombre de esta anécdota es sugestivo, casi un spoiler.
Creo que mejor es aguardar el desarrollo contemplando esos inicios románticos que a veces nos ocurren. En forma totalmente natural percibimos esa sintonía inmediata que nos augura buenos momentos. Es como si se encendiera dentro de nosotros una luz que ilumina ilusiones promisorias, esas que sin darnos cuenta nos deslizan sobre senderos sentimentales de ensueño.
Como he tenido mis fracasos amorosos siempre en esas instancias me pregunto “¿Cuánto durará esto?”, mas no en esa ocasión. De algún modo sentía que tenía en la mano todas las cartas de la baraja, que Trudi me seguiría donde fuese con alegría semejante a la de Oban, con quien también de inmediato nos hicimos grandes amigos.
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Tras esos primeros momentos antes narrados nos sumergimos en tres días de plena convivencia. Disfrutamos un oasis de calidez casi todo el tiempo. Fueron jornadas escasas pero contundentes en los cuales pasamos haciendo el amor y charlando durante largas caminatas sobre la arena. De ese modo transcurrieron cual soplo esos apacibles momentos que de pronto habrían de terminar.
El caso fue que su anuncio –aquél del inicio– me trajo de pronto a la realidad, nunca se me habría ocurrido que la despedida llegaría tan pronto. Antes de ese día –el de la ducha y la noticia de su alejamiento– nada había comentado al respecto y busqué alguna explicación. Así llegué a suponer que mantuvo su reserva para no insertar una sombra en el escaso tiempo que estaríamos juntos.
Nada dije en lo inmediato. Mi silencio se debió a que suelo asumir lo irreversible sin dilación. El sentido común indica que es vano luchar contra lo que no se puede cambiar, y más aún cuando se duda en cambiarlo si acaso fuese posible. Todo estaba decidido y laudado en cuanto a sus planes inmediatos. Ella interpretó mi silencio de otra forma:
—No pongas esa cara, voy a venir los fines de semana de tiempo lindo. Me gusta mucho este lugar y estar contigo. Si te hubiese conocido antes lo habría pensado más. Eso del traslado —y con aquellos ojos soñadores aproximó su rostro al mío y besó mis labios con ternura.
Besos suaves pero sabrosos aquellos. Para mí valieron tanto como esos otros besos, los bruscos, sedientos, intensos, que apenas un rato antes emitiera su boca cual explosión de súper nova. En su afanoso despliegue de ternura se descuidó y el cobertor rojo cayó al suelo. Lentamente, sin quitar los ojos de mí, se agachó, lo tomó y volvió a cubrirse:
—¿O preferís que lo deje en el piso?
Sonreí, aparté mi mirada hacia la ventana y dije: —¡Claro que sí! No lo levantes. Debemos disfrutar el tiempo que nos queda lo mejor que podamos.
—Lo estamos haciendo. ¿O no?
—¡Y cómo no! —respondí, recordando el plato que preparó el primer día que amaneció a mi lado. No soy muy adepto a los mariscos, pero en la ocasión Trudi cocinó en pocos minutos unos mejillones al ajillo que exigió acompañar con un buen vino blanco que trajo junto con los mejillones, cierto “Verdejo” español legítimo, que para mí sabía igual que el “Cualquiera”, universal y al uso corriente que acaso tomo de vez en cuando sin leer la etiqueta. Luego agregué:
—Queda otra botella de verdejo, vendría bien abrirla para la despedida y por supuesto, para acompañar otra fuente de esos mejillones que preparás y tan sabrosos te quedan.
—Sí, como pida el señor —dijo. Al sonreír guiñó un ojo y tres albos dientes le brillaron al sol. Ahí sí, la verdad, me dio un poco de lástima que se fuera. Ahora pienso que es fotogénica, y me apena no habernos sacados ni una mísera selfie.
—Pero antes que nada quiero pedirte un grandísimo favor —dijo, iniciando el diálogo que me privaría de los mejillones—. Sos el único en el mundo que puede ayudarme. La “amiga” –con ambas manos puso paréntesis en el aire a esa palabra– con la cual vivía se negó rotundamente a cuidar a Oban y quiere que me lo lleve. ¿Vos podrías?
Ese “vos podrías”, con caída de ojos y gesto lastimero partía el alma. Tuve que contenerme para no gritar que sí, que le cuidaba lo que quisiese y también lo que no quisiese porque amo a los perros y las mujeres hermosas.
Si fuese un irresponsable no podría negarme a algo tan simple. Pero mis recursos son magros y ese animal devora carne como yo tomo agua. No podría pagar su manutención y mucho menos confesárselo a Trudi: comprendería que soy un pelagatos indigno de su compañía. Debía hallar una solución satisfactoria para ambos: Oban y yo.
—El departamento es chico, no tengo patio y no quiero encariñarme con otro animal. Mucho menos uno que ni siquiera me pertenece—dije, empleando la mejor actitud que pude de buena disposición y cordialidad—. ¿Qué pasa si un día cualquiera –así como ahora– me decís que te vas y te llevás a Oban?
—Entiendo. Si me lo llevo quedarías llorando por el perro, porque yo no te importo.
—Vivo en este monoambiente, cuarto piso de un edificio donde está prohibido tener animales. ¿Por qué pensás que lo dejamos atado en el patio del costado?
—Creí que era para dedicarnos uno al otro en exclusiva. Si hubiese pensado que era por eso no habría subido nunca.
El brillo encantador de sus ojos se volvió metálico. Su sonrisa dio paso a un ceño fruncido que habría dado escalofríos tanto a Hitchcock como a Stephen King. Levantó con brusquedad el cobertor rojo y lo aplicó con exagerada presión contra su cuerpo, tanta que la imaginé sacando una larga y exhausta lengua morada.
Tal vez pensarla de ese modo me causara gracia –o puede también que comenzara a ponerme nervioso– lo cierto es que casi sonreí y de seguro mis labios, así como atendieron su beso tierno, en esa ocasión se prepararon para reír.
—¿En serio? ¿Vas a reírte? ¿Te reís? ¡No te importo nada! —dijo con más dureza de la necesaria, lo cual desató de inmediato mi hilaridad.
Sin poder evitarlo lancé al aire varias carcajadas. Son de los nervios, algo similar me ocurrió en un restaurante italiano exclusivo cuando perdí a Lourdes, el amor de mi vida. Como si hubiese comprendido, de inmediato Trudi atemperó su actitud:
—Decíme que es broma. Me cuesta creer que serías tan poco gentil, ingrato e insensible, como para negarme una pequeña ayuda. ¿Estuviste fingiendo todos estos días? ¡Ah, claro, me voy! Es eso. Hasta que venga a pasear no obtendrías ningún favor a cambio. Durante mucho tiempo no gozarías con mi cuerpo ni con mis mejillones, y eso no lo podés tolerar.
—¡No es eso! No seas así...
—¡Pobre Oban! Ni él te importa. Me preguntaba cuál sería tu defecto, ahora lo sé: ¡Sos un interesado estúpido y egoísta!
—¿Qué? ¡Para nada! Me gustás, me caés bien y te aprecio. También me preocupan tus problemas y quisiera ayudarte… Pero no puedo aceptar hacer algo que no estoy en condiciones de realizar. ¿Y si me piden que me vaya? Podría hacerme cargo de tu perro un día y siempre que permanezca afuera, dos quizás… Pero lo que me estás pidiendo atenta contra mi modus vivendi.
De un tirón se quitó el cobertor rojo, lo lanzó sobre la cama y sin aguardar un instante ni decir más se dirigió al baño. La seguí con la mirada. ¡Sí que es hermosa desnuda! Busqué mentalmente una solución y no se me ocurrió nada. Raro, pues suelo tener ideas ingeniosas.
Pronto sentí correr el agua de la ducha. En esta oportunidad evité meterme yo también, dada la situación no volveríamos a hacerlo como en anteriores ocasiones. Lo pensé como forma de calmar con sexo nuestros arrebatos, para liberar nuestra furia con el mejor ejercicio que existe. Pero sus facciones habían cambiado tanto que hasta temí que de ir con ella terminaría ahogándome bajo el grifo (es broma, ella no haría eso... ¿O sí?).
Además no era solo por su animosidad, sino también debido a la caída de mi estado de ánimo. El amigo parecía un ridículo globo desinflado. Puse su cobertor rojo sobre mis hombros y, acodando los brazos en el alfeizar de la ventana, dejé vagabundear mi mirada hasta perderla en el horizonte.
Salió en silencio y sin decir una palabra comenzó a vestirse. Como se puso la camisa celeste que me regaló –y nunca llegué a estrenar– supuse que estaba calmada y en unos minutos nos trenzaríamos otra vez sobre las sábanas. Así que no le dije nada y de inmediato me fui a duchar.
Cuando salí el amigo estaba estimulado, el agua jabonosa y tibia lo había despertado. Es que bajo la duche estuve pensando en mantener el tema de Oban stan-by. El tiempo que nos restaba para estar juntos podría permitirnos hallar alguna solución. No todo estaba perdido y salí de buen humor.
Pero Trudi estaba completamente vestida, casi por demás pues frío no hacía. Sentada ante la mesa hacía tamborilear sobre ella los dedos de su mano derecha. Con la izquierda sostenía un cigarrillo y lanzaba más humo que una locomotora. El amigo corrió a esconderse.
Al volver a dirigirle la mirada me pareció advertir que su furia había menguado. Pero viendo más en profundidad eva evidente que sus ojos ya no tenían aquél brillo de vaquillona enamorada. Me senté ante ella sin dejar de observarla, supongo que de entrecejo arrugado o al menos dolido.
—Vas a cuidar de mi perro. Estabas tomándome el pelo. ¿Cierto?
Eso sí que no lo esperaba, y menos que su antigua sonrisa asomase otra vez. Era tenaz, persistente… Claro, tres días no dan para conocer a nadie. Recién entonces comencé a atar cabos, a sumar detalles que no vienen al caso, a desconfiar de tanto cariño. Igual continué con mis pretextos:
—Creo que de todo lo que podrías pedirme diste en el blanco con lo que no puedo hacer. Es así. No es broma ni mala disposición. Me duele en el alma, pero no puedo quedarme con Oban.
—¡No es quedártelo! Es cuidarlo hasta que tenga licencia.
—Unos días. ¿Y después otra vez lo mismo? Si hubiese la mínima posibilidad, incluso hasta mudarme a otro sitio, aceptaría. Pero hace más de un año que estoy buscando nuevo alojamiento y no lo encuentro —dije, por supuesto sin aclarar que estaba allí a media renta pues el dueño es un viejo amigo de mi padre. En el balneario no podría pagar el alquiler en otra parte.
—¡Cómo me hiciste perder el tiempo! Te vi pasar con esa carita de bueno, tan campechano, tan inocente… Con esa timidez, con tantos reparos por tu nombre prehistórico... Ganaste, me hiciste caer como a una idiota. Compré tu máscara de nene bueno.
—No entiendo por qué decís eso. En todo momento jugué limpio. Nunca prometí nada.
—Pero hay cosas que se sobreentienden. Supuse que lo nuestro iría más allá de la custodia de un perro. ¿Qué hago ahora con Oban? ¿Dónde consigo una persona que me lo cuide?
—No sé. Pienso en alguien que pueda hacerlo pero no se me ocurre nadie.
Se puso de pie bruscamente. Juntó todas sus cosas y cuando estuvo lista dedicó otro momento en insistir:
—¿De verdad no querés verme nunca más en la vida? Porque tu negativa implica eso… ¡NUNCA MÁS!
Resaltó en gran forma su “nunca más”, tan rotundo que a un incauto lo heriría de muerte. Esa actitud dejó al descubierto la realidad de sus intenciones. Sin llegar a encogerme de hombros hice esa mueca de impotencia que sugiere que el asunto escapa a nuestras posibilidades: palmas hacia arriba y gesto de circunstancias. De nada sirvió, si acaso no fue peor.
—¡Qué indolente de mierda! —Exclamó yendo hacia la puerta que abrió con apariencia de salir como espantada—. Rufino… ¡Rufían deberías llamarte!
—¡Olvidaste el cobertor rojo! —avisé.
—¡Metételo en el culo, sorete! —y salió dando tal portazo que tembló toda la estructura del departamento. Fue tan grande el golpe que la hoja de madera rebotó y volvió a abrirse. Sin pensar en lo cursi que me volvía con esa frase se la grité:
—¡Esperá, aún nos queda el día de mañana para estar juntos!
Se volvió a medias y con su dedo medio (digitus impudicus) –ese que significa “que te den”, “que te jodan”, “fuck you” “andate a la…” – me lo dijo todo sin palabras. Y se fue.
Se puede hallar compañía facilmente, tener sexo, compartir caricias... ¿Pero y el amor? ¿Cuándo se da eso? ¿Cómo es? Siempre faltan piezas en ese puzzle.
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De esto hace más de seis meses y ya casi la había olvidado. Mas tal parece ha vuelto por las vacaciones –o la echaron del trabajo por su carácter de mierda– pues a diario la veo en la playa. Procuro no cruzarme con ella, observarla o verla: absolutamente no. Tengo la certeza que en aquél momento me aceptó pues necesitaba quien le cuidase el perro.
Aunque tiende su esterilla en un sitio muy cercano al que bien sabe es mi lugar favorito, entiendo que no optó por estar allí esperando reconciliarse. Al contrario, creo que lo hace para que pueda desearla a gusto. Cuando realiza ejercicios en la arena apunta hacia mi ventana la tanga cuyo hilo dental se esconde en su trasero. Me viene hambre, pero lo tolero.
Su actividad social se ha visto incrementada pues casi nunca está sola ni la acompaña la misma persona. Pero nunca se observan entre ellos acciones indiscretas ni acercamiento físico. Aunque a veces creo que me busca, en otras ocasiones supongo que aún no encuentra quien cuide a Oban.
Si estoy en las inmediaciones el buen animal me detecta enseguida y corre a que le haga unas fiestas. Lo acepto, pero me cuido de estar siempre en sitios donde Trudi no pueda verme. A veces me pregunto qué diría ella si alguna vez advierte que estoy jugueteando con Oban a sus espaldas.
Y me divierte escuchar sus gritos –imaginarios e inexistentes, por supuesto– manifestando frases duras como: “Oban, no te acerques a esa mierda”. También he pensado en las cosas que me diría a mí personalmente en tales situaciones. Insultos. ¿Qué más podría ser?
Es amable y simpática, también buena amante. Pero si lo pienso fríamente, lo que más extraño de Trudi es su actitud de vaquillona enamorada acercando a la mesa, vestida apenas con un pequeño delantal que no alcanza a cubrir sus pezones, aquellos inigualables mejillones al ajillo cuyo aroma a veces deja llegar hasta mi ventana.
En tales ocasiones me pregunto: ¿Será que todavía le gusto? Y sea cual sea la respuesta que mi yo íntimo circunstancial manifieste, me encojo de hombros y distraigo evocando algún pensamiento ajeno a su existencia.