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Una de las carreras en la cuales Munino entró último

Como aquí se lo muestra no pasaría de alcohólico aburrido, pero Don Cardaccio supo ser profesor de literatura adicto al turf y las mujeres hermosas.

También destacó -aunque algunos lo tilden de mitómano- como fabulador oral, entreteniendo al personal durante los festejos del pueblo. Ayer acaba de estrenar su cementerio privado con un éxito mortal.

Munino primero

El adolescente ingresó al bar con la libreta de apuntes abierta en una flamante hoja en blanco y el lápiz trabado sobre una oreja. El viejo Cardaccio miraba distraído por la ventana que daba a la terminal de ómnibus, intentando comprender si el que vivía era un día más o un día menos.

Más allá y rodeado de botellas con diferentes tipos de alcohol, el cantinero aseaba vajilla y de cuando en cuando pasaba un trapo húmedo sobre el mostrador, siguiendo con sus movimientos la melodía de una vieja radio que se mantenía firme a sus espaldas.

Resuelto, seguro de sí mismo, el joven se dirigió a sendos hombres. Se manejó como lo haría un reportero de raza solicitando una entrevista a la personalidad del momento. Explicó su obligación de presentar en su clase de periodismo un artículo interesante sobre ese pueblo, recientemente elevado a la categoría de ciudad, y confiaba en que uno u otro pudiera recordar algún acontecimiento, anécdota, o situación digna de ser narrada.

—Aquí nunca pasa nada —dijo el viejo, desentendiéndose y volviendo sus ojos hacia la calle.

—Cierto. Nunca pasa nada —agregó el cantinero meneando la cabeza. Al menos su actitud dejó en el joven la sensación de haber sacudido -aunque en vano- el polvo de su memoria.

Durante unos segundos nadie habló y sólo la radio navegó la quietud de la mañana. El muchacho logró hallar una frase con la cual insistir para inducirlos a hurgar en el pasado. Iba a expresarla en el mismo momento que Cardaccio miró al cantinero dispuesto a pedir su primera copita del día. Por su parte, desde su mundo y luego de aguzar el oído atendiendo a la radio, el cantinero exclamó:

—¡Escuchaste eso! ¿Oíste?

—No —contestó el viejo un tanto sorprendido—. ¿Qué cosa? ¿En la radio?

—Sí. Lo acaban de decir: anoche murió Munino.

El viejo Cardaccio abrió grande un par de ojos incrédulos:

 

—¿Será Munino? ¿Nuestro Munino?

—¿Quién más? ¡Claro que es él! No te mentiría después de las broncas que te hizo agarrar.

El semblante del viejo cambió, ensombreciéndose. Luego un brillo de astucia cruzó sus ojos, y dirigiéndose al joven recién llegado manifestó tres frases aparentemente inconexas:

—¡Ahora sí estoy perdido! No hay dudas que hoy es un día menos de los que me restan —y dirigiéndose al muchacho al tiempo que le señalaba una silla exclamó: —¡Tuviste suerte y tendrás una historia!

El rostro del joven floreció con pequeños brotes de entusiasmo y expectativa. El cantinero cesó sus movimientos, apagó la radio, y se acodó sobre el mostrador enarbolando una risueña mueca de asombro y curiosidad.

Cardaccio, sintiéndose dueño del auditorio, decidió marcar una breve pausa. Así que se agitó con aparatosa y fingida inquietud para luego volverse demandando al cantinero un trago doble.

El joven, que se aprestaba a realizar apuntes de las declaraciones que habrían de suministrarle, con tanta demora sentía aumentar su ansiedad y disminuir su paciencia. Se aplacó su inquietud cuando el viejo, tras beber un par de sorbos cortos y seguidos, largó su voz iniciando el hilván de su comentario.

—Desde que esta ciudad era un puñado de casas hasta hoy, nadie más que Don Asino Malasno Caballini ha tenido nombre tan sonoro. "Munino" le decían, y no se sabe muy bien la razón. Su nieto, que estudió conmigo y de no haber muerto tendría, como yo, setenta años, suponía que el mote se debía a sus primeros balbuceos, intentando decir "muy lindo" o algo por el estilo. No importa. Lo cierto es que en la primera escuela que tuvo el entonces pueblo, sólo un salón ha llevado nombre y es el suyo. Sepan que cuando yo fui escolar ese hombre andaba ya por el medio siglo de vida, y nada ameritaba semejante distinción. Pregunté a su nieto la razón del homenaje y manifestó que se debía a la calidad de primer egresado que tenía su abuelo, habiendo cursado en dicha escuela todos los años. En los primeros seis años de vida de la escuela hubo festejos especiales y se bautizó el salón de sexto año con su nombre. Tal parece que desde entonces le tomó el gustito a eso de ser el primero.

—Esa no es una buena historia —interrumpió el joven, dejando de escribir y denotando impaciencia y desilusión. El cantinero asintió con la cabeza y un gesto de sus labios secundó la afirmación del muchacho.

—¡Aun no termino! —exclamó el viejo Cardaccio molesto y contrariado. Bebió un largo trago, y luego de apoyar con energía la copa sobre la mesa señaló al muchacho con su índice:

—Nunca te apresures... No procedas como aquellos que comprenden lo que significa vivir cuando sienten el soplido de la guadaña sobre la nuca. La vida a veces resulta ser pesada carga, y en parte se debe a que no le tenemos paciencia. Si yo la hubiese amado como ella merece quizás todo me habría dado, porque la vida es una mujer que necesita ser llevada por el mejor sendero, tratada con sentido común y justicia.

Hizo una nueva pausa, volvió a acomodarse en la silla, y continuó:

Y Munino sabía esto que te he dicho. Él hacía un culto de las pequeñas cosas. Te diré por ejemplo que en cierta ocasión Pedro, su nieto, me mostró sus medallas. Campeonato de billar primer puesto, de naipes primer puesto, juego a las escondidas primer puesto y cuanta bagatela exista primerísimo puesto. Además, certificados de asiduidad, de puntualidad, de mejor desempeño... A todo primero con diplomas y constancias, que no enumeraré pues termino a la noche. Sí diré que durante el transcurso del primer partido del “Deportivo” en su cancha propia atajó un penal. Sobre el final de la contienda futbolística aún no se habían convertido goles y pidió para lanzar un tiro libre. Ya se habrán imaginado, y lo diré aunque esté de más: ese día se consagró en ser el primero en contener un tiro penal y primero en anotar un tanto en el primer campo deportivo del pueblo. Tales logros forman parte de la memoria colectiva de la ciudad, aunque yo todavía no era nacido. Además, no era asunto de que él buscara sobresalir siempre, por eso su leyenda relata varios casos fortuitos. Uno de ellos da cuenta de la tardecita en que se entera de la inminente inauguración de un burdel y luego de ingresar se sorprende de ser el primer cliente. Lo rodearon algunas chicas entusiastas que en ese entonces eran tres menos que ahora, si eres de por aquí tú sabrás... En la ocasión, además de permitirle estar un rato con cada una ninguna de las dos le cobró la atención.

En ese punto, y mientras el cantinero hacía cálcunos con los dedos, el viejo detuvo su narración para vaciar la copa. Luego, sin decir palabra observó al joven, y moviendo cabeza y ojos en dirección a la copa vacía insinuó que continuaba con sed.

El muchacho, que pensaba estar perdiendo el tiempo y escribía con desgano, pidió al cantinero que volviera a servirle. Mientras el hombre se acercaba con la botella, el joven observó a Cardaccio desde su rostro adusto y exclamó:

—Todavía no veo que tenga importancia lo que me está contando. Está servido y otra copa no pagaré, así que no me haga perder tiempo.

—¿Tiempo? ¡Aún no tienes noción del tiempo! —contestó el viejo, tan risueño que el cantinero también sonrió.

—Si tu reloj está agobiado es de ver el trabajo que tiene por delante y no el que ha realizado. Pero puedes ir a investigar a la iglesia o al periódico local si es tu deseo. ¿Y sabes qué? Ni el cura ni el editor lleva aquí más de veinte años. Es interesante lo que puedan decirte mis labios sobre Munino, y además muy importante para mí hacerlo, de ese modo tal vez yo mismo encuentre diferentes respuestas a la circunstancia que su muerte hace recaer sobre nosotros.

Dicho esto el semblante del veterano cambió, y bajando el tono de su voz le agregó un dejo de misterio.

—Debido a ese señor he acarreado la vida con la sensación de que ella me ha estado ocultando algo. Algo que no veo. Que si veo no advierto. Que si advierto no comprendo y si comprendo no acepto. ¿No te pasa a veces?

El muchacho meneó la cabeza y el viejo de inmediato agregó: —Ya te pasará.

—¡Está bien! Continúe pues con su "hombre primero en todo" y veremos como termino yo con estos garabatos que me está haciendo anotar.

El narrador dejó sus ojos sobre la copa y su índice, flaco y con una larga y negra uña, comenzó a girar sobre el borde húmedo. El cantinero miró la hora y respiró profundo, su mano dio un giro de trapo sobre el mostrador y se detuvo ante un carraspeo de Cardaccio. Luego sintió su ahora trémula voz resurgiendo, como escapada desde alguna grieta del piso.

—Crecimos. Allá por mis treinta años vengo a enterarme que Munino estaba muy mal de los riñones y lo único que podía salvarlo era un trasplante. Pensé en donarle uno de los míos, entonces sanos y fuertes. Sería yo el primero en el pueblo en donar un órgano, cosa que ni siquiera Munino había realizado. Pero en el ínterin que me llevaba de la idea a la acción le encontraron un donante y le propusieron el traslado a la capital para realizar allí la operación. Por lo contrario, él insistió con ser intervenido aquí mismo. De ese modo fue, no sólo el primer hombre con cirugía mayor del pueblo, sino el motivo de la primera intervención quirúrgica de esas características que aquí se llevó a cabo. No me importó, él ya andaba por los ochenta y era de suponerse que la sucesión de sus podios y plusmarcas no llegarían más lejos. También daba la sensación que nada había dejado para innovar. Ya contaba, entre tantas cosas más, con la primera dentadura postiza, el primer vehículo motorizado y el primer viaje a Europa. Además, de logros y andanzas de otros sujetos nadie jamás hablaba. ¿Qué importa un logro aislado de un fulano anónimo?

El viejo se interrumpe nuevamente. Toma otro trago. Luego desliza la mano debajo de su ajada gorra marrón para arañar su nuca como queriendo separar recuerdos. Se oye algarabía de niños llegar desde la distancia. El joven y el cantinero miran hacia allí, el viejo no, cavila distraído.

Sin que nadie lo ordene el cantinero se aproxima y vuelve a llenarle la copa. El muchacho aguarda en silencio, aunque de cuando en cuando amplía sus apuntes con detalles del personaje que tiene enfrente, afinando el retrato de su rostro a medias velado por el reflejo de la mañana que brilla tras el ventanal.

El viejo Cardaccio sonríe, por su cabeza ha desfilado la idea de ponerse de pie y salir a caminar, recorrer las calles quietas, detenerse acaso en la plaza y disfrutar de otro día más de vida. ¡Eso es! Otro día más de vida.

Evalúa abandonar esa historia por allí, dejando en plena vigencia la vida magna de un primerísimo pura sangre. Sin embargo, recorre con su lengua la sequedad de sus labios y continúa.

—Tiempo después llegué a ser Alcalde por un período y propuse a la comisión de vecinos la creación del cementerio privado. Lo hice debido a que en el público estaba quedando poco sitio, y no lo hubiera hecho de suponer que le pondrían mi nombre. Al plasmarse allí ni nombre, como el de Munino en el aula escolar de sexto grado... ¿Sería yo el primer egresado, el primero en ir a parar a ese lugar? ¿Hay en el mundo algún cementerio con nombre de persona? Digan que sí, pueden asegurarlo pues en esta ciudad hay uno. Con eso nada más ya sería para usted suficiente nota jovencito. Mas no es ese el tópico de mi relato, como ya verá.

El muchacho lo observa por primera vez expectante. Su actitud lápiz en mano da la impresión del velocista aguardando el estruendo del arma que inicia la carrera. El cantinero se permite varios giros nerviosos de trapo sobre la madera barnizada. Una mosca zumbadora deambula ente ellos y Cardaccio la sigue un segundo con la mirada, luego prosigue:

—Munino fue un gran colaborador para la creación del cementerio. Era el más viejo entonces, el último de su generación, e incluso su hija y su nieto habían fallecido. Si la memoria no me falla rondaba los noventa y cinco. Como era de esperarse, en su momento la comisión me solicitó que fuese yo quien hablara durante la inauguración, y tan ocupado estuve durante esos días con el discurso que me pasó totalmente desapercibida la partida definitiva de Munino hacia la capital. Tal vez a priori ustedes no encuentren nada raro en eso, también yo me tomé algún tiempo en comprender todo. Es posible que el propio Munino, al ingresar en el grupo precursor para la creación del cementerio privado, no pensara en lo que hacía y más tarde sí, quizás con pánico, comprendiera que se estaba cavando la fosa. Si alguien debía ser el primero en descansar allí era él.

Los otros veían al narrador confundidos, parecían no comprender el sentido de sus últimos comentarios. Él lo notó y sin dejar pasar un nuevo instante preguntó:

—¿Dudan ustedes sobre quién sería el primero en habitar el cementerio? Bueno, él no lo dudó. Por eso huyó luego de proponer, magnánimamente, que llevara mi nombre. ¡Fue su propuesta! La primera vez que pensé en las causas de su partida reí de su candidez. Hoy puedo asegurar que el cándido he sido yo. Sepa jovencito, y el cantinero no me deja mentir, que hace cerca de diez años que aquí no muere nadie. El cementerio privado no ha recibido ni un miserable huésped. ¿Comprende lo trágico de la muerte de Munino? A partir de hoy muchos comenzaremos a morir. ¿Y quién será el primero ahora que Munino no está? ¿No sería evidente, paradójico y hasta risueño que fuese yo?

Mientras el joven releía sus notas Cardaccio se alisó el bigote y agregó luego: —Mire joven, usted recordará esto en el futuro y comprenderá que presenció toda una disquisición filosófica, que un viejo profesor y carrerista, jubilado de ambas actividades, en un cafetín perdido le confesó una mañana.

—¡Espere, no me la complique! —Exclamó el muchacho cerrando su libreta—. Tampoco estoy preparando la tesis de un doctorado.

—¡Ah, cuídese mucho! Yo también estuve al borde de una tisis, ya un poco más mayorcito que usted —dijo el viejo sin poder afianzar un mal fingido dejo de inocencia.

—De qué me serviría explicarle... —concluyó el joven dirigiéndose al cantinero. Aquél levantó los hombros como si le importara lo mismo la caída de una hoja o que estalle el planeta.

—¡Está bien! —Dijo Cardaccio—. ¿Quién no fue joven en la adolescencia? ¡Difícil me resulta serlo ahora!

—¡No lo parece! —exclamó risueño el cantinero meneando la cabeza.

El joven se puso de pie lentamente sin agregar nada. Pensaba en el título: "Charla con un hombre muerto", "Mi cementerio privado", "Al fin primero", entre otros. Paga al cantinero su deuda y le dice en baja voz y con sarcasmo: —Le dejo una paga para mañana, si es que entonces todavía respira.

El cantinero finge una expresión acorde a la circunstancia y advierte: —No hay que creerle mucho a los viejos de los pueblos, suelen fantasear.

—Su amigo ha entendido que yo necesitaba una historia y me la ha dado —dice el joven al salir—. Si me pusiera a dudar correría el riesgo de quedarme sin nada. ¿No le parece?

Sin decir palabra los dos hombres siguen con sus miradas el rumbo tomado por el muchacho al marcharse. Luego el cantinero vuelve a encender la radio y el viejo le pregunta:

—¿Es cierto que murió Munino? Semejante nadería no irían a decirla por la radio.

—Murió sí. Lo comentaron por haber sido un accidente. Se quebró el cuello en una rodada durante la última carrera de ayer, el jockey está algo magullado pero bien.

—¡La plata que me hizo perder ese burro! Sus mejores presentaciones fueron dos terceros puestos. ¡Y uno lo miraba y se fingía Pegaso! ¡Ése andar! Pero nació con destino de calesa. ¡Loco de mí hacerlo correr! Munino Primero ¡Qué ironía pretender inaugurar con él una dinastía de ganadores! Sólo yo.

—Al menos pudo venderlo.

—¡Y sí! Con la estampa que tenía no era para menos —exclama Cardaccio levantando los brazos—. No pienses tampoco que he exagerado, los sueños que tuve con ese holgazán menguan la historia que le urdí al muchachito pretencioso.

—No se queje, Munino se despidió haciéndole ganar dos copas.

El viejo medita un momento con la mirada perdida más allá del retrato de Carlos Gardel.

—¡Las de alcohol! —dice, como descubriendo un detalle desapercibido—. ¿Una del muchacho y otra tuya?

—Sí —contesta el cantinero—. En realidad te las manda Munino Primero.


 

—Entonces fueron tres, pues el joven pagó dos. Así que... ¡A servirme la otra! Debo brindar por ese maldito hijo de tortuga. ¡Si al final hasta le había tomado cariño!

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