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¡Si Chejov lo supiera!


De coleccionistas y escritores. Entre inspiraciones y lagunas. A propósito de amistades y abusos.

 

En definitiva, de cómo surgen las  razones para escribir que tiene el protagonista de la historia.

El cenicero

A nadie escapa que el coleccionismo contamina con cierta compulsión obsesiva a los portadores de tal inquietud, a veces con curiosas derivaciones. Como apoyo a lo manifestado mencionaremos algunos de los casos presentados en sus “Crónicas inverosímiles” por Demóstenes Falazzi, sujeto del que hablaremos con mayor amplitud más adelante.

 

Uno de los comentarios referidos es el del aficionado a las armas que logró, mediante sobornos a funcionarios de la policía neoyorquina, hacerse de la pistola que dio muerte a John Lennon. Lo inusual del evento fue su actitud posterior: hacer descender hacia el averno contenido en un crisol de metal fundido el arma homicida, mientras contempla consternado tal acción desde un sitio elevado. La había colgado de un humilde alambre que parecía temer llevarla y aquella se sumergía, penitente, derritiéndose con todo y balas ante los ojos vidriosos del vengador.

 

Cuando nos enteramos de este tipo de sucesos únicamente podemos aceptar como valedero el hecho indiscutible del lamentable crimen que lo originó, lo narrado no deja de ser un comentario accesorio y acaso artero que la gente crédula disemina por el mundo.

 

Otro ejemplo de extravagancia expuesto por Falazzi en su libro narraba el periplo de cierto millonario indefinido sexualmente quien –según ciertos datos exclusivos del autor– habría llenado de perforaciones toda Jutlandia buscando la calavera de Yorick(*) tras respuestas existenciales imprescindibles; anécdota cuyo significado y veracidad sólo han dejado un cúmulo de dudas.

 

Así es que algunos se obsesionan con acopiar gloria, otros amores y los más, penurias. Del mismo modo los hay quienes prefieren naufragar bajo tópicos mundanos y materiales, como ser billetes de banco, sellos postales, calzado y vestimentas, tatuajes, amores, insectos y cualquier cosa que uno pueda imaginar. Héctor Coll, el hombre que ha motivado el nacimiento de esta historia, coleccionaba ceniceros.

 

Los tenía diseminados por toda la casa y un ocasional visitante podría distraerse un buen rato apreciando la diversidad de tipos, formas, materiales y colores de aquellos adminículos. El invitado sonreiría, seguramente, al enterarse de que tan peculiar coleccionista jamás ha probado un cigarrillo y con discreción se aparta de los fumadores en toda ocasión.

 

Dado el cuantioso número de semejantes recipientes, es aceptable suponer que si alguno desaparecía Coll pasaría cierto tiempo sin notar la falta. Sin embargo, en la oportunidad que veremos le fue sustraído aquél de significado mayor. Éste era el único cuya historia ostentaba larga data y gran simbolismo, si es que efectivamente había pertenecido a Chéjov, como le fuera asegurado en un negocio suburbano de Marsella, donde lo obtuvo con grata satisfacción e irrazonable esfuerzo pecuniario.

 

Por supuesto, contaba con el comprobante original, en ruso, que avalaba su procedencia, y si nunca lo había mandado traducir se debía exclusivamente a la buena fe con que había realizado la compra al simpático comerciante. Es que no todos andan viajando con la suspicacia de que si alguien está demasiado feliz de negociar con nosotros se deberá cuestionar nuestra conveniencia antes de cerrar trato. Su señora lo ponderaba de romántico, paradójicamente, sólo cuando trataban el tema del invocado documento.

 

Resultaba curioso que en muy pocas oportunidades había narrado Héctor el origen de su pieza más preciada, discreción que ni siquiera él sabía a qué atribuir. Por tanto, prefería comentar sobre aquél que adquirió en Machu Pichu y de pura suerte no dañó un funcionario de la aduana de manos inconsistentes. El de otro, metálico y con figura de calavera que hizo desprender del manubrio de su Harley a un barbudo nauseabundo en pleno festival de Woodstock ante los joviales ojitos de su novia apodada “Cenicienta”. O de los cinco, uno de cada ciudad, cuando su excursión a Río Grande do Sul.

 

Tal vez referiría su historia, uno por uno, de los pertenecientes a bares, hoteles, oficinas y casas de amigos; aclarando que en cada caso el objeto había sido adquirido, y cuanta insistencia, verguenza, y hasta súplicas debió aportar por alguno de ellos.

 

 

Cierto escritor amigo suyo –y desde estos últimos tiempos no seré el más apropiado para elevar una frase de advertencia sobre el comportamiento de tales individuos– llegó a enterarse por tercera persona de la existencia del cenicero de Chéjov. Por cierto, este mentado escritor no es otro que Demóstenes Falazzi, de quien ya algo hemos oído. Falazzi admira a Chéjov y si algo colecciona son sus textos, además del gusto por alardear sobre sus conquistas amorosas… Las suyas, no las de Chejov.

 

Este señor sí fuma, mas conocedor de la fobia al tabaquismo de Coll, al visitarlo evitaba contaminar el ambiente y hacer justicia con la condición y utilidad de los ceniceros.

 

Derivando sus ojos sobre uno y otro cenizal, Demóstenes intentaba adivinar cual era el que le interesaba sin atreverse a preguntarlo. Esperaba que algún día su amigo se lo confesara y tal vez, sólo tal vez, se atrevería a pedirlo prestado durante un par de días. Lo colocaría a su izquierda y encendería un cigarrillo evocando al fantasma del ilustre escritor ruso. Hasta es posible que invocara a tan grande inspiración dormida desde su muerte para derramarla sobre el papel del modo que jamás él, con su goteado arroyuelo, pudo hacerlo.

 

—¡Por supuesto! —Se decía, y llegó a comentármelo—. Es irracional suponerlo. Y sin embargo...

 

A Falazzi se le develó la incógnita el día que la hija de Héctor Coll se comprometió en matrimonio. En tal oportunidad Coll narró a sus futuros consuegros la historia de su reliquia sagrada, enseñándola con orgullo mientras el padre de su yerno ponía menos interés que quien observa una mosca en el techo.

 

Algo apartado Demóstenes Falazzi observaba la escena con ostensible disimulo, cosa que sabemos puede hacerse de forma menos notoria. Es que alguien en ese momento le comentaba algo, limitándose él a sonreír y cohonestar vaya uno a saber qué cosa. En realidad escuchaba cada una de las palabras de Héctor, algo más tenues de lo que hubiera sido su gusto.

 

A pocos pasos el coleccionador decía: —...y el periodista Korolenko le preguntó “¿Cómo hace usted maestro para idear un relato?” A lo que Chéjov contestó: "Así" Y tomando este cenicero de su mesa se lo exhibió agregando: "Mañana tendrá usted un cuento llamado El cenicero".

 

Demóstenes Falazzi sintió de inmediato una atracción mayúscula por el modesto utensilio que aun Héctor sostenía en su mano. También tuvo la acertada sensación de que la curiosidad del otro hombre era fingida y en realidad deseaba hablar de los pormenores de la boda, pues de inmediato mencionó el relevante suceso que se avecinaba. Por lo tanto Falazzi volvió a poner atención en quien estaba a su lado, que al parecer había preguntado, sin ningún tipo de contemplación pero en modo por demás amable:

 

—Disculpe, no le oí. ¿Cómo decía?

 

Cuando Demóstenes Falazzi se retiró esa noche el cenicero viajaba en su abrigo. Se decía, no sin cierta razón, que con el revuelo de las nupcias, la fiesta y los apurones, su amigo no notaría la falta. Pensaba además en volver en un par de días a reponerlo, y nada perdemos en suponer que llevaba sanas intenciones de hacerlo.

 

Lo cierto es que aquél –tal como tantas veces lo había imaginado– colocó el cenicero a su izquierda sobre la mesa, encendió un cigarrillo, y comenzó a escribir con tanta elocuencia y tesón como nunca antes lo hiciera. A veces equivocaba conceptos o no usaba la palabra adecuada y le parecía que Chéjov se acercaba en su auxilio aconsejándolo en buena forma. Cuando sentía que tal cosa ocurría se permitía una breve caricia al cenicero y le parecía ver al viejo escritor palpando su barba con actitud aprobatoria. Si el amigo Héctor hubiese tenido ocasión de contemplarlo en medio de su éxtasis creativo, quizás se habría sentido orgulloso de obsequiarle tan inspiradora fruslería.

 

Quien intenta narrar fielmente estos sucesos descree de todo tipo de superstición, fetichismo o presencias espirituales. Aclárese tal cosa por cuanto ocurrió con Demóstenes Falazzi en aquellos momentos, y aportamos la idea de que su destello lírico se debe al mero azar, cruel y esporádico. En beneficio de sus aptitudes el escritor afirmará, durante el resto de su vida, que la sugestión que le causaba el amuleto inerte estimulaba y guiaba los erráticos vuelos de su musa.

 

Casi en el mismo instante en que Falazzi comenzaba a pensar que no podría devolver el cenicero, justificándose en que lo conservaría no en su propio beneficio sino en el de la literatura, Héctor Coll se hacía cargo del disgusto de no dar con su preciado bien en ningún recoveco de su morada.

 

Los días siguientes, en tanto Demóstenes Falazzi navega su euforia narrativa inusitada, Héctor Coll se hunde en una profunda sensación de fracaso, de despojo e inquina. Con modales algo apartados de la aconsejable cortesía increpa a unos y otros de sus amigos y allegados; incluso a su consuegro, que en realidad ya no podría reconocer al presumible cenicero de Chéjov aunque estuviera decorado con pintura fluorescente y un dedo gigante lo señalara.

 

Llegó también el turno de careo a Demóstenes Falazzi, cuando inocentemente y en uno de sus necesarios momentos de distracción decidió dirigirse a lo de Coll, siendo que desde varios días no lo hacía.

 

—¿Pero a mí me dices eso? ¿Dudas de mí? ¿Acaso no llevamos años siendo amigos y jamás tuvimos una afrenta? Yo, debería reprocharte. En todo este tiempo me has ocultado la realidad de tu más valioso ejemplar. ¿Acaso siempre tuviste reparos sobre mi persona?

 

Tales fueron, en mayor o menor grado, las palabras que llevaba Falazzi, airado e intransigente, cuando salía puertas afuera en la ocasión en que fue increpado. Tan ofendido parecía que habría convencido de su inocencia al mismo demonio que lo tentara, por más conocimiento de causa que éste tuviera.

 

Semejante al amor, llevando nuestro espíritu de la gloria a la muerte en un instante, resulta la veleidad de las palabras, que tanto se disuelven en el aire cual mero aliento desperdiciado carente de sentido, como capaces son de grabar un tatuaje indeleble en el alma si acaso constituyen un agravio inmenso.

 

La mujer de Héctor observó afligida a su esposo y le manifestó con femenina coherencia: —Si continúas en ese tren inquisidor no sólo habrás perdido el insigne cenicero, sino también te quedaras sin amistades. Además, debemos ocuparnos del matrimonio de nuestra hija. Tampoco tendremos nunca total seguridad de que el tal cenicero haya pertenecido a Chejov, por más documento que poseas.

 

Es muy cierto que Héctor Coll era un coleccionista pertinaz, mantenía esa obsesión, esa ansiedad inmanente a los seres de su especie, pero era un individuo bondadoso y con sentido común. No demoró así el hombre en sentirse con el espíritu enfermo. Su desconfianza trasciende el robo del que ha sido víctima.

 

Razona que si alguno de sus seres más próximos ha llegado a herirlo de forma tan aviesa, todos conocedores del orgullo y afecto que sentía por tan humilde objeto... ¿De qué no serían capaces los extraños, los desconocidos? Y por primera vez duda. ¿En cuantos puertos ha sido posible que alguien adjuntara al documento un cenicero vulgar? ¿Cuántas manos han podido separar elementos que sólo unidos tienen valor?

 

La condición humana, tan proclive a caer desconsolada, de a poco se construye una balsa de consolación. Puede idear nuevas premisas, aceptar la existencia de otros rumbos, y así, Héctor atempera su corazón. Considera la posibilidad de que le hayan sustraído un objeto apócrifo, sin más valor que cualquiera de las baratijas con que se ha rodeado con pueril deleite. Casi desea haber sido embaucado por el amable comerciante marsellés únicamente para sentir que este otro indigno actual ha sido burlado por lo mismo.

 

Por tanto no tardó en arrepentirse de sus actitudes, en lamentar sus actos más que a su pérdida, e intentó recomponer la relación con sus afectos de inmediato. A cada una de las personas con las que estuvo en falta ofreció disculpas, siendo reconocida en cada caso su honestidad y valentía de hacerse cargo de los errores cometidos.

 

Es posible que los coleccionistas sean metódicos, no podría afirmarlo en forma fehaciente: Héctor Coll sí lo fue, visitando a cada uno de los ofendidos en el orden exacto en que se jalonaron sus suspicacias. Uno de los últimos ultrajados había sido Demóstenes Falazzi y pronto le llegó su turno.

 

Mientras Héctor se dirigía al domicilio del artista iba sellando la paz con su espíritu, la pérdida había quedado relegada a lo que era: un objeto material, inanimado, prescindible, y hasta de mero uso anecdótico.

 

Pero Falazzi no se hallaba en su morada. Su empleada, que bien conocía al visitante, le sugirió que lo aguardase en la biblioteca. Allí estuvo Héctor, aburriéndose durante el tiempo que tardó en descubrir, entre asombrado y furioso, al cenicero de la discordia. Para colmo de males, rebosaba de colillas retorcidas que se le antojaron cual pequeñas sonrisas blancas mofándose de él. No necesitó más leña para que el caldero llegara al punto de ebullición: salió disparado como un cohete.

 

—¿Ya se va? —preguntó la muchacha —¿Tan pronto? De seguro el señor Falazzi no tardará...

 

—Sí. No se preocupe —contestó—. No tengo nada importante que decirle, pasaba por aquí... Es más, no es necesario que le diga que estuve, tal vez suponga que pasa algo malo ¡Tan poco es lo que vengo a visitarlo! Aunque si lo desea, o siente como una obligación hacerle el comentario de mi visita, dígale que el cigarrillo lo va a terminar matando y que en lo que a mí respecta, hoy por hoy está en la misma situación que Chéjov si de lado dejamos la literatura. Que sólo eso dije: él entenderá.

 

Al retornar a su hogar ha recuperado la jovialidad habitual, ni siquiera se siente con un amigo menos. En su bolsillo el cenicero ha viajado de regreso y lo ha colocado donde siempre estuvo. Su mujer lo aguardaba para comentarle que ha mandado traducir el documento y que si bien menciona a Chéjov un par de veces, nada allí se dice de un cenicero, ni autentifica o avala la propiedad de cosa alguna.

 

Pero no llega a comentar nada sobre su descubrimiento pues él le gana de mano: —Mira —dice Héctor mostrándole el cenicero a su esposa—. Estaba en casa de Demóstenes.

 

Discretamente ella introduce en su delantal la versión española del documento inservible: quizás haya decidido que siempre habrá tiempo para aclarar las cosas... O tal vez esté evaluando la conveniencia de que su esposo conserve la ilusión que tan feliz lo ha hecho. Luego señala al rústico y lúgubre platillo y contradiciendo cuanto sabe exclama: —¡Ahora tiene más valor que antes!

 

—¿Por qué? —dice el hombre ensayando una sonrisa.

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—Te ha enseñado el rostro de un desconocido, o al menos la verdadera personalidad de un hábil comediante. Aunque nunca servirá para nada su utilidad ha sido innegable.

 

—No sólo eso. He visto que sin este simple adminículo mi colección hace de nuestra casa un bazar persa, un mercado de pulgas, un cobertizo de chirimbolos. Después de todo, aplicados a su uso son meros recipientes para basura, urnas mortuorias... Creo que ya no andaré por ahí tras nuevos ejemplares, pero deberé hallar otra actividad en la que emplear el tiempo libre.

 

—Tendrás nietos —dice ella y sonríe. Está convencida de que ante una nueva pieza apenas diferente a las demás, él dirá: “Sólo este otro, ya que tengo tantos.” Sin embargo exclamó, muy circunspecta:

 

—Otra buena manera sería que leyeras a Chéjov y conocieras las valiosas razones de conservar su cenicero.

 

—¡Pero si lo hice! Leí su relato “Una pequeñez”.

 

—Cualquiera sabe que una pequeñez puede no ser suficiente —objetó la mujer a la vez que asumiendo un gesto humorístico, y derrochando desparpajo, toma el cenicero y lo lanza por la ventana.

 

Pediría al lector que “perdone mi ignorancia”, si no hubiese sido esta frase invocada por Borges toda vez que prefería no contestar una pregunta, puesto que sabido es que no había respuesta ajena a su gran conocimiento. Y digo esto debido a que sí bien junto a Héctor hemos leído cuanto texto Chejoviano cayó bajo nuestras miradas, jamás llegamos a enterarnos si el autor ruso llegó a entregar a Korolenko un relato intitulado “El cenicero”.

 

En cuanto a Demóstenes Falazzi y a efectos de que nadie se guarde la incertidumbre de su derrotero, lo único que podría agregar es que aun no le he conocido nueva obra publicada. Mas dejo constancia que en reiteradas oportunidades le he manifestado mis deseos de acceder a su prosa magna, aquella nacida al influjo del cenicero durante el efímero tiempo que lo mantuvo a su lado.

 

Sería con él tan benevolente como siempre lo he sido, pues aunque los lectores esperan de un escritor historias amenas y ocurrentes, también los devotos y con mayor vehemencia, aguardan del propio Dios muy necesarios prodigios. Según se puede apreciar viendo la marcha del mundo, tampoco “El supremo”, por más que se esmere, consigue satisfacer a sus clientes.

 

Falazzi no ha cedido a nuestra solicitud, siendo que antes nos perseguía alzando entre sus manos alguno de sus textos, ofreciéndolos con plena sonrisa cual pordiosero entregando estampitas en la puerta de la iglesia.

 

A veces tengo la sensación de que su cambio radica en la sospecha de que el cenicero está en mi poder. De seguro lo sabría de haber contemplado la escena del lanzamiento del cenicero, o si el matrimonio Coll no hubiese cortado las relaciones con él. Por temor al escándalo y a su inquina yo aún dudo en decírselo.

 

Por lo tanto, y para ir finalizando, deberíamos volver al momento en que la esposa de Héctor, un poco harta de sus caprichos, arroja el cenicero por la ventana. El coleccionista, incrédulo y horrorizado, la contempla sin poder emitir sonido y a punto de cometer homicidio. La mujer advierte que para él su acción no posee comicidad semejante y de inmediato le enseña la traducción del documento. En ese momento llama a la puerta quien narra esta historia.

 

Venía recorriendo el sendero de entrada a la vivienda de los Coll cuando me vi sorprendido por un objeto que luego de rozar mi frente finaliza su trayectoria deslizando un “plaffffff” sobre el césped. Noté que era un cenicero, pero tampoco yo sabía la historia de su supuesta procedencia. Dudé entre irme y volver más tarde, temeroso del estado de los espíritus internos de la morada. Pero estaba allí y mi casa queda a suficiente distancia como para llenarme de valor y correr el riesgo de aceptarles un té con masas.

 

Así que levanté el recipiente y llamé a la puerta, interrumpiendo con un gesto entre curioso e inocente una tensa situación. De esa forma me enteré de los incidentes ocurridos los últimos días, manteniendo mientras los escuchaba el cenicero de las desavenencias entre mis manos y viendo a uno y otro según quien tuviera la palabra.

 

Cuando finalizaron extendí a Héctor el objeto de la discordia, quien se mantuvo inmóvil sin siquiera mirarlo y que de inmediato, señalando a su mujer manifestó:

 

—Ella decidió que es mejor no conservarlo... ¡Y estoy de acuerdo! No es auténtico y por su causa algunos amigos se han ofendido. Lo encontraste, es tuyo. La única condición es que jamás caiga en manos de Demóstenes Falazzi. Además, si un día me arrepiento, espero que no tengas objeciones en cedérmelo.

 

Ese es el modo por el cual me vi poseedor de un cenicero que no me interesaba, y todavía con la condición de conservarlo por si se me solicitaba su devolución. En vías de acatar normas de urbanidad y protocolo decidí fingir inmenso agradecimiento. Al llegar a mi casa dejé caer el cenicero sobre una mesa y me acosté.

 

Dos intensos deseos me asaltaron al día siguiente mientras me preparaba a marchar al trabajo. Uno de ellos fue el de fumar, cosa que rara vez hacía yo por la mañana; el otro fue escribir, costumbre mía obsoleta desde que dejé de enviar cartas a mi finada tía Guadalupe. Tan débil soy que escribí y fumé durante todo el día, pero con el cenicero a la derecha pues soy zurdo.

 

Desde entonces fumo mucho más que antes y escribo crónicas como esta, tantas que he decidido inaugurar una gran colección de mis propios relatos. Algunos amigos bromean y me piden festivamente la dirección de Héctor Coll: llevan la intención de convencerlo de que se apiade del excelso club de los lectores y me solicite la devolución del cenicero.

 

 

 

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(*) Yorick: bufón del rey a cuya calavera Hamlet manifiesta la famosa frase: To be or not to be: that is the question.

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