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¿Has tenido temores infundados en la infancia? ¿Sentiste miedo al transitar un pasillo oscuro? No te averguences de temer, hay momentos y sitios que están llenos de espectros pavorosos, son los fantasmas del altillo. Se ajan con el tiempo y desaparecen.

Miedo, miedo, tengo miedo

necesito un “matamiedo”


Uno que nunca me asuste

ni se esconda en el ropero

No puedo dormir tranquilo

porque ya no está mi abuelo

Esos breves versos resumen el momento culminante de este relato, cuando Jaime debe enfrentarse a una realidad que tanto podría ser terrible como esclarecedora.

Lo ubican en una edad en la cual somos dueños del sol, del día, de la calle y la plaza; pero también esclavos de las sombras, de los murmullos lejanos y de los pasos sin dueño que amparan los rincones ocultos.

Bestias nocturnas repelidas

1 – Las pantuflas del abuelo


 

El padre de Jaime era un tipo adusto, manejaba sus emociones a nivel interno casi hasta parecer sin sentimientos, dando también a veces, la sensación de hallarse alejado del ritmo cotidiano del resto de su familia. Tal era su apariencia, la de un tipo frio e indiferente. Y Jaime suponía que ni siquiera notaba su presencia.


Los tempranos años del niño no le impedían notar esa suerte de distancia que lo separaba de su progenitor y hubiese preferido sentirlo un compañero, un compinche, alguien que le dedicara una sonrisa cómplice y un guiño pícaro de cuando en cuando, así como había visto que eran los padres de alguno de sus amigos.

Esta circunstancia inhibía a Jaime de manifestarle sus temores con franqueza y tenerlo como héroe, lugar que ocupaba su abuelo materno, a quien sí narraba el niño sus preocupaciones. El viejo tenía tiempo y paciencia para reír de sus ocurrencias infantiles, y guiarlo en los aspectos que ameritara hacerlo.

Desde que en una reunión hogareña con amigos de la familia se intercambiaran historias de aparecidos, Jaime sentía desazón y pesadumbre a la hora de recogerse para dormir. Por eso se sobresaltaba cuando su padre, apartando por un segundo la pipa de sus labios, exclamaba con voz aburrida el inapelable mandato:

—A la cama, es hora de ir a dormir —ya hasta había dejado de palmear las manos, sus hijos habían aprendido a obedecer.

Allá iba Jaime entonces, obediente, arrastrando su pachorra con la cabeza baja. Inútil habría sido oponerse, aquél tono autoritario y severo no dejaba lugar a dudas. Igual ocurrió cuando acató sin chistar la ley que lo decretaba con edad suficiente como para dormir en el cuarto del fondo.

Apartado y solo, al final del corredor, más allá todavía del cuarto de los trastos. Para peor, Jaime no tenía buenos recuerdos de aquella habitación. Hasta hace poco tiempo perteneció a una criada huraña que se marchó tras la muerte de su abuela, a quien atendía con mucho celo y arrogancia.

El anterior dormitorio de Jaime pasó a ser de Matilde, su hermanita menor. La ley paterna de distribución de aposentos la había incluido, pues ella, de tres años, estaba en edad de dormir en su propia habitación.

Como de costumbre, luego de acostar a Matilde su madre pasaba por el dormitorio del fondo del corredor. Invariablemente Jaime desechaba la idea de pedirle que dejara encendida la luz. Se limitaba a gemir un trémulo "hasta mañana" y, entregado a la crueldad de su destino, aguardaba que dejara a oscuras su pieza y cerrara la puerta a sus espaldas.

Entonces el universo se reducía a una franja de luz horizontal filtrándose por debajo de la puerta. Jaime la miraba fijamente, le parecía que se acercaba y alejaba, que se engrosaba y afinaba al influjo de las voces tenues, casi agónicas, que venían rebotando por el corredor.

Al principio creía identificar alguna, después se mezclaban todas y a veces hasta desaparecían. No podía dormir, se mantenía despierto. Cada noche esperaba en silencio que esa luz también se apagara, pues entonces vendría su abuelo para ayudarlo a sobrevivir.

No imaginaba cómo lo supo, él nada le había dicho, pero de alguna forma su abuelo estaba al tanto del riesgo que corría y hacía lo que estaba a su alcance para ayudarlo. El viejo ya estaba acostado desde hacía un buen rato pues acostumbraba madrugar, pero de todos modos y con santa paciencia se levantaba, pasaba por el baño, y se acercaba a socorrerlo.

El corazón de Jaime volvía a latir al escuchar el sonido de sus pantuflas haciendo un lento plaf–plaf, y lo imaginaba recorriendo la casa oscura con sigilo para evitar que su hijo o su nuera despertaran y acaso, al descubrir su incursión nocturna lo regañaran. Ya lo habían hecho una vez:

—¡Deja de apañar a ese grandulón! —Había dicho su aguerrido padre.

Un aire fresco entraba en su cuarto junto al abuelo, barriendo de inmediato el peso que lo oprimía. El universo continuaba siendo oscuro pero al menos no era helado, pues aunque no se vean, millones de soles brillan en alguna parte.

Jaime sentía el sonido de la silla aproximándose a su cama y de inmediato el contacto apergaminado de la mano de su abuelo, quien tomando la suya decía:

—Bueno, ahora puedes dormir. ¿No más cuentos, verdad? Quedamos en que ya estás grande para eso.

—No más cuentos —respondía Jaime, quien lo único que deseaba era apaciguar su cansancio y dormirse cuanto antes.

Casi podía ver el niño al monstruo que habitaba bajo su cama encogerse y desaparecer. Lo mismo hacían los asesinos del placar, quienes saturados de fastidio se evaporaban dentro de los bolsillos de los sacos, roídos tal vez por las balitas de naftalina. También el degollado, que se escondía detrás de las cortinas no demoraba en huir, llevando colgada detrás suyo su cabeza atada a un reguero de sangre, rabioso por haber sido burlado una vez más.

Entonces se dormía. Nadie podía contra su abuelo. Era tan bueno que la maldad, contrariada, se alejaba lo más posible. Una mirada de sus ojos sanos bastaría para hacer retroceder a los monstruos, y si eso no bastaba el abuelo blandiría una barra de caramelo, eso los llenaría de asco. Así era como los combatía, según dijo.

El niño no se engañaba creyendo que el anciano permanecería toda la noche a su lado, pero estaba seguro que aquél sólo se iría cuando el peligro estuviese conjurado. No, ningún espectro maligno osaría atacarlo estando su abuelo en guardia porque él no era como sus padres, tan encerrados en sus rutinas como ajenos al peligro que su hijo corría noche a noche.

Finalmente una tenue sonrisa iluminaba el sueño de Jaime, tenía la certeza que cuando el sueño fuese profundo las bestias permanecían en su guarida, ya no se arrastrarían famélicas a devorar su pánico. Únicamente sería atacado estando despierto pues los monstruos se alimentan del terror que provocan. Eso también se lo confesó el abuelo alguna vez; él sabía mucho más que sus padres y podía también ver más cosas, tal vez porque usaba anteojos de aumento especial.

En forma inadvertida pasaron algunos meses, pues así transcurre la existencia, cual chasquido de dedos, como enjambre de suspiros. “Y cuando quieres acordar abres los ojos y al verte al espejo descubres a un viejo”. Como también había dicho el abuelo.

Llegaron días en que Jaime casi no estaba con su abuelo durante el día. Como las maestras decían que tenía mala conducta, recorrió media docena de escuelas hasta que ingresó de medio pupilo en un colegio para varones al otro extremo de la ciudad.

Cuando al anochecer volvía a su casa en aquel viejo ómnibus escolar quejumbroso y maloliente, su abuelo ya estaba en sus aposentos, cobijado entre sus recuerdos, y aburrido de no ser escuchado con atención cuando contaba por milésima vez historias de su lejana juventud.

Los fines de semana Jaime prefería pasarlos jugando con sus amigos. En eso había ganado, pues ahora podía andar a sus anchas por ahí: "callejeando", como se quejaba su madre. Su padre había dicho que lo único que le pedía era "no meterse en líos y estar en la casa a la hora de las comidas porque esto no es una fonda", así que la opinión de su madre no pasaba de dato anecdótico. Sí, pues esto ocurrió hace muchos años y entonces no se hablaba de “machismo”.

Desde entonces ya no dependía de su abuelo para salir, y la zona de “El Prado” donde aquél lo llevaba, aun teniendo hamacas, había comenzado a parecerle aburrida. De todos modos era consciente de cuanto quería y necesitaba a su abuelo. No sólo por ayudarlo, sino por mantener oculto su secreto. Moriría de vergüenza si sus amigos se enteraban que temía a la oscuridad, él, que solía liderarlos.

¡Si hasta a él mismo le parecía ridículo temer a la oscuridad! Pero eso sucedía durante el día. Mas cuando la noche caía implacable se sentía indefenso, solo, cercado por monstruos inclementes que lo acechaban, sabiendo que allí postrado no podría defenderse ni huir. Pues claro, actuarían rápido.

Alguna vez el viejo se demoró adrede, buscando que el niño lograra dormir solo. Pero Jaime estuvo a punto de sucumbir ante los engendros infernales. Ya habían conseguido rodear su cama y estaban a punto de dar el zarpazo final, regocijándose con su terror, bebiéndose su adrenalina… cuando sintió el mágico sonido salvador de las pantuflas.

Jaime había estado tragando sus lágrimas para evitar demostrar temor ante ellos, y cuando entró el abuelo toda su debilidad se desparramó y largó el llanto.

—Pero Jaime, no es para tanto, tienes seis años, todo un hombrecito. Además aquí no podría entrar nadie.

—No. En-trar no. Ellos... siempre están den-tro cuando lle-go.

—¿Seguís con eso de los aparecidos? Lo que oíste aquel día no eran más que historias inventadas. Ahora los que te acosan son los fantasmas del altillo, los de tu cabeza.

—No, no son co-sas mías. Ellos es-tán. Y si... un día no vienes... pierdes un nieto.

—Ja, ja, ja. ¡Qué muchacho éste! Bueno está bien, duerme que es tarde, son las dos de la mañana. ¿Algo dormiste verdad?

—No, no dormí... nada. Esta vez... casi me lasti-man.

—Está bien Jaime, duerme ahora, no temas.

Y antes de que el aroma achocolatado comenzara a resurgir de la pipa de su abuelo, el niño dormía con placidez.


 

2 - Los fantasmas del altillo


 

Se va tan de prisa la vida que el abuelo de Jaime, desde el más allá, bien podría afirmar que la existencia es un haz de luz, un relámpago, una broma macabra que la creación nos hace para no aburrirse en su infinito derroche.

Habían tenido días muy duros ese invierno. Jaime esperaba impaciente la primavera, el fin de las clases y su cumpleaños. Le habían prometido una bicicleta grande y nueva al cumplir los siete, siempre y cuando pasara de grado con buena nota.

Aquello era un hecho. Se había esforzado mucho, sobre todo en cuanto a comportamiento. No había dudas respecto a su inteligencia: todo lo aprendía con facilidad. Pero era sumamente inquieto y nervioso, entorpeciendo el normal desarrollo de las clases. Había cambiado, restringiendo su ímpetu y aplacando sus ansias, todo por la bicicleta.

Cierto sábado lluvioso en el que abrió los ojos muy temprano, Jaime se sintió raro. Intentó volver a dormir otro poco pero algo lo inquietaba. Junto con la humedad reinante sentía una atmósfera extraña.

Durante los instantes previos al despertar, entre sueños, le había parecido sentir sonidos vagos, de objetos que se deslizan y rumores indefinidos, como una letanía que se mezclaba con la lluvia y los truenos. Le gustaban los truenos, eran torpes y retumbantes, también los relámpagos, que no se escondían, por el contrario, se mostraban a todos. No eran como los monstruos traicioneros que en silencio y escondidos lo acechan, para lanzarse sobre él durante la noche.

También le agradaba el mar enfurecido y el viento rugiente azotando la rambla frente a la casa de su tío José. Eran elementos tangibles, peligrosos quizás, pero que daban la cara, no se agazapaban cobardemente para atrapar niños indefensos.

Quizá pensara eso pues su abuelo había sido un valiente hombre de mar que dominaba los secretos de los vientos, las tormentas y las mareas, y le había enseñado un conjuro con el cual podría tenerlos de su lado. Sabía que era así, por más que su padre reía ante sus comentarios, afirmando que el abuelo –su padre– jamás fue marino.

Pero esa mañana el ambiente se sentía agobiante y pegajoso. Dudaba entre levantarse a deambular por la casa sin saber qué hacer o quedarse otro rato recostado cuando entró su madre presurosa.

—Debes levantarte. Irán con tu hermana un par de días a la casa de tu tío. Avísame cuando estés listo. No salgas hasta que te llame pues lavé los pisos y están húmedos.

—¿A lo de tío José? Recién estaba pensando en el mar próximo a su casa.

—¿Cierto? Bueno, transmisión de pensamientos. Mejor así.

Quiso hacer preguntas pero no tuvo tiempo, ella salió tan de prisa como había llegado. Jaime permaneció meditando en la apariencia de su madre. No recordaba haberla visto así antes. Supuso que tal vez tenía una gripe muy fuerte y prefería no ser molestada durante el fin de semana.

Hasta podía ser que el ajetreo que le pareció sentir antes fuese de un supuesto doctor que habría venido a verla. Aun recordaba que cuando nació Matilde se dio una situación parecida en la casa, de corridas y rumores; aunque entonces debía ser muy chico y los detalles se habían esfumado.

Se preocupó, tal vez su madre estaba muy mal, podría ser que estuviese muy grave. Quizás hasta podría morir… Comenzó a vestirse conteniendo angustias y deseos de llorar. Al terminar abrió una pequeña rendija para llamar a su madre mientras, a la vez que la llamaba, procuraba abarcar toda la casa con sus ojos.

Nada pudo ver pero intuyó presencias extrañas. Temía salir y encontrarse con algo que lamentara ver, como si los monstruos de las noches hubiesen decidido darse un picnic a plena luz del día. Una furia extraña le nació en el pecho, prestándole la rebeldía necesaria para salir al corredor. Apenas dio dos pasos apareció su madre:

—¡Vamos, tu tío espera en el coche! Pero... ¿Qué te pasa? ¿Estuviste llorando? Estás pálido.

—No me pasa nada. Si es por eso, también parece que lloraste. ¿Vos estás bien? Te hallo rara.

—Sí. Estoy bien. ¡Vamos, basta de tonterías!

Pero Jaime interiormente se decía que no, que no estaba bien, que le mentía, que no quería decirle nada de su enfermedad.

El silencio y la introspección fue la tónica que los envolvió durante el viaje con su tío y su hermana. Sólo Matilde, ajena a todo, cada tanto elevaba un cántico. El tío, generalmente locuaz y conversador, ese día parecía abatido.

Jaime no tenía dudas que se trataba de su madre, y el nuevo miedo que le había surgido era mayor a todos sus otros temores, más palpable, más posible, menos infantil. Supuso que su tío tal vez le diría algo. Procuró que su pregunta, en un forzado tono normal, pareciera casual.

—Tío: ¿Es grave lo de mamá?

—¿Qué dices? ¿Tu madre? —preguntó José entre claros signos de asombro.

—Sí. Sé que está enferma. Pero ella no quiso decirme, a lo mejor piensa que voy a ponerme a llorar. Pero ya estoy grande, eso dice papá.

—Tu madre no tiene nada; ella nunca tuvo nada. Es la más sana de todos nosotros y la más joven. ¿Qué te hace pensar eso?

—Es que la vi mal hoy, había algo raro en casa y encima de eso nos envía a pasar el fin de semana contigo.

—Claro, porque nunca antes viniste a quedarte en casa ¿No?

—Vine muchas veces pero nunca sin aviso, sin haberlo planeado. Ni junto a Matilde.

—Mil disculpas señor, por no haberlo consultado. Usted no lo planeó pero nosotros sí. Y es cierto, ya estás grande y debimos consultarte. Para la próxima lo tendremos en cuenta. En realidad tu tía Elisa desea llevarlos a ver una película 3D –el tío sí le guiñó un ojo–. Tengo la sensación que es ella quien desea verla y como es para niños... Además si esperan por tu padre, siempre ocupado en ese estudio, jamás pisan un cine.

Al llegar, Jaime bajó en la Rambla mirando las gaviotas, que subiendo y bajando robaban peces al mar crespo. Cuando lo abrazó el viento frío tuvo en cuenta que esa noche no estaría el abuelo a su lado, con su mano cálida y sus pantuflas gastadas, con el humo de su pipa y su experiencia marina espantando la furia nauseabunda de las bestias.

Aunque no podría asegurar que en la casa de su tío no existiesen tales monstruos, dudaba que pudiesen llegar hasta ese décimo piso, reptando húmedos y fríos, morados y oscuros, babeantes.

En su casa era distinto, con la cercanía del prado, los árboles y el arroyo, tenían donde esconderse. En todo caso en su cuarto estaba la puerta a ese mundo. La puerta que había abierto "La Mary", aquella criada de su abuela que lo retaba tanto cuando se quedaba solo con ella y que una vez se lo había dicho:

—A esta habitación no entres nunca, es mía, y dejo monstruos vigilando mis cosas. Si te interesa curiosear y revolver ve al dormitorio de tu madre.

No, allí no tendría problemas, su tía Elisa suele aceptar su pedido de dejar la luz de su habitación toda la noche encendida. Pero un pestañeo, un instante, puede cambiar todo, pues el destino aprovecha esos descuidos para avanzar el tiempo y hacernos trastabillar.

Apenas terminadas las clases pasó su cumpleaños y Jaime, obtenido su premio, volaba ufano esquivando árboles, soltándose de manos y a veces, con gesto paternal y grandilocuente, prestaba un rato su bicicleta a uno de sus amigos que no tenía.

Cumpliendo con el pedido de su padre andaba por su casa a las horas en que se almorzaba, merendaba o cenaba. Evitaba tener puntos en contra pues de ese modo no le pondrían trabas, y podría a su antojo andar en bicicleta todo el día.

Por la noche, exhausto, cenaba, y antes que se lo pidieran rumbeaba hacia su dormitorio. Ahora él mismo apagaba la luz y enseguida, aunque afuera continuaran los rumores, sentía la mano tibia de su abuelo. Ahora nunca lo veía. Debe pasarse solo en su cuarto el pobre viejo –pensó una noche– ¡Mañana conversaré contigo abuelo! –le dijo entre sueños y se durmió.

Un olor a encierro lo envolvió al otro día cuando abrió la puerta del cuarto de su abuelo. Todo estaba cambiado. La cama no tenía sábanas y el colchón era un humilde rollo envuelto en nailon contra una pared.

Tardó unos instantes en reaccionar y luego, sollozando, comenzó a recorrer la casa abriendo puertas, buscando rastros y echando maldiciones sin hablar a sus familiares, quienes lo observaban extrañados.

Al fin, ya sin fuerzas, enfrentó a su madre y preguntó lo que no quería oír:

—Mamá, ¿Y el abuelo? ¿Qué pasó en su cuarto? ¿Van a pintarlo?

Intentando disimular su pena su madre pasó su brazo sobre el hombro de Jaime, acarició su pelo, y con sentido pesar respondió:

—Jaime, tu abuelo murió hace más de un mes. Pensé que tu tío se había encargado de decírtelo.

—¿Un mes? ¿Estás loca? ¡Mentira!

—No miento, hijo —lo apretó contra su pecho y agregó: —Es una pena, lo perdimos. Todos lo queríamos y estamos tristes.

—Anoche estuvo conmigo y anteanoche, como siempre.

—Se fue Jaime. Al cielo. El día que fuiste al cine con tu tía. Lo que ocurre en las noches...

Jaime se apartó con brusquedad y salió presuroso. No quería escuchar ni pensar y aturdido, apenas volviéndose un tanto, gritó:

—¡Mentirosa! —luego salió corriendo a la calle dejando olvidada su bicicleta. Su madre salió tras él para explicarle pero ya estaba lejos.

 

—¡Jaime, esperá que te explico! Por las noches... ¡Jaime!

La mujer permaneció observando la silueta de su hijo, que se detenía en la esquina de la calle y se recostaba a un árbol para llorar. La cubrió una sombra de remordimientos cuando advirtió que en lugar de hacerlo en su regazo buscaba la soledad para su desahogo.


 

3 – Tan indiferente como comprometido


 

Jaime anduvo caminando sin rumbo toda la mañana, mas no olvidó la consigna de estar a la hora del almuerzo. No había llegado a ninguna conclusión precisa. Su madre estaba mintiendo, a él le constaba que su abuelo lo seguía acompañando como antes pero... ¿Por qué mentirle?

En caso de ser verdad lo dicho por su madre ¿Quién aferraba su mano por las noches? Sintió un escalofrío. ¿Quién arrastraba las pantuflas por el pasillo, abría la puerta de su cuarto, arrimaba la silla y con su mera presencia ahuyentaba a las bestias? ¿El fantasma del bueno del abuelo o los fantasmas de su altillo?

Todo el día con eso en mente, aislándose de todos, hablando lo indispensable, ajeno por completo de la bicicleta. Su madre por su parte evitó ahondar en el tema por el momento, permitiendo que Jaime hiciera su duelo y mermara al fin su pena.

Esa noche Jaime temía irse a dormir. Cuando su padre dio el aviso del fin de la jornada se sintió en la piel del condenado escuchando su sentencia. Demoró en el baño cuanto pudo y por cierto, aquél fue el mejor cepillado de dientes de toda su historia.

Hasta que llegó el momento en que, ya sin chances, debió entrar en su cuarto y cerrar la puerta. No apagó la luz, esperanzado en la posibilidad de que no lo notaran, al menos en algunos días. Pero su madre pasó a darle las buenas noches y lo sumió en la oscuridad.

Jaime permaneció observando la franja horizontal de luz que se filtraba por debajo de la puerta, palpitaba como su corazón, segundo a segundo. Hasta que no hubo luz ninguna.

Desde el ropero surgió un par de crujidos cual huesitos que se quiebran, y supo de inmediato que algo maligno comenzó a crecer debajo de la cama. Palpó el alborozo de los monstruos en acecho. Ya no tenía dudas, su abuelo había muerto y ahora le tocaba a él.

Un nuevo sonido nació a los pies de su cama. Casi podía ver cuán lentamente las garras y dientes se estiraban, cada vez más cerca de sus pies. Recogió sus piernas pero no lucharía, cuanto más rápido mejor. Sintió un sudor frío y casi estaba a punto de gritar cuando algo le llamó la atención. Aguzó los oídos. Sí. Las bestias habían detenido su avance. El sonido inconfundible de las zapatillas venía desde el corredor, acercándose.

Una mezcla confusa de júbilo y terror hacía intermitencias en su pecho. La puerta se abrió. Los monstruos se replegaron una vez más, se escurrían, se filtraban por las grietas de las baldosas, huían a ocultarse bien en costuras y pliegues de las ropas, a confundirse con las sombras más insondables. La silla fue acercada y una mano aferró la suya. Intentó hablar pero apenas le surgió un balbuceo:

—¿A–abuelo?

Ningún sonido obtuvo en respuesta. No al menos la quejosa voz de su abuelo. Pero a su mente una voz conocida pareció llegar y susurrarle a su adormecimiento.

—¡Si?

—Mamá dice que te moriste.

Aunque no obtuvo respuesta imaginó que sí, pero el sueño lo vencía y allí estaba su abuelo muerto acompañándolo. ¿Necesitaba preguntar algo más? Mejor no hacerlo. Podría quebrarse el hechizo. Ni siquiera notó que se quedaba dormido.

Al despertar al otro día Jaime fijó sus somnolientos ojos en el techo y algunas lágrimas nublaron su visión. ¿Había hablado con su abuelo o lo había imaginado? En realidad el llanto que lo invadió era clara señal de su certidumbre: el abuelo había muerto y nadie en el mundo podría dar marcha atrás y modificar el presente.

Largo rato pasó desagotando su dolor, hablando mentalmente con su abuelo por si aún su espíritu permanecía cerca. Más tarde y como consecuencia de la terrible realidad, su mente rescató como evidente que podía dormir solo, que nada pasaría, y que en ese cuarto suyo no existían presencias extrañas. Dedujo que el encuentro de la noche anterior debió ser un sueño. Casi rio de sí mismo al descubrir lo tonto que había sido.

Parecía otro, más seguro de sí, más tranquilo, finalmente los fantasmas del altillo lo dejaban en paz y tenía razón el abuelo: sólo existían en su cabeza. Al volver la vista hacia un lado descubrió algo que lo hundió en el asombro: junto a su cama estaba la silla, y sobre ella la pipa y el tabaco de su abuelo. Quien quiera que fuese que estuvo allí, había olvidado ponerla en su sitio.

Nuevamente sus pensamientos se replegaron cual caracol dentro de su caparazón y permaneció inmóvil un momento, confundido, aletargado. Había estado creciendo y su temor, tanto tiempo dueño de su accionar, atacado por una airada rebeldía comenzó a sucumbir.

Allí acostado tomó la decisión de enfrentar aquella situación y terminarla en forma definitiva, dispuesto a pagar las consecuencias. ¿Acaso no era el líder de la pandilla de la cuadra? Entonces una duda, la sospecha de algo que parecía imposible se encendió de pronto, y la verdad comenzó a girar en el desordenado desván que maduraba bajo su cabellera.

Cuando esa noche su padre determinó el fin de la jornada Jaime estaba preparado. Sin vacilar se dirigió a su cuarto y se acostó, aferrando con tesón una linterna en su mano derecha. Esperó en la oscuridad la sucesión de ritos cotidianos y nocturnos hasta que la casa quedó en silencio.

El único sonido audible era el de su respiración hasta que crujió el ropero. Jaime entendió entonces que no era más que la madera agobiada por el peso de los años y la ropa. El “cric” de la ventana lo atribuyó al vuelo de algún insecto enfrentando su reflejo en el vidrio y otro sonido seco que siguió a continuación daba la clara sensación de venir de muy lejos. Las bestias finalmente estaban siendo desalojadas del altillo.

Como siempre, el plaf–plaf de las pantuflas comenzó a acercarse por el corredor. Sintió que se abría la puerta de su cuarto y de inmediato advirtió que la silla era arrimada a su cama. Entonces, cuando una mano buscaba la suya entre las sábanas, tragándose el pánico que le quedaba levantó en el aire la linterna y la encendió.

Apenas hacerlo sonrió. No había sido él el sorprendido, se lo demostró el rostro que lo observaba. Los monstruos estaban siendo derrotados y hasta el último de ellos, el más tangible, resultaba ser paciente, comprensivo y humano. Sintió una fuerte emoción y luego, cuando se diluyó el nudo de su garganta, permitiendo que una última lágrima para su abuelo corriera mejilla abajo dijo:

—Ya no es necesario que vengas. Estoy grande y... ¡Gracias, papá!

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