top of page
requiem.jpg
Pasa, súmate al velorio. No perderás más tiempo que tomando un café y conocerás algunas personas... No, nada especiales, comunes como la mayoría de nosotros. Pero han rodeado la existencia de ese hombre que se fue. Se podrían decir cosas de diversa índole sobre él, pero en este caso veremos solo algunos detalles de su vida amorosa.

Réquiem para un hombre tieso

El cese

Sesenta y tres años después de su primera bocanada de aire y a pocas horas de la última, un grupo indeterminado de personas tenía como denominador común al hombre tieso.

 

Podían intuirse los destellos de su luz disolviéndose en el aire, jalando el tropel de sus secretos hacia el olvido, mientras se consumen los recuerdos en algunos ojos turbios.

 

Así que allí está él ahora, detenido sobre un instante redondo desde el cual puede apreciar emociones y pensamientos ajenos. En la turbiedad del aire parece como si todo bullera con lentitud en torno a su inmovilidad. También que el universo permanece estático y él gira alrededor de todas las cosas.

 

Es posible que no le interesen las lágrimas de quienes han llegado a despedirlo –a veces meras galas de bisutería– y como nunca pretende sinceridad. Nada material, ni un sólo átomo le es útil. Tal vez sí intuir sentimientos, sobre todo de las mujeres que lo han rodeado y a las cuales se dedicó mientras pudo.

 

Aquellas que lo han amado se despedirán con tribulación proporcional al amor recibido. De cuantas lo frecuentaron, y lo habrían amado si él lo hubiese pretendido, asistieron algunas. Notoriamente faltarán aquellas que lo habrían amado si lo hubiesen conocido y, categóricamente, nunca llegarían las que jamás lo habrían amado.

 

Él se esforzaría en señalar acaso tres de ellas con las que estabilizó su existencia, y aunque hubo otras que no puntuaron en la valoración singular de sus afectos, no estaría de más nombrar a una tal Lulú –quien casi lo convierte en ventrílocuo– y a otra dama que a la postre resultó ser su anatema, su chance del andén, su boleto migratorio.


 

La razón

Su esposa lo había amado con pasión menor a la ofrecida a su “primo amore”; aquél que había presionado tan fuertemente su corazón y su pelvis, nunca a grado semejante . Permanecieron unidos tras las borrascas que suelen azotar los matrimonios, creciendo entre cariño y comprensión, también con la resignación necesaria para aceptarse mutuamente.

Ante su ausencia vital la viuda mantiene las manos cruzadas sobre la falda y los ojos caídos. Lleva el cabello plateado y sus arrugas, jamás disimuladas, apenas señalan el paso del tiempo.

A ella no parece interesarle quién se acerca a darle sus condolencias. Se limita a colgar de su boca una mueca que no llega a sonrisa, y permitir a sus ojos una pena que no cae en el llanto.

 

Interiormente asume su pesar lejos de la angustia. Lo había hecho feliz y no guardaba ningún remordimiento. Mantenía la certidumbre de haber realizado su parte: todo lo posible para que él creyese ser quien tomaba las decisiones importantes. Agradecía a su vez que su marido hubiera cumplido la suya, aceptando las sugerencias que en todos los casos ella había suministrado con habilidad.

Se había fijado en él rondando los veintisiete, sintiéndose solterona tras haber dejado su última intimidad con un hombre un lustro atrás. Su autoestima había llegado al límite inferior cuando al ver pasar al hombre que hoy se estaba yendo le llamó la atención su mirada con brillo, antagónica a la propia, y una apariencia de gato vagabundo con pelaje color aventura y olor a sábanas ajadas. De apenas intercambiar saludos se encontró un día durmiendo a su lado y tiempo más tarde aceptando su propuesta de casamiento.

Durante aquella época ella compuso su pobre “Suite para tus ojos de gato” en un viejo piano con el cual a veces impartía clases a un par de alumnas del barrio. Melodia a la que acompañó con versos auto plagiados del centenar de poemas que en su “estúpida adolescencia”, como gustaba referirse a los momentos más felices de su vida, escribió entre lágrimas por su gran amor perdido.

 

Al comienzo fue muy celosa, veía engaños inexistentes que cuando fueron reales íntimamente trató de ignorar, librándose rápidamente de las sospechas. Intuía los fantasmas en el dormir nervioso del hombre, su rostro preocupado y su mente dispersa cuando le hablaba. Erradicó el tema por completo de sus obsesiones al conocer a Lulú; el sentido común la inhibía de sentir celos por su causa, y con pícaros pensamientos cuidó tanto el secreto del hombre tieso, que él jamás sospechó que su mujer estaba al tanto de su existencia.

 

Desde su agnosticismo él había establecido vano andar buscando a Dios, que si no se lleva dentro afuera no se hallará, y solía decir que llegada su hora no quería santos óleos ni velatorio.

 

Ella, apartándose de los deseos del hombre tieso, en el caso del sepelio se manejó con su criterio, pues eran de su exclusividad las cosas que tienen más que ver con dios que con el hombre, sin consultas ni subterfugios. Además, había algo que sólo pensarlo la llenaba de morboso placer, aquello que él debería portar durante su cita con el supremo; y ese nombre: “Lulú”, repiqueteaba en su mente como un carillón.

 

No había sido una mujer demasiado apasionada, quizá no eran intensos sus ardores o él no había logrado su ignición. De todos modos el hombre tieso nunca manifestó disconformidad. Sentía haberla elegido por sus atributos, y no por haberla tenido allí, muy a la mano, como le decía a veces su inmanente vocecita socarrona.

 

Sus felicidades no fueron descomunales. Ella le enseñó el secreto de saborear cada pequeño buen momento sin permitir que tales retazos de felicidad les pasaran por encima como una ducha tibia. Quizá por eso él buscara en otros puertos los excesos –esos pimientos que el estómago resiste de tanto en tanto– y los estímulos que exige el músculo para mantenerse pleno.

 

Como él prefería sorprenderse a cada paso sin hacer proyectos ni balances allí estaba ella, cerrando su etapa de media vida junto al hombre tieso. Se siente dispuesta a manejar con entereza el tiempo que le resta por administrar, segura que mañana su vida no cambiará demasiado. No falta mucho para que todo haya pasado; en tanto, disfruta ese pequeño desquite que le brinda su última inocente picardía.


 

La carne

Tal protagónico lo mereció una nueva compañera de trabajo a quien ubicaron en un escritorio frente al del hombre que se ha ido. Al primer golpe de vista le agradó el cabello largo y juvenil de la recién llegada, que caía con graciosa levedad sobre sus hombros blancos. Tenía buenas piernas, pero él quedó embelesado con sus pies una vez que ella vino de sandalias y la sintió voluptuosa de inicio a fin.

 

Desde entonces sus cabellos y sus pies fueron lo que más lo atrajeron. Más tarde y sin querer, de los extremos pasó a mantener discretos pero minuciosos exámenes sobre el resto de la mujer. Sus ojos, sus labios, sus caderas, sus piernas... Al poco tiempo sólo pensaba en conquistar su centro con un impulso testicular desmedido.

 

Cuando él estaba distraído ella lo contemplaba. Usaba anteojos caídos sobre la nariz de tal manera que al mirarlo parecía como si sus ojos fueran a saltar sobre los pequeños cristales. Veía el sosiego del hombre al escribir y su detenerse, a veces, para meditar u observarla.

 

Descubrió el hábito que él tenía como un tic: doblaba el pulgar sobre el centro de su mano derecha y apoyándolo sobre su alianza, la hacía girar lentamente.

 

Proclive a imaginar aquello que la entristecía, en forma inconsciente pensaba que el hombre acariciaba desde allí, mediante su pulgar apelando a la holgura que separaba el anillo de su dedo anular, su vida conyugal. Y no tenía dudas de su felicidad.

 

Lo veía fumar en su propio mundo o fingiendo distracción, pues ya había notado las miradas del hombre, siempre huyendo al sentirse sorprendido. Y su dedo sobre el anillo, haciéndolo girar una y otra vez.

Luego varió su criterio en cuanto a esa acción mecánica, y comenzó a intuir que se trataba de algo tan simple como un hábito, una costumbre lejana a cualquier afecto.

 

Más tarde dio un paso más allá, cuando las miradas compartidas fueron más notorias. Asumió que el anillo era el símbolo de un grillete adherido en torno a su miembro –todo un cinturón de castidad– y aquello que ella suponía recuerdo feliz, no era más que fastidio.

 

Tal forma de pensar la estimuló a buscar temas de conversación que los fueran acercando. Él lo notaba, y comprendió que de mantenerse adormecido en un sueño viviría mucho tiempo varado sobre una fantasía. Así que dejando de lado la ambigüedad de las ilusiones la invitó a un café, y que la realidad pusiese las cosas en su lugar.

 

Afuera, solos y uno junto al otro, lo demás fue instantáneo. Apenas rozar sus pieles notaron cuanto se tenían reservado, y el paso del tiempo demostraría que no sería poco. Luego, el pecado del hombre tieso sería evitar dañar a su amor de la razón, y mantenerse flotando entre dos aguas.

 

En ocasiones ella bogaba en pos de una noche completa que él no pudo o no se arriesgó a darle nunca. Hubiera querido. Al oírla, sonreía con tristeza cambiando de tema o empleando frases grandilocuentes, del estilo: “Debes amarme como a un presidiario, entre apurones y desesperanza. Del mismo modo yo, sintiendo tu libertad como mi enemiga, evitando todo el tiempo preguntas indiscretas y celos inútiles”.

 

Él estuvo a punto de comentarle que aun estando con Lulú pensaba en ella, pero se contenía al suponer que su amante no lo entendería. El hombre tieso jugaba a la mosqueta con sus mujeres, descubriéndose distinto según la instancia, sin llegar a sentirse nunca plenamente satisfecho.

 

Así surcaron unos años apasionados, de pies ligeros y melancolía, donde aquello que los había acercado se fue escurriendo sin que lo notaran. Al paso de los meses se fue ajando la ansiedad, y comprendiendo que sólo quedaba la costumbre ella cerró los ojos, pidió traslado, encontró otro y otros, y jamás volvieron a intimar. Ella estuvo allí, despidiéndose del hombre tieso mientras revivía escenas casi olvidadas.

Hasta no hace mucho todavía se enamoraba toda vez que un hombre la miraba con ternura. Sin dilatar la lumbre con falsas premisas se entregó sin avaricia cada vez que le ardía la entrepierna, siempre procurando con alegría y destreza saciar su sed. Luego del amor sus ojos siempre lo han dicho todo, llenos de una felicidad infantil e inocente como escapada de un mundo mágico que de algún modo, han dado la sensación de impugnar el desmedido ardor exultado momentos antes.

 

Tal vez continúe ideando ilusiones que indefectiblemente dejan entrar por sus rendijas el desencanto, culminando siempre en una famosa sonrisa triste y un adiós resignado.

 

Aquella tarde no lo acompañó hasta el final, siempre supo qué lugar le correspondía a su lado y cual era ajeno. Actuando en consecuencia delegó en la viuda tal ceremonia. Se alejó pensando que también moría una parte de sí misma: el sector de su alma decidido a navegar sobre amores absurdos que arrastraba su estela de inevitables naufragios.


 

El corazón

Por allí detrás, cumpliendo un rol importante en un plano discreto, deambuló la mujer que alguna vez rechazó su amor. Ella lo había eludido por no haber captado la intensidad de sus sentimientos, y la juventud que vivían prometía infinidad de futuras instancias que jamás se dieron. De cualquier forma, él solía atesorarla muy cerca de su corazón, y si hubiera podido lo habría hecho latir en su honor una vez más.

Ella llegó con su marido y luego de las condolencias a la viuda ambos se mantuvieron en un lugar apartado. Un par de veces ella estuvo a punto de acercarse al féretro pero él la contuvo, con su brazo primero y luego con su mirada. Ella, sin poder comprenderlo, se sintió aliviada. Así que terminó por quedarse inmóvil hasta que se retiraron, bastante antes que retiraran el cuerpo.

 

Camino a casa hablaron poco. Él atendía el tráfico y ella, distraída, miraba el otoño esparciéndose sobre la ciudad y sus vidas. Pensaba sin pretenderlo, ignorando que no habría podido, de desearlo, dejar de pensar. Reflexionaba en que siempre había estado a un paso. A un paso de decir que sí, a un paso de amarlo con locura, a otro de despedirse con un beso...

No le importó haberlo rechazado, ni la preocuparon sus nupcias con otra mujer. Tampoco casarse ella misma significaba demasiado. Siempre había existido la posibilidad de un encuentro amoroso, había pervivido quizás dentro de ambos, latiendo en recónditas guaridas a espaldas de los laberintos particulares. Siempre pudo haber sido, hasta ahora... ya no habría instancia posible. Se sentía cual pirata que años después de enterrado su tesoro descubre haber perdido el mapa con su ubicación.

 

Jamás pudo hablar con él a solas sobre su antiguo rechazo; sí, por supuesto, estuvo casi por hacerlo. Ansiaba compartir ese secreto con el hombre tieso y fundirse en locura con él, aunque sólo fuese durante el tiempo que durase su confesión. Quitar barreras a esa corriente eléctrica que echaba chispas en el extremo del cable y atreverse… aunque todo se asfixiara con el humo de un cortocircuito. Había deseado hacerlo y él lo habría sabido. En ese caso también él se habría expresado.

 

Todo podría haber sido diferente. O no. De las encrucijadas parten saetas a ignotos destinos cual radios del centro de un círculo. Y ella siempre se había guardado muy bien sus deseos. Aferraba la máscara a su rostro y hacía cuanto ha de esperarse de una señora.

 

A veces suponía que él todavía sentía algo por ella y también solía creer en ocasiones lo contrario. Ahora, rotundamente, jamás lo sabría. Ni siquiera se encontró ante la posibilidad de concurrir al velatorio sola, y así tener un mínimo de intimidad ante él, para decírselo cara a cara con alma e idea.

 

En el camino de regreso estuvo a punto de llorar. A un suspiro de pedir a su esposo que detuviera el coche para echarse a correr hasta el agotamiento. A un segundo de exigirle volver para ofrendar ese beso siempre adeudado. Se sentía la viuda más desamparada de la historia... pues ni siquiera lo era.

 

La mujer ingresó a la casa mientras él guardaba el coche. Era su media casa. Los muebles, las cortinas, los cuadros, nada más que la mitad de todo era de su agrado: aquellas cosas adquiridas para ser compartidas con otro hombre. Aunque le desentonara que el “otro hombre” fuese su marido.

 

No recordaba haber tenido actitudes fingidas ante su esposo anteriormente, pero durante unos días necesitaría predisponerse a simular normalidad. Y le costaría mucho. Aquella primera noche manifestaría como al pasar sobre cierto dolor de cabeza que la acosaba. Los días siguientes su comentario sería no sentirse bien de ánimo, tratando sí de no excederse. Pero en algún momento él se sintió extrañado y preguntó:

—¿Qué no "tan bien" exactamente?

 

—No lo sé en realidad —diría ella—. Algo así como un desacomodo en los huesos.

 

—¡Ah claro! A mí me pasa algo parecido —agregaría él con simulada jovialidad—. Es que así como los adolescentes padecen los ajustes de su cuerpo preparándose para la vida adulta, nosotros sufrimos el derrumbe del esqueleto cuando nos prepara para la muerte... —para de inmediato concluir, en tono irónico y mirando el techo—. Eso no es justo! ¡Devuélvannos el paraíso, podemos prescindir de las manzanas!

 

Ella, en lugar de sonreír ante aquella liviana broma, cometería el pecado de decirse que sí, que se podría prescindir de las manzanas, pero no de las ilusiones. Por lo tanto se largaría a llorar profusamente ante la mirada azorada de su esposo.


 

La caída

Hacía tiempo que el hombre tieso se había desentendido de Lulú cuando permitió a “Lolita” subir a su vida. Ella estuvo también a despedirse. Vino por la noche sin evaluar la conveniencia, plena de un aire displicente y desenfadado que flotaba junto a su perfume, brillaba en sus aretes, languidecía con sus movimientos y desfallecía entre sus caídas de ojos. Por lo tanto no pasó desapercibida en oportunidad del último adiós, y aunque nadie la conocía muchos la conectaron a murmuraciones que habían deambulado por el barrio. La viuda, nuevamente, simuló estar dormida.

Lolita se detuvo un momento escaso ante la caja y lo observó, aun en ese último encuentro más indiferente que él, pero sin fingirse más ardiente y anhelante como en anteriores instancias.

 

Él le llevaba cuarenta años, por eso no es raro que se asombrara cuanto creyó ver, estallando en los ojos de la muchacha, aquél brillo conque otros ojos lo habían observado hacía tanto tiempo. Una entrañable primavera le aplicó un gancho de derecha en medio del corazón, y anduvo sintiéndose joven y galante durante el inicio del romance.

Mas luego, en el campo de batalla no fue lo mismo. Su mente era un general omnipotente dando órdenes imperiosas, su corazón una nación paupérrima y enceguecida dispuesta a dar batalla, pero su armada se limitaba a ese desvencijado acorazado, propicio únicamente para navegar en los calmos lagos de su tálamo marital.

 

Y su piel floja y sus carnes blandas se rompieron contra aquella roca de firmeza juvenil, ante aquellos dos melocotones frescos que le hacían agua la boca y la fresa abierta, donde con el tacto o el aliento era como mejor llegaba.

 

La joven lo consolaba y le decía que lograrían la plenitud algún día. Que alguna vez lo habían hecho bien. ¿O no? Que él se ponía nervioso y no era el primero al que eso le ocurría con ella. Ocultaba su indiferencia cuidando que él no se le escurriera. Su afán era lograr el alquiler de un piso donde atenderlo una vez por semana, y utilizarlo el resto en cuestiones parecidas pero más satisfactorias.

 

¿Lo ves hombre tieso ahora, elevando el velo de su mirada mentirosa? Si, lo ves con tus ojos de espanto, de asombro, de risa, de nada. Lo ves y no te importa. ¡Si ya lo sospechabas! Necesitabas ese fetiche, amuleto juvenil, quintal de orgullo imposible de cargar. ¡A no dudar que lo necesitabas!

 

Ella estuvo en la sala apenas el tiempo necesario para tomar un café. Se fue andando lentamente sobre su vasto porvenir, preocupada pues continuaba pendiente lo del departamento.

 

La próxima vez no se excedería. Era horrible lo que había ocurrido. El hombre de seda, el gelatinoso, haciendo un esfuerzo imposible para sus años había quedado tieso sobre ella. Aquél experto explorador, ese incansable labrador de la piel, el navegante de los sentidos… buscando el amor de su vida había encontrado el de su muerte.

 


 

El Olimpo

Un torbellino zumbó girando y apagando candiles, llevándose de a jirones los vestigios del hombre tieso: la ropa que vistió, el aire que respiró, el calor que lo cobijó.

Pero en realidad su fantasma se fue definitivamente algunos años después, cuando murió su “Amor del corazón”: nadie más lo recordaba entonces. Sería dulce creer que al fin él se decidió a llevársela, y que ella esa vez no dudó.

También ocurrió por esas fechas que su nombre volvió a ser mencionado entre sus allegados. Es que las cosas trascienden, no se sabe muy bien cómo pero así ocurre. Pues causó risueño asombro a quienes redujeron sus restos hallar –en virtud a la picardía de su esposa– el plástico carcomido, con su ahora repugnante cabellera y muy dobladita bajo su esqueleto, muy blonda, muy yanqui y muy Monroe, a Lulú, la muñeca inflable del hombre tieso.

 

Distraídos con eso y sin advertir que ella había muerto con él, tampoco atinaron a observar mejor su calavera. Entre sus tonos sepia podía apreciarse con facilidad una cuenca vacía llena de oscuridad, y la otra cavidad, aun semi cubierta con colgajos de piel, con evidente apariencia de estar haciendo un guiño.

bottom of page