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Cuando lo inexistente parece real y lo real es diferente a lo supuesto.

Ejemplo del mal uso de la subjetividad y la desconfianza donde el amor y el odio se invierten a raíz de malas interpretaciones.

Paranoia

Tras el escalofrío el rubor, un temblor persistente en las manos, y casi de inmediato el malestar estomacal. Los ojos desorbitados de Froilán no terminan de creer la escena que lo tiene como protagonista.

A sus pies, sobre la mullida alfombra blanca del living, se desangra la mujer que fue eje de su pensamiento durante los últimos meses. Una mancha púrpura escapa al ámbito pelirrojo de la cabellera de la mujer y se ensancha bajo su nuca cual derrame de lava.

 

Aquella imagen le pareció conocida. La creyó un déjà vu, un retazo vivido en una anterior existencia, algo que acaso había visto en el cine, o un pasaje desprendido de alguna de las novelas policiales que suele leer.

 

Si el cabello de esa mujer hubiese sido rubio, el contraste con la alfombra y la sangre le habrían permitido recordar que el origen del misterio era un texto suyo, pero en ese momento el detalle escapa a su confusa memoria. Otros dilemas urgían, pues por su causa así estaba ella.

Froilán, proclive a presentir siempre lo peor, comprende la diferencia entre las ficciones que lee, las que escribe, y la realidad que en ese momento lo envuelve.

Al principio la mujer mantenía los ojos cerrados con fuerza, como si fingiese estar durmiendo, luego se cubrieron de mortal inmovilidad. Él aguardó unos instantes la mínima reacción vital, mas era tal su nerviosismo que de haberla le pasaría desapercibida. Pensaba que si aquellos ojos se abrían con la lentitud de la sangre que se le escurría los vería antes de irse, fijos en él, llenos de horror y un odio inexplicable.

 

Acostumbrado a maldecir su sino, su interior se halla invadido por la amarga convicción de que aquella mirada no volverá a comprender la luz. Nada desea más que irse pronto, esfumarse, perderse del horror que ha ocasionado, morir de ser posible. La musa de sus últimos sueños yace inmersa en mortífero sopor. El nerviosismo no facilita las cosas, y aunque las complicaciones se permitan una pequeña distracción la realidad no tarda retornar.

Al desesperado Froilán le resulta terrible lidiar con el episodio que encierra su circunstancia en un laberinto sin salida. Por esa razón, cuanto más seguro está en que huir es su consigna inmediata más le pesan las piernas.

 

Su cerebro es una metralleta de mensajes cruzados: ¿Existe una salida? Con ella en esas condiciones, salida indolora no habría ninguna.

 

¡Las manchas jamás saldrán de esta alfombra! ¿Debo eliminar aquello que pueda incriminarme? Los folios no están firmados. ¡Ah! Tienen mis huellas…

Como improvisado escritor de pequeñas intrigas policiales, Froilán entendió que la prioridad era borrar rastros pasibles de incriminarlo.

Porque soy inocente y es injusto que pague por algo ocurrido accidentalmente. De todas formas siempre tendré un castigo, una deuda que pagar. Mi conciencia será suficiente lastre para cargar el resto de mi vida.

Tal vez por eso desea no volver a ver aquellos ojos en los que alguna vez percibió fuego, dulzura y encanto. Los que lo recibieron ese día no portaban más que odio, incomprensión, y ahora el silencio mortal en el que un azar nefasto los apaga.

 

Un rayo de sol, filtrándose a través del follaje exterior, le permite ver partículas de polvo flotando más allá de la cabeza de la mujer. Así se sentía, cayendo lento y profundo, igual de diminuto, acompañando en su caída abismal a esas briznas de nada.

 

Con la mirada desjuiciada de quienes en algún recodo han perdido el raciocinio busca a su alrededor. Desea cubrir el rostro inerme con lo que haya a mano. Nota un almohadón de tonalidades café con dibujos de perros de mirada franca. Con suavidad lo deposita sobre la cara pétrea de la mujer.

Luego, sin detenerse a pensar qué instinto piadoso guía su mano, aferra otro almohadón y lo desliza bajo la cabeza laxa, aun tibia.

En una pausa del desasosiego medita, intentando comprender cómo, en un desgraciado instante, se ha roto el equilibrio de su vida. Sus sueños se derrumban y la oscuridad comienza a envolverlo. Siente su frente húmeda y fría. Temiendo un desmayo se apoya en el borde del sofá y se mantiene así unos instantes, inmóvil, respirando profundo.

 

El mareo pasa, acaso la resignación le golpeó el rostro. No hace falta prisa, todo está perdido. Supone merecer ser arrastrado hacia el ascensor y arrojado cual desperdicio humano a una celda inmunda.

 

Observa que los motivos de otro de los almohadones son gatos, enigmáticos y soñadores, en negro, azul y celeste. Un tercer almohadón tiene motivos de aves en tonos rojizos y más allá otro, sepia y amarillo, con dibujos de flores. ¿No hay nada color rosa? Sonríe inquieto al verse distraído por nimiedades mientras el oscuro abismo lo devora.

¿Cómo algo puede causarme gracia todavía? ¿Esto es la locura? Sí, es la locura, ha de serlo. No soy un criminal, he de ser un demente.

Nervios, delirio e incertidumbre conspiran en su contra. Tenía húmedas las manos cuando tomó el último almohadón, y al situarlo en el regazo de la mujer, percibió el cuchillo descansando manso sobre la alfombra. Esto lo lleva a recordar el pesado cenicero de vidrio que su mano convirtió en arma mortal. Extrae su pañuelo y ágilmente limpia los bordes transparentes del objeto, debe eliminar toda huella que pueda incriminarlo: las huellas de Froilán Lugones, asesino.

Un cabello de la víctima entorpece su labor. Con cautela lo enrolla y guarda en un bolsillo. Como la escena no termina de conformarlo, bajo un torbellino de pensamientos inconexos acude al dormitorio por una sábana: cubrirá por completo el cuerpo de la mujer.

Su voz interior no le permite un solo instante de calma. ¿Podrás hacerlo mejor que los perros? Ellos esconden su mierda sacudiendo las patas hacia atrás y apenas agitan el polvo. Igual ocurre a los criminales… dejan huellas incriminatorias. ¿Acaso lo haré diferente?

Una súbita reacción inyecta vitalidad en sus músculos y sale de prisa. Advierte que sus pantalones tienen una mancha de sangre y casi le duele. Son claros, su culpabilidad quedará expuesta. ¡Ay! La maldita entropía de mi vida me arrastra al caos y se acelera con cada segundo.

Ingresando al dormitorio percibe un movimiento y mira sobresaltado hacia un costado. El espejo lo observa. Se desconcierta al reconocerse en el extravío de aquella mirada. Mientras se acerca siente como si sus labios susurraran a la imagen que lo ve desde el cristal: ¡Criminal! A lo cual la imagen del espejo responde sin mover los labios: ¡La mataste y pagarás tu imprudencia!

 

Más allá de las cortinas divisa al mundo que comienza a dejar de ser el de siempre. La aparente normalidad exterior le hace pensar que quizás ella no esté muerta. ¿Y si fuese un desmayo? De serlo su vida no cambiaría tanto.

 

A punto de advertir que no ha tomado el pulso a la mujer recuerda su pantalón ensangrentado. Se ruboriza al imaginar siendo aprehendido y no puede contenerse… su orina se mezcla con la mancha de sangre.

 

Tengo tiempo de arreglar todo. Necesito tranquilizarme. Podré explicarlo, fue un accidente. ¿Qué duda cabe? Ella resbaló y se dio contra la mesa. ¡No! Mejor irme. ¿Y el ADN de la orina? Limpiaré todo… ¡Dios!

Alterado, frota las manos por sus piernas. ¿Entregarme? ¿Humillarme? ¡Ah, desesperación maldita! No, no puedo rendirme y arruinar mi vida. No debo aceptar eso.

Se siente como el protagonista de alguna de sus historias negras. Además este mismo crimen… ¿No vuelve a darle la paramnésica sensación de haberlo vivido antes? ¿Soy un homicida o sueño?

Ha llegado el momento de demostrar sagacidad, no por un trabajo literario sino por su futuro. Cual hechicero malabarista debe ocultar su delito de inmediato, pensar, buscar una buena solución.

Dejaré de ser quién soy. Asumiré otra personalidad en tierras distantes. Debo huir. De cubrir bien mis huellas quizá lo logre. Tardarán en ponerse sobre mi rastro. La policía está muy ocupada y nadie supo que vendría.

 

Se aferra a ese dejo de esperanza, no lo conforma del todo pero al menos le muestra una remota luz, una mínima posibilidad. Pasea la vista sobre los objetos que están encima del tocador y recuerda el día en que conoció a Angélica, la cariñosa peluquera de meses atrás, esa que alguna vez recibió su simiente con placer. Esa mujer ahora se enfría en el living y por su causa no volverá a respirar, a sonreír, a hacer feliz a un hombre que la merezca más.


 

—————————————


 

Aquella tarde era gris y llovía. Angélica llegó corriendo a la parada de taxis donde también Froilán aguardaba el suyo. En ese preciso momento, salpicado de reflejos de neón y la conducción fantasmal de un conductor adormilado, uno de tales vehículos se detuvo.

Sin haberse percatado de la presencia del otro, hombre y mujer corrieron hacia el coche. Las manos de ambos se toparon sobre el picaporte de la portezuela trasera y al advertirse, sus ojos mantuvieron un ligero intercambio agresivo.

 

Sin embargo, respetando arcaicas normas de urbanidad, la hostilidad se diluyó bajo la lluvia pues se ofrecieron sendas disculpas al mismo tiempo.

 

Notando que también amagaban retirarse en sincronía no pudieron evitar que recíprocas sonrisas comenzaran a unirlos. Él se ofreció a llevarla en aquel mismo taxi, se desviaría sólo un poco y ella aceptó.

 

—Un nombre muy bien puesto —había dicho él apenas ella se presentó. De inmediato y con actitud vencida, de pesar y desgano, Froilán mencionó el suyo.

 

—¿Froilán? ¡Es horrible!

 

—Sí, quizá mis progenitores me odiaban... No, bromeo. Así se llamaban mi padre, abuelo y bisabuelo. Mientras te acostumbras puedes llamarme Froi, así me dicen desde niño.

 

—¿Froi? Suena como Freud.

—Si, cuando comencé a hablar no me salía entero y así comenzaron a decirme.

—Okey Froi, quedamos. De esa manera me siento más distendida. Bueno, no tanto tratándose de Freud, pero digamos que más cómoda. Estudié psicología…

 

Hablaron durante todo el trayecto, y tras esa charla que les pareció breve, consideraron que sería bueno compartir una copa. Quedaron de encontrarse y se les dio. Él fue cauto, dejó pasar un par de días y llamó luego, algo inseguro. Al oír la voz de Angélica tras darse a conocer su rostro cambió, percibió la alegría de la mujer corriendo hacia él a la velocidad de la luz.

 

Y se encontraron. Nada tenían en común. Como había mencionado, ella había intentado ser psicóloga, pero tenía una peluquería. Para más datos, le gustaba el tenis y era vegetariana. Él era tipógrafo, no le interesaba ningún deporte fuera del sexo, y se sentía completamente carnívoro.

 

Buscando puntos de coincidencia terminaron hallándolo en medio del cosmos literario: a ella le gustaba leer y a él escribir.

 

—¿Sobre crímenes? —Había dicho Angélica—. No es lo que más me gusta pero me encantaría que me mostraras algo. ¡Qué sé yo! Algo breve.

—¿Breve? Sí, justamente, tengo conmigo material breve, pequeñas imágenes, como fotografías. Aun trabajo en ellas pero puedo dejártelas. Estas son copias, conservo los originales...

Así fue como sumaron a su relación el complemento de la palabra escrita. Froilán cumpliría el deseo de tan hermosa mujer dándole ese mismo día los folios que llevaba.

Estaba claro que Angélica no podría concederle a Fran la admiración reservada a sus autores conocidos, Corín Tellado por ejemplo: sus heroínas siempre hallaban el hombre ideal. ¿Y ella, para cuándo? ¿Acaso al fin lo había hallado? Ilusionada, aburría con su secreto a cada una de sus clientas.

 

Sin embargo el tema que asomó como nexo no les permitió ir muy lejos. Froilán era adicto a autores como Poe, Hammett y Chandler, entre otros. Mientras que ella se ensoñaba con literatura romántica edulcorada.

 

En un principio Angélica olvidó los textos, ilusionada estaba con su nueva relación no deseaba pensar en otra cosa. Ya no era joven y hacía tiempo que no fondeaba un barco en su bahía.

 

Angélica decidió dar al menos una mirada a los escritos de Froi tras el tercer encuentro, al no saber qué responder cuando él volvió a preguntárselo con expectativa y ansiedad en los ojos.

Así fue que ella dejó de pensar un poco en Froilán para dedicarse a la lectura de los “malditos” textos. Los examinó en la peluquería entre clienta y clienta, cuando no caían cabellos al piso caían frases, pensamientos confusos, oraciones enteras y sangre, la que Froilán destilaba entre sus dedos.

La relación habría sido más duradera, si no eterna, de no mediar aquellos trozos literarios. Se trataba de una serie de textos escuetos que Froilán ni siquiera había releído y corregido lo suficiente, pero que conformaban un mosaico oscuro.

 

Si bien Angélica demoró más de quince días en echarle ojo, apenas hacerlo el tenor de los mismos la llevó a identificarlos con su realidad y su entorno. ¿Qué tan terribles podrían ser los textos de Froilán? Quizás sea arriesgado aventurar opinión, vayamos a ellos:


 

Réquiem

Le abrí mi casa y le abrí mi cuerpo. La luz le di, la que tenía y la que soñaba. Veo la inmensidad infinita bajo el brillo tenue de mi lámpara, una parte de la reproducción de «Las meninas» y mi cuerpo vacío. ¿Estoy muerta? No sé si se fue o está a mi lado en este mar de nada. Sólo veo eso, una amplitud oscura rodeando el brillo de la lámpara. Todo está inmóvil, el tiempo se ha congelado en un segundo con alarido de viento. No me importaría continuar viendo mi cuerpo y el resplandor difuso de la lámpara si al menos dejara de oír ese sonido, reiterado, eterno: ese rumor, el zumbido grave que hace al caer un hacha.


 

Angélica sintió temor, de alguna forma se vio en la escena. ¡Si hasta Velázquez estaba presente! Aunque no con la misma obra, en su sala lucía “La venus del espejo”.

 

Permaneció alterada hasta caer en la cuenta que Froilán le había dado los textos durante el primer encuentro, antes de conocer su casa. Era imposible que se tratase de algo alusivo a ella. Se calmó, pero la señal de alerta no se apagó del todo. Leyó más:


 

Rubia

Sobre la almohada descansa su cabeza. Su cuerpo resalta en la penumbra de la habitación con óseo fulgor. Sus ojos están cerrados en medio de la hermosa paz de sus facciones, enmarcadas por el puño entrecerrado de su mano. Atando sus pómulos blancos, sus labios quietos parecen implorar un beso que nadie dejaría de brindar. Emulando un sol rutilante su cabello dorado estalla sobre la almohada. Luego todo es púrpura, granate, oscuridad. Cerca del mentón, cual juguete perdido de un dios pueril e impertinente, infausto gong irrumpiendo en el silencio, apenas se permite mostrar una pequeña estrella de acero el filo inclemente de un hacha.


 

Retirada

Me fui. El corazón me precedía. Creí cruzar la calle buscando luces en la punta de mis zapatos, no podía elevar la cabeza. Mis manos temían ser vistas, allá en el fondo de mis bolsillos. Pensé en detenerme en la esquina a mirar su balcón. Allí, la luz mortecina que con alegría descubrían mis ojos ansiosos sería una oscuridad menos densa. La brisa provocaría que desde la ventana abierta un diáfano retazo de cortina me diera, con elegancia, su adiós indolente. Lágrima que resbaló mejilla abajo pudo lavar de mis ojos la imagen de aquella mujer asesinada. Me iba pues con ella quería irme. Me iba. Después creí que terminaba de irme. Pero nunca me fui, no pude hacerlo y así me hallaron, mirándome en sus ojos muertos sin soltar el hacha.


 

La cuasi psicóloga psicoanalizó al parcial escritor con sus medias clases. En aquellos trozos salpicados de enmiendas escarbó los oscuros instintos que guiaban su trazo. Cuando quiso acordar, poco amor por Froilán le quedaba. Los había leído incluso a su mejor clienta y confidente, abogada, una de las que solía participarle sobre sus amoríos y por quien sentía mayor afecto.

En el aire bailaban los acordes de “Me haces tanto bien”, de Relaciones Peligrosas, y la abogada sacudía sus piernas siguiendo el ritmo cuando Angélica cesó de secarle el cabello para decir:

—¿Acaso escribe siempre así, para atrás, adelante, en círculos, en paralelo y continuado?

 

La otra, a la que el tema musical agradaba y hacía tiempo no escuchaba, le restó importancia: —Si tales movimientos los practica también en la cama no deberías preocuparte.

 

Pero Angélica parecía empeñada en conversar y tras bajar el volumen agregó: —De eso no me quejo. La verdad, esas cosas no me sobraban. ¿Cómo se llama escribir así? Escribir difícil no es escribir bien.

 

Resignada, la otra consintió explayarse sobre el punto: —Sin embargo, escribir fácil es subestimar al lector y negarle crecer. A veces los textos resultan difíciles de comprender porque no se ajustan a las posibilidades de comprensión de los lectores. Prefiero los que me hacen pensar y aprender nuevos términos.

 

—¿No te parece que la literatura puede ser peligrosa?

—Lo es cuando es verdad pura… y ahí llegan los censores. Es peligrosa si con ella se engaña o calumnia, si emplean sofismos para ocultar certezas. Pero veo inconveniente psicoanalizar a tu enamorado a través de sus textos. Tu diagnóstico conmigo anduvo cerca, quizás me veas demasiado fantástica, pero eso no me incomoda. Despreocúpate. Es solo un adicto a temas escabrosos. ¿Podrías subir el radio?

—No. Todavía no. Escucha. De acuerdo a mis estudios el arte es bueno para canalizar la violencia de pacientes esquizofrénicos, les permite evacuar tensiones. Quizás escribir es parte de alguna terapia que le obligan a seguir, y así contiene sus bajos instintos.

—¡Angélica! Creo que vas demasiado lejos. Con tu estilo de analizar arte condenarías a cientos de artistas al chaleco de fuerza. ¡Que no caiga bajo tus ojos una novela de Stephen King!

 

—Mejor prevenir. ¿No es cierto?

Quizás su amiga tuviera razón, pero nada perdía ella con estar alerta. Antes de cerrar la peluquería volvió a psicoanalizar los últimos trazos del trabajo de Froilán:


 

Regreso

 

El asesino terminó la lectura y volvió a leer el título: “Imágenes de mujer en rojo y hombres en negro”. Luego airado lo lanzó hacia las oscuridades que lo amparaban. ¿Con qué vida lo habían cargado? Su forma comenzó a tornarse espesa y asumió recuerdos y culpas. Vio al hombre que escribe y decidió acercarse. Uno y otro se intuyeron. Uno es consistente, tangible, madera. El otro etéreo, eventual, espiración. Entre ambos la encrucijada de una historia late unos segundos antes de desaparecer. Reiterando el ejercicio perpetuo que encadenaba su existencia, y le hace repetirla una y otra vez, el hombre entre las sombras intentó cercenar la mano derecha del escritor con un impreciso alarde de hacha.


 

Risa

Reí. Me reí en su cara aun sabiendo que me perseguirá. Serán sólo unos días. Asomará de entre mis penumbras como una culpa. Vendrá hasta que nueva fiebre me enfrente a otros fantasmas, o hasta que narre como siempre lo hice –con mi mano izquierda– que ese sujeto se ha marchado al universo especulativo de donde nunca debió salir. Tal vez me esté ayudando a sofocar instintos: el de sobrevivir, el de abrevar, el de escribir, el de matar… Luego diré que se ha ido, esfumado en el aire de una realidad que no lo alberga. Aun no pienso hacerlo, no permitiré que se ausente dejando sin lavar la sangre derramada en la alfombra, y deje a buen recaudo el hacha.”


 

Recelo

 

Se fue el otoño. Siento en ocasiones un olor nauseabundo y es cuando estoy melancólico e intuyo que ese hombre violento y esa mujer asesinada me observan. Es cual tristeza que se desfigura, corrompiéndose en muda interrogante. Además, a veces, un zumbido agita el aire y me sobresalta. Ellos no están presentes ni acuden cuando no los invoco, pero sé que aguardan en algún sitio. ¿Qué podrían hacerme? Por lo pronto mi único temor es pasar frío este invierno, ya debería haber trozado leña. Quisiera no perturbarme por tan banal motivo, pero escudriñé exhaustivamente toda la casa, y no he podido hallar el menor vestigio de mi hacha.


 

Cuando Angélica salió a la calle no podía dejar de mirar a uno y otro lado y de haber visto un hacha se habría desmayado. No es normal. Ese hombre no puede estar lúcido. Hubiese preferido un estilo literario menos sangriento, más directo y comprensible. Uno de esos donde las heroínas hallan el amor de su vida, el hombre ideal, la vida perfecta. Lo peor era el trasfondo, el móvil que lo hacía tener ideas macabras. ¿Y si un día pasa de la fantasía a los hechos? No tenía la menor intención de quedarse a su lado para averiguarlo. Y decidió no verlo más.

 

 

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Navegando entre recuerdos Froilán permanece en el dormitorio. Su rostro del espejo, casi con dulzura y un dejo de comicidad, musita “asesino” a su rostro lívido.

Mientras quita el acolchado recuerda el día que entregó a Angélica los textos que portaba, lo feliz que se despidió, esperanzado en que a ella le agradara su compañía y también el lirismo de su prosa. Pero vino a su mente “Una carroña”, de Baudelaire, y vuelve a la rotunda realidad.

Aquello que creyó con posibilidades eternas ha terminado. Él, capaz de hacer un denso drama a partir de una hoja llevada por el viento, jamás habría imaginado que llegaría un día en el cual se despediría de esa mujer por última vez.

Así que allí está con su piel de asesino, el acolchado entre las manos y un problema insoluble. ¡Patético! Observarse en el espejo con el acolchado entre sus brazos lo lleva a compararse con la muchacha de la pensión donde vive. Lo asalta su silueta saliendo de alguna habitación cargando la ropa de cama sucia.

 

Sus ojos descienden al tocador y se detienen en un frasco de perfume que levanta y olfatea. Ee el mismo que Angélica llevaba el primer día, casi acre y masculino pero agradable. Desde la primera noche añoraba ese perfume en la soledad de su pieza, mientras le llegaban desde el corredor penumbroso los últimos rumores nocturnos.

 

Todo iba magnífico, sintió que al fin encontraba una compañera afín a sus anhelos, y de pronto ella comienza a evitarlo. Sucedió de un día al otro, y con el procedimiento tan evasivo como poco discreto de cortar bruscamente al reconocer su voz. Ya no era alegría atravesando el éter llegando hacia él, sino un frío muro de indiferencia imposible de sortear.

 

Al tiempo Froilán recibió de vuelta sus folios, por correo y sin una sola palabra justificando el rechazo. Procurando explicaciones realizó un pequeño asedio a la mujer, desde la distancia y aguardando una oportunidad propicia.

 

Necesitaba verla sola para hablar tranquilos. No quería arriesgar que otra presencia lo arruinara todo. Sería discreto, lo más posible, pues ella era demasiado temperamental. Finalmente decidió visitarla a la hora que podría hallarla en su casa. Por eso está allí, emulando a sus asesinos ficticios, y tan distraído como para no captar los movimientos…


 

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Aun estando con el almohadón sobre el rostro Angélica presiente que él se aleja. Si bien se aleja llevando parte de su miedo también le deja íntegro su odio residual, producto de ambiguas lecturas.

Sus pensamientos la han dejado al borde de la euforia. ¡No me equivocaba! Y se permite respirar con mayor desahogo luego de tanto reducirla fingiéndose muerta. Es un psicópata. Los crímenes fraguados en el papel eran un síntoma de su enfermedad. ¡Como quisiera haber errado mi diagnóstico!

Su aprensión le ha provocado un sudor más acre que su perfume. No sabe si correr hacia el pasillo por ayuda o permanecer allí fingiéndose muerta. Ninguna de tales posibilidades está a la altura de su naturaleza o su turbación.

 

Recuerda cuando él le entregó sus trabajos. Sus ojos pintaban la ilusión de recibir una buena opinión. ¿Qué esperaba? ¿Me atacó por no habérsela dado? ¿O el móvil fue sentirse rechazado tras mi negativa a encontrarnos?

No podría volverlo a besar sin tener la sensación de pelos rubios sangrantes metiéndose en mi boca.

Para convencerse de aquella patología atribuida al mal de Froilán no habría necesitado sentirse acechada. Estaba complacida con su diagnóstico. Padece una enfermedad progresiva e incurable.

No duda que no verlo más ha sido acertado. Algo demoró, es cierto. Al fin y al cabo el muchacho desagradable no es. ¡Si hasta al enterarse que me agrada la psicología me alentó a continuar los estudios! Tal vez fui grosera y apresurada al enviarle de vuelta los escritos sin explicaciones. Pero de igual modo murieron mis ilusiones. Durante un tiempo mi futuro fue amplio, luego volvió a su lugar.

Así que pretendió olvidarlo de inmediato con la esperanza de quitarlo de su vida sin consecuencias. Ágil, así era ella para tomar decisiones. Sintió que no debía restar importancia al asunto pues podía terminar arriesgando su vida. Morir por amor no era su estilo.

Sus deseos fueron vanos, Froilán procuró continuar la relación con afán tan sólo por dos cosas, el mero hecho de paliar su soledad y las torneadas piernas de Angélica. Jamás imaginó que ella llegaría a suponer que sus personajes eran una manifestación de su personalidad.

 

En alguna oportunidad Angélica creyó ver a Froilán a la distancia, pero ya no confiaba tanto en sus ojos como en su instinto y en la sagacidad adquirida con su apasionante profesión inconclusa. Tampoco descartó la posibilidad que llegaran a verse frente a frente. En tal caso ella no podía quedar a su merced y había planeado, sin llegarlo a concretar, emplear un detective para que lo siguiese.

Tumbada sobre la alfombra lamenta no haberlo hecho. Ahora todo está en silencio, él demora en el dormitorio. Ella siente la humedad de la sangre contra su cabello. Se pregunta si la herida no será de cuidado. Ha visto su rostro inocente al abrir la puerta. Ese rostro anodino, casi cándido… Entonces piensa algo que le pone la piel de gallina. Al volver notará que estoy viva y concretará su homicidio.

De haber sospechado que era él se habría mantenido inmóvil, sin franquearle el paso ni mover una pestaña. Mas quitó el cerrojo y apenas verlo allí, de pie ante su inmediata pavura, sintió aquél impulso de correr hacia la cocina por un cuchillo, lo menos que podía hacer era intentar defenderse.

 

Un psicópata es algo horrendo. Había pretendido engañarme con buenos modales y se quedó en el living, simulando que únicamente pretendía conversar.

Al volver de la cocina y verlo inmóvil en medio del living, con aspecto desgarbado de perro San Bernardo, casi se conmueve. Pero claro, su rostro cambió al verla reaparecer cuchillo en ristre.

 

Luego pudo demostrar su habilidad, esquivando su puñalada y golpeándola con algo contundente. Por cierto no había sido un hacha pues tenía la cabeza herida pero pegada al cuerpo. ¡Ay, qué terrible! Es evidente que no fue a trabajar pues entra temprano. ¿Qué lo hizo decidirse?

 

Para ella este día puede ser el último y no cree que sea la fecha oportuna. Tiene varias clientas anotadas, entre ellas la abogada de la gruesa propina.

Así que ahora, en lugar de estar rumbo a la peluquería está allí, sola y desamparada, encerrada en su casa con un asesino. A no dudarlo, la muerte es un péndulo arqueando una sonrisa grotesca entre uno y otra.

Angélica comienza a ponerse de pie lentamente, evita el mínimo ruido. Debe huir antes que él vuelva del dormitorio. Ya intentó defenderse en vano. No pudo sorprenderlo con el cuchillo cuando se le acercó, pues con gran habilidad Froilán eludió el lanzazo y con el mismo movimiento del esquive… ¿Levantó algo de la mesa? ¡Sí, eso fue, tomó algo de la mesa y con eso me pegó en la cabeza! Pero no, definitivamente no era un hacha.

 

 

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Más tarde, tras la llegada de la policía, habrá de enterarse que el “arma” que la desvaneció fue el grueso cenicero de vidrio. El desmayo no le permitió advertir que Froilán lamentó su actitud refleja y hasta había pretendido amortiguar su caída manchando su pantalón con sangre.

Ella está arrodillada furtivamente sobre la alfombra y le inquieta un sonido originado en el dormitorio –el roce del acolchado al ser retirado de la cama– y siente el frío acero del cuchillo junto a su mano.

 

Habría gritado si el temor no se lo hubiera impedido, y con la boca redonda del grito ahogado termina de erguirse. Tiene el cuchillo en la mano y no debe permitir que la maten. Su vida está en juego, lo cual no es poca cosa.


 

———————————

Froilán encuentra en el dormitorio el diario íntimo de Angélica. Así se entera del temor de la mujer en cuanto a que él pretende matarla, razón por la cual toma la decisión de terminar con la relación.

 

Lentamente Froilán palpa la razón de sus desaires. Al principio se siente confundido, luego la comprensión se abre camino. Al leer esos trozos ella interpretó que un asesino se escondía en mí. ¿Es eso?

Durante un instante se enternece al considerarla demasiado infantil. Luego se avergüenza. ¡Es de suponer que quienes han leído mis trabajos piensan igual! Siente el rubor detrás de las perlas de su transpiración. Sin embargo acepta que las tontas sospechas de Angélica resultaron ciertas, y quienes pensaron como ella han acertado. El azar me convirtió en asesino.

En silencio conversa con el espejo viendo con fijeza sus ojos vidriosos y ya más calmo y resignado, un rayo de luz lo ilumina: ¡Quizá no esté muerta, sólo herida, desmayada! ¿Agonizante? No. Nadie muere por un golpe. Todo se arreglará.

Vuelve a deshilvanar la madeja buscando el instante fallido a efectos de repararlo, y comienza a rememorar los últimos sucesos de ese día. Cierra un momento con fuerza los ojos y se ve en el ascensor que lo eleva hasta el apartamento de Angélica. Hasta le parece sentir el rumor del ascensor al detenerse y también la proximidad de su perfume.

El presente es muy diferente a la difusa imagen que se proyecta tras los ojos cerrados de Froilán. La verdad terminará siendo inversa a la de los temores de Angélica y, sin embargo, tendrá final sangriento.

 

Pues mientras Froilán imagina estar subiendo en el ascensor del edificio de Angélica, la realidad lo muestra cayendo sobre el parqué del dormitorio apuñalado por la espalda.

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