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Su mente se dirigió hacia el crimen, la realidad no lo acompañó.
Ducha refrescante y sangrienta

Húmeda, lívida coneja

Sobre la existencia de un cadáver tras la cortina de mi ducha, únicamente en algún delirio. Debería tener una fiebre muy alta para aceptar semejante desvarío. Era de esperar que en algún momento todo se diluyese como un mal sueño y el mundo, la existencia y mi matrimonio, volviesen a ser los habituales.

 

Cerré los ojos para dormir o al menos descansar un rato: mañana deberé realizar mis actividades como siempre. Esta vez podría ser posible que no me caiga bien un baño y deba marcharme al trabajo sin hacerlo. Esa ducha es un asco.

 

No puedo quitar de mi mente aquél instante de duda, cuando ella tenía la mirada tonta de un pequeño conejo asustado y juntos, la sorpresa y el miedo, inhibieron durante un segundo su posible huida. Eran también ojos de pena y acaso me gritaran: —Iba a decírtelo. —Tal vez lo intentó, pues su boca se abrió y cerró un par de veces como la de un pescado recién sacado del agua.

 

Estaban abrazados en el living, ya casi semi desnudos y de seguro pronto irían al dormitorio, a mi cama, a ensuciar mi nido. Sentí que el hombre me miraba, pero yo no quería desviar mis ojos del conejito aterrado, que inmovilizado ante mi aparición aún no se separaba de su amante.

 

Preferí no ver los ojos del hombre pues de encontrar en ellos miedo, arrogancia, burla, desesperación o indolencia, posiblemente no pudiera contenerme. Realmente cualquier sensación que me transmitieran podría hacerme perder el control. Traté de mantener la línea sin apartar la mirada de la conejita.

 

Ella no dijo absolutamente nada mientras nos estuvimos viendo en silencio. Creo que hubiéramos continuado así toda la noche pues quedamos como encandilados por la inesperada situación. Ese par de ojos de conejo, implorando una determinación que no causara un drama, solicitaban una ayuda razonable, meditada, leve. Acaso en la profundidad de esos ojos un brillo insensato contuviera su ira ante mi inoportuna llegada.

 

Si él hubiera decidido irse podría yo le habría cerrado el paso con violencia. Tal vez lo ideal hubiera sido que salieran ellos, juntos. Después de todo era “nuestro” hogar y no había sido yo precisamente quien lo había mancillado. Por lo tanto descarté la idea de salir y que él tuviese la posibilidad de huir. No lo hice pues saboreaba la mirada desesperada de la coneja.

 

Pasaron  tres, cinco, diez segundos, o más. Nos veíamos en silencio, sin siquiera pestañear. Sin que los sonidos del atardecer nos distrajeran de ese puente visual en medio de la  encrucijada. Hasta que supe que ella estaba a punto de definir la situación en el sentido que su miedo de lasciva coneja entendiera mejor.

 

La delató un pequeño destello en la mirada y yo sabía hacia dónde correría. ¿Pedir perdón con ojos de gata y jurar no volver a hacerlo? Por supuesto que no. Le diría a él que se fuera, que ella arreglaría el asunto y luego derrotada, con resignación y algo de pesar diría: —Dame unos días que me voy.

 

Por eso actué de inmediato, antes que ella lo hiciera. Deslicé mí vista hacia un costado y caminé hacia el dormitorio sin abrir los labios, con un gesto más de indiferencia que de enojo. Me alejé sin decir palabra, como ignorando por completo la situación

 

Ellos no hablaron o lo hicieron en voz muy baja y casi de inmediato sentí la puerta de calle. Mientras me desvestía para ducharme hacía supuestos. ¿Habían salido los dos? De ser así: ¿Se fueron juntos o hablaban en la puerta? ¿Qué decidirían? ¡Tantas cosas!

 

Si ella quisiera irse con él estaría sollozando y fingiendo temor de quedar a merced de mi ira. Si la  atracción fuera relativa o escasa se haría la mártir con plena disposición a encarar con humildad mi furia. De esa forma ella evaluaría el grado hasta dónde su acompañante estaba dispuesto a apoyarla o llevarla consigo. Cuando sentí sus pasos dirigiéndose a la cocina comprendí que nada de lo supuesto sucedería. Él se había marchado y era nuestro el escenario.

 

Entré en la ducha y de inmediato comprendí que eso era exactamente lo que necesitaba. Estuve mucho tiempo allí, de pie bajo el agua que había regulado intensa. Mis hombros sentían los aguijonazos del líquido caliente que luego de un rato comenzó a ser helado. Durante ese tiempo, y antes de salir, pensé mucho. 

 

Demasiadas cosas habían cambiado de pronto, no sólo percibir la infidelidad. ¿Dónde  había depositado yo mi confianza? En ese momento, por ejemplo, ¿Alguien podría asegurar que ella no vendría con la cuchilla de la carne alzada en el aire dispuesta a matarme? ¿Acaso no era esa una posibilidad? Tal vez, así como en “Psicosis”, mi sangre dentro de unos minutos se difuminaría en el vértigo del remolino con el que desaparece el agua jabonosa.

 

Traté de pensar como ella: ¡No dramatices! Una cosa es infidelidad y otra muy distinta, crimen, asesinato. En ese momento comprendí la oportunidad que había perdido. De matarlos de  inmediato podría alegar haber actuado bajo un rapto de furia demencial, un estado emocional justificado por la desagradable sorpresa.

 

O  haberlo matado a él únicamente, siempre existiría la remota posibilidad que llegara a perdonarla. Después de todo un error lo tiene cualquiera. ¿Y quién podría asegurarme que su relación no lleva ya varios meses? Más aún, ¿Es la primera vez que me engaña? Supuse que sobre eso no existían dudas pues de otro modo yo me habría dado cuenta. Pero de inmediato pensé con su mentalidad y adiviné sus palabras irónicas: ¡Sí, como te diste cuenta ahora! Por casualidad.

 

Apreté tanto las llaves al cerrar las canillas que crujieron y la de agua fría rompió su rosca. El agua comenzó a surgir sin que pudiera cortarla. Tuve un exabrupto de ira, de esos que nos colocan en el lugar de la víctima propiciatoria, exabrupto tras el cual se estalla... Pero me contuve.

 

Comencé a secarme lentamente sin que me importara el agua corriendo bulliciosamente. Luego me envolví en la bata, crucé la sala y salí al patio, donde cerré la llave general. Me sentí reconfortado por la determinación. No eran aquellos momentos como para mandarse a reparar canillas o llamar al sanitario. Además era seguro que entraría a bañarse ella. ¿Con qué ojos? ¿Y con cuales me miraría la próxima vez que nos cruzáramos? ¿Se acostaría a mi lado esta noche?

 

Mientras salía y volvía a entrar intuí su presencia en la cocina y me metí al dormitorio. Permanecí atento a su accionar. La supe en el baño: entró y salió rápidamente. Sentí la puerta que da al patio y de inmediato el agua manar del duchero. Me dio satisfacción imaginarla en su fastidio de encontrar el agua fría y tener que tolerarla.

 

Cinco minutos después, tras los cuales es imposible que haya tomado un baño –pero sí cepillar sus dientes– la oí salir, armar el sofá cama del estar y apagar todas las luces.

 

Las luces. La llave general del agua la había dejado abierta y el agua fluía y fluía. Aguardé, aun no podía asegurar que se hubiese acostado. Discerní que era obvio que no vendría a mi lado. Algo de dignidad le quedaba. ¿Y qué pensaba hacer? ¿Esperaba que fuera a pedirle explicaciones?

 

Le bastaría ver mis ojos para saber exactamente qué argumento presentar o actitud tomar. Una cosa era evidente: nada de mí le importaba, ni yo ni mi pena ni lo que sintiera por ella. Que yo existiera en esos momentos significaba una molestia. Era un escollo en su ruta, una cucaracha en su postre,  una partícula de polvo en su ojo y una espina en el pie. Todo eso y quizás más.

 

Luego de un rato debí dar por descontado que dormía y no cerraría la llave del agua. Entonces no le di relevancia pues quería discernir qué significaba ella para mí en esa triste realidad. Tal vez fuese la parca, la mala noticia, la puñalada imprevista y taimada, la viuda negra, la carnada en el anzuelo... Y estuve seguro que mis ojos en la oscuridad total del dormitorio eran los de un pez. Un pez, viendo todo el lado derecho, todo el izquierdo. Viendo tanto no vi que el anzuelo en realidad era el agua que corría continuamente, aumentando su sonido a medida que el silencio de la noche invadía la ciudad.

 

Tuve también ese lapso de misericordia al pensar que tal vez –¿cómo estar seguro que no era así? –, tal vez estuviese llorando, arrepentida y sin saber qué hacer para solucionar el daño que nos ahogaba. Seguramente por ese nerviosismo y ansiedad, contenida dentro del remordimiento, estaba totalmente ajena al delirio del líquido fluyendo inútilmente minuto a  minuto.

 

No se me ocurrió pensar que simplemente esperaba que se calentara un poco el agua para ducharse y que luego de un buen baño cerraría la llave general y comenzarían a calmarse las cosas. Si acaso lo pensé entendí mejor que no se quitase tan fácilmente la mugre de su vida. Solamente una verdad se había hecho evidente: no dormiría conmigo

 

También se me ocurrió que había dejado abierta la llave para hacerme estallar, para  provocarme y aguardar mi arremetida. Que quizás estuviese preparada para defenderse…

Ya no podría confiar en lo más mínimo ni dudar de todo. Por eso permanecí inmóvil en la oscuridad con mis ojos de pez. Aun no llegaba a comprender que comenzaba a temerle.

 

Entonces sonó el teléfono. Antes que pudiera levantar el tubo sentí que ella contestaba desde la sala. Mi mano se movió ágil hacia el aparato de la mesa de noche con intenciones de conocer qué se hablaba, pero cuando estaba por levantarlo me detuve. Posiblemente ella percibiría mi acción y se aprovecharía de ello para enterarme, indirectamente, de sus pretensiones. No le daría tal posibilidad. No sin ver sus ojos, su rostro, sus gestos.

 

La conversación fue breve. ¿Sería él? Se me metió en la cabeza que sí lo era y había llamado para preguntarle: “¿Arreglaste el asunto? ¿Ya lo hiciste?” “¿Se fue?” Y mientras rebotaban en mi mente mil preguntas como aquellas advertí que ella se dirigía al baño.

 

¿Cómo sería su mirada en ese momento? ¿Y mantenía la lujuria su cuerpo bajo de la ducha? Ya no volvería a verla deambular desnuda por la casa con andar de leona y ojos de tigresa. Ni enjabonarse bajo el agua entre cálidas y vaporosas nubes. Quise observarla por última vez. Abrí la puerta y la vi plenamente: ella  jamás corre las cortinas.

 

De inmediato me descubrió de pie, a un par de metros suyo, viéndola. Y mientras yo pensaba que se largaría a llorar implorando disculpas, o al menos que se sobresaltaría de verme, ella la coneja, con esa mirada indiferente con que se mira un insecto, descargó sobre mi calma apariencia la frase:

 

—¡Qué mirás cornudo!

 

Fue trabajoso, muy trabajoso, creí que no lograría hacerlo, su movía tanto que me costaba mantener aferrado su cuello entre mis manos. Pero una fuerza extraña me dominaba, me ayudaba, me impelía a llegar al final.

 

Mi ropa se había mojado durante el frenesí de la acometida, así que antes de acostarme debí secarme. Al hacerlo pretendí ver sus ojos pero los tenía cerrados, entonces comencé a recordar la mirada que tenía mientras yo apretaba con fuerza. Tal vez quería implorar piedad y no podía. Ya no pude ni dejarla suplicar. Ya no tenía derecho a hacerlo.

 

Todo se había oscurecido. No podía distinguir lo que era realidad y lo que eran mis pensamientos, mis deseos, los delirios de mi mente enceguecida. Cuando volví a la calma pude observarla con tranquilidad bajo el agua que no cesaba de caer. Luego cerré las cortinas, nunca me había agradado que no las corriera.

 

Salí al patio a cerrar la llave general del agua y volví a la cama. Iba a dormir un poco y despertar de la pesadilla al mundo de siempre en cualquier momento. Vería que a mi lado ella dormía pacíficamente, cual conejita tierna e inocente. Pues de que exista un cadáver tras la cortina de mi ducha únicamente en sueños.

 

Ni siquiera los bromistas más osados serían capaces de una chanza semejante. Por lo tanto, seguro de que en algún momento habré de despertar, o acaso se den por vencidos los bromistas ante mi gran desparpajo, comencé mi día como siempre lo hago, aunque sin bañarme. Y así quedé, aguardando despertar.

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