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¡FUERA PERRO!

 

No existe un destino manifiesto, miente quien lo dice y es tonto quien lo cree. El destino se construye día a día sobre causalidades, y son nuestras acciones las que lo determinan, aunque no en exclusividad.

 

Sobre la marcha de la realidad actúa también la Dama siniestra, el propio azar, e imponderables como Gin, mi perro. Y a ellos ha de someterse el destino para continuar avanzando.

 

Por lo general, el tipo de historias como la que has comenzado a leer no termina bien. Nada podría terminar bien mientras nuestro destino final sea la muerte. Lo que me decidió a narrarla es que, para que la realidad no muestre solo tristeza, debía hacerlo.

 

No es la simple historia de un perro, ni de una niña, tampoco de una casa henchida con un amor que volvía imperceptible el vacío del refrigerador. Es apenas una historia de hacer huir, mediante ráfagas de luz, a la Dama siniestra.

Aquél perro

Es mi primer recuerdo, allá en los comienzos de mi fantástica existencia, y que como todas ha de festejarse -en las buenas y en las malas- con suficiente fortaleza como para batallar infortunios sin claudicar. No sé, tendría entonces cuatro o cinco años, imposible confirmarlo.

 

La primera imagen que se me presenta es estar montando a Gin como si el buen perro fuese un caballo. Nos veo estáticos, es una fotografía, y tengo la impresión de que el animal no podría avanzar más de un par de pasos sin que yo caiga.

 

Luego el recuerdo se transforma en video y puedo vernos: Tata -mi abuelo-, mi hermano menor, Gin y yo; rumbo a la panadería a cuadra y media. Luego nos veo ingresar y cómo de inmediato me distraigo con los bizcochos, eligiendo el par que terminaré pidiendo a Tata. También nos veo salir y advertir que Gin ha desaparecido. Gritamos su nombre. Anduvimos un rato caminando hacia una y otra esquina a grito pelado voceando sin éxito alguno: “¡Gin! ¡Gin! ¡Gin!

Han pasado más de cincuenta años. Tengo certeza en cuanto a que Gin nunca salía pues vivíamos en una casa de altos. Su lugar era permanecer en un pequeño fondo en el cual no lo recuerdo, no conservo imágenes de él más que las expuestas. Al preguntarme cómo logró escapar ese día advierto interrogantes que ya es imposible responder.

No sé cuánto tiempo hacía que el perro estaba con la familia, si pertenecía a alguno de mis tíos, a mi abuelo, o a mis padres; nunca lo pregunté. Ignoro también la dimensión del pesar de su desaparición en el seno de mi familia o en mi propio interior. Pero intuyo que, para ser tal vez el primer recuerdo de mi remota infancia, tal experiencia ha de haberme resultado, en cierto grado, traumática. Como sea, en desmedro de otras situaciones que pudieron darse, “esa” evadió la memoria ram y quedó plasmada en mi disco duro.

Tantos años después pensé en eso la otra noche, cuando un ladrido abrió el archivo trayendo a Gin desde mis recuerdos, algo que jamás me había ocurrido pese a oír perros ladrar en cualquier momento. Tal vez se debió a que lo percibí cual ladrido amistoso, no esos acuciantes, iracundos, conque los canes suelen amedrentar.

 

¿Cantan los perros? Pues si lo hacen a eso se parecía: un canto, una letanía acariciadora que portaba, además, la particularidad de estar dirigida a mí. Es que parecía un mensaje ante el cual yo, en lugar de preguntarme qué diría, comprendía exactamente su significado.

Sonrío ahora ante la evocación del famoso asesino serial “El hijo de Sam”, un solitario cuya ventana daba a un patio donde un perro ladraba sin parar. Aquellos ladridos en algún momento pasaron a ser órdenes de salir a matar. Y él cumplía solícito. Espero que Gin no sea de esos, o al menos que yo no sea como David Berkowitz. (¡Por Dios! No me pregunten quien era. Si alguien lo hace pierde un turno releyendo el párrafo.)

No, no teman, creo que conmigo están a salvo. ¿Alguien podría asegurarlo? Mas esta historia no trata sobre nosotros, ni de una familia, ni de una niña, ni de un perro… ni siquiera de mí. Debiera presentar a la protagonista de inmediato, pues narraré uno más de los fracasos de ella: “La Dama Siniestra”. Sin embargo, primero debo presentar a Rinna.

Cuando pequeña

Han pasado cinco años desde aquél momento en que Rinna –hoy de diez– sostenía la mano de su madre, quien a su vez aferraba la de la niña con la escasa fuerza que le permitía la influenza que la aquejaba, derivada luego en neumonía y un EPOC que resultaría mortal.

Desde su febril estado observaba a su pequeña –entonces de apenas cinco años– con avaricia llena de amor, como si pretendiese atesorar cada segundo intentando con terca voluntad detener el tiempo.

 

Hacía rato que así estaban, silenciosas ante un viejo televisor que en parte justificaba sus escasas palabras, y de seguro así permanecerían hasta el regreso de su padre. A raíz del anuncio de un film que desfiló por la pantalla Rinna preguntó a su madre:

 

—¿Existen los vampiros, los zombis y los extraterrestres?

 

Durante un par de segundos continuaron danzando, al influjo del sonido de fondo del aparato, luces y sombras del monitor sobre la penumbra fría de la habitación. Luego una débil voz que parecía lejana o yéndose, respondió –eso sí– con absoluta seguridad:

 

—No, querida. Esos seres no existen. Son inventos para asustar y entretener a la gente. La realidad es algo dura, y mientras ocurren cosas terribles, con fantasías cinematográficas es posible evadirla. Así podemos intuir que deberíamos conformarnos pues podría ser peor.

 

—¿Y la Dama Siniestra, existe?

 

—¿Dama Siniestra? Nunca sentí hablar de esa mujer. ¿Dónde lo oíste?

 

—No sé dónde lo oí, alguien la dijo, seguro... Nunca había pensado en ella. Ahora, de repente, apareció en mi cabeza. Y me da miedo imaginarla.

La fatigada mujer movió sus ojos a uno y otro lado, parecía observar algo flotando entre las nubes del atardecer que se insinuaba más allá de la ventana. Luego diría, pensando acaso en su futuro, algo de lo cual se arrepintió de inmediato:

—Creo que sí, la Dama Siniestra existe.

La Dama siniestra

La voracidad y la constancia son los principales atributos de la Dama Siniestra. Pero es cuando asume caprichos que suele ser más pertinaz e inmisericorde. Despliega sus alas negras sobre los suburbios y sus garras, indiscriminadas, se extienden para hacer mayores estragos allí donde la vida se torna más frágil.

 

Una tarde en la plaza, tras observar a Rinna tan feliz junto a madre, decidió llevarse a la niña. Así como así, pues es caprichosa y comedida.

 

Entre varias opciones optó emplear como arma mortal para concretar su designio una fuerte y virulenta cepa de influenza. De seguro la débil niña no la soportaría. Pero la Dama Siniestra ignora que parte de sus fracasos se deben a la ciencia. La niña estaba vacunada y su veneno apenas la afectó un par de días.

Sin embargo, caro precio pondría el apetito de la Dama Siniestra a su fracaso. Más que cualquiera en el mundo, detesta ser derrotada. Así que para no irse con las manos vacías no sólo se llevó a la madre de Rinna, sino que consiguió el auxilio del invierno para esparcir la influenza y devastar el arrabal donde la niña y su familia pugnaban por su existencia.

Alerta

Si bien entonces Rinna tenía cinco años, así como un grifo que gotea puede hacer un mar en cierto lapso de paciencia, el tiempo suele ocultarnos que se escurre muy de prisa. De modo que con escaso esfuerzo podemos verla ahora, cargando diez años que la hacen parecer de ocho.

 

Sus piernitas escuálidas son ágiles, pero quizá no tanto como para escapar de la muerte. La hermosura de su rostro suele estar empañada por la falta de aseo pero pocos lo notan, tan vivo es el color de sus mejillas y el brillo de sus ojos vivaces.

 

La Dama Siniestra, desde su fría y sucia palidez, la odia también por eso. Si bien no suele hacerlo con demasiada frecuencia, a ella en particular, la tiene identificada. La ha transformado en un trofeo que cuanto antes desea obtener.

 

No deja de observarla y busca la forma de beberse su aliento. Sabe que deberá gastar su segunda oportunidad, y que si no consigue su cometido deberá aguardar muchos años, hasta que la ancianidad deje a Rinna tan débil como ahora, y tragársela sea entonces un trámite sencillo.

Su efectividad ha dejado al planeta sin seres inmortales, no se puede permitir que alguien logre evadirla tres veces y un nuevo inmortal, mofándose de ella, se adueñe de los secretos de la vida eterna. Ha malgastado una posibilidad cuando envió por la niña a la influenza, ahora desea ser más práctica, directa y, por puro deleite: más sangrienta.

Tristeza

De seguro Rinna, inducida por la melancolía de su padre y sin ningún otro interés que su curiosidad, cierta tarde gris de primavera que parecía empeñada en retrasar al estío le preguntó:

—¿Es linda la vida papá? ¿Cuándo se pone buena?

 

Observándola desde aquellos ojos vidriosos que llevaba desde la muerte de su esposa, el hombre viajó por casi todos sus momentos felices. Luego, con el corazón estrujado respondió:

 

—¡Pues claro! Jamás podrías imaginar cuan feliz llegarás a ser, las vivencias que tendrás y la forma increíble en que disfrutarás la vida. ¿Cuándo? Lo primero es que nunca hay que pensar que no se puede salir del pozo. Al final siempre, de una manera u otra, se logra una existencia digna.

 

La niña lo pensó un par de segundos y luego, bajando la vista en medio de un rictus resignado respondió:

 

—¡Tú ya merecerías tener una vida digna! ¿La tienes? No creo. Si no está mamá no me parece. Todavía la extraño.

Él acarició su cabello ensortijado, acercándola luego a la congoja de su pecho:

 

—También yo. Nunca la olvidaremos. Lo siento mucho. Muy bien comprendo tu pesadumbre. También me sentí fatal cuando perdí a mi madre. No importa la edad que tengamos, en tales momentos todos nos volvemos niños desamparados. Pero estoy seguro que todas las madres desean que sigamos adelante buscando ser felices con todo nuestro empeño.

 

Rinna mantuvo silencio entonces. No le parecía que lo dicho por su padre fuese posible. Una simple gripe se había llevado a su madre y la casa ahora estaba vacía, oscura, sonidos más apagados y silencios más densos... Hasta el olor era diferente.

 

 

 

Añoranzas y frankfurters

 

¿Por qué tenían tanta mala suerte? Su padre, siendo albañil, cayó de un andamio quedando tullido. Apenas recibía una magra pensión y cuando los huesos se lo permitían empujaba un carro de venta de frankfurters.

 

Al pie de los pensamientos de Rinna derrochaba modorra Gin, un perro que por haber sido vagabundo aceptó conformarse con las pocas migas que ellos podían ofrecerle. El padre de Rinna decidió darle cobijo buscando paliar en algo la tristeza de su pequeña. No podía devolverle a su madre, pero una mascota quizá la distrajese de su pesar y los pensamientos tristes.

 

Rinna a veces recorría junto a Gin esas diez cuadras hacia la avenida y luego se detenía junto a su padre. Cuando aparecían turistas llevaba los manos a los extremos de sus labios, y tal como le había oído decir a su padre clamaba a toda voz:

 

—¡Salchichas, perros calientes, jochos, panchos, frankfurters!

 

Aquello resultaba efectivo pues los días que Rinna lo ayudaba las ventas mejoraban. A los transeúntes causaba gracia el tono de su voz y su pregón internacional. En más de una ocasión ella había observado a su padre, y guiñando un ojo mientras el otro brillaba con vivacidad, había dicho:

 

—¡Tantos nombres para la misma cosa por los turistas! ¿Eh papá?

Ante eso él jamás había dejado de sonreír, ni siquiera la primera vez que se lo dijo tras la pérdida que habían tenido. En realidad el quebranto no se limitaba a lo afectivo, pues la fallecida Luna además de las tareas de la casa hacía costuras, colaborando de ese modo con la economía doméstica.

 

Cuando el astro rey al fin envió su abrigo Rinna y su padre vieron atenuado su pesar, pues con sol la consolación es más fácil de hallar. El hombre tenía más ánimo y su osamenta, libre de humedad y frío, ponía algo más de disposición a su servicio. Rinna permanecía en la modesta vivienda hasta el mediodía, momento en que marchaba con la vianda que había preparado para su padre. Luego se quedaba con él para volver juntos al atardecer.

El mal desatado

Nada hay más aberrante que la intolerancia morbosa de la Dama Siniestra hacia la felicidad. Es un error decir esto y mejor ni pensarlo, cuanto menos se la nombre y se la pase por alto, más tranquilos nos dejará. Ignorarla es nuestra arma inocua, y si un día nos roza lo mejor es dejar de pensar en ella de inmediato. Bien llegaría Rinna a comprender estas frases, aunque Gin no llegara a enseñárselas.

 

Es que los animales saben que los problemas existenciales son una pérdida de tiempo. Todo el reino animal lo comprende y acata en forma natural. Ellos no se preguntan el por qué estamos aquí ni adónde vamos. Sólo los humanos caemos en ese tipo de conjeturas, nosotros, tan inteligentes que nos creemos. Y en resumidas cuentas todos vamos hacia lo mismo: los brazos famélicos de la Dama Siniestra.

 

En el barrio medra a su antojo Yanquito, truhan de baja estopa que disimula muy bien sus pocas luces con una crueldad despiadada. La Dama Siniestra a puesto en él su ojo más agudo, mas no para llevárselo consigo sino para hacerlo su instrumento. ¡Y bien que le ha dado frutos!

 

Cual pirata despiadado, a un año del inicio de su breve carrera ya ha enviado dos víctimas a la comarca negra de la Dama siniestra. ¡Ah! ¡Cómo le gustaría a ella que Yanquito violara a Rinna hasta darle fin! Se solaza con esa imagen, y cuando lo hace, enseña uno de los escasos momentos en que ríe con plena satisfacción, pues por lo general su alegría la manifiesta con carcajadas de odio y victoria que ponen la piel de gallina.

 

Desde luego, Yanquito no será premiado, a ella para nada le preocupa que al miserable sujeto lo tiren al fondo de una celda hasta que se le antoje volver por él. En definitiva, él también siempre será una víctima. El débil se torna transgresor cuando la mera existencia lo arrastra a transitar por la infamia una y otra vez.

 

Tal parece que la Dama siniestra, de tanto andar entre la gente, siempre que quiere utiliza la complicidad de la ignorancia y las bajezas humanas. Sin embargo la maldad no es su cometido. Su función es acatar leyes entrópicas que nadie sabe por qué razón a dispuesto el universo en desmedro de sus maravillas.

 

 

Un paso atrás, dos adelante

De todos modos la violación es mala idea. Semejante acto no calza en la personalidad de Yanquito. No por carecer de vileza, sino que medra con lo suyo: dinero y mujeres fáciles, alcohol y violencia, falsa hombría y bromas pesadas.

 

¿Podría la muerte hacer que se interesara en una niña justo cuando a Yanquito se le ha metido en la cabeza asaltar una armería? Está empeñado en formar su banda, empezar de abajo, como Escobar. “Vive rápido, muere joven”, ese es su lema, se lo ha robado al mismísimo Sid Vicius y a tantos otros que tan jóvenes se han ido. No le tiene ningún temor a las balas y ha gritado a viva voz a la Dama siniestra que si se atreve venga por él.

 

Ella ha reído con eso. Esa vez ha sido su risa irónica, semejante a la del elefante provocado por las amenazas de la hormiga. Segura está de poder llevárselo apenas se le ocurra. Hasta podría, si acaso estuviese en su naturaleza sentir pena, permitir que se la ofrezca la candidez del delincuente. ¡El pequeño truhan moriría de susto con tan sólo verla durante un segundo!

 

En silencio ella lo observa. Yanquito vuela sobre el asfalto en una motocicleta robada con la cual piensa recorrer su camino de gloria. Cuando pasa ante la casa donde moran Rinna y su padre Gin se alarma, no por el ruidoso vehículo que transita sino por eso otro, esa presencia funesta que intuye merodeando junto al precoz delincuente.

 

Olfatea y mira en torno, el cielo, la calle a uno y otro lado… Hasta que percibe exactamente su ubicación. Está en el aire, es anciana, quizás no exista cosa más longeva sobre la tierra. Carece de bondad pues, cuando se la espera como alivio, suele dilatar el cumplimiento de sus funciones. Gin ladra una, dos, tres veces. Una clara y fuerte frase le llega desde sus espaldas:

—¿Qué ocurre Gin?

 

La pregunta, navegando desde el fondo del corredor, tiene la voz de Rinna. Gin mira hacia adentro y de inmediato vuelve la vista hacia la Dama Siniestra. Ella ha descendido de la motocicleta de Yanquito, y de ojos ciegos emplea el hueco de su nariz ausente para olfatear inquieta.

 

Gin intuye fulgores de emoción exacerbada flotando en el aire y advierte el puente macabro. Un escalofrío recorre su pelambre poniendo en tensión sus músculos. Sabe que no es a él a quien acecha pero eso no lo tranquiliza, y si no vuelve a ladrar con toda sus fuerzas es para no inquietar a la niña. Apenas emite un gruñido, tan potente y amenazador que su insinuada ironía hace reír de rabia a la Dama Siniestra.

El alma entre las nubes

Siempre hay un momento para todo. Suelen ser días donde cada circunstancia, y cada actor, se ubican en el exacto punto del escenario donde la acción habrá de manifestar su intensidad. El destino se va armando de acuerdo al libreto de su desarrollo, tan secreto y oculto como evidente si se analizase mejor el ayer. Tan arcano es que ni siquiera lo conoce la Dama Siniestra, quien apenas puede disponer la ocurrencia de un par de sucesos accesorios sin tener certeza de lograr su cometido.

 

Luego de aceptar que lo de la violación no podrá ser, pues es un acto demasiado truculento para el sujeto ese, Yanquito, de tan pocas luces y torpe imaginación. La impía ha descubierto que bajo su capa de guapeza es blando, un flan capaz de vomitar después de hacer algo semejante. Todo un cobarde mostrando bíceps al espejo. La parca lo sabe muy bien, el truhan aparenta vivir como si fuese todo lo contrario, un paladín en ciernes. ¿Qué pirata no actuaría de ese modo?

 

Por eso tras bambalinas ella aguarda esperanzada que Yanquito, en la veloz escaramuza posterior al asalto que ha planeado, pase por encima de esa niña odiosa a la que persigue como si fuese el mejor de los trofeos a lograr.

 

Aunque en realidad no le tiene demasiada confianza no lo descarta. Sabe que Yanquito es una bomba que ella cuando se le ocurra puede hacer estallar. Su tarea es que todo suceda cuando la niña esté dentro de un imaginario círculo de cinco metros de diámetro.

 

Cualquier ajuste de último momento, cualquier desvío necesario para impactar, lo cubrirá exigiendo un fuerte empujón al viento. Pues no sólo emplea la impudicia humana, bien sabe también abusar de la naturaleza con incendios, inundaciones y terremotos.

 

Además, por si alguna eventualidad se interpone, la Dama Siniestra ha dispuesto una mecha, que encendida activará la explosión. Bueno, no es una mecha en realidad, sino un monedero al que sólo deberá hacer brillar un par de segundos en mitad de la calzada. Así es que, si el azar no colabora, cuenta con una alternativa que le permitirá lograr sus fines. Es tan pagada de sí que nunca tiene la agudeza de suponer algún “imponderable”.

 

Como sobre un tablero de ajedrez las piezas van tomando su posición. Allá anduvo Rinna esas diez cuadras hasta dar con el carrito de su padre, distraída y alegre pues Gin, pese a su insistencia, no obedeció cuando lo instó a quedarse.

 

Su padre, que cada tanto miraba en la dirección desde la cual debía llegar su hija, sintió un extraño alivio al verla. No podía comprender la razón por la cual estaba tan nervioso ese día.

 

—¡Rinna, trajiste a Gin! —dijo, apenas notar la presencia del perro.

 

—Me siguió, papá. No obedeció cuando lo corrí y me parece que está algo raro.

 

—¿Él también? Puede llegar a molestar, a ciertos clientes no les agrada que haya animales donde compran su alimento. Por eso lo prefiero cuidando la casa.

 

—¡Cuidando la casa! ¿Qué nos pueden robar? Además si nos desvalijan compramos todo nuevo. ¿No te gustaría?

Al fin el hombre volvió a reír con ganas y su carcajada fue realmente sentida. Hacía mucho que no lo hacía y tal vez ambos lo notaron, pues prolongaron ese momento de alegría lo más que pudieron.

 

—¡Ay, Rinna! ¡Tan lógica y tan inocente!

Siempre llega la hora

En ese mismo instante, Yanquito terminaba de robar la armería y montaba en su motocicleta cargando una mochila con media docena de pistolas y varias cajas de municiones. Tomó por la avenida dispuesto a no respetar semáforos hasta ingresar a la calle de su barrio.

 

A pocas cuadras de allí, en la esquina de “Los panchos”, Gin volvía a sentir la presencia de la Dama Siniestra. Inquieto daba vueltas en torno a Rinna, quien coreaba:

 

—¡Salchichas, perros calientes, jochos, panchos, hot dogs, frankfurters! —hasta que vio que a una turista que cruzaba se le caía el monedero. Estaba abultado y desde el medio de la calzada parecía llamarla con espectacular brillo. La Dama Siniestra susurraba a su oído: Ve por él, querida. Ve por él.

 

Rinna sintió pena por la turista. Quizá allí tenía documentos cuya pérdida podrían complicarle las vacaciones. Si conseguía alcanzárselo de seguro le daría unas monedas con las cuales comprar muchos frankfurters. Daría la recompensa a su padre a cambio de un pancho para cada uno. Rara vez los probaba, y cuando pensaba en eso en su pensamiento asomaba aquella consabida frase: “Son para vender, no para comerlos nosotros”.

 

Es increíble cómo la mente puede hacer desfilar múltiples pensamientos en un par de segundos. Tantos que también pensó en Gin, allí, mientras observaba el monedero y antes de salir corriendo hacia él, pues ordenó a su perro:

—¡Gin, quédate quieto aquí que cuando vuelva te convido con parte de mi frankfurter!

 

Pero allá venía Yanquito, imaginando a su pandilla armada hasta los dientes. ¡Todo lo que podrían hacer! El gozo huía a borbotones de su rostro exultante. Acelera, acelera que está todo hecho. La Dama Siniestra lo observaba avanzar hacia la niña y arengaba, al tiempo que frotaba sus manos huesudas y sus fauces desbordaban baba.

 

Gin había permanecido inmóvil. No por comprender la orden de Rinna sino por distraerse del alerta que le causaba la cercana presencia de la Dama Siniestra y notar que alguien más aparecía en el campo de sus percepciones. El rostro de una diáfana mujer, cuya palidez no alcanzaba a esconder ciertos rasgos que la semejaban a Rinna, apenas se diferenciaba de las nubes casi inmóviles que mostraba el firmamento. Entonces Gin recibió el alerta que le indicó hacia dónde dirigirse y salió disparado.

 

Rinna llegó al centro de la calle y de inmediato se agachó a tomar el monedero. Perdió más tiempo en su accionar pues de reojo notó que la dueña del suculento objeto subía a un vehículo que se ponía en marcha. Comenzó a correr tras el coche sin advertir que se interponía en el camino indetenible de la motocicleta robada de Yanquito.

 

Una sombra oscura se adueñó de la escena. Fue un instante, el sonido de un golpe, luego otro algo más fuerte y chirridos de frenos. Gin había desobedecido, entrando en escena en el momento exacto dispuesto por el destino para lanzarlo sobre el bólido de Yanquito.

 

Al advertir el peligro el animal, sin la mínima duda y con pleno valor y entrega, se abalanzó sobre la motocicleta que se acercaba varios metros antes de que llegara a impactar a la niña. Su oportuna actuación lanzó a Yanquito sobre un coche que venía en sentido contrario al tiempo que varias pistolas dibujaban un abanico macabro sobre el parabrisas.

 

Gin rodó un par de metros y algo maltrecho cayó a los pies de Rinna. La niña, azorada, permaneció inmóvil en medio de la calzada. A veces en situaciones anormales pensamos cosas extrañas. Lo que pensó Rinna fue que Gin había desobedecido, y hasta se dijo que lo dejaría sin frankfurter. Sin embargo, en medio de su confusión algo le decía que ese detalle no importaba.

 

Su padre, que había estado distraído con un par de clientes, ni sintió los dolores articulares al notar lo que ocurría, sus músculos entumecidos parecieron despertar de su letargo y lo llevaron junto a su hija con la flexibilidad de un látigo.

 

Tras verificar que la niña estaba bien, y notando que Gin caminaba con algo de dificultad, lo tomó entre sus brazos.

 

—¡Camarada, creo que tus huesos van a molestarte más que a mí los míos! —le dijo con sincero afecto mientras subían a la acera.

 

—¡Arf, arf! —respondió Gin al tiempo que lamía la mano del hombre. Aquél levantó al perro hasta que tuvo el hocico a la altura de la cara, y arrimó su cachete para recibir otra húmeda caricia de la lengua de Gin.

 

Ya junto al carro de salchichas permanecieron en silencio y, en una suerte de estado emocional próximo al shock, observaron el despliegue con que la sanidad, la policía y más de una decena de curiosos, saturaba la avenida.

 

La Dama Siniestra estallaba de ira y Gin distraía los dolores que sentía mirándola fijamente. No tenía necesidad de hablarle para emitir una orden inexcusable: ¡Busca otro hueso!

 

Ella cubrió el rubor que le causaba su fastidio bajo los jirones de su capa miserable. Decidida a no perder más tiempo allí se marchó. Iba pensando en vender caro su fracaso. Una guerra le vendría muy bien, o una gran avalancha, por lo menos un conflicto bélico de esos que instalan los Yanquitos de todas partes… Pero no, no podía mentirse. Nada le vendría bien durante un tiempo. Si algo odiaba la Dama Siniestra era perder y ahora debería aguardar hasta que Rinna fuese anciana para llevársela. ¡Ese maldito perro!

 

Mientras ella mascullaba su maldición, el maldito perro se relamía saboreando el más especial de los frankfurters, con cariño en lugar de mostaza, y agradecimiento en lugar de kétchup.

 

 

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Sabía de antemano que Gin, mi perro, jamás permitiría que una historia que lo nombre termine mal. Ayer en el cielo vi su silueta dibujada por una nube, mientras otra junto a él semejaba el rostro de una mujer sonriendo. Intuyo que no era la Dama siniestra, ni diré que se trataba de la madre de Rinna.

 

Mi otro yo

 

A los amantes de la sangre, de la truculencia y de lo grotesco, el final que han leído les parecerá edulcorado y complaciente. Ellos tal vez prefieran creer que tan así no pasaron las cosas. Afirmarían acaso que la muerte nunca pierde, y razón tendrían.

 

En tal caso quizá no habría existido un monedero, sino un paquete de galletas rancias que una mal educada turista dejaría caer en medio de la calle.

 

Tal vez Yanquito cumpliera los deseos de la Dama Siniestra y efectivamente embistiese a Rinna. También es conveniente afirmar que al embestirla (sin que sea necesario mencionar detalles de su cuerpito descuartizado), Yanquito volase por los aires para caer luego sobre el toldo de una tienda, del cual descendería indemne para darse a la fuga.

Para que lo dicho en sendos párrafos anteriores ocurriese es necesario que nunca existiera un perro llamado Gin. Ante lo cual ni hace falta aclarar que jamás he tenido un perro.

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