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APOSTOLADO

Uno

Según los más viejos, el ambiente literario de la ciudad ha caído en un pozo abúlico desde el cual mal se imitan las corrientes en auge. Incapaces de crear per-se claman por el arribo de una figura renovadora que irrumpiendo en el medio genere, montado en la magia de su excelsa prosa, corrientes de opinión y análisis. Me cago en ellos. 

 

También los oí asegurar, con lapidarios gestos de resignación, que construida con la madera conocida y a la vista sería milagroso si una balsa navegara. ¡Gracias por lo que me toca! Los jóvenes valoraremos vuestros halagos en justa medida, tal vez tengan razón. Lo indudable es que ellos sí se están hundiendo. Soslayan lo bien que puede flotar una balsa de piedra si ha sido montada –Saramago mediante– con buen criterio.

 

Escuchar semejante comentario me hacía dudar de mis aptitudes pues -siendo joven- hace mucho que escribo y cuando no escribo leo. ¿Acaso no estoy en condiciones de llegar a ser esa nueva figura descollante?

  

Me esfuerzo mucho para lograrlo, escribo y escribo abrigando la esperanza de sorprender, primero y antes que al resto del mundo, a esos paupérrimos escritores que frecuento desde hace dos años. Y cuando digo que me esfuerzo quiero decir eso, poniendo todas mis energías y hasta la muerte. Es mi destino, mi altivo destino.

  

La agrupación literaria mencionada consta de unas quince personas promedio, pues así como alguno se aleja siempre asoma un nuevo aspirante a escritor. Nos reunimos una vez a la semana, rodeando varias mesas unidas sobre un apartado rincón de la cafetería “Moz-Art”.

  

Allí leemos nuestros trabajos e intercambiamos opiniones sobre ellos. Confieso que de algunos colegas jamás llegué a ver un texto, y los de otros tanto me hartaron que de sólo verlos llegar portando folios hago equilibrio al borde de la paranoia.

  

El dueño del lugar ha tenido la gentileza de instalar una pizarra donde anotemos ocurrencias, frases, pensamientos, poemas. Solemos mirar hacia ella buscando algo nuevo, inteligente, gracioso, irónico, y jamás falta quien que se deslice cuando nadie lo ve, solapadamente, a escribir algo para sorprendernos.

  

Yo nunca lo había hecho y comenzaba a creer que era tiempo. Pero como me sucede a menudo no hallaba argumentos contundentes para dar la nota, pues tampoco podría permitirme anotar un desatino o una mediocridad. Debía ser algo fuera de lo común, algo que creara “corrientes de opinión y análisis”.

  

A Savonarola, uno de los integrantes, lo conocemos como "Dickens Castellano", seudónimo con el cual alega firmar sus trabajos, algunos casi secretos y otros muy desconocidos. Se trata de un ingeniero agrónomo, retirado, de nacionalidad inglesa. Se jacta de manejar cuatro o cinco idiomas sin haberlos estudiado, cuando en realidad algo somero entiende de cada uno de ellos. En nuestro grupo es el más veterano, quien más ha leído y el que peor dialoga.

 

Una tarde, por primera y única vez, leyó una obra suya. Mientras lo escuchaba recordaba su voz de sajonas reminiscencias en instancias menos apacibles: criticar, acaso con justicia pero sin piedad, cuanta letra nuestra cayese ante sus ojos.

  

Sin embargo jamás la había oído desgranar elogios hacia obras de nuestra autoría. Es posible que otros colegas, tal vez no tan jóvenes pero sí más inocentes, también lo estuviesen aguardando.

 

 En ocasión de su lectura dije lo que pensaba. Primero, que debería escribir en inglés pues su vocabulario español es demasiado escueto y elemental su gramática. Luego, en cuanto al relato, confesé no haber hallado verosímil al personaje: un asesino que como último recurso para pasar a la historia elimina a sus dos vecinos septuagenarios.

  

Pareció meditar mis observaciones, luego balbuceó que en realidad lo había inspirado el odio que siente hacia la pareja de ancianos que moran en la finca lindera: —Es mía pecado, la sé bien. Hombre ser débil —dijo, y se señaló.

 

Nos comentó que les ha ofrecido libros y los desprecian, que viven creyendo que nadie siente sus cuchicheos tras la ventana. Pero como oyen mal, lo que hacen es transmitir casi a los gritos lo que sucede afuera. Y terminó exclamando en tono de broma: —¡Quiera librarme de sus mirados maliciosa!

 

 Tal vez Dickens venía esperanzado, pues cuando lo observé antes que comenzara sus descargos a mi opinión, sus ojos vidriosos me destrozaron el corazón. Se lo notaba abrumado. Quise creer que no se debía al peso de mi juicio, sino al arrepentimiento por lo que escupiera antes él, a propósito de mis obras. También, por qué no decirlo, a sus dichos por los desastres literarios de otros tantos camaradas. Éstos sí razonables.

  

Terminé acotando que era sólo un parecer y ser objetivo no es fácil, que no era el tipo de prosa con la cual me identifico, y que otros opinarán distinto. Pero nadie encontró nada que agregar por la positiva. Tras ello accedió una nueva cabeza a nuestra picota dejando atrás el episodio de un Dickens con filo mellado.

 

 

Dos

  

Un par de meses después el asunto estaba olvidado. Dickens aparecía distendido y participaba con su habitual estilo. Pero los acontecimientos posteriores llegaron a preocupar a toda la ciudad. Hechos que tal vez se hubiesen evitado si Dickens nunca hubiese nacido.

  

Varios integrantes de nuestro clan literario aseguran que todo comenzó a partir del texto, que a manera de micro relato, apareció en la pizarra del bar. Hacía rato que estábamos reunidos cuando alguien reparó en el escrito y lo leyó en voz alta:

  

“Los trombones de la prensa sensacionalista dan cuenta del best-seller escrito por un condenado a muerte que narra sus hazañas sangrientas. Entre tanto, miles de escritores como yo, apenas medramos sin matar una mosca, escribiendo sin vender una sola página, no haber publicado una mísera letra, ni encumbrado una frase atinada. Invisibles por moralidad, ignorados por correctos, desconocidos por ingenuos. Si no es incomprensible el espíritu humano he de ser malo, muy malo, peor que un asesino. Previo a la silla eléctrica, opípara será la última cena del aclamado homicida. ¡Y yo seré su apóstol!”

  

Dio para algunas sonrisas, dos exclamaciones y un par de comentarios: ¡Extraño! ¡Qué enredo! Recuerdo que alguno sugirió que "he de ser malo" resultaba una referencia demasiado vaga. Podría tomarse pensando en la futura posibilidad de serlo, dando lugar a suponer una incursión en la "maldad", incluso la extrema. O en la de ser malo en el presente y referirse a la actividad literaria desarrollada por el autor: "peor escritor que un asesino" y no más vil o perverso.

 

También se dijo que aquél convicto sentenciado a la pena máxima habría escrito sus memorias con el fin de justificarse, restándole aguardar ser absuelto en el ámbito divino. Los escritores en tanto, lo hacen para exhibir su arte ante los hombres, o al menos como mera liberación de sus fantasmas.

 

 Quien esto manifestó fue el ampuloso Amadeo Salzburgo, a todas luces el mejor discípulo de Dickens Castellano, y para quien la idea de adquirir riqueza mediante la escritura es pretensión frívola, bastarda, ajena al arte.

 

 Se juzgó entonces que la esencia de ambos actos de escribir no podía ser comparada. Sin embargo, me costa que no siempre la esencia artística rige los actos de mis colegas, y he ahí la pericia para invalidar que sobresale en nuestro cenáculo, pues más de una vez he oído decir que lo profundo, por superar el nivel medio de comprensión, resulta elitista, impopular y poco rentable, por lo cual es con justicia desechado.

 

 En definitiva, ninguno estuvo cerca de adivinar quién era el responsable del texto de la pizarra, pero varios atribuyeron la autoría a Dickens Castellano, tal vez por lo de los “muchos años escribiendo”. Él negó ser el autor, pero lo cierto es que donde cualquiera de nosotros dirigía la vista aparecía Dickens con su mirada escrutadora y sus frases disonantes.

  

Ninguno fue capaz de notar -cuando lo dije varios se quedaron pensando- que esas breves frases generaron, al menos por unos minutos, “corrientes de opinión y análisis”.

  

Poco tiempo después ocurrieron los crímenes, crueles, aberrantes. Las víctimas, previamente adormecidas con cloroformo, fueron estranguladas. Lo curioso fue que de sus gargantas extrajeron, apelotonadas, las primeras páginas de un libro.

  

En nuestro entorno circuló como fehaciente la versión que atribuía tales folios al best seller biográfico del sentenciado a muerte mencionado en el texto de la cartelera.

  

Aunque la policía fue renuente a explicitar la existencia de las referidas páginas, encajaban con el hecho de que el doble homicidio ocurrió en la casa aledaña a la de Dickens, y las víctimas resultaran ser sus odiados vecinos.

 

 El grupo murmuraba en corrillos discretos sobre la extraña casualidad y similitud entre aquél texto de Dickens y la realidad. El cloroformo y la estrangulación fueron los métodos empleados por el asesino de su relato.

  

Tal vez las miradas recelosas lo alarmaron y por esa razón dejó de acudir a nuestras reuniones. Pronto trascendió el comentario de su desaparición. Se manejaron dos hipótesis: el prófugo era el homicida o también él había sido ultimado y aún no se hallaban sus restos.

  

Al colega más allegado a mí -un pobre iluso que no podría escribir ni la receta de una tortilla pero confeso admirador de mi prosa- le comenté que tanto me daba si iba preso como si lo habían asesinado.

 

 —¡Con eso no se bromea! No. Aunque sea un viejo ladilla —dijo.

  

El muchacho es tan existencialista que a veces no alcanzo a comprenderlo. Escribe por placer. No le interesa publicar, tampoco pasar a la posteridad, ni siquiera hace poesía para conquistar mujeres. Disfruta del acto de escribir y armar tramas. Cada uno pierde el tiempo como quiere pero este es un caso para chaleco.

  

Otro de los cofrades, dando por descontado que Dickens era el culpable, nos hizo notar que aquél había demostrado en forma macabra que el personaje de su relato era creíble. ¿Sugería que el móvil de Dickens eran anhelos de trascender?

 

 Le respondí que de ser Dickens el asesino, el móvil debió nacer de la hostilidad que mantenía hacia las personas asesinadas, cosa que para nada figuraba en su relato, y no de un supuesto afán de gloria.

 

 Estoy seguro de que si el amigo Castellano fuese en realidad el homicida y le preguntaran por qué lo hizo no sabría qué respuesta dar. Las bajas acciones que solemos cometer no siempre tienen explicación. Por eso es innecesario buscar razones, lo único real, tangible, es el hecho consumado, irreversible. Y si algo hay para buscar ha de ser la forma de acomodar el cuerpo a las consecuencias sin que la realidad nos aplaste. Creo que me he puesto muy oscuro... ¿Qué pensaría Dickens de mi razonamiento? ¡Ya sé! “A usted la que lo aplastará serán sus dichas”.

 

 

 

Tres

  

Seis meses pasaron y el asunto engrosó la lista de casos policiales sin resolver. Los miembros del círculo continuaban intrigados. Buscaban en la prensa indicios de un asesino que estaba en las calles y del cual casi ni dudaban que fuese nuestro cascarudo colega Dickens Castellano.

  

Por esa época escribí "Listo el listo", después de ser paseado por toda la ciudad por un taxista abusivo, y crucé los dedos para no correr la suerte del protagonista.

  

También se me ocurrió que podría haber percibido una silueta escabulléndose entre las sombras próximas a mi casa. De ser así tenía que ser Dickens Castellano y que anduviera rondándome habría de ponerme alerta.

  

Asumí que tendría gracia comunicar eso a mis colegas de modo de hacerlos convivir con mis personajes. Lo haría, sería como apropiarme de Dickens para moverlo a mi antojo. Y lo hice. Resultado: me sugirieron cuidarme de él.

 

 Desde hace un tiempo mantengo afinidad con una de las tres chicas compañeras del grupo, poeta ella, romántica y sensual. Es tan bonita como para pasar desapercibido estando a su lado, pues las perfectas líneas de su cuerpo llaman la atención aun a otras mujeres. Por cierto, escribiendo me recuerda a Nerón, es como si sacara punta al lápiz incendiando el idioma.

  

Al parecer carga cierto arrepentimiento a raíz de su fracasado matrimonio y emplea con frecuencia la sentencia: Nada hay más importante que una frase a tiempo, aunque la oportunidad no sea demasiado propicia para expresarla.

  

Cada vez que la oigo pienso en expresiones como: No te vayas, Perdóname amor, Démonos otra oportunidad. Las que no dudo en catalogar como las más frecuentes e inútiles frases a tiempo. No dudo que algunas de esas locuciones son las que ella omitió pronunciar antes de ser abandonada.

  

No pensaba tener con esta mujer ningún romance. Jamás se me hubiese ocurrido que llegaría a fijarse en mí. Carezco por completo de atributos físicos, la naturaleza me compensó dotándome con una inteligencia superior y la exquisita pluma que estáis disfrutando.

  

Tampoco podría haber imaginado que algunas de sus “frases a tiempo” podrían resultar burdas patrañas. Pero a veces tenemos esos momentos donde se nos nubla la inteligencia y lo notamos demasiado tarde. Me dejé llevar por mi deseo, y ella lo aguardaba como al agua necesaria para saciar los ardores de su hoguera.

 

 Lo único desagradable del encuentro que tuvimos fue la mirada socarrona del empleado del hotel y su sonrisa capciosa. Mientras tomaba nota de nuestros nombres sus ojos delataban que moría por preguntar cómo pudo, un tipo joven pero feo y endeble como yo, conquistar semejante bocado de mujer.

 

 Me fastidió tanto su mirada que de tener dinero me habría ido a un sitio más respetable. De todas formas debí atribuirle algo de razón, la mayor parte del tiempo hablamos de Dickens Castellano. El restante, de tan derretido que estaba tendido junto a ella en la cama, lo pasé buscando consistencia y luego de lograrla -para mi bochorno- me corrí demasiado pronto.

 

 Por esos, días un colega que releía prensa de días anteriores comentó que un taxista apareció asfixiado dentro de su vehículo, y sugirió consultar a un periodista amigo por datos que lo vincularan a Dickens.

 

Consultado, el periodista quitó algunas dudas a los pesquisas del grupo: de la faringe del taxista habían extraído la página número tres. Tal era la siguiente de aquél libro innecesario escrito por un criminal sentenciado a muerte.

  

En su momento la noticia no despertó mayor interés, pero luego de mi comentario sobre el atisbo casual del supuesto Dickens, los sentidos de todos estaban alerta. Posteriormente, hasta cuando escuchaban noticias de crímenes en el exterior creían ver la impronta de Dickens. ¡Bueno hubiera sido!

  

—No se pudo decir en su momento, recibimos un pedido de mesura para bien de la investigación —comentó el periodista. Yendo más allá confesó, días después, que otra de las víctimas fue el conserje de un hotel, y que la pagina hallada no era la que podía esperarse -la cuatro- sino la de cinco lugares más adelante.

  

 Esto permitía suponer que, cual peldaños descendiendo al infierno, habría otros cadáveres aguardando ser hallados. Todos quedaron pensando en esas cinco hojas. Osaría decir que sólo uno sabía la verdad, y no por tener imaginación precisamente, sino diarrea.

  

Mi amiga conjeturó que cuando Dickens publicara sus memorias nos enteraríamos de todos los detalles, y desde ya manifestó su ansiedad por leer aquella posible infamia literaria.

  

 Me preguntó si no sentía temor y contesté que no, que aún no terminaban de convencerme las especulaciones que manejábamos. Dijo también que yo había sido demasiado duro con Dickens, y que tan importante como una frase a tiempo puede ser guardar un silencio oportuno, lo cual permitía suponer que así como sus frases, también avanzaba su inteligencia.

 

 Restando importancia le dije que no fui tan cruel como él lo fue conmigo. Y le hice recordar la oportunidad en la cual opinó sobre mi cuento "El iconoclasta". ¡Mire si iba a ser autobiográfico! Dickens humillaba mostrando aquella mirada inocente que no dejaba dudas sobre la ironía que portaba.

 

 Ante ese relato Dickens me dio este veredicto: “En sus relatos hay que ir mucho yendo atrás a reencontrar la huello”, cosa que me interesó: —¿Eso no es malo, verdad? —pregunté, casi con entusiasmo. Él terminó expresando: —Dicen que nada hay mala a la infinito paciencia de Dios, pero las lectores son humanas.

  

—Y bueno, escribo para lectores inteligentes, no sólo para quien traga solo lo que recibe digerido. A esos les alcanza con hundirse en blogs insulsos de Internet donde escribe cualquiera y otros cualquieras opinan como si supieran tan sólo porque aprendieron a leer. Aun leyendo tres veces un trabajo mío se les pasarían por alto la mitad de los detalles importantes y quedarían insatisfechos —eso se lo dije con desprecio y por no mandarlo a cagar.

  

Otro de sus defectos era quedar con la última palabra, así que nada contesté luego que concluyó: —Además lenguaje usada de pronto es cual Víctor Hugo, de pronto cual Bukowski. Mete junta preciosismo con escatológica. ¿Me entienda?

  

Dije que sí, pero hubiese preferido no entender una mierda. ¿Qué hay de malo en describir con frases elevadas un paisaje bucólico sin omitir que en él se observa una vaca cagando?

  

Días más tarde decidí inducirme temor. Se trataría de un toque de inquietud acercado por un supuesto encuentro. Gracias a eso escribí el relato "Un rostro en la vereda". Quizás ocurrió, pero tengo la vaga sensación de haberlo soñado.

   

Subía al ómnibus al volver de la reunión y luego de sacar boleto lo veía allí, en el mismo lugar de la acera que yo abandonara: Dickens. Si en realidad era él: ¿Por qué me seguía? Estoy seguro que no era para adormecerme y hacerme tragar una página que yo jamás habría leído. No sería capaz, pero emitiendo una frase gangosa me señalaría con un dedo huesudo y artrítico.

   

Así que narré tal suceso como real. Luego de oírme todos quedaron azorados. Fui bastante gráfico al describir la aprensión que sentí al pasar a su lado, y yendo más allá del sueño agregue ingredientes coloridos. Resultó algo semejante a esto:

  

“De regreso caminaba distraído y sin apuro. Adelante advertí una figura junto a un árbol. Me llamó la atención el animalito que tenía a su lado, al que creí un perro pues era sostenido por una correa. Tras verificar que se trataba de un gato mi curiosidad creció, y noté que lo paseaba un hombre, una sotana, un apóstol. Mientras pasaba ante él sentí su mirada, la de los ojos vidriosos. De inmediato supe de quien se trataba. Un torrente de hielo bajando desde mi nuca recorrió mi espina dorsal. Debía escapar, y ladeando mi impávido semblante seguí el rumbo llevado. Me di prisa, confirmando a cada paso que no era seguido. Ya no tengo dudas, si tiene talento suficiente como para convencer a un gato de acompañarlo atado a una correa, capaz lo hallo de consumar la escalada homicida ocurrida.”

  

Luego en casa y sobre el filo de la medianoche comencé el relato: "¿Quién le teme a Dickens Castellano?", donde se narra el caso que nos involucra. Con él esperaba alcanzar gran suceso, al menos dentro del grupo. Pero quedó trunco por la mitad ese mismo día y su desenlace es imprevisible, pues se me han ido los deseos de elucubrar fantasías. ¡Tan cambiante es la vida real!

  

 

Cuatro

  

Sin aguardar un instante y por evitar que nos ganara el arrepentimiento, los que conocíamos a Dickens del grupo decidimos volver a hablar con nuestro amigo periodista. También se entendió oportuno acudir a la policía con los datos que podíamos aportar.

 

Luego de reunir en una hoja los detalles que cada uno entendía de provecho, y tras largas deliberaciones en torno a mi moción de que bastaba con que acudiese sólo uno de nosotros, se votó. Amadeo Salzburgo debió ser nuestro embajador ante las autoridades. ¿Quién más podría haber sido? Hasta yo lo voté.

 

A la semana siguiente todos llegamos expectantes por conocer el resultado de su diligencia. Pero quien jamás llegaría sería Amadeo, el desdichado copiloto del “genio” extraviado. La prensa no decía una palabra, pero consultado telefónicamente Antonio, nuestro periodista, nos quitó las dudas: de la garganta de Salzburgo habían extraído la página número diez y el grupo perdía otro integrante.

 

En medio del estupor general entendí sensato asegurar que si nombrábamos a otra persona podría ocurrir lo mismo y era imperioso acudir a las autoridades. Mientras todos dudaban sugerí no perder tiempo, y me ofrecí a ir de inmediato por Antonio para que me acompañara.

Antes que alguien pudiera oponerse salí como llevado por el diablo. Temí que de dudar un instante mi amiga exclamara alguna frase a tiempo para escoltarnos, y aunque me encanta sentirla cerca era mejor obviar el lastre innecesario.

 

En el destacamento policial un oficial arrogante me preguntó: —¿Y por qué supone poder ayudarnos?

 

—¿Dónde lo buscan? —Pregunté a mi vez—. ¿En bares, estadios, hoteles y cines?

 

—Procedimientos habituales —cortó secamente.

 

—Lugares repletos de gente a los cuales jamás acudiría —agregué con total seguridad. El hombre ablandó su rudeza y preguntó con interés: —¿Acaso el sujeto odia las multitudes?

 

Supe que lo tenía. Ya no le importaba quien era yo, si conocía al “sujeto” ni por qué creía poder ayudarlo. Así que me senté, y el amigo periodista haciendo lo mismo intentó tomar nota.

 

Lo que más impresionó al tipo duro fue mi referencia al cuento “El asesino”, donde Dickens predecía los dos primeros crímenes con lujo de detalles. Luego debí ampliar mi historia con otros elementos manejados dentro del grupo literario, pero ya puramente especulativos.

 

Aproveché la ocasión para recitar al oficial dos versos de mi amiga. Los había memorizado para impresionarla y a la postre fueron los que determinaron el fin de la conversación. De todos modos no omití alertarle antes de irme:

 

—Los únicos lugares por los cuales el monstruo pasaría son esos sitios desolados, de escasa concurrencia, conocidos como bibliotecas y librerías. No soporta estar sin leer ni enterarse de las novedades literarias, y sólo lo hace en letra sobre papel.

 

Fue en una biblioteca que lo atraparon pocos días después. Curiosamente, había ingresado a preguntar si quedaba algún ejemplar del tan afamado libro de aquél condenado a muerte. ¿Es realmente tan ingenuo? Si hasta da la sensación de estar buscando pruebas para inculparse.

 

Ningún parte policial hizo mención a mi participación en el proceso, y es de lamentar que el periodista amigable se creyera con derecho a publicar su primicia y él sí, involucrarse. Esa no fue una forma leal de darse a conocer, creo.

 

No me importaba que nadie estuviese al tanto de que Dickens me consideraba su enemigo número uno -bastaba con mi certeza- y eso no me afectaba en absoluto. Dickens es un tipo listo, pero no tanto como él se supone.

 

Por ello me sentí muy distante del temor y asumí la audacia de ir a verlo. Después de todo con ese escritorzuelo compartimos muchas disertaciones literarias. Incluso discrepamos con brío cuando él reveló su convicción de que lo fundamental es el talento. Claro, luego de dudar que yo lo tuviese.

 

¿Podía permanecer entonces sin tener una mínima conversación con Dickens? A su edad debería saber que el talento puede subrogarse con el esfuerzo y la tenacidad y que de nada sirven las aptitudes que aporta la naturaleza si el sujeto carece de brío y empeño.

 

Así que fui a verlo a prisión. Aceptó recibirme y recorrí aquellos corredores sombríos. Para el juicio y los diálogos con su abogado solicitó un intérprete. Al parecer temía que su lengua cometiera un desliz. Su causa y eventual juicio permanecían pendientes, pero yo estimaba que la pena sería la máxima.

 

Al ver sus ojos me golpeó de lleno su odio. No dudo que debió apelar a su natural flema británica para exclamar: —¡Carambo! El pequeño diletante está aquí venido.

 

—Día a día mejora su vocabulario —manifesté distendido, pues la mordacidad ajena entibia mi adrenalina.

 

—Otras palabras tenga que pienso y nada digo.

 

—¿Algún motivo en especial?

 

—Mi gusto tener certeza, falta la uno por ciento para que yo la creo la infamia. Pero toda se arregla, yo tenga fe.

 

—Con la gramática no hay caso pero bueno... Lamento lo que está viviendo. Si acepta mantener una buena conversación, yo gustoso.

 

Así que durante media hora disertó sobre literatura, y en cinco minutos explicó que nada tenía que ver con los crímenes que se le atribuían. Yo fingía algo de asombro y nada de escepticismo. Su versión del terrible proceso comenzaba cuando advirtió que su pluma y los comentarios vertidos lo tornaban sospechoso.

 

Dijo que huyó al sentir pánico y manejó toda la noche hacia su refugio de Lago Negro buscando tranquilidad. No pensó que su acción sería interpretada como huida y al enterarse que era el principal implicado su pánico se transformó en locura. La única opción que vio fue la de todas las películas clase B: hallar al culpable y ponerlo en su sitio. Traté de ocultar mi sonrisa pero él la notó.

 

—¿No es creíble, cierta?

 

—No. No, digo sí. Sí le creo. Nadie más podría interpretar mejor sus sentimientos. Además no imagina con cuanta atención lo he escuchado, imaginando inclusive cada una de las situaciones.

 

 

 

Cinco

  

Caminaba a reunirme con los miembros de nuestro fantástico grupo pensando en la confesión de Dickens. Si mantenía la franqueza y tranquilidad que tuvo en nuestra entrevista no tendría problemas, era demasiado obvia su inocencia. Además, como no hallarían pruebas contundentes de su culpabilidad en un par de días quedaría libre. A mí, si no fuera por tener que volver a soportarlo me hubiese dado igual.

 

No quería referirles eso a ellos pues aguardaban un nuevo capítulo oscuro con gran curiosidad. La verdad quizás llegara a desilusionarlos y yo soy escritor. ¿O acaso no es así? Decidí jugarles la broma de contarles lo que esperaban oír. De ese modo el relato de mi visita resultó ser el siguiente:

 

"Aceptó verme y atravesé aquellos corredores sombríos que destilan humedad y miseria humana. Podría afirmar que al ver sus ojos sentí que me decían: —Estás en la lista de morosos —tal era su bonhomía...

 

¡Uf! Allí debí detenerme y explicar que usé el vocablo bonhomía en forma irónica, que en realidad fue todo lo contrario. Pero casi resultó peor pues agregué: "Luego se tornó jovial". Al notar la confusión de sus miradas aclaré que eso sí ocurrió, que el tipo cambió su ánimo de golpe. No debería ser tan complicado mentir. Y continué:

 

"Con impudicia confesó que tenía todo en la cabeza y había comenzado a transcribirlo. Al parecer se le dificultaba la tarea debido a su rechazo a escribir en su lengua nativa, y también a que su vocabulario hispano es demasiado escueto y elemental su gramática. Además, manifestó que luego de redactarlo en español él mismo realizará la traducción al inglés, tendrá mucho tiempo por delante y su intérprete le dará una mano. Cuando me retiraba sentí el fuego de sus ojos quemar mi espalda y podría asegurar que su rostro sonreía. Tendremos por lo menos quince años de tranquilidad por delante. A no ser que Dickens decida fugarse. Entonces sólo nos restará buscar un buen escondite para que no pueda escribir el punto final a costa nuestra."

 

Quisieron saber más detalles y me asombré al notar cuantos sabía. ¿Qué no daría Dickens por tener un ápice de mi imaginación? Mi amiga estuvo por demás amigable y se vino caminando conmigo. Sentía como un agravio no invitarla a subir a mi piso, y cuando lo hice ella iba decidida rumbo al ascensor. Creo que si le hubiese dicho que iría por cigarrillos me habría pedido la llave para aguardarme arriba. En esos momentos sentí que tocaba el cielo con las manos.

 

Mi gata enseguida se familiarizó con ella. Fue un placer imaginar que, en breves instantes, estaría yo dándole las caricias que el pelaje de Moñona deslizó en su escote cuando ella la sostuvo entre sus brazos.

 

 —¡Qué dócil! —Dijo—. Los felinos no suelen serlo y menos con extraños.

 

Vestía una falda negra muy corta y sus blancas piernas ofrecían un contraste irresistible. Completamente distraído seguí su conversación revelándole: —Es muy inteligente y le enseñé varias suertes.

 

—¿Ah sí? ¡A una gata! ¿Y cuáles? —preguntó. Entonces dudé.

 

Nadie las había presenciado. En las horas de tedio, mientras la inspiración no llegaba, me empeñaba en que la gata llevara esto o trajera aquello, que se echara, diera vueltas, regañara. ¡Tarea de titanes! Pero cuando algo me cuesta insisto hasta que logro mi cometido.

 

¿Y qué mal habría en que mi amiga las disfrutase? No la creí capaz de armar la madeja, al fin y al cabo es mujer y ellas piensan sólo en el dinero y en jugárselas pesadas a los hombres.

 

No manifestó asombro hasta que le puse la correa a la gata. Me observó entonces de un extraño modo. Yo lo percibí, pues sus ojos en lugar de guardar un oportuno silencio temieron muy a tiempo. Se puso mucho más blanca y se desmayó. ¡No temas literatura que no pierdes nada! Exclamé con pesar.

 

 

 

Seis

  

Mi amiga no podía morir hasta que Dickens estuviese libre y fuese capaz de matarla. Él debería ser el asesino pues así estaba estampado en mi inconcluso relato "¿Quién le teme a Dickens Castellano?"

 

Así que varios días la mantuve atada a mi cama con una mordaza que sólo retiraba para alimentarla. Mucho no me esforzaba en la tarea. ¿Para qué? Además, amordazada no podía repetir esa muletilla suya de la famosa frase dicha a tiempo.

 

Hablé yo, narrándole toda la historia. Mucho me fastidió confesarle en cuanta proporción disminuían la sutileza de mis actos aquellas cinco páginas, las cinco malditas que debí usar en el baño de un bar la tarde que estuve indispuesto.

 

 Así que mientras le hablaba yo lo iba disponiendo todo. Tenía el sedante a mano y la página once arrollada sobre la mesita. Sólo esperaba la noticia sobre la libertad de Dickens para proseguir. Y ella, en un susurro, musita a través de la mordaza aquél casi ineludible: —¡Te quiero!

 

¿Era posible? Me decía “te quiero” con todo el amor del mundo. “Te amo”, dijo después, y sus ojos húmedos parecían estar de acuerdo. Nunca me lo habían dicho y tal vez por eso consentí su embuste. Por completo ignoré su técnica de manifestar frases oportunas y que “oportunas” para nada significan “veraces”. Pero debo aceptar que la dijo muy a tiempo, exactamente, y con la ternura necesaria.

 

Y me amó bastante bien hasta que pudo escabullirse. Por esa imprudencia estaré aquí algunos años, ya veré luego de finalizar mi apostolado y quizás... ¿Por qué no? Antes de morir publique mis memorias y se transformen en best-seller.

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