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¿Qué ocurre tras la muerte?
Este relato tenebroso nos cuenta de lo posible lo peor

El paria y los muertos

El paria

El paria vislumbró el Jeep despeñado allá abajo, prácticamente cubierto de follaje, y no dudó un segundo en dirigirse hacia allí. Entendió posible hallar algo de valor entre aquellos restos deformes de lo que alguna vez fue un vehículo. La realidad le demostró que lo aguardaba la verdad más cruda, más hermética, y más terrible.

Todo lo había perdido tiempo atrás, cuando con orgullo portaba el nombre Simón Dubois. Acaso también renombre, hasta que alguien lo avergonzó en público, cuando al exponerlo como farsante lo hizo caer en el descrédito. ¿Cómo no percibió que algo así ocurriría? Ocurre que no todo lo futuro está al alcance de sus augurios.

 

Si bien el uso que dio a sus visiones esporádicas le había permitido adquirir notoriedad en su ciudad, mentir cuando no las tenía lo dejó en evidencia. Las imágenes que aparecían ante su vista se daban solo en ocasiones, no en todas en las que era consultado por sus clientes.

 

No tuvo mejor idea que inventar las necesarias para mantener cierto número de seguidores y consumidores de  vaticinios. De esa forma logró un buen nivel de vida hasta que, en medio de una sesión fraguada, un desconocido sacó a la luz los trucos con los cuales se ayudaba para sostener sus predicciones. En aquella ocasión no las había tenido, por lo cual debió improvisar al carecer de visiones con las cuales realizar predicciones.

Aquel desconocido se jactó de ser el único en saber cómo y dónde hablar a los muertos. El gremio de los augures supuso de inmediato que no era más que un farsante mayor que ellos. Debido a eso acudieron en tropel cuando los citó en cierto cementerio a efectos de demostrar sus acusaciones.

 

Sin embargo, algo muy fuerte indujo a Simón Dubois a no asistir al encuentro, al que sí acudieron el resto de sus colegas dedicados a los vaticinios, la quiromancia y la convocatoria de espíritus. Luego, ante la repentina desaparición de todos ellos, su intuición y el miedo -más que la videncia- lo indujo a “desaparecer”.

Así que tras varios años de rodar por el mundo con humildad y pobreza, siempre ocultando sus virtudes proféticas, llegó hasta allí, un entorno rural perdido en el mapa. Lo había traído, sin puntos cardinales o prisas, el antojo de sus piernas flacas. Sin embargo siempre mantenía la extraña certeza de tener que estar en cierto sitio en un momento dado.

Como siempre, sin llegar a comprender las razones de tales certezas, supo que estaba próximo a una revelación trascendente. De todos modos no le importó demasiado, y comenzó a recorrer la distancia que lo separaba del Jeep avistado.

No le fue fácil, la maleza se entretejía formando una maraña densa difícil de atravesar. Era grande su afán por continuar sin desmayos, como si una súbita prisa lo hubiese invadido. Finalmente estuvo frente a los restos metálicos y a medio oxidar de la camioneta.

 

Antes de ver hacia adentro recostó su cuerpo exhausto contra el lado del Jeep que mejor había retenido la invasión del follaje. El silencio lo envolvía todo, apenas le llegaban desde la distancia los sonidos esporádicos emitidos por los pájaros y la letanía perpetua del agua del arroyo que corría unos metros más allá.

Entonces algo se movió cerca de su rostro y fuertes gruñidos imprevistos lo sobresaltaron, al punto de ponerle los pelos de punta.

Al otro lado de la ventanilla del Jeep un perro de feroz apariencia parecía intentar romper el vidrio para prenderse de su cuello. Movía su pescuezo con tanta furia que parecía tener no una, sino tres cabezas.

Aquella no era la manera en la cual alguna vez hubiese concebido su muerte y miró en torno buscando la forma de ponerse a salvo. Así que corrió hacia el arroyo suponiendo que en medio del agua estaría a salvo. Pero cuando desde la orilla volvió a mirar hacia aquellos restos metálicos parecía no haber indicios del perro.

Comprendió que todo no fue más que una intensa visión que poco le dejó, apenas el nombre del animal: “Cerbero”. No se preguntó por qué debería saber aquello, tan solo se limitó a lo acostumbrado: esperar el momento en el cual tal noción le sería útil.

Pasado un buen rato de estar sentado cerca del agua, y munido de un par de grandes cantos rodados, volvió al Jeep. Al llegar frotó con el codo de su saco el sucio vidrio para advertir que su interior estaba vacío. Allí dentro jamás anduvo perro alguno. Tampoco halló signos de violencia o rastros de sangre de las supuestas víctimas del accidente, si acaso de eso se trataba.

 

Al presionar su mano contra el metal ferrugiento sintió como un choque eléctrico. Debió entonces entrecerrar los ojos ante la intensidad de imágenes que comenzó a percibir. Supo que dentro del vehículo viajaron cuatro amigos, y tomó conocimiento de todo lo acontecido con ellos.

Cual film que se desarrolla en el interior de su mente, con realismo y claridad pocas veces percibidos, vivenció los hechos acontecidos en el pasado en torno a ese vehículo y lugar.

 

 

 

 

Los muertos

Cuatro eran los jóvenes que viajaban en la vieja camioneta Jeep Willys -del año 64 y puesta a nuevo- de Francisco.

Pensaban acampar una semana a la orilla de un arroyo que: “Está lleno de peces”, les habían dicho.

 

Durante varios meses planearon esa quincena de vacaciones. La idea consistía en aislarse por completo de las actividades cotidianas normales y habían preparado con esmero todo lo concerniente al bagaje a llevar. Tras largos kilómetros de recorrido entre sierras y montes el GPS les anunciaba que se hallaban cerca. Poco trayecto de ruta más adelante, y por más que manipularon sus aparatos, perdieron por completo la señal.

 

Francisco Observó que antes de la división de la ruta, a la orilla de la carretera que se bifurcaba, un pequeño parador, desolado, arcaico y ruinoso, parecía desmoronarse en su empeño de afear la vitalidad verde del paisaje circundante.

 

Sobre la fachada agonizaba un manojo de letras deslucidas que poco podían anunciar que allí era “Chez Caronte”. Francisco detuvo la marcha. Si bien por algún motivo el nombre del local le llamaba la atención, la razón de su actitud era otra:

 

—Consultaré sobre el resto del trayecto. El camino que traemos se divide en dos y tengo dudas. Creí que esta ruta nos dejaba directo en el camping. Además no estaría mal dejar descansar el motor unos minutos —dijo a sus amigos al tiempo que descendía.

 

Apenas ingresar el olor rancio del negocio se atornilló en torno a su nariz. Entonces notó que Javier estaba a sus espaldas, y que más atrás Horacio comenzaba a husmear desde las paredes al piso y luego al techo, donde el motor de un ventilador generaba más ruido que aire fresco.

 

Sobre un estante una decena de animales disecados parecían observarlos, en particular el cuervo, que recién cuando voló les hizo comprender que estaba con vida. Esto los sorprendió un poco, pero mucho más su graznido, bajo cuyo influjo advirtieron al viejo detrás del mostrador, como si hubiese sido convocado por el garg-grag del ave.

 

El hombre los observó en silencio. Cuando entreabrió sus labios pareció que hablaría, mas se limitó a deslizar su lengua sobre la ausencia de un diente, a cuyo lado pareció brillar un aplique dorado. También ellos se mantuvieron callados unos instantes mientras observaban al viejo. El cuervo volvió a graznar, pero a ellos les dio la sensación que era el anciano preguntando en qué los podía ayudar.

 

—Necesitamos saber qué camino tomar, si el ancho que va hacia la izquierda o el más angosto de la derecha.

 

—Eso depende de a donde quieran ir —la voz del anciano resultó afable, lo cual comenzó a disminuir la atmosfera tensa que se había generado. Tan natural como una inmensa mosca que revoloteaba en torno a su cabeza.

 

—A la zona pesquera del arroyo —respondió Francisco de inmediato.

 

—Eso no dice mucho. Si se refieren al sitio donde suelen ir los turistas tomen el de la izquierda. Hay un camping, pero por allí la pesca no abunda. También existe un buen parador, confortable, con buenos suministros, luz eléctrica… En fin, el mínimo confort para personas como ustedes, de la ciudad.

Parecía que el viejo continuaría hablando, pero se distrajo con la mosca que lo acosaba y a la cual derribó de improviso con un certero golpe de su gorro. Luego de volver a calzar el gorro sobre su calva continuó:

—Pero si realmente quieren pescar creo que el camino de la derecha es el mejor. Suelo ir de vez en cuando, es muy agreste, no resulta sencillo saltear matas, espinas y pedruscos para llegar al arroyo. En realidad casi nadie va, creo que los últimos turistas que se dirigieron hacia allí estuvieron conmigo hace unos dos años. Pero no creo que gente de ciudad pueda tolerar más de unas horas allí. Calor, mosquitos, poco sitio para acampar… ¡Todo un fastidio!

 

—¡Qué memoria! —Exclamó Horacio sin pensarlo ni poderlo evitar—. ¿Y nadie ha vuelto por allí en dos años?

 

—Que yo sepa… Muy pocos se detienen a consultar al viejo Caronte. ¡Y claro que los recuerdo! Era un grupito de chicos listos, así como ustedes. Les advertí que por más pesca que hubiese, atravesar esa maraña verde no valía la pena. ¡Por algo hasta la gente del lugar evita ir por allí!

 

—Tenemos todo para subsistir sin problemas una semana —se jactó Javier.

 

—Mejor no complicarnos —retrucó Horacio—. Vayamos por el de la izquierda, el que toma todo el mundo. No vinimos a pasar trabajo sino a disfrutar. ¡Al fin y al cabo me importa un rábano la pesca! Basta con tener un buen sitio para nadar. Además si hay camping y parador hay mujeres. Siempre es más entretenido cuando las hay.

Francisco estaba indeciso y evaluaba las opciones. Javier, ajeno al asunto, se admiraba de los temas antiguos que ofrecía una deslucida rocola. Introdujo una moneda y de inmediato se dejó oír “Ruta 40” del grupo “La renga”.

—¡Ah! —Exclamó el anciano, y su lengua asomó algo más de entre sus labios. ¡Buen tema! Ahora a lo que les interesa más, porque si es para nadar…

 

Pareció evaluar disyuntivas. En realidad evitaba ser obvio o demostrar demasiado interés. Plantear pro y contras en

justa medida era lo indicado. Los jóvenes suelen sentirse atraídos por lo oculto, lo poco usual, lo extraño.

Mientras desde la rocola, "Chizzo" Nápoli gritaba “Si hasta tu alma querías llegar/Has elegido el camino correcto/La huella que se va, borrando por detrás/En esta soledad que me ha descubierto” el viejo continuaba:

 

—Las ramas de los sauces llegan de una orilla a la otra. Lanzarse desde ellas al centro del arroyo resulta divertido. Creo que lo hice alguna vez.

 

—¡Entonces allí es donde iremos! —dijo Javier lleno de entusiasmo. Apenas terminó notaron que el viejo meneaba la cabeza:

 

—Mejor olvídenlo. Francamente, les sugiero ir por el camino más frecuentado. Cualquier contratiempo menor, como una avería en el vehículo por ejemplo, les complicaría la estadía. Definitivamente, no vayan por ahí.

Ante la duda Francisco buscó una alternativa para dar por finalizada la conversación: —Lo consultaremos con Mario. Está en el coche. ¡Muchas gracias!

 

—No, por nada. Pero debo decirles que vivo de transportar personas, no de atender consultas.

 

—Garg-grag —dijo el cuervo antes de volver al sitio en el estante que ocupara al principio. Al cerrar la puerta Francisco echó la vista atrás con la intención de saludar con la mano, pero el viejo ya no estaba. Ninguno, ni Francisco que era el más letrado y podría haber detectado luces rojas, pareció tener en cuenta el significado de la frase "transportar personas" en un sitio establecido.

 

Discutieron muy poco dentro del Jeep, eran jóvenes, los atraía la aventura, el riesgo, lo inesperado. Irían allí unos días y luego, si se aburrían, optarían por el más concurrido camping.

 

Un cuervo los sobrevolaba en silencio cuando tomaron el camino de la derecha. A los saltos, transitaron el par de cientos de metros hasta que el camino terminó abruptamente sobre un terraplén. Ver hacia abajo causaba vértigo. Francisco se alegró de haber llegado, venía sufriendo los dolores de su vehículo ante tan poco transitable trayecto.

 

—Al menos si el paraje no es agradable estamos cerca para dar marcha atrás y volver al “tumulto de los turistas” —exclamó. De inmediato Mario, con los ojos fijos en la pantalla de su celular, daba aviso que desde allí contaban con cobertura de GPS.

 

—Debimos haber transitado una zona sin acceso a Internet —dijo Horacio.

 

—Raro —agregó Mario de inmediato meneando la cabeza.

 

Sin dar mayor importancia al asunto comenzaron a repartirse los bultos y a cargarlos sobre sus hombros. Mario fue el primero en estar listo, con anterioridad había elegido los pertrechos más livianos y fue directo a ellos. El único en notarlo fue Horacio, que bien conocía su flojera. Como fuese, comprendió que era demasiado temprano para comenzar con cuestionamientos y dejó al margen una posible discusión.

 

Demoraron algo en hallar un sitio por donde ingresar, y tal vez aun estarían buscándolo de no ser por la aparición de un perro de fiera apariencia. Desde media distancia el animal los observó, refunfuñó un par de veces y luego cambió su actitud, manifestando cierta docilidad ante la aparente indiferencia del grupo, para terminar acercándose.

 

Ya próximo a ellos dio un amplio salto para eludir algunos arbustos y se introdujo entre los matorrales. Tras algunos instantes de vacilación Horacio lo siguió, luego el resto de los muchachos. Por los recuerdos de Francisco sobrevoló la idea de “Cerbero”, pero fue apenas un destello que no demoró en diluirse.

 

Anduvieron largo rato apartando variados y densos tipos de vegetación. Además de avanzar a los tropezones y espantando mosquitos, toleraron pinchazos de ramas y espinas. Cada vez que perdían de vista al perro dudaban por donde continuar hasta que el animal, dando la sensación de estarlos guiando, asomaba sus ojos brillantes.

 

Tras largo rato comenzaron a fastidiarse y alguno de ellos maldijo, pero ninguno, aunque todos lo estaban pensando, sugirió regresar. Fue entonces cuando dieron con aquel remanso.

 

Se trataba de una pequeña ensenada arenosa recostada sobre un meandro del arroyo. No tenía más de veinte metros cuadrados de arena, pero parecía ideal para instalar una carpa. Allí la corriente de agua corría por un canal de unos diez metros de ancho, y como se hallaba al final de un declive del terreno la corriente parecía agilizar su fluidez.

 

—Era cierto —dijo Javier —las ramas de los sauces cruzan de un lado a otro. ¡Qué bueno!

 

—¿Cruzar para qué? —Preguntó Mario—. No tengo ninguna intención de ir más allá. Además, se puede hacer nadando.

 

Javier lo miró con desaprobación: —No se trata de cruzar, sino de lanzarnos al agua desde allá arriba —el resto miró de inmediato hacia las ramas, allá a lo más alto.

 

—¡Yo no pienso tirarme! —dijo uno. —Ni yo —dijeron también los dos restantes. Javier alzó los hombros y afirmó: —Pues yo sí que lo haré.

Buen rato les llevó armar campamento y encender una pequeña fogata junto a la cual se postró, con exagerada parsimonia, el perro vagabundo. Pronto atardecería, y Javier decidió no aguardar al día siguiente para hacer su picado a lo Tarzán desde una de las ramas. Allá subió y se mandó al agua sin el mínimo temor. Le causaba placer demostrar sus virtudes y lograr lo que los demás no osaban hacer.

Quien a veces lo secundaba era Horacio. No le agradaba seguir las riesgosas iniciativas de Javier, pero tampoco era cosa de permitir que se instituyese en el macho Alfa del grupo. Así que para no quedar rezagado en el liderazgo cambió de idea, decidiendo hacer lo mismo al día siguiente. A Mario el mero hecho de trepar al sauce le quitaba los deseos. Y me importa una mierda quien comande el grupo, yo siempre haré la mía.

 

Por su parte, Francisco comenzó a contener el aire apenas Javier se lanzó, deseaba comprobar si era capaz de aguantar la respiración igual cantidad de tiempo.

 

Al cabo de algo más de un minuto vieron asomar sobre el agua del arroyo un cráneo cadavérico. Francisco derramó el aire en sus pulmones en un espasmo de asombro. Fue un pequeño segundo, pues de inmediato apareció la cabeza de Javier. Su cabellera mojada le cubría el rostro, pero aún podía verse el collar de sus dientes enseñando una sonrisa burlona. Pronto estuvo junto a sus amigos relatando entre risas su experiencia:

—Al lanzarme con los brazos delante llegué a tocar el fondo. Allí está oscuro y no se ve nada, pero como noté que mis manos tocaban objetos livianos decidí tomar uno de ellos. Próximo a la superficie pude ver lo que tenía entre mis manos y casi lo devuelvo a la corriente. Luego imaginé sus caras de tontos muertos de miedo y la asomé antes de aparecer.

—Le llamaremos “Yorick” —dijo Francisco.

Todos lo observaron extrañados: —¿Por qué Yorick? —Preguntó alguno.

 

—Es el personaje de un videojuego —intentó explicar Javier de inmediato, dándose aires de superioridad. Se afanaba en demostrar estar al tanto de todas las cosas.

 

Francisco rió, tirando abajo las pretensiones de Javier: —¡No! ¿Qué videojuego? Yorick era el bufón ante cuya calavera monologa Hamlet cuando afirma “Ser o no ser, esa es la cuestión”.

Javier, algo molesto, meneó la cabeza de lado a lado: —¡Qué culto! Pero mejor que sea así. El del videojuego que mencioné es un pastor de almas perdidas. ¡Brrrr!

 

Entonces surgieron las preguntas: “¿Habrá más cráneos o sólo uno? ¿Será producto de un crimen? ¿Y otro tipo de huesos? ¿Provendrá de algún cementerio de aguas arriba? ¿Alguien hará en esta zona ritos macabros? ¿Quién se atreve a confirmarlo?”

 

Francisco aceptó el reto. No quería ceder la voz de mando: —¿Confirmarlo? Yo lo haré, pero me lanzaré desde la orilla —aunque todos tenían semejante curiosidad Mario y Horacio se opusieron:

 

—No es buena idea. Si algo te pasa… ¿Quien conduce el Jeep para traer ayuda? ¡No permites que nadie toque el volante! —Dijo uno de ellos.

 

Javier se apresuró a mantener su sitial de explorador: —Volveré yo. Pero ya es tarde para volver a trepar. Me lanzaré desde la orilla —y allá fue Javier nuevamente.

 

Esta vez no demoró tanto ni volvió sonriente. Al emerger traía una tibia: —Hay más cráneos, varios, e infinidad de huesos de todos los tamaños.

 

—¡Con razón el perro nos trajo a este lugar! —dijo Mario pretendiendo ser gracioso. Mas ninguno pudo definir si hablaba en broma o en serio. Por sus palabras notaron que el perro ya no estaba.

 

—¡Lástima! —Dijo Javier al tiempo que lanzaba la tibia sobre la arena—. Podría haberse dado un banquete.

Francisco objetó haber optado por ir a ese lugar. Afirmó que allí ya no se bañaría ni le interesaba la pesca que pudiesen lograr. Además, sin proponer decidirlo entre todos, afirmó que a primeras horas de la mañana levantarían campamento e irían al sitio que habían elegido antes de salir. Ninguno lo cuestionó, pero para ellos ya era demasiado tarde.

 

Olvidado el asunto la noche los encontró cenando. Uno de ellos pensó que quizás antes de regresar deberían tirar algunas líneas a ver qué tan bueno era el pique, pero no llegó a decirlo. De sobremesa hablaban de chicas y bebían cerveza cuando sintieron que alguien, silbando la antigua melodía “Marcha del Coronel Bogey”(*), se acercaba desde la oscuridad circundante.

 

El silbido fue cada vez mayor hasta que ante los ojos de los amigos apareció el melómano silbador. Se trataba de un joven de edad aproximada a las suyas, de apariencia jovial y dinámica, que con las manos levantadas pedía permiso para aproximarse.

 

—No somos dueños del lugar —dijo Francisco. Puedes quedarte por allí. Podemos ofrecerte algo de comer si te apetece. ¿Qué haces en el monte, solo y a estas horas?

 

—Pasé por el camping, está repleto, demasiado. Luego me perdí. Siempre me pierdo. A veces pienso que lo hago adrede, si se puede creer... Y no me preocupa pues por lo general termino en algún sitio interesante.

 

—Mientras no te pase lo que a este —Javier puso ante sus ojos la calavera. El extraño simuló sobresaltarse:

 

—¡Epa! No, por favor. Si molesto ya mismo me marcho. No vi nada, no contaré nada, no…

 

—¡Está bien, es broma! —Interrumpió Francisco—. No hagas caso.

 

—¡Brrrr! Ustedes me dan frío. ¿Juegan con calaveras? ¡Ah, ya sé! Hacían cuentos de aparecidos. Les gusta meterse miedo, es como un desafío. ¿No? Típico de los campamentos.

 

Horacio comenzaba a sentir cierto resquemor con el recién llegado. Se mostraba demasiado locuaz y su actitud amistosa parecía fingida. Además notó que tenía un diente de oro, justamente del lado donde lo tenía aquel viejo. Algo en su mente le reprendió esa actitud que tenía de mal pensado y prejuicioso. ¿Y qué con eso? ¡Siempre tan suspicaz! Aleja los malos pensamientos. La voz de Mario lo distrajo cuando afirmó:

 

—Nunca hacemos historias de aparecidos, tampoco creo que sepamos alguna.

 

—Y hacen bien. Esas cosas no existen. Es más, hace poco me contaron la de un tipo que dejó en la ruina a cuanto médium, adivina o brujo encontró en su camino. Y todo debido a que sólo él sabía el secreto que se entierra con los muertos.

 

—¿Es larga la historia? —Preguntó alguno.

 

—No. Y si pudieran ver el futuro desearían que fuese muuuuuucho más larga. Pasarían cientos de noches escuchando relatos y no les pesaría. Es más, desearían que no terminasen nunca.

 

Aquello no cayó bien en el grupo. Resultaba poco comprensible o lógico dentro de la conversación que iniciaban. ¡Nada sabía de ellos! ¿Qué se creía este sujeto para afirmar tal cosa? Francisco comenzó a buscar alguna forma de cortar aquel diálogo, pero Javier preguntó al extraño:

 

—Entonces tú sí puedes ver el futuro. ¿No es cierto? Yo también. Y te puedo adelantar que si te pasas de listo corres el riesgo de rostizarte sobre esta hoguera como un cerdo.

 

El rostro del recién llegado denotó inocencia: —No, no. Me disculpo. No quise ofender a nadie. A veces no soy bueno con las palabras y termino diciendo cosas que no quiero decir. Me dejé llevar por el entusiasmo pues la historia que iba a contarles vale la pena. Pero ya, fin, ustedes se la pierden. Hablemos de otra cosa —y levantó su brazo en el aire como enviando al diablo su interés en contar algo.

 

Todos callaron y permanecieron en silencio largo rato. El grupo no hablaba entre sí, cada uno mantenía disímiles pensamientos internos. El intruso tampoco volvió a decir palabra hasta que se puso de pie, anunciando que iría a dormitar un rato al otro lado de la hoguera. Tendió su manta y se recostó.

 

Los otros cuatro comenzaron a preparar sus fundas de dormir, tal vez con demasiada parsimonia. Habían quedado intrigados y de algún modo todos deseaban salir de dudas. Luego todos tuvieron pensamientos similares: Parece inofensivo. ¿Qué podría hacernos? Está solo, y nosotros somos cuatro.

 

Horacio estuvo a punto de aceptar escuchar la historia, pero le pareció oír entre los esporádicos sonidos nocturnos del follaje el graznido de un cuervo y evaluó: No creo en brujas y esas tonterías, pero algo inquieta mi sentido común. Y no hay mejor forma de sobrevivir que obedeciéndolo.

 

Francisco no deseaba oírla, tenía la sensación de estar olvidando algo, cierto pequeño detalle de gran importancia. Solía ocurrirle que cuando se esforzaba en recordar el nombre de una personalidad, un actor, un deportista, le parecía tenerlo en la punta de la lengua, que casi lo tocaba; pero rara vez lograba traerlo a la luz por más que insistía. Luego, en cualquier otro momento, aquel nombre surgía espontáneo y sin motivo alguno.

Mario tenía sueño y estaba seguro que se dormiría antes de llegar al final del relato. Pensaba en el desayuno del día siguiente y si le convenía ser el primero en levantarse y elegir lo mejor, o continuar dormitando hasta que otro se lo alcanzara.

 

Fue Javier quien, dejando de lado su sobre de dormir aceptó:

 

—¡Está bien! No me dañará escuchar un cuento para asustar niños. Cuéntalo. Pero más te vale que sea interesante.

 

—Lo será —dijo el visitante del ocaso mientras se sentaba sobre sus mantas. La noche era oscura y el resplandor de la hoguera era la única luz que los envolvía. De algún modo, aunque simularan indiferencia, todos escucharon atentos cuando el desconocido tomó la palabra:

 

—El horror no está en la historia, sino en lo que significa de ser real. Es más simple de lo que puedan suponer. Ni siquiera asusta el método que tenía el protagonista de la historia para jubilar videntes y mentirosos semejantes. Se dedicaba a visitar a los farsantes, y luego de demostrar que mentían, les confiaba la verdad. “Nadie puede invocar a los muertos a la distancia. Mucho menos a seres que han fallecido hace mucho tiempo” les decía. “Apenas es posible comunicarse con aquellos que han muerto hace poco, no más de dos o tres años, y siempre y cuando no hayan sido cremados”.

 

Hizo una pausa para constatar que todos habían asimilado sus palabras. Al notar que su audiencia continuaba expectante pues había caído bajo el influjo de la fascinación que su mirada transmitía, prosiguió:

 

—El caso es que entonces los propios videntes, médiums o como quiera que se les llame, descreían de sus dichos exigiéndole pruebas. Eso era lo que él esperaba, así que los citaba a un encuentro en un cementerio a media noche. Cuando se reunían los dirigía hacia el sector de tumbas más recientes y allí, tan sólo repitiendo varias veces: “Saquen afuera sus voces, los queremos oír”, conseguía que los difuntos manifestaran sus sensaciones. Se oían entonces gemidos de diverso volumen, intensidad y angustia, según el tiempo que llevaban enterrados.

 

—¿No hablaba en un idioma demoníaco? ¿Lo decía así, tan simple, en castellano? No entendí —el rostro de Horacio se mostraba confuso—. ¿Fueron enterrados vivos?

 

—No. Estaban clínicamente difuntos. Al morir se suspenden las funciones físicas relacionadas con la carne, pero las relativas a la consciencia demoran mucho en desprenderse de la materia. Lo único que acelera el reingreso al marco cósmico es la cremación. Además, los muertos entienden el idioma que han hablado en vida. Esto no se trata de un acto demoníaco, es algo terrible sí, pero natural.

 

—Eso va en contra de la experiencia acumulada sobre los sucesos post mortem —intervino Francisco apelando a sus amplias lecturas—. Quienes estuvieron al borde de la muerte cuentan de una luz, un túnel y una inmensa sensación de paz. Se sienten atraídos, pero no “aterrados”.

 

—Lo sé. Y es así. Eso dicen los que no han muerto. ¡Lo están contando! Lo que ellos perciben surge de una reacción orgánica, neuronal, puramente cerebral. El carácter universal de la consciencia, del alma, y su ingreso a lo que llamamos “muerte”, comienza a ocurrir cuando efectivamente se desconectan sus planos, el físico del espiritual. Completar la separación del alma de la materia es un proceso, lento a nuestro parecer, pero no en términos cósmicos.

 

—¡Fantástico! —Manifestó Horacio con evidente mal humor—. Así que estás en conocimiento de cosas que ninguna universidad enseña, ningún medio periodístico ha informado y ningún médico ha constatado. No eres un caminante, no eres un narrador de historias, no eres un joven… ¡Eres un sabelotodo! Un filósofo de fogón. Y tu relato no es nada creíble.

 

—¿Supones que de haberse comprobado lo anunciarían con bombos y platillos? ¿No admites la posibilidad de que se sepa y oculte? Nada indica además que no lo ha sido. ¿Qué pensarías si te asegurasen, de forma que no haya duda posible, que tras la muerte permanecerás consciente en la húmeda oscuridad de una tumba durante años? Temerías a la muerte mucho más que ahora. Para vivir tranquilos es mejor concebir que al morir nos reuniremos con Dios en el paraíso eterno.

 

Francisco y Mario, sin haber creído plenamente aquellas palabras, pasaron de la fascinación a la consternación. Horacio se mantenía incrédulo, su sentido común no aceptaba creer en cuentos ni teorías difusas sin sostén probatorio.

 

—No olvidemos que se trata de historias de desaparecidos, lo están tomando como real —comentó Horacio como al pasar.

 

Javier tampoco estuvo satisfecho, y dado que el extraño había detenido su narración lo empujó a continuar:

 

—¿Y entonces? ¿Qué ocurrió con los médiums? ¿O se te fueron las ganas de inventar historias?

 

Lejos de sentirse agraviado o dar el mínimo atisbo de incomodidad, el forastero sonrió y continuó:

 

—Imaginen las escenas, debieron ser patéticas. El destructor de mitos, a medida que repetía su frase aumentaba el volumen de su voz, a cuyo influjo también crecían los lamentos emanados de las tumbas, haciéndose cada vez más audibles. Los testigos de aquello sentían que su piel se erizaba, se volvían lívidos, sus corazones galopaban, sus cabellos se tornaban blancos, su sangre se congelaba… Y morían.

 

—¿Morían o no morían? —preguntó alguno.

 

—Dejaban de pertenecer al mundo material, y la punta de la madeja de su existencia comenzaba a desenvolverse lentamente para unirse a la telaraña cósmica. O lo que es lo mismo, morían para el mundo físico, iniciando el desprendimiento integrador con el universo.

 

Al hablar, el joven ya no parecía joven. Si bien su apariencia física no había cambiado, el rictus de su rostro, el énfasis de sus palabras y la seguridad con la cual se expresaba, daba lugar a pensar en un anciano, en un hombre muy viejo hablando a sus bisnietos.

 

Algunas risitas nerviosas y comentarios que pretendían ser de sorna primaron los segundos siguientes. El desconocido ni se inmutó. Conocía la tendencia de la naturaleza humana a suponer saberlo todo, descreyendo certezas que es incapaz de comprender hasta que se vuelven obvias.

 

Francisco arrimó leños a la hoguera, tantos como para que las llamas vislumbrasen el amanecer. De haber escuchado todo aquello en la voz de alguno de sus amigos, insertos en su entorno habitual, no habría pasado de ser una mala y reprobable historia. Pero allí, en una noche que comenzaba a ponerse fría, con una calavera y una tibia brillando junto a la hoguera, sólo deseaba descansar y quitar de su mente los últimos minutos vividos.

 

A Javier en cambio lo envolvía cierta euforia. Allí tenía a un buen candidato para hacer un poco de bullying. ¿Quién se cree que es este sabelotodo? Pese a cierto temor su indolencia lo decidió a tirar un poco más de la piola:

 

—Así que entonces el “desmitificador de videntes” quedaba rodeado de muertos. ¿O se transformaban en zombis?

 

—No, más simple. El protagonista de la historia hacía desaparecer los cadáveres. Sin embargo lo importante no es eso sino lo anterior, el instante de divorcio entre el cuerpo y el alma. Así como “nada se destruye todo se transforma” en el aspecto material, lo mismo ocurre con lo espiritual. Tal vez no comprendieron…

 

—Poco —dijo Mario, dando lugar a una explicación más amplia que recibió de inmediato:

 

—El “alma”, “la consciencia”, tampoco se destruye y también se transforma. Pero en un ámbito donde no existe el tiempo, concepto netamente humano. Tampoco se une al cosmos de inmediato. ¿Entiendes ahora? Olvida sus cuerpos, tras la muerte comenzaron su natural proceso de descomposición. Las consciencias de las personas sepultadas en aquel cementerio ya estaban desvinculadas de la carne. Pero al momento de ser invocadas estas consciencias, o “almas”, sintieron el llamado de la existencia pasada, lo cual les dolía de forma incomprensible para nosotros.

 

Horacio no creía nada de eso, todavía. A Francisco y Mario les afectaba imaginar semejante situación futura y verse allí, bajo tierra, aguardando en silencio mientras su cuerpo se descompone. Javier, al contrario, lo tomó para el lado de la burla, y comenzó a repetir la frase invocadora una y otra vez en medio de risotadas:

 

—¡Saquen afuera sus voces, los queremos oír! ¡Saquen afuera sus voces, los queremos oír! —Y cada vez que repetía aquello aumentaba el volumen de su voz. Así lo hizo hasta que desde el arroyo comenzaron a surgir, cual letanías difíciles de interpretar: ayes, suspiros, quejidos de todo tipo y súplicas terribles que de a poco se fueron haciendo comprensibles: “Sácame del agua” “Quiero ver a mis hijos” “Donde estás amada mía” “¿Mamá, qué me hicieron?” “¿Por qué no nos ayudan?”. Voces diferentes, de hombres, mujeres y niños, todas llenas de angustia.

Aquel entorno del arroyo se transformó en un hervidero de lamentos, y todos supieron que no era el agua moviendo cantos rodados, el crepitar de la hoguera o el viento sacudiendo el ramaje. Recién entonces Francisco, único en tomar conocimiento de las implicancias del momento, pudo atar cabos y recordar lo atinente a “Caronte”.

Pero era tarde para cualquier acción. Tanto él como el resto de los miembros del grupo sintieron erizarse su piel, se tornaron lívidos, los latidos parecían romperles el pecho, sus tiesos cabellos se transformaron en canas, su sangre parecía comenzar a congelarse… Hasta que el horror los arrastró a la muerte física.

 

Luego inmóviles, tendidos en torno a la hoguera sin pulso alguno, advertían la forma en la cual el extraño del relato llenaba sus bolsillos de piedras para hacer desaparecer sus cadáveres bajo el agua. Tan tiesos como desesperados gritaron sobre la arena y luego desde el fondo del arroyo que no los abandonara.

 

Terminada la faena el asesino lamentó estar tan viejo. De haber sido un joven, un cuervo o un perro, le habría sido mucho más fácil regresar a “Chez Caronte”.

 

 

 

 

Reencuentro

El paria apartó su mano de la camioneta. No necesitaba tener una premonición para conocer su futuro inmediato. Lo terrible era lo otro. Sintió en carne propia lo que acontecería tras la muerte y cómo, mientras el cuerpo se descompone dividiendo su inmanencia, la consciencia permanece allí, sin padecer dolor alguno, solo evidenciando los signos del deterioro de su presencia física. Fue testigo de cómo hordas de insectos, una tras otra a través de un largo período, darían cuenta con todo vestigio de su materia mientras el sujeto lo observa todo.

Sabía de quien se trataba el tal Caronte. La historia que había visionado –o que el Jeep le había delatado– no le era ajena. Sí le extrañó que la persona que hizo el relato estuviese al tanto de tan terrible verdad sobre la muerte. Mas conociéndolo, y si acaso era cierta, no lo sorprendió que la divulgase con tan poco criterio.

Así que con total parsimonia caminó hasta la orilla del arroyo. Halló la calavera y la tibia semi sepultas en la arena y las devolvió al cauce del arroyo. También algunas prendas y un teléfono celular dentro de un zapato.

 

Recién pasaba el medio día y se sentía exhausto. Una extraña sensación de desidia parecía gritarle: “Para qué más. Ya está bien. No tiene sentido continuar”. Luego, como si hubiese olvidado que no sabía nadar y tal vez por sentirse rendido, dispuso que debiera lanzarse al agua y bajar el telón. De esa forma, sirviendo de alimento a fauna y flora acuática, al menos podría estar más entretenido.

Pero apenas tanteó el agua sumergiendo un pie en ella la sintió helada. Tembló, y el estremecimiento que tuvo recorrió su cuerpo, sepultándolo bajo nuevas visiones. Imágenes en tropel, aisladas, fotográficas.

Un teléfono celular. Un parador. Una patrulla. Entendió que allí no moriría, de lo contrario no podría tener atisbos de su futuro. Así que decidió desandar sus pasos, y viendo hacia arriba comenzó a trepar la maraña que lo separaba del viejo camino.

Al andar algunas de las imágenes se convertían en trozos de video que debía interrumpir para atender los pasos que llevaba. Sentía la molestia de tener su calzado empapado, pero sin él la subida sería un vía crucis.

 

Cuando por fin pudo hallarse en la parte alta del camino recordó el celular. No tenía demasiado claro qué hacer con él, escaso contacto había tenido con ellos. Conectando las tres imágenes de su última visión solo se le ocurrió una utilidad, pero algo le faltaba.

Luego comenzó a seguir el camino en la única dirección que podía hacerlo, dejando a sus espaldas el arruinado Jeep y su macabro destino. Tras larga caminata divisó a la distancia una ruinosa construcción, se trataba de un parador. Así, tras intuir la conexión entre sus visiones, hizo la llamada que entendió oportuna.

 

Caminó el par de cuadras que los distanciaba de la edificación, advirtió al llegar que la fachada se indicaba que estaba ante el parador “Chez Caronte”. A no ser por una extraña mezcla de olores a humedad y encierro que parecía emanar de viejos artefactos de todo tipo, el local parecía vacío. Anduvo unos pasos observando todo hasta que lo sorprendió una voz a sus espaldas:

 

—¡Pero miren quien nos visita! ¿Es acaso el famoso vidente desaparecido Simón Dubois? ¡A qué sí!

 

Al volverse, Simón Dubois, titulado en vagancia y transformado en paria por caprichos del destino, no llegó a reconocer al viejo que le hablaba. Iba a preguntar cómo y de dónde lo conocía cuando aquel hizo un discreto ademán, tras lo cual ya no parecía tan avejentado sino un hombre de unos cuarenta años. Entonces sí lo reconoció y fingió sorpresa:

—¡Eh! ¿Jacobo Tamar? No creí que volvería a verte.

—Porque suponías haber escapado. Imposible, todos los videntes de la región han sido eliminados y tú has venido por tu queso.

—Nunca creía que tuvieses la facultad de ver lo oculto o convocar espíritus. Mucho menos de hacerlo mejor que nosotros. Sospeché de tu extraña convocatoria nocturna en el cementerio y decidí no ir. Sé lo que pasó. Pude verlo.

 

—¿Cómo? De estar observando escondido te habría ocurrido lo mismo que a tus colegas.

 

—He dicho que no fui a tu convocatoria. Y no lo sabes pues no puedes ver más allá de tus ojos. No estuve presente pero los vi, soy clarividente. La mayoría de ellos lo eran, y sentí con intensidad el pavor de sus emociones. Pero aclaro, sí debo aceptar que a otros puedes hacerles ver lo que se te ocurra.

En un instante Jacobo Tamar desapareció al mismo tiempo que una mujer surgía tras el mostrador.

 

—¿Y a mí me recuerdas? —preguntó la mujer.

 

—¡Lisandra Blanski! Estás muerta. ¿Cómo…? ¡Ah! Lo entiendo. Déjate de trucos Jacobo, sé cómo no caer en tus trampas. Basta con no observarte con fijeza o hacerlo con intermitencias. Tan sencillo como evitar caer en el influjo de tus manos o tu mirada. Mejor confiesa la forma en que llegaste a ser un asesino serial.

 

—¿Por qué lo haría? Viniste a ser transportado hacia el otro mundo y mejor será no perder tiempo.

 

—Lo harás por jactancia. ¿Cuál es la gloria que obtienes con tus andanzas si nadie se entera?

 

—¡Vaya! En eso no había pensado. Supongo que algún día todo el mundo lo sabrá. En alguna ocasión me descuidaré, no seré un moderno “estrangulador de Boston”. He tenido la visión de que faltan muchos años para ese momento. Je, je… Pero está bien, antes que mueras de pavor te lo diré todo. Por más que desvíes la vista, llegado el momento encontraré la forma de clausurar tu calendario.

 

—Entonces no pierdas tiempo, antes que destruyas la última hoja de mi almanaque quisiera disfrutar conociendo a fondo tus hazañas.

 

—Como sabes, trabajaba con Lisandra. Es más, estaba loco de amor por ella y acepté su oferta. Era notorio que la pobre mujer no era capaz de hallar un desaparecido ni dándole un mapa que se lo señalase. Su capacidad de hablar con los muertos se limitaba a declamar monólogos. Ella intentaba sobrecoger a nuestros clientes mientras yo, discretamente sentado a su lado, empleaba hipnosis y prestidigitación para hacerles creer cuanto pretendíamos.

 

—Pero antes de eso… ¿Cómo entraron en contacto? Sus disciplinas son diferentes.

 

—Trabajábamos en un parque de diversiones. Ella practicando su quiromancia vacía de certezas. Había aprendido algo en un par de libros al alcance de cualquiera y mentía, improvisaba. El verdadero profesional era yo, y en mi sala sorprendía noche a noche a cientos de espectadores. Lo mío era rentable, lo de ella daba pérdidas y le dijeron que debía cerrar y entregar su local. ¿Estás escuchando?

 

—¡Claro! Que no te mire no significa que no esté atento. ¿Qué puedes temer de mí? Prosigue.

 

—Era hermosa, eso no podía negarse. No le fue difícil convencerme de unir fuerzas y largarnos solos, a lo grande, como médiums espiritistas. Necesitaba tenerla cerca. Durante cierto tiempo tuvimos aceptable éxito, lo único que a veces ponía una barrera entre nosotros era su negativa a ser mi pareja en todo sentido, a convivir como hombre y mujer. Ser socios está bien, decía, no me pidas más de lo que te doy.

 

—Recuerdo el revuelo causado por su extraña muerte. ¿Tuviste algo que ver?

 

—¿No lo sabes? ¿No eres vidente?

 

—No deberías hacer esas preguntas. Siempre dijiste que nosotros éramos un fraude. Mejor dímelo todo.

 

—¡Ja! Aquellos momentos pasearon mis sentimientos sobre una montaña rusa. Siempre están allí, aún me duelen. Cuando asaltan mi recuerdo rompo el cuadro y pienso en otra cosa.

 

—¿Entonces no me lo dirás? Según tus palabras moriré prontito. ¿Qué importa entonces si me entero?

 

—Sí, está bien, deseo contarlo. Ella se enamoró, pero de otra persona. Es más, comenzaron a ser amantes. Un día discutimos por eso. Me despreció. Además de insultarme aseguró que jamás y de ningún modo estaría a mi lado a no ser como socios comerciales.

Desentendiéndose del diálogo el paria se acercó a la puerta, parecía mareado. La abrió y respiró aire puro. Estaba recibiendo pistas sobre su futuro. Eran muy halagüeñas, pues lo mostraban recobrando el respeto perdido.

 

—¿Piensas irte? —Preguntó Jacobo—. Sabes que no lo permitiré.

 

—No. Necesitaba respirar un poco de aire fresco. Continúa.

 

—Pues no me pude contener. La miré fijo y moví un tantito las manos. Así logré que viera y sintiera cosas que yo sabía que la llenarían de horror. Me lo había confiado. Hay que cuidarse mucho de las cosas que se cuentan en confianza.

 

El paria sonrió ante la ironía. ¿Acaso Jacobo se estaba cuidando de sus dichos? El entusiasmo del prestidigitador evitó que advirtiese la sonrisa del paria, de lo contrario habría comenzado a sospechar. Por eso continuó con su confesión sobre los temores de Lisandra:

 

—Sentía inmenso pavor en cuanto a ser enterrada viva, le aterraba la idea. Además odiaba la vejez y permanecer en lugares estrechos, húmedos y oscuros de los cuales no pudiese escapar. Así que supe donde apuntar. Con mi mirada introduje en ella esa posibilidad, induciéndola a creer que tal era su circunstancia en aquel preciso momento.

Detuvo sus palabras y pareció querer hallar detalles en las lentas aspas del ventilador de techo. En uno de sus atisbos Simón percibió hondo pesar en el rostro de su asesino. No estaba intentando hipnotizarlo, se había desentendido de él y parecía arrastrase sobre su miseria. Bajó la vista de las alturas y continuó destilando su verdad:

 

—Era muy susceptible. Con escasos movimientos y la profundidad de mi mirada conseguí que sus facciones se crisparan. Su cabello no tardó en comenzar a ponerse blanco, allí mismo y de inmediato sentí como se iba. Su semblante mutó ante mis ojos. Las arrugas encogieron su rostro y sus pulmones se paralizaron. Viéndola así dejé de amarla de inmediato. Perderla dentro de mí desbordó mi ira, haciéndome dejar junto a ella todo vestigio de escrúpulos. Y decidí vengar mi desgracia haciendo lo mismo con ustedes. Lo del cementerio fue un detalle romántico, una pequeña puesta en escena. ¿De qué otra forma habrían estado interesados? Además hacerlo allí resultaba muy práctico. Como sea, varios cadáveres dejaron de estar solos.

 

Simón sintió que su estómago se revolvía y a punto estuvo de vomitar. También comenzó a sentir algo de temor, el silencio reinante no resultaba auspicioso ni acorde con sus planes. Decidió buscar la forma de continuar la charla:

 

—Está bien, creo lo dicho. Pero no comprendo lo de las otras muertes. No solo has matado clarividentes, también a personas ajenas a nosotros.

 

—¿Cómo lo sabes? Entonces… ¿Tienes visiones realmente?

 

—No, para nada. Siempre estuviste en lo cierto. Soy un mentiroso. Deambulaba por allí y me topé con un jeep desbarrancado.

 

—¿Pero cómo sabes que sus ocupantes han muerto?

 

—Hallé el cráneo y una tibia de uno de ellos.

 

—¡No era de uno de ellos sino de los anteriores!

 

—¡Ah! Hubo otros.

 

—¡Y los habrá! Tuve una visión. Ya ves que yo sí las tengo. Bueno, no una visión sino una audición. Sentí una voz que me susurró al oído “Heredero de Caronte”. Recordé quien era el tipo. Se encargaba de cruzar a los difuntos al otro del río. Se me escapa ahora el lugar hacia el cual los llevaba. ¡Lo leí hace demasiado tiempo! Y acepté el trabajo. Pero... ¿Oyes eso?

 

—¿El qué? No escucho nada. ¿Acaso estás teniendo otra visión auditiva? —El tono ahora calmo de la voz de Simón hacían palpable su alivio.

 

—Esas sirenas… ¿Las oyes? Tal vez hubo un accidente de tránsito por aquí cerca.

—¡Ve Caronte! ¡Qué no se escape ningún difunto! Quizás aún puedas decirle a alguno cuánto tardará su alma en unirse al Todo.

—No me tomes el pelo… Se oyen cada vez más fuerte. Pero no oímos sonido de choque. ¿Se deberán un incendio forestal? No, no son los bomberos…

 

Al detenerse la primera patrulla el paria Simón Dubois salió de inmediato: —Veré qué ocurre —dijo. Poco podía ver Jacobo desde el interior, los cristales cubiertos de polvo apenas permitían ver hacia afuera.

 

Pasaron varios minutos durante los cuales Simón explicó a los agentes la razón por la cual los había llamado. Dado su aspecto miserable no le creyeron. De todos modos fueron detenidos y subidos a sendos coches. Luego, ya en locaciones policiales, el interrogatorio que les realizaron fue extenso, un suplicio para ambos.

 

Pese a las alertas que dio Simón a los investigadores sobre las habilidades de Jacobo Tamar, éste casi logra escapar en un par de oportunidades. Pero, aunque ya quisieran los David Copperfield actuales contar con sus virtudes, Jacobo no era Houidini, ni siquiera una versión masculina de Dorothy Dietrich. Al cabo, sus habilidades terminaron siéndole útiles en prisión para hacerse con los cigarrillos de otros reclusos. Murió de cáncer de pulmón dos años más tarde.

 

Desde entonces, y de acuerdo a la percepción que tuviera sobre su futuro, Simón Dubois colaboró con la policía en infinidad de casos y recobró una buena cuota de fama por su fiabilidad. Sin embargo apenas mantuvo su empleo unos pocos años. No podía resistir estar en presencia de un cadáver reciente o visitar cementerios. Los lamentos de los difuntos lo apabullaban.

Agobiado por las miserias humanas renunció, para terminar el resto de la vida que tuvo por delante siendo un paria. La mayor clarividencia de toda su existencia fue descubrir la felicidad de ser mesurado y altruista.

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(*) “Marcha del Coronel Bogey” – Melodía que silbaban los soldados en la película “El puente sobre el río Kwai”.

Caronte:  Mitología griega. Barquero que lleva las almas de los muertos al Hades, donde serán juzgadas para decidir su lugar de descanso.

Cerbero:  Mitologías griega y romana. Perro de tres cabezas que custodiaba la entrada del averno o infierno  impidiendo entrar a los vivos y salir los muertos.

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