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¡Tírate!
La red aparecerá

Gato que aprende a nadar

Quienes conocían de antemano al sociólogo Huberto Benitam Toors no se extrañaban si, a sus años, cada tanto deslizaba en público pequeños dislates, producto de lapsus de distracción.

 

Ya los había vertido a lo largo de su carrera cuando aún no lo aquejaban síntomas de senectud. Por eso aquella noche, última de su vasta trayectoria, la atención no se centró en su persona sino en la del joven Alvarito Mendoza (“Rito”, para sus allegados).

 

Sí se habrían de extrañar los conocidos del joven al tratarlo luego de la mencionada noche, pues él fue uno de los asistentes a la charla del sociólogo de marras, denominada: “Triunfa en la vida”. Circunstancia en la cual todo cambió para ambos sujetos.

 

Varias eran las particularidades de “Rito” (alleguémonos a él) a sus veintitantos, pero resaltemos sólo alguna de ellas, las fundamentales, como ser su extrema timidez. Se empeñaba en vencerla con todo su afán, mas siempre terminaba sonrojándose.

 

Luchaba en forma denodada contra ese apocamiento suyo sin lograr superarlo, pese a contar con varias circunstancias que obraban a su favor. Estas eran: su inteligencia (jamás participaba en las clases de facultad ni hacía preguntas, pero salvaba con éxito todos sus exámenes), su buena apariencia (físico y rasgos apolíneos), carecer de apremios económicos (papis adinerados) y, sobre todo, su éxito con las chicas. No es que fuese audaz, hábil conquistador, o pícaro, todo lo contrario. Sino que su elegancia era un imán que lo mantenía rodeado de admiradoras. Y esto último también a veces lo aturdía.

 

Notando pues que le era imposible pasar desapercibido optó por seguir la corriente, pero lanzando al río algunos metros cúbicos de agua. Así pues, tras teñir su abundante cabellera de amarillo intenso y vistiendo ropaje oscuro, se preparó para acudir a la charla del envejecido Huberto Benitam Toors.

 

Tal era su costumbre, se ocultó detrás de sus inseparables gafas oscuras. Ellas le permitían observar, de reojo y con absoluta discreción, la curiosidad que despertaba su paso. Sin tener en cuenta tal dudosa discreción, partió con la remota esperanza de hallar la forma de triunfar.

 

Salía cuando notó en su cuello lo frío que estaba el atardecer, así que volvió atrás y arrolló en torno a su cuello una soberbia bufanda roja, primer abrigo que le salió al paso. De camino y como siempre, notó las miradas de quienes se cruzaban con él. Pero eso era bastante común, su figura siempre atrae las miradas, mal que le pese.


Llegó al teatro donde se realizaría el evento y ocupó un lugar en uno de los pocos sitios que quedaban, al centro de la nutrida concurrencia. Detrás de las gafas sintió las miradas, y ese habitual calor que le provocaba comezón en todo el cuerpo, pero que había aprendido a tolerar.


Bajo una lluvia de aplausos ingresó el orador, palmas que sólo cesaron cuando tomó asiento ante el micrófono del estrado. Hecho esto miró en torno, aun agradeciendo con movimientos de cabeza, hasta que su mirada se posó en Álvaro Mendoza.

 

Comenzó luego su disertación, ora dirigiendo sus ojos al público en general, ora a Rito en particular. A medida que hablaba cada vez observaba menos al público, hasta que sus ojos quedaron fijos en el joven timorato.

 

Esta extraña actitud de Don Huberto, aun siendo entretenida su oratoria, distraía a los presentes. Quienes aún no habían localizado a Rito lo hicieron entonces y sus miradas paseaban, una y otra vez, del estrado al nuevo centro de atención. Rito lo notó, su rubor habitual subió de intensidad y, piernas endurecidas, apretaba los pies contra el suelo para frenar su pánico.

 

Así se halló de pronto siendo el vértice donde convergían las miradas de los presentes. Todos, aun los de asientos anteriores al suyo, se volvieron a ver qué cosa era aquello que Don Huberto miraba tanto.

 

Indiferente a esa eventualidad Huberto Benitam Toors continuaba disertando, ojos fijos en Rito hasta que, sin que éste lo advirtiera, un azote de distracción permitió que al tema que desarrollaba ingresara la imagen que sus desatentos ojos enviaban a su cerebro.

 

Cuanto esto ocurrió hablaba sobre las cosas que entendía debían ser dejadas de lado para lograr triunfar en la vida:

 

—No se debe perder el tiempo ni priorizar lo fundamental por ganar dinero. Tampoco apoyar asuntos de carácter innecesario o de escasa importancia…


Fue entonces, en ese preciso momento, cuando su raciocinio descubrió lo que sus ojos todo el tiempo le estuvieron mostrando. Fue cual campanazo, un gong en realidad, una sirena de alarma… Y razón por la cual sus palabras brotaron desconectadas del tópico que traía:

 

—Pretender que la jornada resulta insuficiente es tan ridículo como llevar cabello rubio y bufanda roja, pues esa llamarada quema hasta en invierno como este…

 

Allí se percató de su dislate y se detuvo –igual que todo el universo– en torno al pobre Álvaro Mendoza.

 

Rito se halló en el ojo del huracán, sólo que en lugar de sentirse en ese sitio de calma perfecta, él era el propio torbellino, al mismo tiempo sentía que a su alrededor todo permanecía estático.


Tras ese eterno segundo de perplejidad, en el paroxístico colmo de su timidez, se puso de pie dispuesto a salir corriendo. Alguien exclamó un tenue “Ah”, otro carraspeo y Rito, sintiendo que sus piernas no le respondían, advirtió que algún demonio rebelde de su interior movía sus brazos, y comenzó a aplaudir con todo el furor omnipotente que lo invadía.

 

De inmediato su aplauso contagió a la multitud, la mayoría poniéndose también de pie. Tras la apoteótica ovación, y dejando de lado a ese sujeto extravagante, los ojos volvieron hacia el escenario. Allí el conferenciante, algo confuso, despertaba a la realidad sin tener demasiado en cuenta las razones del éxito obtenido.


Tal distracción bastó para que un descorazonado Alvarito Mendoza comenzara a moverse hacia el corredor buscando la salida. Ya en plena avenida lanzó la bufanda a una papelera y caminó de prisa hacia el primer lugar donde pudiese comprar un sombrero.

 

Sin tener claro en qué punto había interrumpido su disertación, Don Huberto se puso de pie, hizo una reverencia, y abandonó los escenarios para siempre.

 

Los asistentes comenzaron a preguntarse unos a otros si el acto había concluido. Nadie supo responderlo, pero como se encendieron las luces del anfiteatro y se opacaron las de escena, no tuvieron más opción que retirarse.

 

Los días siguientes, recapacitando, Rito llegó a la conclusión que jamás en la vida, pese a lo que hiciera o dijese, pasaría semejante vergüenza a la experimentada, aun intentándolo. Por esto perdió entonces todo vestigio de timidez, iniciando de inmediato su ruta al triunfo.

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