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Nuestra máquina del tiempo, relato

NUESTRA MAQUINA DEL TIEMPO

Alguna vez le di las llaves, quizás las pidió, ya no recuerdo. Solía sorprenderme aguardando en baby doll mi llegada cuando yo menos lo esperaba.

Muchas veces por su presencia deje a medio pintar lienzos pacientes, inconclusas imágenes de pasiones humanas almacenadas en mi retina tras deambular por las calles colmadas. Convertidas luego en opacos y deslucidos intentos.

 

Igual ocurre con mis bocetos de flores, vegetación campestre o edificios: bajo mi trazo adquieren dudosa perspectiva y llevan a imaginar derrumbes oprobiosos.

 

Siempre me ha resultado difícil conformarme con los resultados obtenidos por mi faena, aunque de tanto en tanto aparezca un loco maravillado de mi “genialidad” y me cubra con los billetes necesarios para nutrirme pellejo y osamenta durante una semana. ¡Santos ilusos, tanto bien me hacen!

 

Por eso a veces, volviendo con las manos heladas en los bolsillos, me preguntaba si ella estaría allí, dispuesta a vestir de calor mi tarde de invierno y colorear de verdor mis locos sueños frustrados. Mi departamento era otro cuando ella lo iluminaba, y no por ser demasiado bonita sino por su actitud natural.

 

Todo está en cómo se lleva el cuerpo y nadie lo manejaba como ella. Se adueñaba del lugar de forma tal que a veces me sentía un intruso. Tal vez jugara en su favor mi manera particular de apreciar la belleza. Independiente de dimensiones, curvas y pieles, admiro la generosidad de los cuerpos que se exhiben con naturalidad, sin pudor ni arrogancia. Y rechazo la fealdad de los que se esconden, mezquinos y soberbios, sobre todo si son esculturales.

 

Una tarde al llegar recibí una extraña sorpresa, en lugar del viejo baúl apolillado que usaba como asiento rompió mi vista un exuberante sofá de tres cuerpos. Por su brillo y el profundo olor de su cuero negro portaba presencia propia.

 

Parecía un gigantesco animal prehistórico dormido en medio de un pequeño nido de palomas. Asumo que su valor ha de ser mayor a la suma del resto de mis enseres domésticos; diamante dormido en cama de carbón.

 

Aun no salía de mi asombro cuando sonó el teléfono: —¿Te gusta? —preguntó desde la privacidad de su vida legal dentro de un matrimonio con otro.

 

—¿Si me gusta? Eso no importa... ¡Estás loca!

 

—¿Por qué?

 

—Este lujo aquí es un desperdicio.

 

—Nada de eso, ya verás qué práctico y útil nos resulta.

 

De reojo miré mi cama de plaza y media con el colchón hundido al centro. Imaginarnos sobre ese sofá me provocó una inmediata erección, y lamenté profundamente que en lugar de estar al teléfono no estuviese a mi lado. El obsequio bien merecía un buen agradecimiento en carnes propias.

 

—¿Te quedaste mudo? —Dijo ante mi silencio—. ¡Me hubiese gustado verte la cara al descubrirlo! ¿Estás ahí? ¡Hola!

 

En invierno su cuerpo, casi transparente de tan blanco, armonizaba perfecto contra el oscuro cuero resaltando casi con estridencia. Era una estrella hundiéndose en la mullida singularidad del centro de mi galaxia. Su cabello rubio era un sol burlando oscuridades abismales y al moverse esparcía en aquél firmamento un perfume embriagante que luego flotaba enlazado al aroma del cuero.

 

En verano, los rastros del sol adheridos a su piel suavizaban en parte el contraste, su tono de muy tenue habano hacía resplandecer el tinte aguamarina de sus ojos. Las zonas de su cuerpo que por haber estado cubiertas permanecían blancas, le daban una apariencia exótica: señales flúor sobre cerros nocturnos semejaban sus pechos, atizando mi fascinación.

 

En fragorosas batallas infinitas recorrimos cada espacio disponible de ese sofá que pasivamente se amoldaba a sus movimientos sensuales. Entre ambos yo era el juguete mimado, esclavo y rey, sumiso dios de un paraíso robado, víctima cruel e inocente victimario. Veía en la luna del espejo mi cuerpo ya naufragado en su vorágine, ya eclipsando al suyo, y otra vez el suyo resurgiendo y luego vuelto a hundir.

 

Más tarde laxos, transpirados, amontonados, inmóviles, éramos la fotografía sepia del placer consumado; enjambre surrealista de piernas, brazos, miradas lánguidas y ecos de placer que se atenuaban hasta ser mera felicidad.

 

No pintaba con frecuencia estando ella, pero cuando ocurría le gustaba permanecer recostada en el sofá observándome, y todo me salía peor. Prefería que se quedara dormitando, canturreando armoniosamente, acaso adoptando alguna pose lujuriosa para recomenzar. O hasta que endureciera sus facciones, ya agobiada ante la inminencia de su partida, y para no lloriquear comenzara a planear el próximo encuentro.

 

Me abandonó un año después, llevando su enfermedad lejos de mis ojos con el pretexto de que necesitaría cuidados y su deseo sucumbiría con la degradación de su cuerpo. No toleraría que la viera así, que la dejara de desear y de querer, que la rechazara. No aceptaría mi piedad ni soportaría ver cómo mi amor iría muriendo. Y no era temor a mi abandono, sino orgullo para perpetuarse incólume en mí memoria.

 

Vanas fueron mis insistencias mis promesas y hasta mis lágrimas. Dejó de venir y contestar mis llamadas luego de algunos encuentros tristes:

 

—Me sienta ser morocha —dijo una de esas tardes estrenando peluca—. ¿O prefieres verme calva?

 

—Sí, quiero —afirmé, y acaricié su nuca con semejante amor al que sintiera al enredar mis dedos en su pelo pero con mucha más necesidad de extender el momento, pretendía atraparlo de algún modo para no llegar a lo que sabía habría de sobrevenir. Así o como fuese, necesitaba tenerla a mi lado. Su voz tuvo la templanza que desmentían sus ojos húmedos:

 

—No seas egoísta, no insistas, continuarás sin mí. Lo nuestro fue hermoso y quiero que tus recuerdos sean buenos, lo que viene es mejor sobrellevarlo cada uno por su lado.

El vendaval pasó, la marejada me acercó con el tiempo otro amor. Cuando la llevé a conocer mi guarida no pensé en el sofá y recién lo noté cuando ella, luego de alabarlo, intentó sentarse: la detuve:

 

—No, ahí no, debo hacerlo arreglar. Usemos sillas.

 

Hicimos el amor en mi cama, ese día y todos los demás, zozobrando entre recuerdos y comparaciones inevitables. Luego fue otra y otra y otra distinta más, todas ellas con lo suyo, con alguna porción de ella, ninguna con la medida exacta de mi necesidad.

 

Cuando no estoy solo el sofá de cuero negro permanece cubierto con una gruesa funda de colores estridentes y aspecto desagradable, escogida ex profeso para que nadie sienta deseos de sentarse allí: quiero preservar para mi intimidad la esencia que esconde.

 

El sofá permanece incorrupto. Aguardando que en mi soledad busque vestigios de su aroma para que mis manos mientan que han hallado sus muslos en las esponjosas curvas de cuero negro. Habré sido un loco, un moribundo retorciendo dolor en una soledad negra y aun así, soledad negra aromada, plena de goces gastados y plenitudes vacías.

 

En ocasiones al pintar la siento conmigo, aguardándome lúdica, pícara, impaciente. Mi trazo vuelve a ser errático, tal cual ocurría cuando me observaba. Casi la percibo con el rabillo del ojo mientras me desgarro en suspiros... y no miro directamente hacia el sofá vacío por no romper el hechizo. Para mí ese sofá no es un objeto, un mueble, un accesorio. Es una nave maravillosa en la cual, desnudo, me recuesto a viajar hacia los buenos tiempos. Allí, agonizante, la invoco, le hablo, la busco... y a veces la encuentro.

Nuestra máquina del tiempo, relato
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