El amor es misterioso y una vez que se nos mete dentro es difícil no complacerlo. Cuando el sentido común es más fuerte se abre un abismo de dolor. Entonces la balanza, se incline hacia donde se incline, pautará negligencia.
Estigmas en el alma
Uno
Cruzarás la calle saliendo a la plaza con tu perra en el lazo. La brisa al barrer la avenida jugará con las ondas tornasoladas de tu pelo mientras no llega la luz verde del semáforo. Al flamear, tu cabellera desprenderá el aroma de ese perfume que usas cuando no nos vemos... Pues impregna y no puedo llevarte conmigo.
Casi puedo oírte diciendo: “¡Vamos Gina!”, mientras alcanzas la acera con tu poca prisa. Luego la soltarás y con las manos en los bolsillos de tu abrigo te detendrás a observar su deambular desde tus ojos de ternura celeste.
El escaso movimiento nocturno de la plaza te abandonará a tu suerte en mil meditaciones, y existirá un momento en el cual, descubriendo el ardor mal disimulado de una pareja, me recuerdes en medio de un avispero de inquietud.
Entonces me imaginas en este mundo mío que no compartes, el que ignoras y de ningún modo quisieras conocer. Lo sé pues has evitado hacer preguntas ni quieres ver fotografías, es más, te ha molestado cuando distraído he mencionado algo de esa vida mia que te es ajena. Maldices entonces esa errónea visión que me muestra feliz lejos de tus brazos, de tu vida... aunque por tanto tiempo forme parte de tu circunstancia inmediata.
Te entristecerás sin llegar a sospechar que yo estaré sentado ante el PC, mirando cada tanto el imán de heladera con la figura de Twetty que me obsequiaste para estar conmigo mientras escribo.
Estaré con la cabeza en esos rumbos lejanos intentando rescatar de tus dominios mí adormilada musa, y apenas pudiendo escribir “cruzarás la calle saliendo a la plaza con tu perra del lazo”. Mas cierro los ojos, te veo, y a ciegas continúo.
A veces te presiento cual uno de esos personajes de mis historias, el cual luego de nacer a impulsos de mis deseos he ido perfeccionando, detalle a detalle, con toda la paciencia de un Pigmalión. Como si estuvieses en el mundo por mero designio de mis ideas, que de pronto atacan en tropel y de pronto desaparecen dejándote en uno de esos reflujos postergada, pero siempre rondando en torno a mí para quererme mucho. ¡Tan palpable es tu amor!
Surgiendo espontánea desde el cosmos de mis ilusiones cada acción tuya parece emerger de mis necesidades, de los esfuerzos libertarios de un espíritu prisionero, vencido, cobarde. Y te muestras cual alter ego femenino, personaje redentor que por piedad me quita de una arraigada e insoslayable rutina.
Me siento dichoso de que existas y de haberte encontrado a pesar de esa angustia conque me abruma mi conciencia por no dedicarte mi vida entera. Como sea, te conviertes en mi Dulcinea rediviva, tangible, cierta.
Es como si la vida cargara con la obligación de brindarnos algo extra, inesperado, tal vez sorprendente, siempre distinto. Y nada menos cuando parecía que todo estaba laudado, encerrado en obligación, fidelidad, y amor también... que ni siquiera te he dado la mentira piadosa de negar la calidad de mis ligaduras.
Eres Twetty y yo Silvestre, quiero atraparte y tú me burlas, yo corro, tú vuelas... luego estoy a tu merced, me aprisionas y abandonas, dejándome fascinado y manso. En definitiva: no deseamos escapar. Bromas por mail en la oficina en estos días que son sólo de dos miradas un guiño y un silencioso te quiero.
Me parece verte preparando el café de espaldas a mí e intuyo tu deseo de que me aproxime a tocarte y apretarte fuerte. Pero no estamos solos todavía. De pronto advertimos que no hay nadie cerca y apenas mirarnos nos gana esa necesidad inoportuna de rozar nuestros labios que nos lleva a los bordes de la imprudencia y, en caso de ser descubiertos, al desconcierto y la vergüenza.
Sé cuánto me anhela ese personaje pues es cuanto yo deseo que lo haga y perdona que lo asimile a ti. Es que estuve pensando en qué clase de historia podría encajar y comprendí que sólo en una, en esta: la vida mía, la vida nuestra. E imagino en forma constante cientos de capítulos para explorar aunque no los vaya a vivir todos y por discreción no debería escribir ninguno, ni este pequeño mea culpa.
Siete años de locura perenne ha de significar alguna cosa que no acierto a interpretar. ¿Acaso con esta forma de existir es lógico lo nuestro? ¿Por qué no me dejas ni te dejo? Amor, me jacto de tener imaginación y no puedo concebir el día en que ya no esté a un par de horas de tu presencia: Twetty, mi dulce Twetty.
Dos
Lo escribí, podría decir, ayer. Hace un siglo en realidad, una condena. Jamás te lo di a leer y la cobardía o el reparo me inhibieron de hacerlo. Nuevamente lo leí ayer sí, otro escarmiento... y una asfixia dolorosa me impulsó a salir sin importarme el invierno.
Te esperé al caer la tarde en la plaza de las señoras con perros. En nuestros días acostumbrabas llevar allí ese inquieto bulto de algodón azabache que hallaste perdido al borde de la muerte. Con esa ternura maternal que buscaba un hijo sin nacer perdido en la adolescencia curaste esa perra, salvándola de morir con el milagro de tu afecto. ¿Acaso no ocurrió lo mismo conmigo? Supongo que como tantas cosas, el animalito ya no existe.
¿Recuerdas? Fue en aquella época en la cual intentábamos uno al otro salvarnos la vida, y zanjábamos el tiempo buscando minutos para darnos cual perros sacando secretos huesos a la luz. Como muertos de hambre devorándose uno al otro y que por lo mismo se aman y necesitan tanto. Cual polos opuestos que ponen a girar sus vidas sobre el mismo centro sin poder desprenderse ni del vértigo ni de la inercia.
No sé por qué lo hice nuevamente... esto de venir. Algo que nunca sabrás aunque suponga que deberías saberlo, enterarte de que siempre he pensado en volver. Volver igual. Y asegurarme que aún existe la posibilidad de recrear aquellas horas. ¿Te imaginas? Quizás haya estado por regresar desde el día que dejé de subir a ese séptimo piso... y quizás lo haya hecho, algunas pocas veces con mi cuerpo para volverme antes de tocar, y miles con el pensamiento, enfermo del síndrome Florentino Ariza.(*)
La vida arrastra y nos despellejamos del pasado, a veces tan dolorosamente que si estamos tristes creemos que jamás se irá la cicatriz y si estamos alegres nos reconforta añorar extraviados tesoros. Hoy, que tanto tiempo pierdo intentando recordar cosas que olvido, aquellos momentos mantienen una reconfortante presencia y un vigor que alucina.
Así fue que vine nuevamente tras las huellas del recuerdo. Me hubiera conformado con observarte desde lejos para imaginarte luego en tus últimos ritos cotidianos. Tan cretino como siempre, sin hablarte ni permitirme ser visto. Sólo para saber que permaneces y continúas paseando una mascota de la forma más tuya y en la que mejor sabías ser feliz: compartiendo, inyectando pasión a la vida, brindándote.
Así como te apartabas de tus principios para acercarte a mí, haciéndolo complacías una vital porción de tu inmanencia: el equilibrio nunca te fue sencillo. ¿Recuerdas que más tarde venían las otras formas tuyas de brindarte? Las que nos quitaban del mundo y nos hacían agradecer la vida pese a todo. Las nuestras, más allá del delirio, las de luego de pasear la perra. Y como todos los amantes en el apogeo de su amor, asumiendo la arrogante pretensión de que nadie jamás en la historia de la humanidad amó con intensidad semejante.
Quizás no sea benigno el clima hoy y tú no vengas. O peor, puede que te descubra acompañada por alguien que pude ser yo. Un tipo tan enemigo mío como lo soy conmigo, tan querido como sea capaz de quererme, y a quien no odiaría aunque yo mismo me odiara.
Creo que sonreiría reconfortado al verte acompañada, jovial, distendida; y mordería mis celos en medio de una maldición, avergonzándome de aquél que fui por permitirse perderte. Agradezco que jamás hubiera odio entre nosotros y nos diéramos cuanto la vida nos permitió entregar, aunque a veces la piense mezquina.
Por el contrario, no quisiera que fueras tú quien me viese acompañado. Me dolería mucho que hoy cobrara vida en ti la imagen que entonces hostigaba tus pensamientos y evitabas conocer. Aun si no te causara pena yo me sentiría mal, réprobo, mísero. O más aún, si lo prefieres, que no tendría fuerzas hoy para negarte nada.
Había llegado solo y luego de dar tres vueltas completas me detuve ante el quiosco para finalmente sentarme en un banco hasta que bajara el sol. Ya apesadumbrado divisé un puesto de jazmines y hasta supuse que todavía sería posible subir, tocar y ya no marcharme... Nunca lo sabré.
Hubiera querido al menos dejar pegada mi presencia en la plaza, mi olor, como un animal desesperado por conservar un territorio edénico. Mi palabra, para que pudieras -si acaso pasabas por allí- sentarte en ese banco y leerla, observarla. Al descubrirla cerrarías los ojos sin comprender ni adivinar qué cosa nos separó que no ha sido la muerte, igual que yo ahora, comenzando a dudar si realmente existieron los días en que estaba a un par de horas de tu piel.
Más tarde y resignado de no haberte visto mi mundo de siempre volvió a devorarme, como si me fuera perdiendo en la misma bruma de antes rumbo a la media noche, mientras me lanzabas el último beso tironeada por la inocente inquietud de la perra rastreando el aire de mi partida.
Y se estira la noche, una bruma de otro mundo comienza a caer sobre la plaza y me da frío la musa desnuda de la fuente. Hora de irse. Como en cada ocasión, me digo que ahora ya, definitivamente, no volveremos a vernos, aun sabiendo que cual fantasma condenado, otro día y mientras pueda, volveré: Twetty, mi Twetty.
Tres
Compartía una partida de pool con Sebastián, el mismo del cual, aguardando mi celosa reacción, un día me comentaste que le gustabas. El de Expedición. Ahora está en nuestra oficina y nos hemos hecho bastante compinches, tanto así que de vez en cuando compartimos alguna copa.
—¿Sabes quien murió? —dijo él de pronto. Sentí algo extraño, tal vez por su tono de voz o la tensión de su rostro. Apenas un instante después recordaría su gesto expectante, luego de confesarme que flirteaba contigo.
—Creo que la conociste, trabajó un tiempo en Contaduría, donde vos estabas. Se llamaba...
No necesité que lo dijera, intuí tu nombre y por primera vez hubiera querido cerrar los oídos para no escucharlo, negar más que nunca la realidad. Me tocaba tirar y fallé el golpe, la bola ocho se metió en la tronera.
—¡Gané! —exclamó Sebastián entusiasmado mientras palmeaba mi espalda. Me volví hacia él:
—¡Pide tu copa, la mereces la has ganado! —dije con evidente escasez de ánimo. Él me contempló divertido:
—¡Pero hombre! Es sólo un juego, no pongas esa cara.
Estuve allí un rato más pero con la sensación de que el mundo no existía. Rechacé jugar la revancha aduciendo un compromiso y en cuanto pude me despedí de él. Anduve luego sin rumbo largo rato descartando la idea de pasar por la plaza. La patética imagen de un viejo desparramado sobre un banco llorando sin consuelo para luego ser asistido por la sanidad apuntaló mi decisión. Siempre fui tan racional que a veces siento envidia de los delirantes, de los irresponsables y los inconformistas.
Recordé la vez que dijiste lamentar la eventualidad de que ante alguna enfermedad mía no podrías acompañar mi convalecencia ni darme el último adiós, pues sería mi esposa quien estaría a mi lado. Te respondí que yo sí podría cuidarte, mas no podría verte sin vida pues prefería recordarte en esa forma, con esa mirada límpida y vital.
No ha sido así, la verdad es que hubiera deseado enterarme con tiempo de ir y darte esa caricia mezquina que de egoísta he llevado conmigo cuando debí dejártela De apretarte la mano aunque me diese la sensación de ramitas secas, y también dejar caer un beso húmedo.
Solías hablar de otras vidas, aquellas en las cuales nada se interponía entre nosotros y podíamos estar juntos todo el tiempo haciendo tal o cual cosa, yendo a uno u otro lugar... en tanto yo soportaba el nudo en la garganta y mordía la entusiasta frase que no osaba decir: “¿Sí? ¡Pues la comenzamos mañana!”
¿Cómo habría sido todo? ¿Igual te habrías ido temprano? Bajaba la cabeza e intentaba sonreír. Aun mis hijos eran pequeños y la madre la excelente persona de siempre. Ninguno de ellos merecía sufrir, sólo yo, acaso tú: exclusivamente nosotros, por querernos al margen de códigos y costumbres.
Ahora sé que jamás volveré a esperarte, fumando un porro en tu piso, a que vuelvas de pasear a tu perra por la plaza. Ni en otear impaciente desde la esquina de nuestros encuentros ese par de cuadras, buscando ver aparecer en la lejanía tu sonrisa de verme. Tampoco volveremos a subir a ese pequeño ascensor estrujándonos entre suspiros durante el trayecto hacia el séptimo cielo.
Animales. Los querías mucho y sobre ellos debo hablarte. Un gato negro apareció en el fondo de casa la otra tarde. Era pequeño, se lo notaba famélico, maullaba mucho y hacía frío. Mi hijo mayor estaba de visita con su esposa y enternecidos me pidieron para llevárselo con ellos.
Bien sabes que siempre he sido indiferente con los animales, siento un rechazo natural hacia el contacto con ellos, cosa que siempre deploré ¡Ya hubiera querido ser como tú! Te habría parecido lógico si hubiese permitido que se lo llevaran. No pude. Era Silvestre. Era yo mismo desamparado y negro. Sentí como si tú me lo hubieses enviado y mi obligación fuese conservarlo y cuidarlo como debí haberte cuidado: no podía dejarlo solo ahora que Twetty no estaba para jugar con él.
Se enreda entre mis piernas cuando escribo y aprendí a acariciarlo. Cuando lo hago se deleita de tal modo que me hace recordarte tanto, que hasta me pregunto si no serás tú en una de esas “otras vidas” de las que hablabas.
Anduvo varios días sin nombre, y si bien mi primer intención fue llamarlo Silvestre no lo nombraba de modo alguno, limitándome a decirle: —¡Ven! ¡Toma! —y maldito el caso que el tipo me hacía. Pero hubo una primera vez desde la cual pasó a llamarse Silvestre.
A la semana volvió mi hijo con mi nuera y ella en medio de una carcajada exclamó:
—¿Silvestre? Tendrá una crisis de identidad. ¡Es gata! Se ve que de animales no sabes nada.
No puedo explicarlo pero me alegré y la bauticé Twetty. Se ha recuperado, está creciendo y a veces, cuando le hablo, le digo que tenga cuidado en sus salidas nocturnas, no quisiera que se enamore de un gato que ya tenga su gata; aunque claro, para ellos es más fácil acatar el instinto pues no están atados a reglas éticas ni a compromisos familiares.
Permanece en mí la sensación de soledad aunque es distinta, ahora sé que vernos ya no depende de mí voluntad. Sin embargo a veces creo estar esperando mi último segundo con la misma ansiedad con que aguardaba el momento de encontrarnos. Ya ves, hay cosas tan arraigadas en mí que jamás cambiarán.
Así que mientras espero el momento de ir a encontrarte me digo que todo sigue sucediendo tal como fue en alguna parte del tiempo, y hago lo posible para no dejar de pensarte, Twetty, mi entrañable Twetty.
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(*) Protagonista masculino de “El amor en tiempos del cólera” de G. García Márquez.