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Como granos de arena, infinitas, son las historias simples que forjan la existencia de millones de personas. Y cual ola que lame la costa y se va dejando su resaca, este relato vierte el sabor salado de una vivencia junto al mar.

El viejo de la playa

Según supe, en un mes habían liquidado sus pertenencias de la ciudad, compraron esa hermosa casita en la playa y se instalaron. Era una buena casa de madera recién pintada, blanca y aséptica, que parecía orgullosa de recibir a esos dos viejos.


Visible desde lejos, de haber estado algo más próxima a nuestro barrio de pescadores contrastaría enormemente con nuestras viviendas humildes. Verano tras verano veíamos de lejos como llegaban y se iban sus diferentes inquilinos, y pensábamos que casa tan hermosa merecía un dueño que la amara y se quedara para siempre. En invierno, cuando el frío apretaba, nos dolía verla sin inquilinos, resguardado su confort hasta el arribo de sus huéspedes veraniegos.

Entonces fue que llegaron ellos, y el rumor era que permanecerían en ella todo el año. Se trataba de una pareja de ancianos discretos que al comienzo poco contacto tuvieron con nosotros. Luego, tal vez por aburrimiento, el viejo deambulaba entre el caserío apenas saludando. Luego tomó por costumbre charlar con papá.

Escuchar al hombre me causaba cierta pena. Hablaba de las cosas que no quería hablar. Entonces yo era un adolescente dócil que, igual que ahora de adulto, analizaba en soledad y con detenimiento los mensajes que recibía de la naturaleza y las personas.

Solía venir a casa a comprar pescado o mariscos después de ver llegar el barco o sólo a conversar. No era un marino. No era fuerte. Mi padre lo escuchaba con el respeto y atención que las gentes sencillas suelen prestar a los altivos citadinos.

Yo simulaba limpiar pescado para escuchar también, o me quedaba por allí como al acaso, prisionero de su locuacidad. Alguna vez mi padre le comentó a mi madre sobre él:

—Ese hombre necesita un cura no un pescador —y estoy seguro que fue la única vez que lo aludió. Con ese comentario evidenció tener buena intuición y respeto por el prójimo. Él no era cura, pero siempre que podía colaboraba con el cielo.

Por mi parte, llegué a conocer sus pesares con máxima fidelidad, y si algún detalle difiere de la realidad se debe únicamente a fallos en mi memoria, que no dudo en catalogar de privilegiada.

Había algo de poético en la elocuencia de aquél viejo, de elegancia, de tan amplio vocabulario que me obligó a tener un bolígrafo siempre encima. Cuando emitía alguna palabra para mí desconocida la anotaba en mi antebrazo y luego la buscaba en el diccionario. Tal vez haya aprendido mucho tan solo con eso.

Hoy el tiempo ha pasado, y evocar momentos con papá me decidió a narrar el trozo de la historia de aquél viejo, pues dio a la imagen que yo tenía de mi padre una nueva dimensión. He notado que al hacerlo late en mi mente el sonido de la áspera voz del anciano y la languidez de sus pausas, por lo cual trataré se fiel a sus emociones al emular sus dichos:


 

“Abríamos la puerta y en lugar de la avenida con su bullicioso desfile de coches y peatones estaba el mar, límpido y azul, esforzándose en acariciar la arena.

Recuerdo que el primer día miré a Laura y sonreímos dichosos. Pensábamos que habíamos dejado atrás los fantasmas, que no iban a sobrevivir en esa casa y nos equivocábamos.

Un año antes surgió la idea. Pretendíamos que el último tramo de nuestra vida debía ser una calmada transición preparatoria para el viaje final. Se suponía que los sinsabores quedarían atrás y por cierto, durante algún tiempo fue así efectivamente.

Mientras comprábamos los muebles, la vajilla, algunos cuadros... Mientras decidíamos que cortinas colocar y en qué nuevos horarios vivir, los fantasmas parecían estar ausentes.

El acuerdo se mantuvo durante ese lapso: yo esperaba que Laura no los mencionara y sabía que ella esperaba lo mismo de mí.

El hecho de que ninguna de nuestras amistades supiera de nuestro paradero nos permitía estar durante todo el tiempo sin caretas, transparentes, como dos humildes gotas de agua de ese mar inmenso. Muchas veces estuve tentado de comentarle a mi esposa lo bueno que resultaba no tener que aparentar ni fingir absolutamente nada, y aunque no lo hice ella lo manifestó, pero de otra manera:

—Aquí te muestras como eres —me dijo una tarde de primavera, mientras sentados en el porche de cara al mar mirábamos en silencio el planear de las gaviotas. —Vuelves a ser el muchachito que me enamoró hace un siglo: natural, franco, alegre.

Busqué en el fondo de sus ojos la mirada de otrora y me sentí feliz al encontrarla. Le dije en forma espontánea que ella volvía a ser la jovencita frágil y despistada de la clase de inglés, esa que había creído que jamás volvería a ver. Nos tomamos de la mano y así nos quedamos: en silencio hasta el anochecer.”


Aunque ya no era joven papá no podía estar sin hacer nada, siempre andaba buscando dónde meter las manos. Y puedo asegurar que sólo las detenía en horas de sueños, pues los sonidos que sentía desde mi cama por las noches indicaban que las tenía ocupadas.

Por eso cada tanto, al referirse al viejo, comentaba que no podía comprender cómo alguien podía estar sin hacer nada tanto rato, y que la mitad de su amargura se iría si de vez en cuando tuviera una herramienta en sus manos.

Para mí resultaba un personaje interesante, lo veía como a un “gentleman”, sobre todo cuando en ausencia de mi padre charlaba conmigo, o hablaba solo, pues se mantenía mirando el horizonte y hablando de sus cosas casi sin mirarme. También comentó cosas sobre lo diferentes que habrían sido los días en la juventud de su matrimonio de haber contado entonces con esa casa en la playa.

“Habríamos hablado mucho y planeado cosas diferentes. Correríamos hasta el agua y nos bañaríamos, desnudos quizás... Entonces no tuvimos una casa frente al mar y ahora lo que tenemos, además de la casa, son muy pocas cosas que decirnos. Nos intuimos tanto que mejor sería afirmar que nos predecimos mutuamente. Cada uno sabe los pareceres del otro sobre cualquier tema lógico de conversación y evitamos hablar de los otros, aquellos fundados en los motivos de nuestro retiro.

Pero en aquella época lejana fue que comenzamos a dejar de ser los que fuimos. Fue entonces cuando de pensar cada uno en sí mismo pasamos a luchar por el bien común. Mi afán para no defraudarla me impuso un ritmo de trabajo y superación que ella acompañó en forma brillante. El crecimiento de la pareja y la familia, la actividad social, mi tiempo perdido en clubes políticos... Aunque resulte paradójico, de a poco dejamos de pensar uno en el otro.”


 

De pronto se detenía y aseguraba que no quería meditar en lo demás, que habían prometido renacer a partir de ahora e ignorar que existió un pasado. Que suponía haberlo hecho pues durante un tiempo la actitud de su esposa pareció demostrarlo.

Se lo veía tan afligido que a veces dejaba de lado la intriga que me dejaban sus dichos, ese misterio sobre el cual yo no osaba preguntar, y hasta sentía deseos de abrazarlo y consolarlo. Al final quedaba uno sin saber hasta dónde se podía confiar en su cordura.

Me asombra ahora, al narrar esta vivencia, tener la sensación que mi recuerdo rescata fidedignas, casi textuales, las frases que el hombre decía sin mirar a nadie y como en el confesionario:

 

“Yo sabía que ella solía lograr lo que se proponía y eso me daba fuerzas para no ser yo quien diera el brazo a torcer. Pero interiormente sabía que así como rondaban los fantasmas en mi cabeza lo mismo ocurriría en la de ella.”

Todo no son recuerdos. El anciano escribía. Un día, cuando ya andaba muy feliz y animado –me refiero a sus últimos tiempos, cuando ya era de la costa como de siempre– trajo unos libros para los hijos del pescador. Y allí, perdido dentro de uno de ellos, encontré algunas hojas manuscritas.

Su caligrafía, a pesar de lo atormentador del contenido, y por eso mismo, me pareció demasiado puntillosa, como si estuviese echando perfume a un lote de inmundicia. Así decía en sus notas:


 

“Y se vino la marejada. Ese día gris de mayo la costa no era un sitio muy hospitalario y el viento frío anunciaba un invierno riguroso. Laura había quedado leyendo allá en la casa blanca, a mis espaldas.

De pie sobre la arena húmeda, con la gorra calzada firmemente, sentí la presión del fuerte viento costero y de la soledad. Entonces decidí conseguir un perro, eso nos haría bien, una compañía que fuera un nuevo nexo entre nosotros. Una mascota a quien cuidar, bañar y llevar en nuestras caminatas silenciosas de la tarde. Algo que nunca habíamos compartido.

Me volví y anduve con cierta prisa por comentarle a Laura la idea y vi desde la distancia la casa. Parecía tan gris como las nubes, solitaria en medio de la arena. Pinos y eucaliptos, unos quince metros más atrás, tiritaban con el viento al ritmo de una lúgubre melodía.

Sacudí mis pies en el felpudo, entré y colgué la gorra. Vi a Laura sentada ante la ventana con un libro en el regazo y la mirada perdida en el mar. No dijo nada. Me había observado llegar, seguramente vislumbró cierta alegría en mis facciones y aun así se mantuvo inmóvil.

Por un momento me inquieté al suponer algo terrible, pero al acercarme y observar sus ojos, con las huellas inconfundibles de la pena, supe lo que había pasado.

Dije algo trivial, no recuerdo qué, y me metí en el baño. Comprendí que estuvo recordando hasta que llegaron las lágrimas. Era evidente que al irse el verano llevándose su sol, su gente en la playa y nuestras distracciones, estaba dejando visible la resaca del ayer.

A veces envidiaba su capacidad para desahogarse mediante el llanto, por eso jamás se lo reproché. Me hubiera hecho bien sacar toda mi pena por los ojos, eso me habría ayudado. Pero no podía. Sentía todas esas lágrimas allí, apretujándose en el borde de mis ojos, amontonándose sin vía de salida hasta tener que contentarse con secarse interiormente, saturado mi espíritu con cristales de sal.

Sabía que no sería fácil, pero mientras no habláramos de aquello estaríamos en camino de eliminarlo. Era la puerta de un desván atiborrado que debía permanecer cerrada. Si uno de los dos abría una rendija de nuevo se nos vendría todo encima, y desde el suelo, nuevamente, nada podríamos hacer.

Estábamos allí solos ella y yo. Como si fuera posible a nuestra edad recomenzar... ¿Y por qué no? Parecía imposible sin la pujanza y juventud de otrora; sin embargo todo podía ser mientras el pasado se mantuviera lejos.

Como yo mismo en alguna oportunidad estuve a punto de claudicar tomé la decisión de escribir. El hacerlo y releer lo escrito sería como hablar con alguien. Ese fue mi nuevo error, pues todo comenzó a renacer detrás de cada palabra.

Las cosas, ese gris día de mayo, no quedarían simplemente con los ojos rojizos de Laura junto a la ventana. Al atardecer se desató una lluvia intensa y la casa se llenó de sonidos. Se hacía difícil ver el mar a través de la cortina de agua y allí estábamos nosotros, sin hablar, pretendiendo que atendíamos el programa de televisión.

Fue entonces que Laura lo dijo. Vi caer la barrera de su fortaleza pero quise mantener la defensa de nuestra promesa. Ella lo habría dicho aunque yo no estuviera allí, pues fue como explicándose cosas a sí misma:

—Los dejamos demasiado tiempo solos. ¿Dónde estará nuestra muchacha con esta lluvia?

Y yo, poniéndome de pie inmediatamente y como si no la hubiera oído, solo atiné a exclamar: —Está refrescando, prepararé un té.

Pero lo que en realidad hice fue sentarme a la mesa del cuarto y comenzar a escribir mientras sentía, tras el sonido de la lluvia y la TV, la voz de Laura continuando su soliloquio.

Se refería a nuestros hijos, sobre todo a Nani, la menor, sobre la cual ambos pensábamos igual. Siempre había estado celosa de su hermano mayor sin motivos. No era para hacer lo que hizo. No me refiero a quedar embarazada, eso nunca se lo reprochamos. Pero entregar al niño a desconocidos... ¿Por qué? ¿Por qué quiso castigarnos?

Tanto la madre como yo pretendimos ayudarla a dejar esa vida disipada, así como haría cualquier padre. Al principio nos preocupaban los comentarios entre nuestros allegados, es cierto, y ella al notarlo lo hacía peor. No podía comprender que nuestra única pretensión era evitar el porvenir que se auguraba.

¿Fue necesario para ella desaparecer de nuestras vidas? Supimos de sus pasos por referencias de nuestras amistades: generalmente dichos maliciosos y falsas palabras de comprensión ante nuestra tristeza.

Como sea, ella no estuvo acertada en no dejarnos criar a nuestro nieto. ¿Temía que nos resultase una educación como la suya? Creo que dimos a nuestros hijos más libertad de la que, dentro de sus años juveniles, podían administrar.

Esa noche mis fantasmas reaparecieron con toda su contundencia. Yo trataba de mantenerlos alejados de mi mente pero parecían fluctuar como las mareas.

Esta vez fue nuestro hijo y aquella escena que se repetía en mis sueños una y otra vez. El sonido de la butaca cayendo sobre el parqué. Yo subiendo las escaleras corriendo y hallarlo colgado de una cuerda atada al falso tirante.

Entonces supuse que todavía estaba a tiempo de ayudarlo y arrimé la butaca, para pararme sobre ella y cortar la cuerda. Pero oigo subir a Laura y no quiero que vea aquello. Pretendo atajarla en la puerta pero alcanza a verlo pender tieso y se conmociona, la invade el histerismo.

No supe qué hacer. Corrí por la habitación buscando algo cortante. Encontré la navaja en el cajón del escritorio, pero la cuerda parecía de acero. Laura se abrazó a las piernas de su hijo y con ese peso, unido a mis esfuerzos por cortarla, al fin cedió la resistencia de la cuerda y debido a que no puedo sostener el cuerpo los tres caemos juntos al suelo. Caemos los tres. Caemos todos. Tal vez porque yo no los he sabido sostener y quizás así fue siempre.”


A veces, cuando releo sus anotaciones me pregunto cómo pudo escribir aquello con esa caligrafía tan mesurada. ¿Acaso las clases de colegio acomodado de su niñez pautaron esa costumbre tan meticulosa? ¿O lo hacía ex profeso para flagelarse internamente? He quemado sus notas luego de leerlas, estoy seguro que ningún bien le haría volver a toparse con ellas.


 

“Al fin comprendí que así no podríamos despojarnos del pasado. Pasó aquella tarde gris como todo se nos pasa en la vida. Y también al fin se fue el invierno. Laura se calmó nuevamente con la llegada de los escasos bañistas que vienen por aquí. Sus pesadillas se aplacaron. Además nos reconfortaba comprender que llevábamos más de año y medio aislados de la vida anterior, y cada día que pasamos con la mente alejada del ayer nos calmaba el dolor.

Una de esas tardes de verano, sentados en las reposeras a la sombra del alero de la casa blanca vimos pasar a Doménica y su madre. Tardíamente descubrimos que eran ellas y ya no pudimos ocultarnos, pero las ignoramos y hasta creímos que no se habían percatado de nuestra presencia.”


El viejo había comentado que debido a esa breve manifestación del pasado, encarnada en estas dos mujeres, su esposa pasó varios días con una renovada tristeza y que no era para menos. La tal Doménica había sido novia de su hijo.

Habían puesto todo en él. El mejor colegio, preceptor, gimnasio, viajes educativos por el mundo en vacaciones. El hombre aceptaba con el trazo de su pluma que casi no lo veían, pero aun así pretendían inculcarle la noción de que podía lograr lo que deseaba.

Alguna vez su mujer le había recriminado que le exigiera demasiado, que lo cuidara como haría un preparador con un caballo de carreras. El anciano había contestado que no era así. Que él quería que fuera el mejor en todo, pero no para su propia satisfacción sino para la del muchacho.

“¡Que se planteara desafíos, aceptara retos, alcanzara metas! ¿Y qué si lo derrotaban alguna vez? También se aprende con el fracaso. Que a la vista quedó luego su capacidad cuando comenzó a hacer dinero. Laura había dicho que no le gustaba que lo hiciera tan rápido y con tanta abundancia, que no era normal. ¡Pero a mí que no me vengan con que estaba metido en la droga! No tenía necesidad.

Su muerte fue muy extraña. Si no hubiera estado allí no creería en un suicidio. Era un triunfador, tendría enemigos... ¿Deudas con prestamistas como también se comentó? Me habría pedido ayuda. Todo fue muy raro.

Pero el tema era Doménica y su aparición inoportuna. Bueno, en realidad no lo fue tanto, más bien que la misma vida, que mucho da y todo quita, fue la que guió sus pasos aquella tarde para devolver algo de lo que se había llevado.”


Al leer su comentario no pude dejar de sonreír con ironía; no solo la propia vida, sino también un hombre sencillo, eso había sido. Un humilde pescador que ocupó durante un tiempo sus escasos ratos libres en hacer consultas en la ciudad “por el solo gusto de consolar un viejo”. Como dijo mi madre una tarde al verlo pasar, cuando papá ya no estaba con nosotros.


 

“Se venía el otoño. Uno de mis temores era que Laura se dejara atrapar nuevamente por el lado amargo de la soledad y la llegada de los días sin sol la hicieran entristecer nuevamente. Pero las sombras estaban desapareciendo de nuestras vidas y no tardaríamos mucho en saberlo.

El sol salió al atardecer del cinco de marzo. Caminábamos descalzos por la orilla dejando que el agua fresca nos mojara los pies. Dimos la vuelta al llegar ante el parador, callados, presos del mismo silencio de siempre. Nuestra casa se divisaba solitaria a lo lejos, asomando entre las dunas, y ella los vio primero.

—Hay alguien en casa —dijo de pronto. Sí. Así era. Afirmé que debería ser para preguntar sobre alguno de los vecinos que tuvimos el pasado verano: nada importante. Al acercarnos notamos que el grupo estaba compuesto por un hombre, una mujer y un niño.

Recién al estar a pocos pasos comprendimos que la mujer era Doménica. Mi primera impresión fue de fastidio. Habíamos querido romper todos los vínculos con el pasado y aquél encuentro dejaba entrever nuestro fracaso.

Doménica se mostró muy complacida con habernos encontrado y nos presentó al hombre, Gonzalo, quien dijo ser el padre del niño que los acompañaba. Entonces, de buenas a primeras, nos pidió que saludáramos a Javier, el hijo de Nani, nuestro nieto.”


 

Al contactarlos, Doménica les comentó que Gonzalo los había estado buscando sin hallar rastros de ellos. Luego se enteró que alguien más, un pescador, buscaba datos sobre Nani. Así que ella ubicó a Gonzalo y logró que se reuniera con ese hombre humilde.

Aunque por poco tiempo, mi padre disfrutó desde entonces con las historias del anciano. Eran de otro tenor. Solo hablaba del niño, de lo maravilloso que era, que lo traen todos los fines de semana y los quiere mucho, que les ha enseñado a vivir en concordia con sus fantasmas y que no se puede huir del pasado.

También que Gonzalo es un buen hombre, cosa que les deja la feliz sensación de que Nani tenía sus aciertos y que a su modo los amaba. Por suerte mi padre pudo compartir su dicha desde la distancia, mientras cinchaba de las redes sin hacer caso a su artritis, o las reparaba ignorando los callos de sus manos resecas. Entonces se le llenaban los ojos de lágrimas al verlos correr por la arena tras un balón de goma y exclamaba:

—¡Pueblerinos! Rápido aprenden a hacer dinero, pero mucho les cuesta aprender a ser felices.


 

“El nombre del niño lo eligió su madre, que es también el mío. Laura labora cantando y diariamente asea el cuarto del niño. Quiere tenerlo siempre pronto pues espera que algún día Nani reaparezca en nuestras vidas.

Yo personalmente no creo que eso ocurra, pero no se lo digo debido a que siempre es más fácil vivir cuando hay esperanzas de algo. Pueden ocurrir las cosas más increíbles. Por cierto, descubrí que de alegría si puedo llorar.”


 

Recuerdo muy bien esas palabras, fueron de las últimas que papá escuchó de él, postrado ya por esa enfermedad que se lo venía comiendo sin que lo supiéramos. El viejo se las decía estando ya mi padre postrado en su cama, sin tener en cuenta la circunstancia de papá las proclamaba con los ojos brillantes de alegría. No me molestó pues parecía que al escucharlo mi padre cobraba vitalidad.

De seguro que por lo hecho por nosotros durante toda su vida, pero también por ese detalle final, papá se fue dejándonos una sonrisa y un gran orgullo. Ahora, cuando nos encontramos en la playa, el viejo no hace más que elogiar a mi padre.

Como según me han contado también lo hace con cuanto conocido de papá se cruza, decidí narrar esta historia. Pues ante la modestia de mi padre, el sincero agradecimiento de este viejo me emociona y llena de satisfacción.

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