Hay una prisión en mi país, algo edulcorada por cierto, también podría decirse que confortable, donde un puñado de ancianos purgan condena.
Han evadido la justicia por decenas de años a causa de gobiernos que, conociendo el recelo de militares que protegen sus intereses bajo el supuesto de ser "custodios de la Patria", no osaron hacer justicia hasta que los infames llegaron por sí mismos al pie de la tumba.
Asesinos, torturadores, violadores que hicieron mal uso de los privilegios que el Estado puso en sus manos, vulnerando Instituciones y los derechos de todos.
Aún así, cada día políticos cómplices pretenden que la sociedad sea compasiva y en virtud a su edad ellos, que ningún miramiento tuvieron -ni siquiera han confesado dónde hallar a los cuerpos de los desaparecidos- sean dejados en libertad.
Cosas como las que narra este relato ocurrían durante su negro apogéo.
Siempre llegará la hora
Rosario Guedez soportaba cabizbajo los insultos de su superior inmediato. Patricio Barra había muerto diez minutos antes y el teniente, apenas enterarse, se apersonó a recriminarle los supuestos excesos, tan legalmente prohibidos como secretamente autorizados.
—¡Cometió una pendejada! –había dicho con tono insultante, pues en realidad su única intención era enrostrarle su autoridad. Aquella vida apagada poco le importaba.
Patricio Barra había muerto y quedó allí sentado, esperando la noche para su entierro solitario y discreto. Porque ha dicho el Dictador que para inaugurar cementerios no le es menester la anuencia de nadie y mantener a la patria en orden exige sacrificios.
Cuando vinieron a buscarlo el cabito y los dos soldados Rosario Guedez aún estaba presente, con el rabo entre las piernas y apretando los dientes para aplacar su ira. La dureza de la muerte había invadido el cadáver en aquella posición incómoda para un muerto, hincándose en sus venas y sentándose con él, pues los que obtienen la muerte se la llevan puesta.
Tratando de terminar enseguida con su faena lo sacaron con brutalidad y sin verlo a la cara. En la puerta perdió un zapato y marcharon sin él. Aquél pie descalzo, llagado y rojizo, parecía saludar al asesino moviéndose en el aire con apatía. Éste envió el zapato perdido puerta afuera con un ofuscado puntapié.
Pato Barra había muerto y eso lo volvía ante Rosario Guedez distinto a los demás. Eso y sus ojos, que comenzaron a venir a verlo todas las noches y se quedaban haciendo equilibrio en el ángulo que forman la pared y el techo, inmensos y desorbitados, con esas escleróticas infladas rodeando el gris oscuro de sus iris importunando sus intentos de dormir.
¡Y todo por haberle sacado la capucha! Momento maldito... Pretendió guapear, sentirse valiente viendo a la cara al prisionero. Después le pareció demasiada cobardía volver a colocarle la capucha. Sobre todo por la arrogancia desmesurada de aquellos ojos que parecían ya de víbora, ya de un Dios, ya de un hijo. Pero siempre claros y firmes.
A los otros Rosario Guedez los veía con indiferencia. Los había tenido allí, a su disposición, muñecos encapuchados, ciegos y anónimos. Con satisfacción había sentido el olor del miedo de casi todos, confundiendo a veces la adrenalina de los prisioneros con la suya propia. Pudo notar las lágrimas de unos a través de la tela y desoír las súplicas de las voces opacadas de otros. Podía verlos mañana y tenerlos controlados. A ninguno había quitado algo tan precioso.
Por eso Patricio Barra había sido distinto. Generalmente se mordía los gritos de dolor porfiando con el instinto. Bajo la capucha escondía el misterio de sus emociones y su dolor. Por eso aquél día Rosario la había levantado, dejando su insolencia al descubierto.
El prisionero lanzaba dardos mudos desde aquellos ojos que lo observaban. No veía con terror el filo de la hoja, la punta amenazante de la picana o la braza ardiente del cigarrillo, tal como Rosario había esperado que ocurriera. Le parecía tener ante sí un diablo insensible que miraba sus ojos chicos con furia, con pena, acusadores y arrogantes.
Entonces con él Rosario Guedez puso todo su empeño, su empecinamiento y el odio que habían inyectado en sus venas. Esa saña cruda, impúdica y despiadada, dio con Barra por la muerte, haciéndolo caer portera adentro antes de tiempo.
Los otros prisioneros, pese a que cada uno tenía algo en común con el finado, le eran indiferentes. Quizás algún día, en alguna calleja oscura y nauseabunda lo esperara éste o aquel para cobrarle las deudas generadas en la cuenta del odio. Claro que bien se cuidaría de que aquello no ocurriera. No es que fuera cobarde, jamás se había considerado tal por más que a veces se lo escupiera en la cara alguno de los encapuchados.
Sus superiores le habían dado una oportunidad y él cumplía con ellos. Primero cuando llegó del interior, flaco y hambriento, de alpargatas bigotudas, sin escuela ni consejos. Abandonó la casa de sus padres como quien se libera de un grillete, huyendo del surco que fatigaba la frente de sus hermanos. Y se metió al cuartel cual liebre asustada, obligándose a tolerar el hedor de las barracas y a la inflexible diana madrugadora.
Después lo aceptaron de voluntario para ir a Panamá, allá le habían enseñado estas cosas negras, le habían dado la profesión del terror. El Plan Cóndor estaba en su apogeo y América Latina padecía el azote de la “bienintencionada ayuda yanqui” y su famoso engaño: “Alianza para el progreso”.
Por eso, cuando los militares destruyeron la democracia y se pusieron a gobernar “un país descarriado” Rosario puso de manifiesto sus virtudes infectas, ciegas y oscuras, dejando que la máquina lo devorara y su torpe moral trocara mal por bien y al diez por uno.
Cuando a veces sobrepasaba los límites tomaba conocimiento de todo después del exceso. Sobre todo con sujetos como Barra, parcos, fuertes y atrevidos. Con él parecía y temía no llegar nunca a cumplir su misión. Como si el hecho de ver la estoicidad de su cara menguara las fuerzas de su jaqueo y los fundamentos de su oficio.
La mirada del otro, fija, hiriente, sentenciando cual juez omnipotente y él sin conocer qué pensamientos tenía su prisionero. Él, carcelero, se sentía preso de una fascinación incomprensible hacia la actitud de Patricio Barra. Los otros siempre decían algo, imploraban, desfallecían...Patricio apenas había deslizado aquella frase el último día, cuando sus fuerzas eran un lánguido tizón, cuando su cuerpo magullado era una llaga viva y purulenta. Aquella frase había traído a Rosario Guedez de su batalla privada a la realidad, poniéndole la piel de gallina sin que su pretendida valentía tomara nota. Barra había levantado la cabeza con dificultad, impresionante con su rostro morado y aquel brillo metálico en los ojazos. Sus labios lacerados y secos, resquebrajados, se abrieron en una mueca confusa con reminiscencias de sonrisa.
—Parece que llegó la hora —dijo lenta y trabajosamente pero enarbolando una firmeza triunfal. Tanto que Rosario no pudo menos que mirar sobre su hombro hacia la puerta, inquieto, como si fuera posible que el “enemigo” copara esa fortaleza y su pellejo pendiese de un hilo.
Cuando volvió a mirarlo aún no comprendió que Patricio había muerto.
—¿Qué decís piche? —gritó, anunciando un nuevo golpe con el brazo en alto. Pero Barra, nuevamente con el mentón contra el pecho nada contestó, como siempre.
El verdugo comprendió entonces la frase del muerto y tomándolo de los cabellos levantó su cabeza. Los ojos seguían como antes, buscándolo, señalándolo aun en sus tinieblas. Y estuvo seguro de la presencia de la muerte sólo porque su víctima se lo había adelantado.
Hizo que apoyara la cabeza contra el respaldo de la silla y los ojos se dirigieron al techo, Rosario no atinó a cerrarlos, temía hacer algo impropio, torpe, como si la muerte fuera más frágil que la vida.
El prisionero ya no le pertenecía. Pensó con ironía y desazón en hacer una primera marca en su arma de reglamento sin siquiera suponer que se le comenzaba a llagar el corazón.
Maldiciendo, desató las manos del muerto y buscó su pulso apagado. Entonces sintió frío y desamparo tras lo cual salió al corredor sin tener claro qué hacer.
Mientras caminaba a dar parte le llegaban los gritos desgarradores que huían de otras celdas. Guedez no los oía, un poco por acostumbramiento y un mucho porque la única frase liberada por los labios de Barra iba y volvía por los compartimentos estancos de su cerebro, provocando ecos aterradores en los pasadizos vacíos de sus circuitos mentales: —Parece que llego la hora. Parece que llegó la hora. Parece...
Alguna vez, en aquél pasado estático y desahuciado que se desvela por reflejarnos sus ruinosas cadencias, Patricio empujaba con torpeza sobre el cuarteado concreto, la chata de rulemanes que cargaba el tanque de agua, dejando atrás con sus pies descalzos la canilla general del barrio.
Se venía criando en el asfalto de la periferia de la city, conviviendo con la miseria y coqueteando con el riesgo. Tan lejos a diez kilómetros del centro de Montevideo que los políticos, para arañar votos entre las chapas oxidadas del rancherío, apenas pasaban por allí una vez cada cinco años. Votos que invariablemente su padre y los demás vecinos les entregaban por un chorizo y un vaso de vino turbio. Porque la “Democracia” también es artículo de compra-venta.
Cumplió la mayoría de edad mirando el cielo ahumado del suburbio, mientras aprendía a armar sillas en el torno de banco de una carpintería por un plato de comida y un par de billetes miserables.
Su padre seguía creyendo en los “Doctores Lustrosos” hasta que: ¡Barabóm! La esmeralda camarilla nos “amparó” con su paternal desenfreno, su industria del silencio y su impudicia. Entonces lo único que prosperó, rotunda y duramente, fue la injusticia y el miedo.
Pato colgó el mameluco para siempre, esqueleto salpicado de aserrín abandonado en el taller, y entró en la clandestinidad como si fuera su casa pobre, exclamando simplemente y por primera vez: —Parece que llegó la hora.
Pero luego de los esfuerzos de Rosario Guedez Iscariote, apóstol de la desverguenza, Patricio se había ido. El caso es que los primeros días después de aquello Rosario no podía tolerar la fijeza de otras miradas, y en forma inconsciente bajaba la vista con frecuencia. Si lo notaba, con enojo volvía a levantar la mirada, entonces al advertir que habían dejado de observarlo lo invadía un sentimiento de derrota, de brazos caídos.
Maldecía a Barra por lo que le pasaba. Había sido separado de su tarea habitual pues había fracasado con él, permitiéndole morir sin que dejara información. ¡Incuria lamentable! Y sentía que le faltaba algo. Estaba todo el día irritado, dando portazos y discutiendo con sus iguales por cualquier niñería, recriminando a su ordenanza hasta por el mal tiempo o el olor del guiso que se mete por debajo de la puerta cual gusano apestoso.
Por fortuna para quienes lo rodeaban se aplacó en gran parte su carácter luego que, viéndose al espejo, el rostro que lo miraba era el de Barra, sanguinolento y desencajado pero con dos ojos que herían como un rayo de sol. Le llevó mucho tiempo afeitarse, ignorando el perpetuo tajito sobre la nuez que hacía colgar un hilito rojizo desde ella y hacia abajo. La sorpresa lo había dejado desarmado y agotado, pensando en mortajas ausentes y en fárragos de piel y huesos.
Desde entonces lo que veía por las noches y lo desvelaba hasta la madrugada era el rostro de Patricio Barra, patético, colgado de cualquier rincón oscuro. Pero no la imagen de cualquier momento sino aquél del día en que Patricio emitió su breve frase. Solo que un instante antes de hablar desaparecía y comenzaba a reaparecer, palpitando en las sombras como un pulsar desarrapado y grotesco.
Su mujer le dijo que ya no soportaba su respiración agitada, su transpiración hedionda y su no encontrar acomodo en la cama. Así que terminó por dormir en el living, donde se acurrucaba en un sofá sin quitarse las botas ni la ropa, alerta a cualquier ruido y con un ojo abierto.
La noche anterior al día de su único intento de suicidio estaba allí, vestido y sin sueño. El rostro de Barra lo había estado martirizando sin descanso, implacable, hasta que súbitamente desapareció dejando de atormentarlo.
Todo estaba en silencio. Podía oír algún ladrido lejano, algún coche que pasaba ante su casa haciendo viajar rayas de luz por las paredes de la habitación, y nuevamente el silencio donde a veces oía aquellos gritos que sus otras víctimas no pudieron evitar.
Se sobresaltó de pronto al sentir que la puerta que daba a la cocina se habría con un chirrido tenue y prolongado. Fue como si hubieran pasado el filo de un cuchillo por sus dientes amarillos y un terremoto helado recorrió su epidermis. Le pareció sentir algo así como pisadas leves acercarse desde allí y luego su mano sintió un contacto húmedo. Por su mente cruzó como un relámpago con el rostro de Barra palpitando en su reflejo.
Sintió una humedad tibia sobre su mano y pensó en sangre derramada, sobre todo la que él derramara. Su corazón dejó de dar sacudidas sísmicas recién cuando comprendió que era su perro y no un cadáver reptante. El animal había quedado dentro de la casa y ya no tuvo fuerzas ni ánimo para echarlo fuera. Se quedó acariciándolo con tierno alivio hasta que, abatido y roto, cayó en un sueño profundo, denso y pegajoso.
Soñó que desde la ventana de su pequeña cabina del cuartel, que no tenía ventanas, miraba la zona de los fondos donde estaba la tumba encubierta de Patricio Barra. Él la veía con mármoles y flores y se decía a sí mismo: ¿Por qué hicieron eso? Lo hubieran dejado colgado de la cruz.
Pese al collar de pesadillas durmió mucho, como hacía tiempo no lo hacía. Despertó sobre el mediodía. Su esposa había salido sin avisarle adonde, pero el supuso que se habría ido al carajo y hasta se rió.
Un sol tímido y perezoso se colaba por todas partes. Levantó la persiana y se desperezó mirando hacia afuera. Por la esquina unos obreros efectuaban reparaciones en la calzada con sus manos callosas, hablando a viva voz entre fatiga y tabaco armado. Tuvo una sensación extraña que no llegó a identificar pero intuyó cercana a la envidia.
La vecina de la casa de enfrente barría la vereda incansablemente, comentando algo a cada uno de los vecinos que pasaban. Lo vio erguido ante la ventana y lo ignoró exagerada y provocativamente. Quizás tiempo atrás Rosario Guedez habría mascullado con rabia: ¡Si te pudiera agarrar en el cuartel vaca vieja! ¡Ya verías! Y la habría imaginado desnudita, dando vueltas cual pollo en rosticería, con sus rulos chamuscados y atravesada por esa misma escoba.
Pero ya no, sobre todo ese día que una paz de resignación se había apoderado de su ánimo. Como si todo estuviera en orden. Como si ya no tuviese dudas ni temores. Como si se hubiesen desvanecido las cagadas de toda la humanidad.
Por el rabillo del ojo le pareció que una silueta se movió detrás de él. No sintió miedo y con extremada parsimonia comenzó a desvestirse, dejando aquí la camisa, allí las medias, más allá los zapatos. Nada fastidiaba más a su esposa que el desorden que provocaba los escasos días que pasaba en la casa.
De pasada encendió el grabador sin preocuparse de lo que hubiera en el cassette. Entró al baño, abrió la canilla de la bañera y se sentó en ella, esperando que se llenara y mirando el bullicio del agua que se acumulaba a borbotones. Cuando estuvo repleta cortó el agua pensando que sería la última vez y se quedó esperando, con las manos unidas en la nuca. Aguardaba con desesperación un último segundo que sospechaba cercano.
Haber callado el rumor del agua le permitió sentir la música que le llegaba sin dificultad. El grupo Jarcha interpretaba un tema, y pese a que Rosario no encontraba sentido en otra cosa que no fueran cumbias puso atención, pues se oía como una marcha marcial de fondo y sobre ella, una voz recitaba:
General, tu tanque es más fuerte que un coche
arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto: necesita un conductor.
General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto: necesita un piloto.
General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto: puede pensar.
Se preguntó de dónde habría sacado su mujer esa grabación, seguramente bajo censura. Temió que fuera así y sus superiores se enteraran, pero un instante mas tarde ya no le importó tal cosa y pretendió atender el mensaje siendo demasiado tarde. El tema había finalizado y comenzaba otro.
De todos modos jamás entendería a quienes están dispuestos a dar la vida por un ideal. Él jamás ha dudado en arrodillarse por un hueso cual perro guardián de un amo impío. Cuando la cinta llegó a su fin y sintió el "clac" que abría las puertas al silencio, todavía continuaba en la bañera.
La piel de los dedos de sus pies y de sus nalgas estaba blancuzca y arrugada dos horas después, cuando vio la imagen de Pato Barra de pie ante la puerta. Estaba como el primer día que lo vio, arrogante y vital. Le faltaba un zapato y parecía llevar una mortaja discretamente doblada bajo su brazo izquierdo.
Rosario sintió como le decía en un tono triunfal: —Parece que llegó la hora.
Él le contestó con calma y decisión: –Así parece —y tomando en sus manos el secador de cabellos de su mujer, fuertemente, como si fuese una pistola, lo encendió y lo sumergió en el agua turbia.
Su esposa, enmarcada en la puerta y sin saber bien lo que pasaba, se asustó mucho con el estallido de los fusibles al saltar mientras se le caía dentro del inodoro la cartera blanca que traía bajo su brazo. Rosario había sentido la descarga, pero estaba bien aunque muy triste. En medio de la pequeña detonación le había parecido escuchar la voz de su víctima diciendo: "No te mato pues no soy como vos."
Desde entonces se resignó a continuar rezando cada día la oración de esa muerte que lo ataba a su cruz de miseria. No pagaría la "vendetta" merecida. No habría talión que ajustara culpas tan dispares. Y sentiría envidia por la única muerte de Paco Barra, pues supo desde ese momento que él tendría por siempre una sombra a la que temer y por ello, una muerte cada día.
Afuera, una finísima llovizna había comenzado a mojar todo con delicadeza. En los fondos del cuartel comenzaron a cavar otro lúgubre foso en un potrero donde tiempo atrás los niños del barrio jugaban al fútbol.