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Trabajo todo el día y estoy poco en casa. Se tolera bien, no me quejo. Eso sí, se pone feo en invierno cuando llueve mucho. Siempre tapo las goteras, pero aparecen otras. En fin, no me aburro.

Calle abajo

Si bien éramos los más humildes de la cuadra jamás a ninguno faltó un plato en la mesa. Lo que si echamos de menos, a veces, era lo que se les pone dentro. Eso sí, cada plato con su nombre escrito con drypen. Nunca supe a efectos de qué.

Nuestra numerosa familia era notoria ante nuestros vecinos, sobre todo por la algarabía callejera de los más pequeños y la envidiable delgadez que nos identificaba.

Otras dos familias destacadas eran los Chacaletti y los Guzanales, pero por motivos diferentes. Su riqueza se hacía evidente al observar sus magníficas moradas o sus abdómenes. Unos eran accionistas empresariales, los otros poseían interesantes extensiones de campo. Ambas familias se acunaban bajo el ala de algún partido político de relieve.

El resto eran gente común… “normal” según ellos. Al vernos se les evaporaba el resentimiento que sentían por los Chacaletti y los Guzanales. Además les hacía sentirse bien no ser nosotros.

Las cosas cambiaban poco en el barrio. Solo alguno que ganó la lotería y se mudó calle arriba, o algún otro que no pudo pagar el alquiler y se mudó calle abajo. Además los que llegaban eran iguales a los que se iban.

En todos los casos sus festejos eran privados. Los nuestros no, podía llegar cualquiera. A no ser que anduvieran de mala racha rara vez lo hacían. Pero siempre sentí que a los Honestini, por una cosa o por otra, nos trataban con respeto.

Por ejemplo, cada dos por tres venían a cualquier hora a buscar a mi viejo. A veces recién llegaba de la fábrica, muerto de cansancio, y golpeaban la puerta. Hasta parecía que estaban esperando su regreso.

El viejo gemía, y así estuviese acostado comenzaba a levantarse. Sabía que en casa de alguno de nuestros dos vecinos potentados se había roto una canilla, había saltado algún fusible, se había tapado un caño, trancado una cerradura, la gata no podía bajar del árbol, y cosas por el estilo.

¡Un día hasta vinieron a buscar al abuelo Feolo pues uno de sus niños no quería tomar la sopa! El Nono le dio un buen susto. Luego con solo mencionar "Feolo" los niños habrían aceptado repetirla.

Las madres narraban el episodio encantadas. Pero el abuelo apenas lanzaba un gruñido, así ellas se apartaban y lo dejaban en paz, cosa que ocurría de inmediato.

—“Marujas” —murmuraba el abuelo, pero en secreto me confesó que les decía eso pero quería decir “brujas”. Era el padre de mamá, y odiaba a mi padre pues "nos tiró a la miseria". Papá nunca le dijo que él no tenía jubilación y no aportaba nada. A veces, era mamá quien se lo repetía.

—¡Gran Maruja! —gruñía el abuelo, y se iba disimulando como si nada.

El viejo, si lo escuchaba pues no estaba trabajando o ayudando a alguien, se limitaba a levantar los hombros y musitar mirando al cielo: —¡Qué familia los Honestini!

La primera vez que las otras familias de renombre le pidieron ayuda a mi viejo no le dieron ni las gracias. La segunda sí. La tercera le ofrecieron un peso de recompensa que el viejo haciendo alarde de su férrea dignidad no aceptó. La cuarta ya fueron tres pesos, los que tampoco fueron aceptados siendo que en casa no había nada en los platos.

—Somos los Honestini —nos decía nuestro padre. —Trabajamos, no necesitamos limosna.

Y cada vez que necesitaron a mi viejo subieron el importe del ofrecimiento final, que en ningún caso fue aceptado por el cumplido del viejo. Siempre me pregunté qué cara habrían puesto si mi padre hubiese aceptado. Creo que algunos, en casa, comenzaron a odiar a papá más que el abuelo.

Un día tuvimos que mudarnos calle abajo. Nuestro padre enfermó y ya no pudo ir a la fábrica. Todos se enteraron, pero ningún vecino llegó a preguntar por él ni a ofrecer una mano. Hasta nos dio la sensación que nos evitaban.

—No sean mal pensados —decía papá.

Desde su cama, respirando con dificultad debido a los gases tóxicos de la fábrica, el viejo pretendía convencernos:

—No hablen de ese modo. No lo hacen por maldad, ni se dan cuenta de estas cosas. No pueden creer que exista pobreza profunda aun entre gente que trabaja con denuedo. Al ver la miseria dicen que se trata de vagos, de delincuentes, de personas que esperan que todos le lluea del cielo... ¡Pobrecitos! De vivir con nosotros morirían en una semana. Son débiles. Nosotros somos fuertes y no los necesitamos. En el fondo son gente tan buena como nosotros. Ya saldremos adelante.

El viejo salió con los pies adelante dos meses más tarde. Toda la familia pasó grandes penurias hasta que mi hermana más chica se casó con Bandirelli.

Al principio solo supimos que el tal Bandirelli, que ya tenía sus años, era muy amigo de los Chacaletti y los Guzanales. Luego el comentario -de seguro infundado- fue que se dedicaba al narcotráfico.

Todos, menos yo, regresaron calle arriba. Se mudaron a una inmensa casa que hizo construir Bandirelli sobre los escombros de la vivienda que antes habitamos. La familia volvió a ser una de las tres más notorias de la cuadra. Pero se la conocía como “los Bandirelli”.

Yo permanecí calle abajo, y aunque presiento que es raro, me reconforta vivir allí. Desde que conseguí el puesto de mi padre en la fábrica no necesito a nadie. Pese a eso, y solo de curioso, a veces visito a mis familiares.

Los platos continúan llevando nombre propio, pero ahora mandados a hacer especialmente, son más grandes y siempre les sobra contenido. Aunque los borborigmos de mis tripas sean audibles por todos, jamás acepto nada de lo que me ofrecen.

—¡Eres igual a tu padre! —regañan, como si yo portase un defecto genético. Alguno de ellos -pretendo olvidar quien- luego de tildarme de "orgulloso estúpido", preguntó si me negaba pues no hay plato con mi nombre. Tuve paciencia y respondí:

—No necesito un plato con mi nombre. Y aun si hubiese uno genérico con el apellido Honestini habría de pensármelo bien.

Afuera, en la calle, las cosas se ven igual, solo que ya todos han olvidado el apellido Honestini. Creo que hoy hasta lo odian, y todo porque cuando Guzanales llegó a mi rancho, a pedirme que reparara su podadora pues “el inútil” de su jardinero la había roto, me negué.

Confieso que negarme me dolió. ¿Estaré defraudado al viejo?

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