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¿Y qué tal si puedes elegir una pareja según tus preferencias? Tan lejos no está.

Inocuas pasiones

Resulta evidente que las nuevas modas y soledades de este posfeminista año 2043, más que de hábitos de consumo derivan de la igualdad de los sexos. No ha sido sencillo desterrar la milenaria costumbre patriarcal, instaurada por nuestros ancestros a lo largo de los siglos, de relegar al género femenino a cumplir tareas menores. Debió ser extraño, pues la naturaleza por algo dejó bajo su exclusiva responsabilidad la tarea de perpetuar la especie. Sin embargo el asunto no derivó hacia allí, sino hacia una igualdad que hallo un tanto desabrida.

Así vemos que las damas de hoy han dejado la maternidad natural en manos de medios artificiales. Y la supuesta ventaja publicitada es que ya no necesitan encarnar mártires inmaculadas, exagerar debilidades, o asumirse víctimas como recurso para obtener dudosos beneficios.

 

Compartir responsabilidades en un plano de igualdad y respeto tan equilibrado ha sido una revolución de varias décadas. La variedad es tan grande que no debiera ser difícil que cada uno consiga lo adecuado a sus necesidades, sobre todo teniendo en cuenta el aporte que la tecnología ha volcado al consumo.

 

Como sea, es sencillo hoy día elegir el modo de compartir la existencia y en todos los casos pueden manejarse subjetividades, excepto y por lamentables imperfecciones, en algún episodio semejante al que vivimos con Merlina.

 

Ella resumía cuanto un hombre como yo, con exceso de romanticismo y nostalgia de otros tiempos puede aspirar. Su complexión portaba un equilibrio majestuoso, sumarle o quitarle un gramo a tal perfección hubiera significado un sacrilegio.

 

Era bonita, tal vez demasiado. Creo que la habría preferido algo más burda, común, natural, que no llamara la atención, que los tipos al cruzarnos no sintieran necesidad de brindarme una sonrisa complaciente, pícara, de esas que surgen tras pensamientos indecentes.

 

Con anterioridad había conocido otras, incluso experimentado durante esos periodos de prueba de convivencia tan comunes hoy día. Pero luego de conocer a Merlina nada me habría hecho dudar que a su lado mi vida sería el edén soñado.

 

Su sonrisa de aceptación me cautivó de inmediato y de haberla filmado habría sido el más convincente gesto de alegría labial de la cinematografía universal. No necesité nada más para decidir poseerla con celosos sentimientos de pertenencia, pues aun naufragan en mi genética resabios de viejos designios patriarcales. ¡Esa mujer es MIA, me obedece, me atiende!

 

Menuda sorpresa me llevé aquella primera vez, instantes después de decirle con tono de conocedor: ¡Veamos qué puedes y sabes hacer con tanto equipo!

 

Jamás me aburría de las exhaustivas exploraciones que realizaba sobre su cuerpo mientras sentía el roce de sus cálidos dedos sobre mi nuca, y escapaban por la ventana los acordes legendarios de una versión de “Je t'aime, moi non plus”, hallada en el mercado de lo viejo en un vinilo casi nuevo.

 

Si bien su aspecto físico tuvo un peso importante, a la hora de decidirme también influyó su forma de ser, su desplazamiento armónico y, sobre todo, su conversación. Aquello era algo de lo que carecía mi compañera anterior pues sus lentos razonamientos no lograban conectar con los míos, y sus torpes comentarios me causaban hilaridad.

 

Recuerdo lo bien que solía hablar de las trivialidades que envuelven un momento de amor, mas no contaba con la profundidad intelectual necesaria para cuando uno lo que desea sacudir no es la pelvis sino la materia gris.

 

Merlina, producto de mayor enfoque cultural, también en erudición me superaba. Es decir, aprendí con ella no solo de sexo, también me llevaba a profundizar en todas las áreas del conocimiento, y con razonamientos certeros y equilibrados.

 

Al comienzo fue un intercambio pero cuando logramos ponernos en plena sintonía: ¡Guau! Sí que me hacía pensar. Todo en ella eran virtudes, aciertos, sorpresas, alegría.

 

No hay dudas en cuanto a que el ser humano está condenado a sentirse insatisfecho, a cargar una necedad inconformista que le hormiguea en los huesos y lo abstrae de la armonía. Pues pese a lo bien que me sentía con Merlina, no dejaba de pensar en hallar una mujer semejante a ella pero portadora de la gracia de Dios. ¿Existiría?

 

Reía entonces, como si tal cosa no me preocupara tanto y acaso fuese posible, pero sí que me interesaba, y nada me quitaba de la cabeza que en alguna parte respiraba oxigeno esa mujer especial, se alimentaba y hacía sus necesidades biológicas, necesitando también el amor de un hombre romántico semejante a mí.

—¿De qué ríes? —me preguntaba entonces Merlina—. ¿Mi amorcito esconde secretos?

 

Su pregunta baladí, ajustada a lo que debía suponerse mera broma de enamorados, no era más que un alarde de tecnicismo y años de estudios resumidos en su pícaro mohín de dos segundos.

 

Una tarde demoré en regresar pues durante un par de horas permanecí en el banco de una plaza viendo desfilar todo tipo de mujeres. Insertas en sus actividades se deslizaban por las avenidas resueltas y desinhibidas. Eran todas diferentes, vestían distinto, olían distinto, miraban distinto y soñaban distinto. Conformadas de carne y hueso, ante mi vista se mostraban como androides insensibles de actividad mecánica.

Verlas deambular tan independientes, con tanta actitud y firme desempeño, me imposibilitaba imaginarlas junto a un hombre. O mejor dicho, no podía imaginar al hombre que tenían a su lado sin que apareciese en mi mente la imagen de un choque de trenes. ¿Acaso tenían una dócil pareja masculina con las características de Merlina?

 

En su afán de diferenciarse unas de otras resultaban impredecibles, lo que les daba un toque subyugante de misterio y peligrosidad. Si algo no me daba Merlina era la posibilidad de suponerla peligrosa, y el único misterio de nuestras rutinas era mi desconocimiento del menú de la cena, lo cual agregaba sorpresa a la alegría de volver al hogar.

 

Apenas llegar a casa de inmediato manifestaba su alegría de verme y se colgaba de mi cuello con tanta naturalidad que no podía evitar reiterados suspiros de gozo. ¿Durante cuánto tiempo de convivencia una mujer común me aguardaría ansiosa, preocupada por mi tardanza, y con un manjar en el microondas? En esos momentos cruzaba por mi pensamiento la convicción de haber perdido inútilmente el tiempo en aquella plaza crepuscular la tarde aquella.

Se aplacaron entonces mis deseos de realismo, de naturaleza pura y sentimientos apasionados, por lo cual en los días siguientes disfrutamos momentos de total felicidad. Me sentí dichoso de verla jubilosa, satisfecha, y aunque hubiese preferido asumir orgulloso mi capacidad para generarle tales sensaciones, me admiraba en cambio el detalle de su naturalidad y excelencia al ponerlas de manifiesto.

 

Sin dudas, ella era mi imperfecto ideal, el sueño alcanzado que, por ser sueño, dejaba la realidad entre paréntesis.

Con el paso del tiempo advertí que estaba enamorado de Merlina, lo cual evidenció que no era tan inofensiva y en efecto resultaba peligrosa. Uno deja de pertenecerse cuando el rumbo de los sentimientos dependen de voluntades ajenas.

 

Pretendí aceptarlo diciéndome que quizás la manifestación de mi enamoramiento era la confirmación de las bondades de mi acompañante. ¿Tal era el cometido? ¿Era lógico y previsto generar algo más profundo que simple fascinación en los clientes? De serlo: ¿Era sano? Nada lo especificaba, nada lo contradecía, nada lo confirmaba.

 

Hubiese querido contar con capacidad suficiente como para escribir un tratado sobre este tipo de relaciones innovadoras, definir las emociones que provocan, los beneficios psicológicos y, sobre todo, la serie de contraindicaciones a tener en cuenta.

 

Hasta podría ofrecerle el resultado de mis investigaciones a los fabricantes para ser suministrado a sus usuarios y de paso ligar algo de pasta. Me dije que no, mejor no perder tiempo, de seguro nadie se tomaría la tarea de leerlo ni la empresa de adquirirlo. ¿Alguien lee hoy día algo más que las dudosas novedades de las redes sociales?

Ella cambió la noche que le pregunté, muy serio, mirándola fijamente a los ojos y luego de jurarle mil veces que la amaba:

 

—¿No sientes lo mismo que yo? ¿Te provoca estar en mis brazos algo realmente profundo, apartado de la lujuria y la carne?

En lo inmediato estimuló los labios como si tuviera intenciones de decir algo y así, con la inmóvil lengua apenas asomando entre sus dientes permaneció viéndome en silencio un momento. Luego, al tiempo que ladeaba muy despacio la cara bajó la vista y musitó:

 

–No estoy programada para esto.

 

En aquél momento presentí que algo andaba mal.

 

—No estoy programada para esto –repitió débilmente. Volvió a mirarme, ladeó a uno y otro lado la cabeza: –No estoy programada para esto –reiteró.

 

He realizado consultas y me han dicho que tal cosa no ha sido prevista técnicamente, pero yo vi lágrimas resbalar por su rostro. ¡La vi! Puedo jurar y re-jurar que Merlina lagrimeó.

 

Pronunció aquella frase casi sin detenerse, con lapsos de diez segundos entre una y otra repetición, durante un largo día melancólico. No escuché otra cosa hasta cortarle la energía.

 

Con sumo pesar la entregué en el plan recambio y aunque me ofrecieron otros modelos preferí dejar en suspenso la adquisición prevista.

 

Vuelvo a diario siempre a la misma plaza. Cual autómata me siento a esperar que algo me indique que esa mujer que va allí, desfilando delante del cantero de lantanas y genistas, es la mujer de carne y hueso que pretendo: una mujer de verdad que no acepta la sumisión de los androides y desea convivir con un hombre real, con un tipo que se equivoque y se disculpe de sus errores, que se enoje y a la vez tolere la ira que ella pudiese mostrar con resignación y respeto.

En este mundo equívoco donde la realidad se oculta, se diversifica, se multiplica tras decenas de datos e información sesgada, donde lo natural y lo artificial coexisten y se confunden, donde los sentimientos sucumben a la consecución de estatus y bienestar material, pensar en la eventualidad de hallar al fin una mujer a mi manera ha comenzado a producirme escalofríos.

Temo, si acaso una de ellas, de carne y hueso, se enamorase de mí, y para evitar consabidos inconvenientes, terminar exclamando ante su perpleja mirada: “No estoy programado para esto”.

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