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Sorpresa a medio funeral, relato

Era una mujer hermosa, no cabe duda. Si algunos biógrafos han sido capaces de afirmar que era capaz de enloquecer a los hombres, es fácil imaginar lo que haría con un loco. Algunos graciosos agregan que "estaba para el crímen".

Sorpresa a medio funeral

En agosto de 1935 falleció el reconocido psiquiatra Jakob Gerling, discípulo dilecto de Freud. Este científico, habiendo escrito un magnífico ensayo sobre la esquizofrenia paranoide, trascendió al frívolo plano popular a raíz de lo acontecido durante su sepelio.

 

En aquella ocasión fue descubierto y apresado un peligroso asesino serial, muy cercano al facultativo, quien misteriosamente había logrado que al científico pasase inadvertida su enfermedad. Muchos incluso se preguntaron: ¿Cómo alguien tan cruel pudo pasar desapercibido ante sus tan calificados ojos?

 

El hijo mayor del malogrado Jakob fue testigo privilegiado de lo acontecido. Tanto que el diálogo que logró escuchar, camino a la última morada de su padre durante el trayecto de la procesión, se marcó en forma indeleble en su recuerdo. La siguiente es la transcripción de la conversación que él oyera y dejara escrita:

 

“Encabezábamos el lento cortejo. La tristeza de mi madre evidenciaba un enojo para mí incomprensible. A su lado marchaba el albacea de papá, cuya discreción denotaba cierto nerviosismo, razón por la cual puse especial atención a cada una de sus palabras.

 

De igual modo, de soslayo, observaba cada una de sus actitudes. Al cerrar los ojos para extraer de mi memoria los recuerdos, lo vuelvo a escuchar y ver con extraña nitidez. Aun no hablaban, sólo caminaban en silencio hasta que él ladeó apenas, discretamente, su rostro hacia ella.

 

—Puedo no leerlo —dijo el hombre entonces. Ella casi no lo deja terminar de hablar, tan imperiosas fueron sus palabras:

 

—¡Debe hacerlo! Deseo respetar la voluntad de mi esposo. Quizás haya supuesto que así podría blanquear su alma y ser absuelto.

 

—Si no lo hubiese conocido diría que es broma.

 

—¿Acaso usted lo conocía? ¿Lo conocía yo? ¡Y una broma! Sería la única que se permitió en la vida, la rectitud fue su mayor virtud, y la sensatez y la mesura no le iban en saga. No… Me resulta imposible, nunca  terminaré de comprenderlo.

 

—Era muy sobrio, sí. Transmitía prudencia, como toda persona respetable. Su último deseo destruye el prestigio cosechado en toda su existencia. Entiendo que a muchos les costará creer que haya escrito semejante cosa.

 

—¿Escrito? Esa acción no tiene importancia alguna. ¿Última voluntad? ¡A quién le importa! Lo grave es haber cometido lo confesado.

 

—¿Pudo el desempeño de su profesión haberlo afectado? ¡Tantas horas entre dementes! Su tarea no ha de haber sido sencilla.

 

—¡He pensado tanto en esto! Incluso manejé la hipótesis de que alguno de sus pacientes psicópatas lo haya hipnotizado, haciéndole escribir semejante confesión para librarse de culpas. ¡Cosa de locos! Comprendí que era imposible, por más desequilibrado que estuviese, semejante enfermo no estaría dispuesto a esperar la muerte de mi esposo.

 

—No lo crea, hay gente paciente, quizás con móviles atendibles dentro de su esquema mental enfermo. ¡Pero no! Debería ser un cerebro maquiavélico. Un genio de maldad admirable.

 

—Lo dice de una forma que me hace temblar. ¿Admirar violaciones y homicidios? Viéndolo de ese modo prefiero que haya sucedido tal cual parece. No dejo de pensar en esas jóvenes…

 

—Es posible que nada de lo que confiesa sea verdad. Quizá debimos acudir a la justicia. Excavarían en los lugares señalados para comprobar si hay restos. Me consta que las víctimas existieron, verifiqué en la prensa de años atrás las desapariciones de las seis jóvenes, una por año, y cada nombre concuerda. Aunque eso no prueba nada, él pudo enterarse de esas desapariciones del mismo modo que yo. Si desea verlos, conservo los recortes.

 

—¡No! Sólo imaginarlo en esas situaciones abominables me asquea. Quisiera dudar que cometiera cada estupro y asesinato referido. Pero era tan minucioso y detallista como lo relata en su confesión. ¿Pero por qué razón la hizo? ¿No podía llevarse el secreto de sus inmundicias a la tumba? Los detalles concuerdan con su forma de ser, metódica al máximo. También me duele comprender que fue egoísta y pagado de sí. Su espíritu, sobre nosotros, ha de estar burlándose de la repugnancia y el odio generado.

 

Yo no podía creer lo que oía. Estuve a punto de interrumpirlos y castigarlos de alguna forma, a ambos. Mi adolescencia me tiraba de bruces en la adultez. Aun no comprendía, papá había hecho algo terrible y yo no podía imaginar qué cosa podría ser.

 

Con los ojos llenos de lágrimas me habría golpeado a mí mismo. Todos cuando mueren son buenos. Los deudos comentan sus virtudes entre alabanzas. Pero de acuerdo a lo escuchado para mi padre no habría loas sino insultos y yo, su hijo… ¿Debía tolerar aquello?

 

Esas cosas pasaban por mi mente y era una lucha, pues no quería perderme detalle de cuanto hablaban y tales pensamientos comenzaron a distraerme. Seguí el consejo de mi padre: “cuando algo te martiriza rompe el cuadro, piensa en otra cosa, evade el acoso mental”. Así que me empeciné en dejar las meditaciones para cuando todo pasase. El tipo continuaba hablando y al hacerlo parecía animarse:

 

—En vida tuvo éxito, reconocimiento. Escribió un estupendo libro sobre el tratamiento de la esquizofrenia. Lo leí, pura curiosidad pues no es mi campo. Muy didáctico por cierto.

 

Mi madre por primera vez volvió la cabeza hacia él un instante:

 

—Pero hay algo que su esfuerzo no había llegado a obtener: inmortalidad. Siempre estuvo a la sombra de Freud, cada vez que él estaba a punto de lograr algo propio el otro se le anticipaba. ¡Pues vaya forma con la que conseguirá pasar a la historia! Será recordado como uno de los más despiadados asesinos seriales. ¿Ha leído bien el texto?

 

—Sí señora, lo sé de memoria. De todos modos aquí tengo el original. Por cierto, esta obligación me causa cierto nerviosismo.

 

—¿Qué dirá el mundo tras la lectura de su: “Último deseo y confesión”?

 

—Supongo que adquirirá notoriedad como personaje despreciable y todos lo odiarán. Tal vez no sea necesario. ¿No deberíamos postergarlo un par de días. Comprendo que ha de ser doloroso para usted tener que admitir esto ante todos.

 

—En absoluto. No merece que se lo mencione ni como filántropo ni como excelente psiquiatra: sería blasfemo. Esa imagen morirá junto con él una vez usted haya leído esa mugrosa revelación. Sus hijos y yo seremos humillados y señalados con el dedo, mas lo soportaremos con dignidad. ¡Me horroriza aceptar que compartí mi lecho con un homicida inescrupuloso!

 

—Pensando en ustedes es que fundamento mis dudas sobre la pertinencia de leer esa parte del testamento ahora. ¡Y además con la exigencia de ser yo el único orador! Será su confesión y luego no tendrá a su favor la mínima apología. Podríamos asumir que perdió el juicio y manejar el asunto con total discreción en la órbita privada. Estoy dispuesto a improvisar loas a sus logros visibles, los conocidos, los apreciados. Mañana veríamos la pertinencia de denunciar sus crímenes.

 

—¡De ningún modo! He sido una esposa digna y fiel, no cambiaré la última vez que atiendo sus demandas pues también he sido engañada. Además, los familiares de sus víctimas merecen saber cuánto antes lo ocurrido con ellas. ¡Cumpliré con honestidad! Si él decidió exponer su conducta mediante ese réquiem abominable, más que nunca seguiré su voluntad. Soslayarla, más que aceptar su vida secreta me haría cómplice.

 

—¿Ha pensado que los deudos de esas pobres muchachas requerirán resarcimiento económico?

 

—No, hasta ahora que lo dice... Pero sería mezquino pensar sólo en nosotros. Aunque duela imaginar los procesos judiciales y las instancias sórdidas que aguardan seguiremos adelante. Aunque él no lo fuera, nuestra familia creció teniendo a la dignidad y la honestidad como modelos inflexibles.

 

—Quizás debiera considerarlo. Su patrimonio podría evaporarse, hipotecando su futuro y el de sus pequeños.

 

—¡Qué no haría una madre por sus hijos! ¿Cierto? La mentira piadosa, esconder la vergüenza bajo mantos de apariencia, la simulación... ¿Y supone que podríamos ser felices de ese modo? Eso es cobardía. ¡Por lo visto usted no nos conoce!

 

—Bien. Es su decisión. Pese a eso, como profesional he tomado la mía y como dije, estoy dispuesto a faltar a mis deberes y silenciar todo, al menos de momento. Las familias de las víctimas ya han superado su dolor y esto abriría viejas heridas.

 

—¿Tanto lo apreciaba usted como para faltar a sus obligaciones?

 

—No, en absoluto. Jamás su trato hacia mí estuvo a la altura de mis merecimientos. Si lo hago es por usted. Lo único que envidié de su esposo era que a su lado tenía una mujer extraordinaria

 

—¡Me sorprende!

 

—Sepa disculparme. No ha sido mi intención faltarle el respeto. De pronto sentí necesidad de hablarle con total franqueza. También yo me he sentido engañado con todo esto.

 

—No me molesta, al contrario, es un halago inesperado. Mi esposo fue la luz de mis ojos y hasta el momento de enterarme de sus desviaciones suponía que nada me dolería más que su muerte. Siempre intenté estar a su altura, y a veces me preguntaba qué cosa le atraía de mí que yo no me veía.

 

—¡Se equivoca! No se menosprecie. Usted es una gran mujer, digna del mejor marido que pueda existir. Desde que la conocí, seis años atrás, aguardaba el momento de decírselo. Tal vez no sea ahora el mejor…

 

—¿Seis años? ¡Pero si hasta ha llevado la cuenta! No me dirá que por eso permanece soltero.

 

—¿Me creería?

 

—No lo sé, podría intentarlo, aunque más no fuese por vanidad.

 

—¡Hágalo! Si de todos modos desea que lea esta desgraciada revelación no tema por su bienestar, me encargaré que nada les haga falta. Estamos llegando. ¿Qué hacemos?

 

—¡Ay! Dudo qué camino seguir. Pero no por su oferta, ya puede descartarla o al menos postergarla. No estoy para pensar en esas cosas ahora. Mi duda es si hago bien en cumplir su último deseo y dar todo a luz u oculto todo. Me sería difícil vivir guardando tan ominoso secreto.

 

Yo estaba que estallaba. No podría creer que mi madre pensara de modo tan liviano. Noté que por primera vez durante el trayecto parecía inquieta. Tal vez advirtió mi presencia cercana y se volvió algo más hacia atrás. Cuando lo hizo notó que yo estaba a punto de reaccionar y exclamó: —¡Vamos chiquito, fuerza! —al mismo tiempo me guiñó un ojo y si callé fue por la confusión y no por su proceder. El hombre aminoró la marcha y preguntó a mamá:

 

—¡Permítame ayudarla! Tengo aquí el manuscrito de su esposo, y otro apócrifo ocultando sus desmanes que escribí por si decidía mantener oculta la verdad. Sólo dígame cuál de ellos desea que sea leído.

 

Mi madre tomó sendos pliegos de papel y sus ojos vacilaron sobre uno y otro. Recuerdo que de pronto se detuvo. Volvió a observarlos, esta vez más de cerca y, según supe más tarde, las dudas que ella traía durante todo el trayecto se confirmaron, pues no tuvo ninguna duda en cuanto a que la letra en ambos trozos de papel era la misma.

 

Lo cierto es que entonces mi madre fijó sus ojos en el rostro aparentemente inocente del hombre con quien hablaba y preguntó:

 

—¿Una muerte por año fue que dijo?

 

Luego ocurrió el escándalo que terminó con nuestra angustia. Había comenzado a matar seis años atrás, cuando por primera vez vio a mi madre.”

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