Ya quisiera hacer con las palabras lo que algunas personas similares al protagonista de este relato hacen con sus cuerpos.
Se trata de un pequeño homenaje a un artista que iluminó mi infancia, y a todos los que como él se esfuerzan día a día en dar lo mejor sin pensar en réditos materiales.
Pues solo dando lo mejor sin esperar nada a cambio se adquiere la nobelza del alma.
Construcciones invisibles
Pasaron dos años desde la tarde color angustia en la cual comunicaron a Manolo Ademán que lo suyo no iba más, que era pasado, viejo, arcaico, aburrido. Que lo suyo tal vez funcionó en otros siglos, cuando las personas eran cándidas y soñadoras. Que ahora las multitudes prefieren espectáculos de más actualidad: pólvora, destellos, efectos especiales, sobresaltos, crímenes horrorosos y cinco o seis “etcéteras” más.
Para él había sido como si al niño que llevaba dentro le hubieran vedado el arcón de los juguetes. Un ahogo doloroso, semejante a inhalar arena, a ver desprenderse de su mano la flor que se perderá en la fosa abierta donde yace para siempre un ser querido.
Era hombre de pocas palabras, lo cual no significa que fuese hosco, todo lo contrario, comunicarse era su pasión. En su semblante pálido se habían hermanado el silencio y la expresividad.
Por eso en aquél momento, cuando comprendía que lo dejaban fuera de escena, apenas pudo esbozar gestos de incomprensión. Con ellos, y nada mejor que con ellos, insistió manifestando que el público apreciaba su rutina y, todo lo contrario a lo que le dijeron, con él jamás bostezaba.
Incluso dejo en claro que si era necesario mejoraría tanto como fuese necesario. Inventaría campanarios colmados de palomas que volarían de sus manos cual cometas de una primavera eterna. Mojaría a todos con baldes de papel atado que siempre causan sorpresa... pero sin emplear baldes. Mostraría un mundo de animales raros y hombres que de tan pacíficos serían también extraños.
Lo mismo hubiera sido gritarlo, grabarlo en piedra, documentarlo con un escribano o jurarlo ante el mismo Dios y ante los míseros demonios.
—No viene a cuento que seas un maestro de esa disciplina artística. Nadie lo niega. El punto es otro y lo he mencionado —terminó diciendo Fortunato Pezeta, el último empresario que al artista le quedaba a mano. Además, previniendo una nueva secuencia de ademanes y lágrimas descolgadas con un dedo exclamó: — ¡Caso cerrado!
Pero Manolo no podía conformarse con meter su cola entre las patas en un postrer intento antes de irse, por eso lo evitó. Tampoco se quedaría con el frágil argumento del cine espectáculo, los efectos especiales, la revolución de la imagen, la televisión mentirosa, la globalización decadente, la reconversión laboral, la inteligencia artificial...
Lo único trascendente de cuanto había escuchado podía traducirse en: “No te podemos pagar por eso”, expresado en forma tangencial mediante aquella frase patética: “Hay niños limpiando parabrisas en los semáforos para poder comer”.
Ese era el contexto del que huía, el que dolía más que su propia circunstancia y razón por la cual concebía cuantos jardines podía donde fuera que fuese. Mas en la fría realidad no era interpretado. No se trataba de comer ni de adquirir bienes. Se trataba de su vida, de su amor, de su razón de ser y forma de llegar a los corazones.
Cuanto hacía era lo que él era, si sus manos dejaban de construirlo dejaría de existir. El arabesco de un soplo de bohemia, un terrible y simpático lobo feroz, un barrilete saltarín de nubes, el tiovivo de un domingo en el estío o apenas un pañuelo al viento, flameando desde el cuello tibio de una mujer bonita que se asoma al balcón onírico de un adolescente.
Por tanto, luego de allí intentó que lo contratara un circo, donde opinaron que su disciplina no encajaba exactamente en lo que la gente busca en un lugar así. Además, si necesitaran algo parecido para salir del paso, adiestrarían a personas desconocidas. Sería mínimo su caché y la escasa inversión disminuiría el riesgo.
Vio pintarse en su pecho un anuncio con la leyenda “No rentable, obsoleto”. Eso sí, con letras en “3D” que permitían, durante la oscuridad de su intermitencia, que la luz negra enseñara el resplandor violáceo de su rostro gris. Todo acompañado con el fondo estridente de música compuesta arrastrando muebles bajo bramidos de tempestades.
Su cabeza bullía de pensamientos tristes: “¿Quién eres? Con algodón azucarado siempre serás incapaz de mitigar gula de estruendo, violencia y sexo. ¿Dónde irás? ¿Dónde los bufones, dónde los arlequines de largas narices? Pues al páramo de los oficios olvidados.”
Manolo Ademán era consciente de las bondades de su trabajo. Si decían que solía ser caprichoso se debía a notar cuan responsable y constante era con su oficio, buscando de manera incansable la perfección, buscando la magia que se agazapa en la movilidad y la mudez.
No era mago, no. Si lo fuese hablaría como esos prestidigitadores de galera y misterio. De serlo le bastaría con decir “¡Abracadabra!” y a todo el mundo le volvería el deseo de sonreír con su arte, pues de inmediato dejaría de ser mago para volver a ser lo que él era.
Pues él era flor -habitualmente margarita- dulzura o tristeza, vuelo y caída, misterio, color, movimiento y miles de cosas más… pero siempre silencio.
Así que dos años habían transcurrido de su alejamiento. Durante su transcurso debió tolerar el hambre y la falta de aplausos, de risas y exclamaciones. Ahora sentía que ese tiempo de esfuerzo y dedicación estaba dando frutos: tenía la excelencia entre sus manos, tan sutil como concreta. La excelencia no suele estar a la vista y parece inaccesible como el horizonte. Algunos dicen que no existe. Otros que sólo llegamos a estar algo cerca sin atraparla nunca. Pero él vio que pudo. ¡Si casi podía sentirla acunada entre sus palmas!
Lo tomó con la modestia de quién sólo intenta realizar bien su trabajo, del que sabe que vale la pena la satisfacción de haberlo logrado. Y nuevamente, aun con las carencias mencionadas, se sintió feliz.
Cuando dio a conocer al mundo las "Construcciones invisibles" su nombre había sido olvidado. No es raro en la actualidad, donde los quince minutos de fama han pasado a ser un par de segundos. De todos modos jamás le había interesado que lo recordaran, pretendía que evocaran la sonrisa recién animada y los gráciles movimientos de su incitador.
Había cambiado su aspecto de tal manera que hasta Fortunato Pezeta, el empresario aquél de la despedida, demoró en reconocerlo. En esta instancia Manolo no llevaba el rostro cubierto de crema blanca ni su vestimenta profesional. Se había presentado cual formal hombre común.
Los demás podrían verlo cual predicador o tecnócrata, cual otro empresario voraz o instalador de teléfonos; en definitiva, con la forma en la que él quisiera mostrarse. Era más que cualquier personaje. Por su actitud integraba el disminuido grupo de los que vuelcan amor en lo que hacen.
No ponía tesón en particular, ni responsabilidad, ni preocupación, ni inteligencia. Sólo “Amor”, lo demás venía incluido igual que las etiquetas, las instrucciones, la garantía, las baterías y el enchufe.
Esta vez sin embargo había hablado. Al principio, cuando dio la noticia de su hallazgo, algunos se extrañaron de su forma de expresarse. A Manolo le hubiese gustado saber si ello se debía al sonido emitido con total falta de costumbre o al contenido de sus manifestaciones. De todos modos, si reían de su voz él reía también, jamás tuvo problemas para eso, tanto que siempre se asombró de lo poco que ríen las personas.
—¿Qué dice? —preguntaron.
—¿Un pasaje a otra dimensión en un sitio agreste y alejado? —inquirieron.
—¿Edificaciones fabulosas que nadie puede ver? —descreyeron.
—¡Ha de ser broma! —exclamaron.
Nadie llegó a decidirse hasta que su voz estuvo tan pulida como sus movimientos. Incluso entonces no fueron muchos quienes aceptaron comprobarlo.
Alguno adujo que en el mundo la mitad de las personas son farsantes, y la otra mitad gente desconfiada por tal causa. Como además quien hablaba mencionó pertenecer al grupo de los desconfiados le dijo: —Qué suerte tiene usted de que no sea yo un farsante. Si lo acepta yo compro su viaje, y si queda conforme otro día me lo paga.
Si bien la difusión hoy día pasa por canales electrónicos, suele ocurrir que el boca a boca aun brinda magníficos resultados. Por supuesto, no sería Manolo Ademán quien se encargaría, sino quienes acertaron aceptar su propuesta: los pasajeros del vehículo.
Pezeta en un principio se negó a realizar el viaje. Luego llegó a razonar que, fuera lo que fuera todo aquello, de algo importante se trataría para que Manolo Ademán no sólo decidiera ejercitar su lengua y conversar, sino que lo hiciera con tal profusión. Hablaba tanto que parecía estar poniéndose al día.
Al fin el empresario entendió que sólo por esa causa aquello merecía verse. ¡Claro! No fue fácil, debió convencer a su sólido sentido común explicándole que no estaría del todo mal un día de campo. De otro modo se habría sentido un tonto, y eso no se lo podía permitir.
Allí fueron entonces, hendiendo la tarde estival en el vetusto transporte. Casi todos llevaban el corazón fluctuando entre las ansias, las dudas y el temor. No era para menos, estaban siendo conducidos por las palabras de un hombre que siempre las había soslayado.
A Manolo Ademán le bastaba con llenar el ómnibus contratado. A la postre, fueron aquellos que retornaron encantados, todos dispuestos a trasmitir las bondades del portento. Fue un día de felicidad para todos.
Manolo sabía que el momento más dificultoso sería el arribo, el detenerse en medio de la campiña y no ver nada más que la redondez del horizonte. Ese buscar abrir un ojo en el huracán agitado del mundo actual. Ese romper realidades y liberar mentes, echarlas a volar, transportarlas a ese sitio artesanal, manufacturado, simple.
—Calma —pidió Manolo difundiendo tranquilidad. Había notado desconcierto en algunas miradas. ¿Alguien podría descreer de la confianza que desataba su sonrisa? Únicamente quien nunca lo haya visto.
—No olviden que no podemos percibirlas con la mirada. Por algo se trata de construcciones invisibles. ¡Vengan conmigo! —Y como por obra de magia los pasajeros cambiaron su talante.
Allá fueron, casi en fila india, como niños exploradores, cual estela de un cohete a lo desconocido. Antes de detenerse y hablar Manolo caminó delante unos veinte metros.
—Por favor. Continúen en hilera detrás de mí. Podrían lastimarse contra los muros invisibles. Eso fue lo que me ocurrió la primera vez que vine, tropecé con la punta del ancla no bien sepultada de un imponente trirreme fenicio varado hace tres mil años. ¡No se asombren! Es probable que aquí hace muchos siglos hubiese un mar, o quizás los constructores de las maravillas descubiertas fueran navegantes espaciales.
Se volvió hacia un lado y su público observó que sus manos, oteando el aire, palparon con suavidad y cuidado. Dio unos pasos con sigilo, titubeando, al parecer no encontraba lo que pretendía.
—¡A ver! Sí. Creo que ahora halló algo —dijo un joven que aferraba tanto a su chica que parecía temer que la escasa brisa se la arrebatara.
—¡Ajá! —Dijo Manolo con alegría—. ¡Aquí están señoras y señores! Deben acercarse lentamente y tocar estas paredes. ¡Detrás de mí, por favor! Iremos en busca de la entrada.
Las manos de todos sus acompañantes recorrieron el aire en el lugar indicado.
—No hay nada... Yo no toco nada —dijo alguno—. ¡Aguarden! ¡Ahora sí, lo siento bajo mi palma! ¡Es áspero, parece piedra!
Los demás mantenían silencio pero sus rostros lo decían todo. Acariciaban el aire y el aire estaba vertical y raspaba. Se deslizaron por allí, restregándose contra la nada de los sólidos muros imaginarios.
—¡Y seguimos viendo solo la campiña! Quizás se trate de altos cristales rugosos —reflexionó otro excursionista, muy preocupado en determinar su origen—. Soy vidriero, y bien que estos edificios podrían ser de sílice, cuarzo transparente o inmensos diamantes.
Por fortuna Pezeta no alcanzó a oírlo, sería capaz de volver con una empresa de demolición a extraer piedras preciosas. Y mientras los demás continuaban palpando hacia arriba y hacia abajo uno comenzó a golpear la vacuidad:
—¡Es sólida! —exclamó, admirado de tener que admitir contradicciones.
El chofer se había quedado recostado al vehículo, viendo desde la distancia cómo sus pasajeros se retorcían y enmarañaban en movimientos lentos y extraños:
—¡Tonterías! —dijo. Luego masculló un insulto mientras corría su gorra hacia delante para rascarse la nuca—. ¡Quisiera saber si algunos de esos es la mitad de listo que yo! —El hombre era un moderno Otelo atormentado por las sospechas:
—¡Debería irme ahora! Volar de aquí y llegar agazapado —tuvo un instante de duda—. Sí, debería dejar a estos lunáticos varados en su sala de baile robótico. ¡Tipos raros! —Observó su reloj—. Estos han de pertenecer a una secta, una logia extraterrena o un manicomio, y si los dejo tal vez hasta salve mi vida... Y mi dignidad.
—¡Al fin! —Decía por allá Manolo—. ¡He aquí la entrada al gran salón! ¡Cuidado señora! —y ayudaba a la mujer gorda del perrito a ingresar sin problemas
—¿Encontró el escalón? ¡A que sí! —Luego se dirigió a todos en general: —Procuren no tropezar con algún mueble. ¡Oh! Aquí hay una silla, la correré —y sus manos se movían en el aire denotando el esfuerzo.
—Vean, el tapizado de esta silla, ha de ser terciopelo. ¿Lo notan? Palpen aquí, contra el posa brazos, notarán la calidez de la madera herida por las tachas metálicas.
Así fue que todos comenzaron a sopesar bártulos de vacío.
—¡Cierto! ¡Sí es terciopelo! —Aseveró un hombre luego de recorrer con sus manos planas el espacio donde estaría el asiento de la silla. De inmediato agregó muy orgulloso: —Además es un trabajo muy bien hecho. ¡Y lo digo yo que me dedico a la tapicería!
Una mujer se apresuró en dirigirse hacia allí y sus manos exploraron donde dijera el tapicero:
—¡Mucho, muy cierto! —Exclamó—. ¡Y lo digo yo que soy modista!
Manolo Ademán los observó entre embelesado y complacido: —¡Y de seguro son los mejores cada uno en lo suyo! Estas construcciones han sido realizadas por los más diestros en sus disciplinas.
Aun cuando hablaba sus manos no dejaban de aletear, parecían palomas dando forma al espacio, y su voz apenas un complemento, una explicación para lerdos de entendederas, un bastón para ciegos.
Así continuaron, cada tanto Manolo transmitiendo algún sobresalto, con algo de su voz y todo su cuerpo: —¡Cuidado muchacho! ¡Allí hay un florero! —gritó de pronto y acudió presuroso hacia el lugar donde un joven se inmovilizaba de improviso para no cometer ninguna indiscreción.
Al parecer, el descubridor de maravillas llegó tarde, pues todos lo vieron deslizar su mano sobre lo que debería ser una mesa, y con ella seguramente estaría escurriendo el agua derramada hacia el borde.
Todos notaron que los había olvidado y se dedicaba a colocar, con elegancia, lo que deberían ser flores dentro de lo que sería... ¡Qué duda cabe! Un nuevo florero, más grande y flamante. Tanteó nuevamente y parecía estar secando sus manos con... ¿El borde del mantel?
—¿Han notado? —Preguntó Manolo—. No sólo son invisibles sino que no producen sonido. No hemos oído el sonido del florero anterior al romperse. Supongo que este ingenio pertenece a la misma dimensión que yo.
—¡Aquí hay un cenicero manchado con sangre! —exclamó un hombre que durante el viaje había venido tomando notas en una libreta.
—¿Lo notó? —preguntó Manolo con su amable sonrisa, sus ojos buenos, su nariz mansa, sus cejas como preguntando; pero sus orejas afirmando que no esperaban respuesta. Luego dijo: —Es bueno que lo recuerde, tal vez un día escriba sobre eso. Noto que usted tiene la facultad de observar con detenimiento aquello que no se ve —y el escritor permaneció largo rato preguntándose qué habría llevado al guía a decirle aquello con tanta convicción.
Ajenos a estas especulaciones los integrantes del grupo deambulaban como a tientas, sumidos en un notable afán por desenmascarar objetos invisibles. Volviéndose para aquí y para allá casi todos hallaban algo distinto a los demás, pero el que hallaba lo mejor era siempre Manolo. Lo que caía en sus manos casi que se veía, y al final todos estuvieron pendientes exclusivamente de sus actos, pues eran lo que más los entretenía.
Incluso algunos solicitaban tocar aquello que se ponía de manifiesto con el tacto del descubridor. De ese modo todos pudieron compartir las maravillas implícitas en la forma y el peso de lo invisible.
—¡Eh, Manolo Ademán! —exclamó el empresario que andaba por allí como al acaso—. ¿Cómo hacemos para saber si algún objeto es de oro?
—¿A quién le venderá una joya de oro invisible? ¿Quién podría lucirla? Además no aparecimos por aquí como salteadores del camino o cuervos ávidos de brillantes. Vinimos sólo a conocer —contestó Manolo con pesar mientras, en forma casi imperceptible, movía la mano que mantenía baja, junto a su pierna.
Entonces el perrito de la señora gorda, quitándose de las caricias de Manolo, comenzó a ladrarle al pasto. Ella, preocupada, le preguntó si sabía por qué lo hacía.
—¡Oh! No tema —exclamó Manolo elevando los pómulos—. Seguramente ha encontrado el rastro del gato que vivió en este palacio. Él puede ver con su olfato lo que no aprecian sus ojos. Ya se le pasará. ¡Pero espere! Allí hay un hueso de goma invisible, se lo daré para que se entretenga.
Todos vieron la forma en que Manolo Ademán tomaba algo unos pasos más allá y luego calmaba al animal moviendo sus manos como si estuviese colocando un hueso en su boca. Lo único diferente en el recuerdo de estas personas llegaría a ser el tamaño del hueso y el tiempo que mantuvo ocupado al perro.
Manolo iba a comentarle a una pareja que no dejaba de tomar instantáneas que dejara de hacerlo, que nada verían en ellas, mas pensó que tal vez la ilusión podría ser tan grande que sí podrían verlas y olvidó el asunto.
El chofer se aburría viendo a sus pasajeros en esa ceremonia ridícula, en ese juego de niños a la descampada. Observó su reloj por milésima vez y descubrió que al fin estaban sobre la hora de volver. Era un hombre ansioso habituado a la velocidad y excitado hizo sonar varias veces la bocina. Tenía prisa por regresar a su casa y hasta abrir la puerta y descubrirlo no conocería el motivo de tanta impaciencia. Con frecuencia le había sucedido aquello, pero llegaba y todo parecía normal, el cántaro estaba sano.
—Meditaré sobre ese cenicero ensangrentado —dijo el hombre que escribía a Manolo, cuando pasó a su lado ya en el ómnibus. Se había desentendido del entorno y parecía recapacitar como lo haría un matemático. Tanto se dedicó a esa cuestión que llegó a deducir cómo y por qué razón un colega lo había hurtado para inspirarse. Con tal argumento escribió un relato que al poco tiempo, cuando Manolo se topó con el texto se sintió enaltecido: aquél hombre veía cosas que no existían y las mostraba, igual que él.
El viaje de regreso fue muy distinto al de ida, Manolo Ademán era el centro de atención y mantenía las manos en los bolsillos, haciendo esfuerzos para no gesticular ante tantas exclamaciones de agrado por la experiencia vivida. Temía que de hacerlo llegaran a pensar que consigo llevaba objetos de aquél lugar.
Mientras los viajeros se despedían comentaba entre sí sus pretensiones de volver, y dejaban sus números telefónicos en las ágiles manos de Manolo, que parecían cosechadoras cegando con delicadeza dorado trigo.
Hasta Fortunato Pezeta se mostró interesado y lo citó para la mañana siguiente. Viendo alejarse al empresario Manolo se imaginó volviendo a las tablas, subiendo a los escenarios y entregando su arte sólo por sentir en el alma el calor de los aplausos.
—Todavía es tiempo —se dijo en silencio—. Sí, mientras la capacidad de sonreír sobreviva —exclamó con otro gesto—. En tanto el hombre conserve algo de inocencia, es posible —musitó con un dedo—. Todo se recicla —gritó elevando las palmas de sus manos como si fuese el mundo a posarse en ellas.
Para la entrevista, como antes lo hiciera, llevó una margarita en la solapa de su saco negro, mas no se atrevió a maquillar su rostro todavía. Pezeta lo aguardaba y de inmediato le expuso su idea de organizar excursiones hacia aquél lugar, ofreciendo trabajo de guía a Manolo.
—Y como quiero que mantengamos una sociedad tan transparente como sus edificios —dijo—. Desde ya acordemos que se descontarán del sueldo los días lluviosos y medio jornal si quedara pasaje incompleto o asientos vacíos.
Manolo no pudo evitar que sus facciones dejaran en evidencia su desazón. El empresario lo notó:
—Bueno, eso del transporte se podría conversar —agregó presto—. Un par de ausencias no sería tanto, pero una más y descontamos.
Manolo, defraudado, manifestó que su deseo era volver a pisar los escenarios, quería exhibir su mundo oculto sin que tal cosa significase un engaño. ¿Acaso en el tour no había demostrado su capacidad de maravillar?
De inmediato, Fortunato Pezeta, en forma seca y rotunda, destruyó semejante posibilidad: —Montar un espectáculo no es una excursión bucólica. ¡Olvídalo!
Cuando al fin comprendió que Manolo Ademán jamás aceptaría su oferta puso más ahínco en convencerlo. Ya vencido, le hizo una oferta de compra, quería saber el lugar exacto de aquél paraje misterioso a efectos de ubicar al propietario y adquirir el predio.
Manolo sonrió su desconsuelo, nuevamente dominando sus músculos faciales, y se juramentó que las próximas serían sus últimas palabras hacia él. ¿Dé que le servían si con ellas no se hacía entender?
—Las construcciones invisibles sólo están donde yo estoy. No lo entiende Fortunato. ¿Verdad? Es mi trabajo, mi arte. En cambio el suyo... ¿Quiere fumar? —Preguntó entonces llevando su mano a un bolsillo imaginario. Luego pareció estar abriendo un paquete de cigarrillos hacia el que Pezeta extendió su mano y extrajo... aire, al que mecánicamente colocó entre sus labios.
—¿Tienes fuego? —preguntó el empresario. Manolo asintió y dijo: —Toma mi encendedor, te lo regalo —y dando media vuelta se alejó mientras Fortunato Pezeta encendía la nada con el pulgar frotando aire.
Desde entonces no volvió a mostrarse jamás ante los ojos del empresario, que inútilmente lo buscó casi tanto como a un pedazo de campo con una serie de construcciones invisibles.
Sin embargo hay gente, simple, moderada, que lo ha encontrado para recordar que ha tenido una infancia. Y es bueno toparse con él en primavera, en alguna plaza o algún parque sembrando sonrisas. Incluso en las calles, en otoño, en cualquier lugar suele aparecer, lo necesario, de tiempo en tiempo.
Como aquella niña que yendo por una plazoleta de la mano de su madre se detuvo y dijo: —¿Viste mamá? Se movió la estatua.
Su madre sonrió: —¡Ay niña! No digas tonterías. ¡Qué cosas se te ocurren! —Continuaron caminando y la niña se volvió. Su madre lo notó y se volvió también. La escultura les guiñó un ojo, la niña le hizo adiós con la mano libre, su madre dominó un leve sobresalto.
Continuaría así por siempre, mostrando su mundo invisible y las maravillas que esconde, multiplicándose para facilitar que un Fortunato Pezeta, más iluso y pueril, lo contrate.
A veces cambia sus ropas pero no su viejo estilo: nada de trajes clásicos y aburridos. Y aunque suele asumir personalidades diferentes siempre es el mismo: el alma del mimo que se niega a morir.
Dedicado a Marcel Marceau