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¿Será realmente de los humildes el reino de los cielos?

 

Desde su temática y escenario este relato nos introduce en una atmósfera densa, dejando a su protagonista en medio de un horror sutil del cual, para más datos, no logrará escapar.

Como pista y a la vez desafío para su interpretación, podría decirse que si se pretendiese conocer sucesos posteriores a los narrados, deberíamos volcar la mirada de la imaginación hacia la eternidad.

¿Mejor vida?

Cada vez que repiqueteaba el anticuado llamador de bronce Lucina se sobresaltaba. Observó a la señorita Borsapiena y, aunque no estaba segura de ser oída dijo:

—Ha de ser el doctor Salvatore. Con su permiso, iré a recibirlo.

 

Tras franquearle la entrada acompañó al doctor hasta la habitación de la mujer agónica. El paso de la criada era diáfano, como si no pesase y fuese el aire quien la impulsara. Los del doctor manifestaban su paso firme al atravesar los amplios salones ya casi sin muebles.

 

Mientras andaban el médico se interesó por su paciente:

 

—¿Cómo está ella, Lucina? –preguntó. Para ello atenuó el sonido monocorde de sus pasos.

 

—Con los ojos perdidos, como viendo la nada.

 

—Los ancianos suelen volcar la vista hacia épocas pretéritas.

 

—Sí, supongo que es como usted dice.

 

Días atrás el facultativo, con expresión adecuada a las circunstancias, le había sugerido que permaneciese junto a la enferma:

 

—Es inevitable. A nuestra amiga le ha ganado la vejez profunda, nada puede hacerse. Debemos cuidar de ella durante esos pocos días que le resten de vida.

Lucina, quien en realidad se llamaba Esther Román pero ya lo había olvidado, tenía sentimientos ambiguos y era notorio. Al doctor le pareció advertir angustia en su rostro transparente y le acercó una frase de consuelo. Lucina apenas se permitió el asomo de una sonrisa irónica, lo cierto es que si algo la apenaba era no saber qué ocurriría con su existencia ante el inminente desenlace.

 

La señorita Borsapiena era casi como una madre, en realidad una mala madre. La había obtenido del "Asilo de Expósitos y Huérfanos" a sus once años, bajo promesa de dar a la niña una vida mejor. Si bien dejó entrever que su intención era adoptarla y educarla como si fuese su hija, en realidad su objetivo distaba mucho de lo declarado.

 

Dilapidada la fortuna heredada, ella y su hermano se vieron obligados a reducir la servidumbre –que en los buenos tiempos llegara a integrarse por más de veinte personas– a siete imprescindibles colaboradores pagos. La mansión era inmensa y su mantenimiento requería mucha mano de obra.

 

La señorita Borsapiena requería de alguien más, exclusivamente a su servicio. La solución pues, pasaba por lograr ayuda y para obtenerla estuvo dispuesta a otorgar un techo y un plato de comida.

 

—Debes sentirte afortunada —le había dicho —A los once años perdí a mis padres, y tú a la misma edad obtienes una familia. ¡Seremos como hermanas!

Si tal no fue el propósito de la señorita Borsapiena al menos en algo no mentía. Su padre había fallecido en 1873, cuando la fiebre amarilla hostigó Montevideo. Su madre, al no saber manejar la falta de su marido, los negocios, ni su razón, tampoco halló mejor salida que colgarse de un olmo del jardín de la residencia seis meses más tarde. Dejaban un hijo de veinte años y una niña de once.

Lejos estaban aquellos jóvenes de preocuparse por la duración de los bienes heredados, y tras breve luto continuaron con su vida habitual. Los bienes quedaron bajo el control irresponsable de un albacea, más preocupado en sus propias finanzas que en la de los hermanos.

 

Desde siempre, la casa quinta de “El Prado” donde moraban los Borsapiena, lució su máximo esplendor. Tal cual era costumbre los lunes recibían a sus amistades, lo más granado de la sociedad, y entre charlas, tragos y melodías de Wagner, pasaban horas lúdicas y amenas.

 

Impiadosos los años pasaron, la cuantiosa fortuna heredada se fue desmigajando, las costumbres cambiaron. Aquella niña envejeció y ese otoño de 1954 la estacionó al borde de la muerte.

Entonces se sucedieron días agitados para el médico Salvatore, quien a diario asistía a su más longeva paciente en la tan venida a menos casa quinta.

 

La salud de la señorita Borsapiena se hallaba tan deteriorada como los bártulos de la casona. Las alfombras persas lucían ensombrecidas, los muebles suntuosos pasados de moda, las arañas de cristal de Murano pendían del techo llenas de polvo y excrementos de moscas, y en las paredes sólo quedaban obras de arte que por su escaso valor no habían marchado a subasta.

 

Aquella paciente no era de las favoritas del doctor Salvatore, le chocaba su actitud regia, imperativa, siempre al borde del destrato. Odiaba su mirada aguda, acerada, que impúdica parecía clavarse en su persona. Actitud que aún hoy permanecía, cuando su cuerpo casi no estaba en condiciones de continuar latiendo.

Antes de caer postrada la señorita Borsapiena solía tratar al facultativo con displicencia y tono burlón, sin dejar de hacerle acuerdo que seguía sus consejos en honor a su padre, médico de la familia durante toda su existencia. Mas en estos momentos cruciales lo veía cual un Dios de quien dependen sus jornadas. Pero tal era su orgullo que no dejaba entrever el menor asomo de afecto, por lo cual Salvatore no se había percatado.

Ante ella el doctor sentía disminuir su autoridad académica y dudaba en cuanto a su inmediato accionar. Quizás a otro paciente en esas condiciones habría aconsejado prepararse para entregar su alma al descanso eterno. Prefería no tocar ese punto con ella, y a Lucina le comentó que sería mejor aguardar un par de días antes de llamar el párroco.

—Esperaremos, habrá tiempo para que reciba los últimos sacramentos. Mejor no asustarla.

 

Lucina se preguntó: ¿Asustarla? Para eso habría que ponerla ante el espejo.

Es que la señorita Borsapiena sólo carecía de avaricia a la hora de exponer caprichos y locuras. De personalidad avasallante y firmeza terca e inmisericorde, se tornaba sarcástica y cruel si algo la molestaba. Lucina llegó a conocer en carne propia varios de aquellos exabruptos. Estando solas, sin embargo, solía ser tolerante. No pasaba de alguna mordacidad raleada, un mal tono prepotente, acaso una acusación gratuita.

La pasividad de Lucina hacía diluir el nivel de arrogancia y maldad de la señorita. Pero cuando otra persona estaba presente se hacía más notorio su desprecio hacia ella y sin motivo alguno la humillaba. Lucina siempre fue leal, podía comprender y aceptar los desbordes de los aristócratas. Cumplía sus tareas por nada y con semejante eficacia a quien lo hace por un sueldo. En su existencia otra cosa no había conocido.

Atardecía cuando el medico se retiró. Tras su partida la criada se dirigió al dormitorio de la moribunda, sentándose a su lado cual expectante perro San Bernardo, atenta al menor requerimiento que pudiese emanar de la enferma.

Habrían pasado unas tres horas cuando de reojo advirtió que la anciana se movía. Lucina aguardó. El sentirse nombrada no la sobresaltó, era lo esperado y entonces sí, dirigió hacia la señorita Borsapiena la mirada, moviendo apenas la cabeza hacia la izquierda y abajo.

 

Los ojos de la anciana mantenían ese brillo insolente, acaso insano que también a Lucina siempre había inquietado.

 

—¿Necesita algo la señorita?

 

—No Lucina, solo hablar un poco.

 

Pese al notorio esfuerzo que le demandaba manifestarse, la voz de la mujer sonaba autoritaria:

 

—Lucina, sólo tú me entiendes. Llevas a mi lado una eternidad. Sabes qué cosa necesito y en qué momento. También conoces o puedes imaginar que donde quiera que vaya no podría valerme sin ti.

 

Lucina se limitó a escuchar. Preámbulos verbales de relativa amabilidad no solían tener buen destino. Recién en ese momento se preguntó dónde irían a parar los escasos bienes de la familia Borsapiena que aun quedaban pues no existían familiares ni parientes. La propia Lucina había acompañado a la anciana mujer a cada uno de los sepelios correspondientes.

 

Cuando su cerebro especuló con la posibilidad de que quizás la vetusta casa quinta podría pasar a su poder el resto de su materia gris, sumamente realista y resignado, borró de inmediato la insipiente sonrisa cándida que por un momento amenazó pintarse en su rostro.

En eso la señorita Borsapiena emitió una frase quejumbrosa que, si bien portaba un tono acorde a la debilidad de un moribundo, contenía también una firmeza inexcusable:

 

—¡Lucina, deja eso, todo quedará para la iglesia! Y arrima otra silla aquí a mi izquierda. ¿No ves que ha llegado el señor Paliatel!

Lucina no salía de su asombro. ¿Cómo supo en qué estaba pensando?. En la habitación no había nadie más que ellas, y el mencionado había muerto mucho tiempo atrás. De todos modos y en medio de un escalofrío arrimó una silla al otro lado de la cama. Aquél nombre le había dolido mucho tiempo.

Luego que Lucina arrimara una silla la enferma le agradeció con parquedad. Luego ladeó la cabeza para dirigirse a la supuesta visita:

—Rubén, sabía que volverías por mí. Siempre sospeché que mi hermano mentía al afirmar que jamás regresarías.

La señorita Borsapiena había intentado sonreír al decir aquello, mas aquella mueca incipiente desapareció más que presto, pues al parecer había obtenido una respuesta que Lucina no oyó: —¡Qué dices! ¿Mi hermano?

Lucina volvía a su lugar y las frases de la anciana se le pasaron desapercibidas. Se aprestaba a sentarse cuando los años trabajando al servicio de la anciana la llevaron a precaverse. Si bien en la otra silla no había nadie, su patrona se había referido al señor Paliatel y ella no debía tomar asiento en presencia de una visita sin autorización expresa. Así que decidió consultarlo:

—¿Puedo sentarme señorita Borsapiena?

 

—No deberías Lucina, bien lo sabes, no por mí sino por respeto a nuestro querido amigo Rubén. De seguro mantendremos una charla confidencial. Puedes descansar en la cocina. Ve, si necesitamos algo te lo haremos saber.

 

—Muy bien señorita Borsapiena. Señor.

 

Y tras hacer la reverencia correspondiente hacia la silla vacía marchó a la cocina. Decidió seguir el juego pues no tenía la menor duda que la anciana desvariaba. Podía dejarla sola pues se mantendría un buen rato despierta y si la necesitaba haría sonar la campana.

 

En la soledad de la vasta cocina Lucina pudo dedicarse a razonar sobre lo ocurrido los últimos minutos. ¿Rubén Paliatel? No era extraño que al oír ese nombre, un temblor eléctrico le recorriera los poros para terminar alojándose en sus huesos. También existió una lágrima disimulada a la que prohibió exhibirse.

Echó la cabeza hacía atrás acunándola al respaldo, y cerrando los ojos se dispuso a “mirar hacia el pasado”, como dijera el doctor con su académico estilo de hablar.

Miles de veces durante todos sus años Lucina había evocado aquél lapso especial de su vida, cuando por única vez conoció el significado de vocablos como “ilusión” y “amor”, entre otros quizás no tan románticos pero mucho más procaces, que entonces se adueñaron de sus sentidos.

Aquello había ocurrido en una época en la cual y pese a la debacle, en la casa aun servían cuatro personas. El amorío de la señorita Borsapiena con el jardinero Paliatel fue el rumor de los pasillos, y las burlas referían a las pocas posibilidades que debido a su edad tendría ella de hallar algo mejor. La señorita Borsapiena tenía entonces cuartenta y tres años y Lucina diecinueve.

Los comentarios apenaron mucho a Lucina, pues desde meses atrás mantenía una intensa relación clandestina con aquél sujeto. Además de eso atesoraba el sueño, la posibilidad de virar el rumbo de su vida. La eventualidad del romance de Rubén con su patrona, difundida con malicia y sonrisas socarronas, diluían en el aire el espejismo de sus esperanzas.

Jamás pudo confirmarlo pues el caso fue que de un día para otro Rubén desapareció. Lucina sufría en silencio y toleraba el mal humor que de pronto había tornado a la señorita Borsapiena más intolerante y abusiva.

 

Pese al desasosiego permanente que entonces manifestara su patrona, Lucina prefirió descreer los rumores. Hallaba imposible que Rubén se fijara en una mujer que le doblaba la edad, por lo cual durante mucho tiempo aguardó que su príncipe volviera a buscarla.

La vida continuó inadvertidamente hasta que de pronto, como en un soplo, aquellos diecinueve años se volvieron cincuenta y ocho. Despertar ahora aquellos recuerdos para nada la ayudaban en la actual situación. Bostezó y echaba los brazos hacia atrás, desperezándose, cuando sintió el tintinear de la campana de su patrona.

Al ingresar al cuarto la silla que Lucina había colocado junto a la cama continuaba vacía, mas la anciana parecía embelesada en la observación de su mustio tapizado. En esos momentos terminaba de decir, con desfalleciente y débil voz:

 

—Es una pena que sea tan tarde, me continúa subyugando tu atrevida arrogancia y esa especie de aroma silvestre, mezcla de hierbas recién cortadas y sudor de macho.

Por reflejo mental Lucina inhaló profundo y el aroma percibido la asqueó, olía a nenúfares descompuestos y tierra húmeda. No tuvo dudas, su patrona vivía sus últimos instantes flotando sobre extraños delirios y a merced de sus propias flatulencias.

 

Aquella percibió su presencia:

—Lucina, acerca tres sillas más. Vendrán mis padres y Gilberto. Quiero tenerlas listas para que ninguno aguarde de pie. ¡Esos deberán oírme! Todos ellos. Cada uno se las arregló para arruinarme la vida de algún modo.

Esta vez el sonido de sus frases fue tan firme que Lucina agradeció no estar entre los citados. Recordó el rostro agrio de los cincuenta años de la señorita Borsapiena, cuando moría su hermano Gilberto. ¿Y a dicho que vendrá? Bueno estaría que organizara una fiesta de aquellas. Yo no sabría qué hacer.

De no haberle parecido tan patético Lucina habría sonreído. Sin embargo, que los nombrados estuviesen fallecidos no marcaba diferencia en cuanto a la labor que ella debía realizar. Allá fue Lucina por las sillas, acomodándolas luego en corrillo en torno al lecho de la moribunda. Toda su vida la había obedecido, ahora que aquella manifestaba sus últimos deseos no dejaría de hacerlo.

 

Por allí anduvo, quitando el polvo a los frascos de perfume casi vacíos y de perdida gloria que abundaban sobre la cómoda. Al rato la voz de la anciana, conversando sola, la quitó de sus cavilaciones:

—Padre, no debió ser tan ansioso. ¡Era el importador con los mejores contactos en Europa! La mercadería cargada en el bergantín danés tarde o temprano bajaría a puerto. Amarró en la Isla de Flores pues traía pasajeros infectados. ¿Para qué burlar la cuarentena? ¿No pensó que los guadañeros que la contrabandearon por la noche podían desembarcar también la fiebre? No necesitábamos más dinero. ¿Para qué asumir riesgos innecesarios? Por creerse invulnerable al final nos dejó solos.

 

Lucina había escuchado la historia muchas veces. El viejo codicioso había contraído la enfermedad dando fin a la dinastía que se jactaba estar creando.

La anciana interpeló largo rato a una silla muda, culpando y maldiciendo como si se estuviese enterando de sucesos desconocidos todos reprochables. Sus ojos parecían echar chispas y la vehemencia de su voz dejaba escapar menudos salivazos.

 

En algún momento, entre agotada y desahogada hizo silencio. Respiró unos segundos, luego movió los ojos hacia la silla adyacente:

 

—Y usted madre, si pensaba colgarse de un olmo viejo no necesitaba atiborrar el jardín de plantas exóticas. ¡Buen dinero nos costó mantenerlas cuanto pudimos! ¿No le importó la suerte de sus hijos? ¡Véanos! Éramos niños apenas y no tuvo piedad.

Hacia esa otra silla se dirigió entonces su diatriba. Lucina parecía no prestar atención, si bien algunas veces lo hacía sabía disimularlo, estaba habituada a ignorar las conversaciones que los señores hacían a su alrededor. Tuvo la sensación que su patrona, aun dentro de su debilidad, se expresaba con sentimiento y pasión, por lo cual temió que todo aquello precipitara el desenlace fatal.

Al terminar con su madre y siguiendo la ronda, la señorita Borsapiena se hizo cargo de su hermano:

 

—Me cuesta creer Gilberto, que hayas asesinado para evitar mi casamiento con un palurdo. No fuiste tan conservador a la hora de dilapidar nuestro patrimonio.

 

Tras decir esto la señorita Borsapiena tosió un par de veces, haciéndose ostensible su agitación. Tenía los puños apretados y algunas perlas de sudor febril aparecieron sobre su frente:

 

—¡Insufrible morfinómano!

 

La silla sobre la cual estaría sentado Gilberto guardó silencio. Culminada la reprimenda a su hermano la anciana giró a una y otra silla la cabeza diciendo:

 

—¡Ustedes tres estarán eternamente en deuda conmigo!

Luego volvió la cabeza nuevamente hacia su extremo izquierdo:

 

—¡Y tú Rubén! —rugió —¿Tan hipócrita eras como para desposarme aun amando a otra mujer? ¡Hubiese preferido ignorar quien ha sido esa! Al cabo, bien pagaste con tu vida haberte burlado de mí. ¡Conmigo nadie deja deudas pendientes!

 

Permitió que el silencio enmarcara esta última frase. A Lucina el rubor le erizó la piel, y sin pretenderlo llevó la vista hacia la silla vacía donde supuestamente estaría Rubén.

 

El tapizado estaba desteñido, jamás lo había notado. Además parecía más hundido de lo normal. Una frase cruzó por su mente: Nadie hay allí sentado. Es que tu vista no es la de antes, es la edad Lucina, la edad. Tal pensamiento se evaporó luego de flotar en la densidad de una atmósfera que se tornaba irreal.

Se sentía cansada. Sí, ella también tenía sus años, ya no era aquella joven mujer que tan bien dispuesta estuvo a entregar su corazón a un farsante. Al pensarlo no pudo evitar que una triste sonrisa se hamacara en sus labios. Aquellos escasos momentos, apoteósicos, en nada envidiaban a las décadas de servidumbre, al contrario, eran su tesoro. Segundos de apogeo, de existencia sublime, de esplendor, intensidad y alivio, para contrarrestar aquella eternidad de obligaciones e ingratitud.

 

—¡Qué dices Lucina!

 

—Nada señorita, no he hablado. Pero no sé… quizás desvariaba.

 

—¿No dije que esperaras en la cocina?

—Me había ordenado retirarme cuando llegó el señor Rubén, pero no luego de haberme vuelto a llamar para acercar más sillas. ¿Debo retirarme?

 

—Aguarda Lucina, es posible que venga alguien más. Como ves, muchos amigos han llegado hasta aquí a través de tantos años, y ante la mala hora la mayoría nos ha abandonado. ¡Como si también a ellos los hubiésemos enviado a remate!

 

Las dos mujeres permanecieron en silencio. La habitación era amplia, digna de una reina. Grandes retratos de antepasados colgaban de una de sus paredes laterales, otra estaba tapizada de cuadros más pequeños con imágenes fotográficas, y a otra la cubría un tapiz de raso oriental con bordados de seda.

La señorita Borsapiena giró la cabeza de un extremo al otro de la habitación. Su aspecto era inestable, en un momento parecía desfalleciente y al otro se mostraba plena de energía.

 

Lucina emitió el breve carraspeo que se permitía cuando tenía dudas sobre su accionar y debía consultarlo. La enferma lo notó y volvió la mirada hacia ella.

—No es necesario que te retires ahora Lucina, al contrario. Siéntate, la silla que estabas usando permanece libre, nadie más vino.

 

Como si hubiese recordado algo se interrumpió de pronto. Luego se volvió para hablarle al corrillo de sillas vacías:

 

—¡Deberán tolerarlo aunque mi decisión les moleste! Lucina es mía. Siempre ha sido análoga a mi sombra, la llevo adherida desde el primer día que pisó esta casa y deseo mantenerla a mi lado.

Lucina observó las sillas con modestia, como si realmente contuvieran personas que podrían aceptar o rechazar su presencia. Incluso la de Rubén, quien según recientes confirmaciones pudo haber sido su señor. ¿Nunca su marido?

No pudo pensar mucho en eso, la señorita Borsapiena se hallaba semi sentada en la cama, apoyándose en los codos con gran dificultad. Observó a Lucina con expresión de incredulidad, como si la viese por primera vez. Luego su vista se dirigió hacia la puerta y cuando volvió a hablar parecía más fastidiada que moribunda:

—Así que tenía su historia oculta la mosquita muerta... ¡Y ahora vengo a saberlo! Como sea, lo hecho hecho está. No hay más que hablar, debemos irnos.

 

Luego dirigió sus comentarios hacia las sillas:

—Iremos con ustedes, estamos de sobra aquí. Si nos indican el camino los seguiremos.

 

Miró a Lucina nuevamente. Su mirada no era la de una vieja, tampoco parecía la habitual de la señorita Borsapiena apacible, sino la de sus coléricos ojos contrariados, los del ama impía y dominante.

 

Entonces, con tal firmeza que no admitía remilgo de duda, dijo a la delgada mujer que la atendía:

 

—Lucina, nos vamos. ¿Escuchaste? ¡Llegó el momento! Y aunque no sea tu hora no puedes negarte.

 

Ahora Lucina pudo verlos a todos, se fueron materializando sin llegar a cubrir por completo el tapizado de sus sillas. Tampoco dejaron de verse los sectores de la habitación que sus cuerpos cubrieron al ponerse de pie. Fue notorio que comenzaban a salir. La señorita Borsapiena ni siquiera perdió tiempo en cerciorarse si Lucina la seguía.

Al otro día, y ante la ausencia de respuesta tras sus golpes a la puerta, el médico decidió ingresar de todos modos. Daba por sentado que la buena de Lucina había pasado una mala noche atendiendo a la anciana, y agotada se había dormido al amanecer.

Al pasar al dormitorio de la enferma se extrañó de aquél rimero de sillas rodeando la cama. Como supuso, a Lucina se la veía dormida en una de ellas. Se aproximó a la señorita Borsapiena y tomó asiento en la silla más próxima a su almohada. La sintió helada y la abandonó de inmediato, sentándose entonces junto al borde del lecho, casi en el aire.

No demoró en verificar que la anciana había fallecido. Los labios de la señorita Borsapiena parecían a punto de sonreír, jamás los había visto con rictus tan optimista, y lo estimuló pensar que su paciente había muerto en paz.

 

Se preguntó si Lucina se habría percatado del deceso y se respondió que no, de ser así habría vencido su cansancio para disponer todo lo relativo a las exequias.

 

Sintió la habitación más fría de lo razonable y decidió despertar a la criada. Pretendía que al menos pudiese descansar en su habitación aunque fuese un rato.

 

Lucina tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y al parecer dormía profundamente. El médico la sacudió, primero levemente y ante la falta de respuesta en modo más enérgico. Luego mencionó su nombre varias veces y terminó tomándole el pulso.

 

La frialdad de la piel de Lucina se le anticipó. No esperaba tal cosa y se sorprendió mucho, aquella saludable mujer también se había ido. No llegó a levantarle el mentón, de hacerlo le habría llamado la atención la amargura de su rostro.

 

La soledad de la casa acrecentó su silencio, por eso pareció suscitarse un escándalo cuando, tras breves segundos de meditación, el médico musitó: —La fiel criada también pasó a mejor vida —entonces la ironía de un coro de ecos transitó cada recoveco de la vieja mansión difundiendo su frase: "a mejor vida", "a mejor vida", "mejor vida", “vida”.

El médico se encargó de los requisitos posteriores, incluso llamando al párroco y rogarle que diera la unción sacramental "sub conditione”, asegurando que ambas mujeres eran devotas y así lo hubieran deseado de estar aun en este mundo.

Al retirarse, ambos hombres se detuvieron a conversar sobre las deslucidas maravillas aun presentes en el jardín, la diversidad del follaje, las oscurecidas estatuas de magnífico mármol italiano, los cenadores laterales aun cubiertos de plantas trepadoras y la glorieta, con su fuente central que otrora contuviera peces exóticos traídos de la India y el Japón, hoy repleta de hojarasca, musgo y una alfombra de agua pestilente. El medico realizando apreciaciones artísticas y espirituales, el párroco cálculos financieros y deseos rapaces.

Elevaron luego la vista hacia el belvedere que coronaba la construcción y guardaron silencio hasta que uno de ellos sugirió retirarse. Curiosamente ambos, custodio de cuerpos y orientador de almas, siguieron pensando en ornamentos, suntuosidad y vacío durante el resto de la jornada.

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