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Es una melodía triste de oboe desperdigada bajo el paso de un tren a media noche, cuando por evitar que se enterara Alberta dejé caer en el mutismo a mi guitarra.

Melodía triste de oboe

En los tiempos de la buhardilla compartir unas tostadas les resultaba cual ceremonia sacra, asemejándose más a una comunión religiosa que a una necesidad física. Ella observaba el movimiento de sus barbeados maxilares con igual fascinación a la de un creyente imaginando resbalar una lágrima de sangre sobre el rostro afligido de un Cristo de yeso.
 

Durante las noches de verano deslizaban la pequeña claraboya dejando por techo la noche estrellada, y tomados de las manos en silencio, pretendían ver el imperceptible movimiento de la luna cruzando el cuadrado oscuro sobre sus cabezas.
 

A veces Alberta interrumpía el sosiego para ocuparse de los asuntos terrenales, encender un espiral para ahuyentar mosquitos, por ejemplo, o colocar sobre el calentador una pequeña olla para cocer unos granos de arroz.

Cierta noche Eliseo hizo la observación de que sus manos serían separadas por el fuego, e intentó encontrarle el místico significado durante otras cinco noches. Eran tiempos difíciles pero buenos.

—Algún día recordaremos con nostalgia estos momentos que abrigan nuestro presente —había dicho Eliseo esa misma noche, cuando ella se fastidió al comprender que la meditación, acunada por la observación lunar, provocó que su arroz se arrebatara.

—Añoraremos esta paz compartida y nuestra cercanía tan rodeada de miseria. No sé por qué pero intuyo que así será. Quizás porque soy feliz pese a todo temo la instancia de un fin prematuro. Hasta diría que temo que las cosas mejoren...

Ella no le dijo que para él eso era muy sencillo. Ni siquiera lo pensó. Es que aún no pensaba en la inestabilidad que los rodeaba. Tampoco le interesaba razonar sobre el universo y la existencia, o en el alboroto de la cama golpeando la pared, sucesos a los que iguales proporciones otorgaba.

Aquello de las tantas cuadras hasta el estribo del ómnibus sin que él la acompañara… Lo de los otrantos metros hasta el ascensor y lo de las ocho horas puliendo cerámicas ajenas y fregando pisos limpios, mientras él pretendía hacer poemas todavía era normal, natural y hasta lógico.

Al igual que ser su compañera, su mujer, su hembra… cocinera, limpiadora y mandadera, pero no esposa, resultaba aceptable. Todo eso sin notar que también era consuelo a sus deliradas tristezas, acaparadora de sus mezquinas alegrías, y estímulo a su versátil ego.

Seguramente si hubiera tenido la sensibilidad de Eliseo le hubiera dolido, y mucho, ser tanta cosa sin llegar a ser, entrañablemente, su musa. Cuando llegó a serlo se habían vaciado los relojes y no hay repuestos para momentos gastados.

Ella me lo había dicho alguna vez, consciente del cariño que a ellos les tenía. Dijo que lo amaba porque era tierno como pan recién horneado, y dulce y sabroso como aquellos duraznos con otro nombre que probó en casa de su patrona. Lo sabía indefenso como un niño y más delicado y frágil que las porcelanas que ella mantenía en condiciones. Tenía la angustiante certidumbre que sin ella moriría, incapaz de conseguir su sustento. Yo asentí en silencio, feliz de oírla hablar de ese modo, con la razón y poesía de su certeza.

A veces salían a caminar y acostumbraban sentarse en la plaza del barrio al atardecer, viendo a los niños ajenos llenar de energía y bullicio todos los recovecos del espacio. Generalmente allí se quedaban, en silencio, cual dos viejos con las espaldas llenas de vida gastada.

Una de esas tardes ella exclamó, como meditando en voz alta: —No hallo razón a que se nieguen a editar tus poemas. ¡Son tan hermosos!

Eliseo la miró como si sus palabras lo hubieran despertado de un hermoso sueño y respondió con indiferencia cercana al mal humor: —¡Vos qué sabés!

Alberta no supo decir nada. Era cierto. ¿Qué sabía ella de esas cosas? Él tenía razón... ¿Entonces por qué dolían en su pecho esas palabras?

Con la única intención de ayudarlo le habría dicho la verdad que yo oculté, si acaso ella alguna vez la hubiera sospechado. Pero desconocía por completo que los poemas de Eliseo estaban medidos aritméticamente, perfectos gramaticalmente, pero muertos lamentablemente. Trasmitían la estática de un universo sin vida en ningún planeta. Tenía la semilla sí, se notaba que algo podría o no nacer un día, sólo que la mantenía lejos de la tierra y el agua.

El hijo de la señora era muy apuesto y aunque nunca tuvo con Alberta más que formales saludos de cortesía, sus ojos decían cosas. A ella eso, si es que lo había advertido, nunca le importó. Pero esa mañana llevaba en la cabeza el “¡Vos qué sabés!” de la tarde anterior, y la mirada aquella provocó que sintiera una puntada en el corazón. Claro, la atribuyó a la frase del poeta y no a los ojos del príncipe.

 

Ay dime amor qué me pasa! Que arrodillarme en tu altar ya no es la gloria. Que estar atada a tu historia me está sabiendo a desgracia.


 

La luna estaba en menguante y ellos dos, que ya no tenían nada con ella, mantenían silencio. Pero no era la quietud callada, habitual y pacífica de sus meditaciones nocturnas; sino la del nerviosismo, la desidia, y cierta tristeza contagiosa que auguraba un silencio más profundo.

—Yo sabía que nos separaría el fuego —dijo Eliseo aun con la mano de Alberta entre las suyas, palpándolas suavemente y grabando en sus células las últimas caricias. Anticipándola, como siempre, no esperó que ella preguntara qué fuego, y con la pena de su orgullo herido agregó:

—El fuego donde ahora tú te quemas.

Ella se fue sin saber si hacía lo que deseaba. Eliseo no intentó retenerla pues por dentro sentía un torrente de frases corriendo desbocado y necesitaba que el papel las supiera. Entonces germinó la semilla, abrieron los capullos, y casi sin darse cuenta comenzó a saborear, una y otra vez, los amargos frutos de su amor abandonado.

La dueña del pequeño departamento no toleró más que la deuda de dos meses de renta. A él no le apenó abandonarlo: lo que había tenido en la vida para cuidar lo había perdido por ignorar o no valorar su existencia, y la buhardilla sin ella era un asteroide sin oxígeno que ya no lo cobijaba y le dolía.

En mi casa –amigo suyo hallado en la niñez, cantor de bares de locas baratas que de vez en cuando no está alcoholizado– encontró resguardo para su cuerpo y distracción para su alma hasta que entusiasmó a un editor con sus “Poemas para Alberta”. Poco más tarde un conocido juglar repetía por las radios las penas menos artísticas y más comerciales de Eliseo, hasta el hartazgo y con desmedido apasionamiento.

A veces, cuando el alcohol entibiaba mis arterias, cantaba sus coplas más profundas pero menos difundidas. Las frases ardientes y los sentimientos de Eliseo transformaban en tiernos amantes a los recios marinos. Entonces sus rameras lagrimeaban, sin preocuparse demasiado de que el rímel corrido las convirtiera en espectros grotescos.

Eliseo nunca supo ni se interesó por el manejo del dinero. Bastándole para subsistir era suficiente. Carecía de ambiciones y necesidades mundanas, y decía que se permitía el desenfreno solo para amar.

Solía tomarse algún tren hacia los suburbios. Esperaba encontrar una mujer que fuera en un todo opuesta a su Alberta solo para que no se la recordara. Pero en el mirar o el caminar, el cabello o la sonrisa: todas tenían algo de ella.

Eso era lo único nuevo en su pasar. Viajaba trechos cortos, pensaba, mantenía conversaciones imaginarias con las personas que se cruzaban con él, sobre todo con una joven que había visto varias veces. Conversaciones mudas más o menos del tenor de este trozo que por azar cayó en mis manos:


 

¿En qué piensas cuando regresas cansada del trabajo, por la noche, contra la ventana amarilla del tren? Tus ojos se pierden sin ver la ciudad que corre a tu lado todos los días igual, vestida de humedad y bruma. Ya no hay pájaros ni sol. Tampoco quedan niños jugando en las plazas desiertas, ni gente apurada deambula por las calles oscuras.

Mientras eso pasa fuera de la ventana ¿Qué ocurre en el interior de tu cabeza? ¿Piensas en el amor? ¿En la riqueza esquiva? ¿En metas imposibles? ¿En lo que hoy te ha ocurrido o en qué harás mañana? Tal vez supones que al menos queda la luna para escucharte. ¿O acaso has conseguido la gloria de meter tu mente en una laguna vacía de pensamientos?

Quizás sea eso. No ves ni quien sube ni quien desciende, ni al vendedor de golosinas ni al diariero. Ni siquiera al hombre que te observa discreto a un metro de ti casi todos los días. ¿Lo has visto sin verlo igual que a las casas corriendo entre luces difusas?

Aunque lo vieras él no está. Es una sombra con un ancla. Solo otro espíritu y otro corazón encerrado en esa caja ruidosa que cabalga en la noche como un rayo en la tormenta. Él piensa en tus ojos perdidos, tan distantes, atados a la referencia de tu perfume leve. Intenta develar tus misterios y siente en ocasiones que lo logra.

Suele también imaginar la forma de las palabras de aquél diálogo que jamás intercambiarán. Y no sabe por qué un día lo inventa afectuoso, otro agresivo y otro indiferente. Sin embargo lo único que quisiera de ti es saber qué piensas. Pues supone que alguien, quien jamás conoció tu alma, se olvidó de tu piel. Por eso te ve como a sí mismo, una sombra que viaja recostada a la ventana amarilla del tren.”


 

El espejismo de Alberta terminó sin siquiera conocer la ternura luego de ser maltrecho juguete de un verano y soportar caprichos de furor y lujuria. En aquél frágil tálamo el ardor, si quemaba, lo hacía despellejando, como el hielo. Su carne ultrajada no tuvo más valor, ni otra apariencia, que la de la res del matadero. Incluso aquél: “Vos qué sabés” comenzó a sonarle cariñoso.

Y no hay incierto futuro que pueda subyugar con más vigor que un pasado apasionado. Los tiempos de la buhardilla parecían épocas de magia. Él estaría aun allí, seguramente, en medio del rebaño de sus reflexiones...

Aunque supo de su libro no lo imaginaba viviendo en otro lugar. Adquirió su obra y no creía ser ella el original de las imágenes. Descreyó también la pena que Eliseo dejaba traslucir en sus poemas, pero pudo llorar lo mismo que las putas del bar.


 

Ay dime amor qué me pasa! Que mi error en su rodar parece noria. Que resalta en mi memoria como un fantasma sin casa.


 

Eliseo fue a la plaza. Lo llevó su deambular sin rumbo y el miedo de sentir a su musa agotada. Ya no escribía tanto ni tan bien. Sin tocarles ni una coma leía sus poemas de abandono una y otra vez, por más que ya podía decirlos de memoria y caminando por ahí lo acosaban sus ecos.

Alberta estuvo en la buhardilla y nadie salió a su llamado. Aguardó patética, aferrando su bolso menguado mientras las sombras se estiraban, y luego que un vecino le dijera que allí no vivía nadie caminó lentamente sin saber dónde continuar su pisada.

Se encontraron como se encuentran los que no saben dónde ir. Los junta su paso vacilante y a veces hay un banco despintado que los cobija. No vi sus ojos. Habría dado mi copa y mi guitarra por verlos. Seguro que las miradas decían cosas que las palabras evitaron.

Luego supe que les falló la alegría. Ambos se habían amado. Pero en esta nueva realidad aquellos amantes ya no existían. Eliseo comprendió que no eran los mismos primero que ella, y también que habían perdido la antigua facultad de comunicarse.

En algún momento Alberta, no pudiendo abrir los candados del ayer, manifestó que sin su auxilio, sin su existencia, jamás se habrían escrito esos poemas y que si bien era inmenso el honor de ser nombrada merecía más que eso.

Él la miró con ojos de un hombre que observa el desierto. Le pidió que llevara lo que quisiera, que “el todo” que tenía era lo mismo que “un nada”, y de todas formas jamás podría nadie quitarle los poemas de la cabeza, ni el áncora del corazón hundido en el pasado. Por lo tanto, no hubo instancia de discusión y sin embargo, nunca habían estado tan lejos de entenderse.

Pidieron a la dueña de su antiguo nido para estar solo un atardecer en la buhardilla, y se los permitió por una deuda atrasada y un mes de adelanto. Quisieron estar allí quizás para asegurarse que de aquello no había nada que pudiera salvarse.

Esperaron un rato y no vino el amor. Trataron que entonces llegara el cariño. Supusieron que al menos debería llegar el deseo. Cuando comprendieron que solo estarían con sus cauces secos había anochecido y corrieron la claraboya.

—Es el tiempo —dijo él, perdido en el cosmos y aferrando su mano como antes.

—O el destino —dijo ella, desilusionada porque aún la luna no estaba en el firmamento y no sabía viajar más allá.

Antes de volver a separarse se unieron en la misma interrogante. ¿Cómo, si hubo tanto, el estar juntos no hacía fuerza para subsistir? Tras despedirse él no la siguió con la mirada, ni se volvió ella. Existió un hasta siempre pero no nació un abrazo.

Hace poco ella estuvo conmigo. Parece que buscaba que alguien le explicara todo. Que le describieran con palabras sencillas los misterios insondables del amor. Creía que era posible todavía intentar el rescate. Preguntó por él. Solo le dije que no sabía dónde andaba y quizás sea cierto, aunque bien lo sé. Me resultó muy extraño y doloroso hablar con ella sin que Eliseo estuviera presente y como si aún existiese.

Yo estaba al tanto que de que cuando me iba, caminando despacio hacia los bares del bajo, Eliseo rumbeaba hacia la estación y abordaba algún tren a cualquier parte. Cuando no lo vi aquél día no me cayó nada extraño, andaba suelto en la noche como perro sin dueño… hoy es una hoja seca en el viento del olvido.

A veces me fastidia que las locas me pidan que cante sus recuerdos, siento la languidez de su morboso placer. Tengo la impresión de que se burlan de mí pues saben que ahora lloro cuando tomo. Razón por la cual hasta temo embriagarme.

Porque no quiero que me pase como a él, que de andar borracho de amor con hielo persiguiendo coplas imposibles sobre los durmientes, le gritó al tren que había admitido que la vida le pasara por encima pero a nadie más se lo permitiría, y se le plantó delante con el pecho firme y la cabeza levantada.


 

El amor siempre se termina y es irrecuperable su osamenta

Nos deja la piel desguarnecida y el alma en mitad de la tormenta

Ocurre tan solo que la vida no reserva boletos de regreso

Queda la soledad de la poesía calándonos la carne hasta los huesos.

Eliseo.

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