NENETE
Ella tenía una expresión en el rostro que Nenete jamás había visto. Sus ojos inmensos iban del cuerpo del hombre en el suelo al rostro impasible, inalterable, pétreo de Nenete, y luego al arma que descansaba sobre el linóleo.
Esa tarde era el fin, pero también un nuevo inicio. Tal vez el origen, indefinido y neutro de esa escena, comenzó con suma lentitud tiempo atrás, cuando ellos preludiaron la poquedad de su cariño. Un amor que fue mar, la rutina lo ha dejado barro seco.
Por la misma época Nenete comenzaba a notar que los dedos de su mano derecha, que alguna vez solo tuvieron movimientos reflejos, ahora parecían obedecerlo.
Como lo mismo sucedía con su ojo, también derecho, se le ocurrió que quizás podría llegar a comunicarse: un guiño por sí, dos por no.
“No es conveniente Nenete.” Vendrá el médico más seguido, instructores, gente extraña que lo atosigaría constantemente. “No Nenete. No podrías demostrar tu fastidio con una mano y un ojo. Pero Nenete... ¡Ahora puedes sentir! Tu carne despierta. Sientes algo más que esa angustia, que cuando ellos pelean duele en la garganta hasta que sola se ahoga. Es grato sentir eso que ocurre en las yemas de los dedos, ese cosquilleo, ese deseo que tienen de moverse.”
Así que comenzó a ejercitarse cuando estaba solo. Oprimiendo el botón de encendido de la silla de ruedas: avanzar, retroceder, girar. Acudir hasta la mesa del control remoto y cambiar de canal, volver y ver el rostro de sorpresa de ella regresando del baño o la cocina. Cuando no lo veían movía una y otra vez los dedos y luego apoyaba la mano y se afirmaba intentando levantar el brazo.
Tiempo después podía hacer que su mente levantara el brazo por si misma y lograr que en su extremo los dedos bailaran. “Lo liso. Lo espeso. Lo suave. Lo rugoso. Lo frío. La pana del sofá. El voile de la cortina... ¡Siente Nenete! ¿Cómo se sentirá acariciar su cabello?”
Por la mañana Nenete había notado cierto nerviosismo en ella. Parecía pendiente de los sonidos que se generaban más allá de la ventana.
Cuando se acercó a realizarle el aseo, luego que él se fue, lo hizo con la misma ternura de siempre pero en silencio, atenta a cada pequeño ruido de la calle.
Nenete sentía el pasaje húmedo de la esponja y el frotar del paño en su tez derecha. Era algo nuevo, su piel cobraba vida y como una electricidad le recorría el cuerpo.
Mientras ella lo aseaba Nenete tuvo su cabello al alcance de su mano hábil y le hubiera agradado palpar esa cascada dorada, mas temía asustarla y que todo cambiara si le descubría su secreto.
No sabía cómo haría para dar a conocer su novel aptitud y dudaba de la conveniencia. “Ella tan frágil y dulce. Él fuerte, impetuoso... pero indiferente con Nenete. No amigo. Triste.”
Le decía “tu hijo” cuando se refería a él y lo miraba con frialdad. “Nuestro” afirmaba ella con una resignación que era para él y no para Nenete.
En esas instancias Nenete se ponía nervioso y desgranaba su “ne-ne-ne-ne”, en alto tono, gutural y grotesco, único sonido que emanaba de su garganta y que los hacía callar y encerrarse a discutir.
Luego de vestir su uniforme azul él había salido llevando una prisa inusual, sin terminar por completo de abotonar su chaqueta ni saludarla después de calzar su gorra.
Ella desayunó y dio a Nenete su alimento con la misma paciencia de siempre. Luego sonó el teléfono y su rostro se iluminó. Aumentó el sonido del televisor y atendió hablando en tono muy bajo. Sonreía, y de reojo cada tanto observaba a Nenete. Más tarde busco el canal de dibujos. “Nenete no quiere dibujos. Ya no es un chico.”
A Nenete no le extrañó el sonido de un coche al detenerse ni su bocina, pero ella se puso de pie inmediatamente y tras ver por la ventana tomó su abrigo y salió.
Esta vez demoraba mucho, jamás lo hacía sin comentarle donde iba ni cuanto se tardaría. Quien llegó fue él, que no solía llegar tan temprano ni quedarse sentado y sin hacer nada.
Antes, a veces, al quitarse la gorra se la ponía a Nenete y sonreía, pero ahora hacía mucho que no lo hacía. Esta vez al ver que ella no estaba tiró el quepis con furia sobre el sofá. También se quitó el cinturón con el arma y la dejó sobre la mesa.
Nenete no podía ladear la cabeza pero por el rabillo del ojo observaba aquel objeto oscuro. Sabia muy bien qué era y para qué servía. Lo había visto en las películas que ellos a veces veían con agrado cuando se olvidaban de él.
Ella demoraba demasiado y él estaba ante la ventana viendo hacia afuera. Parecía esperarla con inusual impaciencia cuando oyeron el arribo de un automóvil. Nenete notó que los ojos de él pasaron de la ventana a la puerta y allí se quedaron hasta que ella entró.
Lo primero que la mujer hizo fue mirar a Nenete y sonreír con ternura, hasta que al girar la vista vio al hombre. Su semblante cambió instantáneamente. Quizás no esperaba que llegara tan temprano.
Él se abalanzó hacia ella y la comenzó a zamarrear. Mientras le gritaba preguntas relacionadas con dónde había estado la llamaba perra. La hizo caer al suelo y le aplicó tremendo puntapié.
Nenete comenzó con su “ne-ne-ne-ne” más desesperado que nunca, pero obteniendo menos atención que siempre. Su mano se movía inquieta sobre la silla, que se deslizó algo más de un metro con un silbido mecánico.
El hombre no advertía los movimientos de la silla de ruedas y continuaba golpeando e insultando a la mujer, quién sólo atinaba a llorar y adelantar sus brazos menudos para proteger su rostro y su cabeza.
La torpe mano de Nenete se encontró portando el arma y como cobrando vida propia, independiente de sus ojos que miraban horrorizados a la mujer, disparó sobre el hombre. El arma saltó de su mano y le dio cerca del ojo. El dolor lo aturdió, era algo nuevo: ¡Siente Nenete!
Ella tenía una expresión en el rostro que Nenete jamás había visto. Los ojos inmensos iban del cuerpo del hombre en el suelo al rostro impasible, inalterable, pétreo de Nenete, y luego al arma que descansaba sobre el linóleo.
Estuvieron mucho tiempo así. Descubriendo, encontrando, tal vez despidiéndose. Antes de tomar el teléfono ella se acercó llorando a Nenete y lo abrazó. Deslizó suavemente su mano sobre el moretón del rostro del joven. Ella estaba muy cerca, y por primera vez Nenete pudo introducir sus dedos entre la cascada dorada del cabello de su madre.