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Un bolero para Tony

Tony Savoy fue un intérprete mediocre, fácil de olvidar, mero furor de un verano aburrido. Aunque a priori no lo había llegado a sospechar, al soñador de Tony no lo afectaría tanto la fragilidad de su gloria como lo haría con su riqueza heredada en la cuna.

Momentos antes de presentarse ante su multitud de admiradores, y para demostrar a sus antepasados que también él era capaz de forjarse un lema, sonriente y de pie ante el espejo musitaba: ¿Quién dice que no se puede tener todo en la vida? Tal era su condición en esa época, nada le hacía falta. Salud, dinero, fama y amores.

 

¿Quién dice que no se puede tener todo en la vida? Claro, entonces era joven y estaba dispuesto, no sólo a conquistar su ciudad sino el mundo todo, además de ir cuanto más lejos pudiera por el cosmos, subido a su navío musiquero y al influjo de un mar de billetes.

 

Impulsado por aquella vasta riqueza familiar, acumulada con mezquina ambición por tres generaciones de su rancia estirpe, llegó a retumbar muy fuerte en la ciudad y nunca faltaban, a lo largo de sus pintorescas calles, sordos transeúntes tarareando algún estribillo de su autoría.

 

No menos contundente era la triste realidad: sin aquellos portentosos estímulos económicos Tony jamás habría podido dedicarse al “arte”.

 

La publicidad hacía que sus recitales rebosaran de adolescentes, a los que importaba más vestir la “vincha Tony”, la “Tony musculosa”, sacudirse con el “Tony culebreo” y ufanarse de la experiencia ante sus amistades, que disfrutar de la música.

 

Tony observaba la parafernalia de objetos alusivos a su figura como quien tolera un viento estival, sabiendo de que no deja sobre el cuerpo más que polvo: las utilidades obtenidas eran devoradas por la misma máquina que le daba rodaje. Así pues,  prefería creer que se invertían en mejorar el despliegue técnico de su show, en la siempre cambiante integración de la orquesta de Clive Veleza, y en su propio vestuario.

 

Las difusoras recibían más ingresos por el pago de la emisión de sus canciones que del resto de su cartera de clientes. Ningún otro producto de consumo hostigaba el dial con semejante insistencia. Adormilada por la dudosa actividad mediática la ciudad caminaba al ritmo de Tony Savoy. Aunque esto ocurrió hace varios años, ya entonces los medios hegemónicos poco informaban y mucho mentían.

 

Cuando el desesperado administrador de sus recursos le alertaba del desplome de los índices de ingresos y de fama, Tony conseguía un nuevo sponsoreo con alguna de sus empresas subsidiarias. Luego se alzaba de hombros y continuaba disfrutando el acoso de sus fans recién salidos del colegio.

 

De ese modo transcurría su existencia aquél verano, enviando al espacio su voz barata y sus billetes fáciles, como si aquella fiebre juvenil fuese a durar una eternidad. Dentro de aquella vorágine, no llegaría a sospechar que allí nomas, tras bambalinas, aguardaba “El Marroco”.

 

Aquél era un morenito flaco y para nada lindo, de escasas luces pero voz esplendorosa y abundante simpatía. Un saco de café festejando con trinados su molienda, brisa nocturna musitando a los oídos ajenos con dientes de piano.

 

Siempre risueño cantaba por algunas monedas en el pub “Moz—Art” y otros boliches cercanos a su mísero arrabal, donde la vieja Malú, su madre, todavía atendía algún cliente cuando él se distraía. ¡Quién te viera ahora María Luisa, tan sosegada entre el atardecer y los azahares de tu jardín!

 

Tony no era de concurrir al tipo de lugar al que llegó cierta noche. Tal cafetín le fue sugerido por una mujer de malos pasos, ojos negros y un cuerpo de otro mundo llamada Gloria, tercera conquista de Tony de esa semana.

 

Si bien ella lo condujo tras un rastro de feromonas derramadas con el artificioso movimiento de sus caderas deliradas, obvias prometedoras de una entrepierna famélica y ardiente, no está de más afirmar que Tony quedó maravillado con su nombre: nunca se había acostado con ninguna Gloria.

 

Así que allí estaba Tony Savoy esa madrugada, emergiendo de los lúdicos escarceos amorosos que realizaba con Gloria para escuchar, desde la penumbra de su mesa y con fuerte dosis de asombro, la sublime interpretación que con modestia regalaba “El Marroco”.

 

Su amigo, Polo Unuanda Ferrer –alias Puf–, asegura que Tony había bebido mucho alcohol en esa oportunidad, intentando justificar de esa forma que se haya conmovido tanto así, al extremo de largarse a llorar con la ternura de un niño perdido que, bajo lluvia, truenos y relámpagos, encuentra al fin a su madre.

 

Alguna mala lengua de buen oído podrá haber expresado con sorna que “Tony lloriqueó al comprender que jamás podría cantar con ese ángel y tanta melodía”. Lo cierto es que hasta le habría resultado pecaminoso atreverse a soñar con semejante voz, tan excelsa y afinada, sin punto de comparación con sus alaridos.

 

Alguien más benévolo afirmaría que la emotividad demostrada era cabal confirmación del buen oído del ídolo estival, y que al fin y al cabo todos los grandes artistas tienen detractores. Tony manifestó que lo había enternecido la poesía, pues hablaba de un huerfanito y él siempre había temido serlo.

 

Aunque nadie le creyó esa fue la versión oficial del “Club de fans de Tony Savoy”, noticia publicada en la prensa bajo el título: “El gran sensible” y que, ostentando la firma de un tal “Puf”, era acompañada por el afiche de la película “El pibe”, donde se veía a Chaplin sentado en un zaguán junto al huerfanito.

 

Un fotógrafo sensacionalista había registrado el gran momento en que “El Marroco”, sacudiendo su sombrero tintineante de calderilla se acercó a recibir, en lugar de las monedas que esperaba, el aparatoso abrazo con felicitación de Tony. Tras breve disputa, el resultado del trabajo del fotógrafo fue vendido en el acto al Sr. Unuanda con cámara y todo.

 

Mientras “El Marroco” continuaba con su cosecha de propinas, algo fastidiado por el apretón efusivo del tipo “sin níquel”, Gloria sugería a Tony la incorporación a su show de una breve aparición del trovador mulato, agregando que tal actitud podría reducir la indiferencia que hacia él demostraba el sindicato de músicos. No estando segura de haber sido escuchada lo repitió un par de veces.

 

Tony la escuchó perfectamente, tan sordo no era. La primera la pasó por alto. La segunda lo llevó a mirar fijamente a El Marroco. Recién en la tercera razonó sobre el alcance de acceder a ello. ¿El mulato en su show? Si lo aplaudían con mayor intensidad... ¿Cómo podría lidiar con su ego herido?

 

Titubeando en la encrucijada Tony comprendió que su paso siguiente sería definitorio. Enfrentado a la moneda que giraba en el aire, llevando al espíritu en una cara y la materia en la otra, descifró la paradoja: sólo abdicando del ídolo juvenil que personalizaba podría disponer de los frutos que lograría por la gracia de sus genes. Porque ese cantante desconocido era una mina de oro desapercibida.

 

Se trató de un relámpago fugitivo que lo iluminó un instante, dejando el reverbero de su impacto dando vueltas detrás de sus ojos. Era un alarido congénito repicando de pronto al señalar, con urgencia, la hora exacta de ajustar rumbos: "el momento". Recordó entonces el lema de su abuelo: Sólo triunfa quien sabe hallar el momento de obrar.

 

Comprendió que ante sí tenía también la pala con la cual cavar la tumba de su personaje, y su cuidada cabellera se elevó un par de milímetros bajo el influjo de un escalofrío. ¿Cómo podría? ¡Jamás!

 

Pudo hacer a un lado tan peregrina idea lanzando bien lejos el asunto. Su intención era olvidar en el acto la inoportuna propuesta de esa veleidosa mujer de nombre sagrado. Pero el negro había comenzado a cantar nuevamente y a esa interpretación mágica que los envolvía, acariciaba, fascinaba, Tony no podía dejarla allí, olvidada miserablemente sobre las mustias mesas de un cafetín suburbano.

 

Aunque su crítico más avezado y temido lo tildara de diletante él se consideraba un artista. Dando razón al opinante, su cualidad, la impronta que su naturaleza portaba en la sangre, lo arrastraba hacia otro lado. Por eso aferró la pala con toda entereza y dijo a la mujer, quien a estas alturas consideraba ya olvidada su propuesta: —¡Lo que sugeriste será realidad! —Y sin agregar nada a nadie partió de prisa, saludando a todos con la mano en alto y dejando a más de uno con la palabra a flor de labios.

 

Ya en su casa un Tony vestido con todas las galas lo contemplaba de pie desde el espejo. Parecía magnífico y orgulloso: Si a la gente les das mierda come mierda; si caviar, caviar come. Puestos a elegir, imagina, decía la fatua carita del Tony del espejo recordando esta vez el lema de su padre: Nunca dejes que los demás conozcan tu debilidad, de hacerlo estarás perdido.

 

Continuó viéndose hasta que apareció su figura real, ese señor Savoy de saco y corbata que traía algunos grados de alcohol pellejo adentro. Entonces su rostro pareció mutar nuevamente, esta vez tornándose reflejo borroso con rasgos de su padre y de su abuelo. Como pensaba en ellos no pudo discernir de cuál de los dos se trataba, al grado de tampoco reconocerse.

 

Mientras haya caviar... ¿Por qué no? dijo la imagen ambigua luego de atemperar su rictus severo. Ese caviar moreno merece ser saboreado, y guiñó un ojo a la etílica realidad del confundido ídolo.

 

Lo poco que quedaba de la noche resultó agitado para Tony, pues sin llegar a dormir deambuló entre pesadillas y prodigios. Debía decidir si sacrificaba su gloria, colocando su cabeza en el cepo, o condenaba a la humanidad a desconocer el privilegiado trinar del tal “Marroco”.

 

En su interior, oculto muy allá dentro, de antemano tenía una certeza: sabía que lo haría, lo dejaría nacer en su espectáculo y ya vería de afrontar las consecuencias. Si algo sano quería hacer por el arte, debía permitir el brillo del moreno. Nadie podría ser más honesto que Tony en ese instante.

 

Pasada la resaca y casi decidido, buscó de todos modos una segunda opinión, y Puf le alertó con las mismas consideraciones que él había analizado previamente: el Marroco era un fuera de serie y la ciudad no podría cargar con dos astros de la canción. ¿Podría competir con el mulato? Si no lograba hacerlo… ¿Dónde quedaría su carrera de artista? ¿Acaso había nacido para el anonimato?

 

Una fiebre de ansiedad lo consumía, y escribir una mala canción no ofrecía el tremendo encanto de usar la pala y desenterrar el tesoro que adivinaba aguardándolo. Tampoco se mentía, en el mismo hoyo debería sepultar al monigote bailarín y chillón que había inventado. ¡No poca cosa!

 

¿Qué haría un tipo común y corriente ante esta situación? Si lo pensaba fríamente, en algún momento de realismo depresivo había sentido pudor de encarnar a Tony Savoy. No lo había aceptado pues lo último que oyera de sus antepasados era que eso ocurriría. Ahora, perdido entre borrascas de ironía lo aceptó, sintiendo que al fin estaba madurando.

Una vez decidido, junto a un Puf que no estaba de acuerdo y a la tal Gloria que no se les despegaba, analizaron otros detalles:

—Lo normal sería que el invitado abriese el show a manera de telonero —sugirió su amigo, al fin capitulando. En tanto Tony se preguntaba quién disfrutaría luego con lo suyo, y Gloria sonreía satisfecha.

 

—Tal vez podría participar en el entreacto, interviniendo en el descanso a mitad de tu presentación —dijo ella dando otro empujoncito. Ante lo cual Tony estalló:

 

—¿Y padecer las demandas de “MI” público solicitando voz en cuello un bis del negro? —Era notoria su preocupación.

 

Por eso Tony debió aceptar que la única forma en que no se arruinaría su propia actuación sería liberando el arte de “El Marroco” como cierre. De ese modo soportaría en soledad su vergüenza, entre bambalinas y sin exhibirla al mundo.

 

Esa fue la propuesta hecha al moreno, aceptada de inmediato desde el fondo de su panza hueca, donde decía que guardaba los cantos pues pocas veces le mandaba alimento. Así que casi sin querer, aunque siguiendo los consejos del espejo, Tony pasó a ser representante con todos los derechos sobre la futura estrella de la canción.

 

Durante los ensayos, maravillado y sintiéndose magno benefactor, Tony lo comparaba de pronto con Julio Jaramillo, luego con Carusso, más tarde con Nat King Cole; incluso con artistas tan distintos como Fredy Mercury y el mismo Carlos Gardel.

 

Embelesado con las letras de las canciones de “El Marroco” no dudaba en equipararlo con Homero, a quien no había leído pero la lejana vaguedad de su existencia ofrecía mayor margen de error, y menor riesgo, que si lo comparara con poetas contemporáneos o más leídos.

 

Recordó otra frase, la de su tío y complementaria a la de su abuelo: La vida es una partida de ajedrez donde a su justo tiempo ha de ser movida cada pieza. El rey del espectáculo comparó la solidez musical de Marroco con una torre enhiesta y vislumbró el enroque.

 

Deslizó pues en la balanza los rastros de su existencia y su vocación natural emergió cual muñeco resorte de una caja sorpresa. Un viento ancestral venía con el índice en alto señalándole el camino y con ímpetu irresistible, tras el impulso del sentido común, terminó de cavar la fosa de Tony Savoy.

 

Consiguió el lugar más amplió de la ciudad y duplicó el costo de las entradas anunciando: “Última actuación del ídolo del momento, Tony Savoy”.

 

Las revistas del corazón y las páginas livianas de los diarios lamentaban a todo trapo su inesperado e inusual retiro, mientras los editores responsables suspiraban mudos mirando el cielo raso: “¡Gracias a Dios!”

 

También corrió la voz en las redes sociales, por fortuna con poco suceso, que comparaba aquél espectáculo con el “funeral de un fracaso brillante”. Todo mundo, en lugar de dar importancia a la metáfora, se mofaba interesándose por conocer un funeral sin muerto.

 

Tony Savoy, el ídolo. Allí está, bajo las luces. Véanlo, parece una estatua viviente en medio de los ensordecedores aullidos de su público. Un Dios sagrado al que todos quieren abrazar, rozar su piel, robarle la vincha, quitarle un zapato, tocarle la...

 

Pasaron quince canciones. Angustiosas, desesperantes, abusivas sí, pero gloriosas. Noche inolvidable, irrepetible. Tony dio todo, esforzando sus cuerdas vocales más allá de sus posibilidades y recorriendo el escenario con mayor soltura que nunca. Casi que daba pena pensar que no cantaría más.

 

Sobre el final de aquél último recital, con el rostro consustanciado por la tristeza causada por su abandono irrevocable, mantuvo un instante de mutismo, rasgo de su personalidad desconocido por su legión de admiradores. Inédito regalo para atesorar.

 

Tras breve silencio comenzaban a menudear los clamorosos: “¡No! ¡Continúa! ¡No nos dejes! ¡Tony! ¡Tony! ¡Tony!” Una adolescente se desmayó en la tercera fila, otra dio un alarido desgarrador, y luego una epidemia de desmayos casi provoca el caos.

 

Entonces Tony pidió silencio con las manos en alto, y tras el tremolar despampanante de un redoble de tambores africanos, anunció que se dedicaría a consolidar la carrera de un artista verdadero, completo, fantástico: “Un artista con todas las letras y todas las notas (que a mí mejor me vienen los números, pensó al decir esto). Un artista al que ustedes hoy, esta noche, entregarán el corazón.”

Con total solemnidad se puso de lado, separó su brazo izquierdo del cuerpo y anunció: —¡Maaaaarroco!

 

Los presentes al comienzo dudaron, y algunos hasta llegaron a silbar o abuchear al desgarbado moreno que tenían delante. Inclusive el sonido, el ritmo, la melodía que comenzó a dejarse oír, no eran lo que habían venido a sufrir y a lo que estaban acostumbrados.

 

La perplejidad del público daba lugar al nerviosismo cuando la voz de “El Marroco” comenzó a iluminarlos, armoniosa, pareja, ora potente ora suave. De inmediato olvidaron por completo la presencia, más allá de los desbordes luminosos, del ídolo moribundo.

 

 

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Pasado algún tiempo, el entusiasta administrador le confirmó a Tony que la fama de Marroco crecía en forma proporcional a su recuperado patrimonio, y no dejaba de repetirle lo afortunado que había sido en hallar esa mina de oro.

 

Mucho fastidió por esa época a Tony tener que aceptar las felicitaciones y los comentarios que afirmaban, con insistencia, la buena elección que tomó al dejar el canto para dedicarse a descubrir talentos.

 

Salvado el capital y encaminado el honor, los restos de sus antepasados volvieron a reposar con sosiego: su descendiente había liberado a tiempo los impulsos de su naturaleza, defendiendo con valor su herencia genética ante circunstancias negativas.

 

Aunque los dividendos que ingresaban a los bolsillos de “El Marroco” eran los más exiguos posible, Tony, que se encargaba de que así fuese, vistió el resto de su vida la piel de un Mecenas, pues nadie tendría dudas en cuanto a que realmente se creía altruista.

 

En cambio, le costó mucho superar una etapa de baja autoestima durante la cual se juzgó encarnando al tonto del barrio. Ésta se manifestó cuando Gloria contrajo matrimonio con el “Juglar moreno marroquí” y cada día las revistas del corazón pregonaban sus dichas.

 

Tony comprendió que había sido manipulado y empujado a tornarse más rico de lo que era a expensas de su felicidad. También, que nadie escapa a los rigores de su circunstancia ni a las amarguras de su resignación. Pero no se le ocurrió tomar esa frase como nuevo lema, simplemente modificó en algo la que ya tenía.

 

Tuvo la bendición del agradecimiento del moreno, traducido en un bolero exclusivo donde daba loas exquisitas a su protector. “Un bolero para Tony” fue suceso en el país y dio varias veces la vuelta al mundo haciendo llorar a millones de personas, y mucho más famoso a Tony de lo que su propia voz habría podido hacerlo.

 

Sin embargo, subsistió sumergido bajo el terrible peso de sus bienes inconmensurables, agobiado por el éxito económico, y jamás pudo recuperarse del fracaso de su pasión, de la que apenas recordaba el fogonazo, dudando a veces que hubiese existido y preguntándose a cada paso si sería ya tarde para intentar un regreso a las tablas.

 

Recurriendo siempre a su viejo y luminoso vestuario de estrella, resucitó a Tony Savoy ante el espejo cada una de las noches en que se le hacía imposible apartarse de la nostalgia. A veces, evocando los destellos de su pasado cuarto de hora artístico, decía al Tony que lo miraba desde el reflejo plano: ¿Quién dijo que en la vida todo se puede tener?

 

Entonces, notando el cambio ocurrido a su lema, el Tony que lo miraba a los ojos se entristecía: comprender la existencia lo había vuelto viejo, y su lema era apenas el eco de su resignación.

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