top of page
loqueuna.jpg

“El amor es eterno mientras dura” 

Vinicious De Moraes

La vi, me vio, nos vimos, luego nos quisimos. Hoy transitamos el olvido por calles diferentes pero a veces, cuando visito su mar, aparece en la calma del atardecer para volvernos a despedir.

Entonces me pregunto si acaso alguna vez se acuerda de mí. Me respondo que no, quedan pocos socios en el club de los nostálgicos. Y sigo disfrutando cada pequeño segundo de la vida.

Lo que un atardecer 

Cuando al fin pude encender un cigarrillo, burlándome de la fresca brisa que suele barrer las calles estivales de “La Paloma”, levanté la vista y girándola sobre el entorno me dispuse a disfrutar el inminente atardecer del cabo.

 

Había sido un día espléndido, y caminando lentamente desde la vieja estación cargando el morral de mi usual melancolía, había rodeado el faro hasta llegar a ese lugar, preferido por los turistas para contemplar la puesta del sol.

Con aquellos elementos a mi alcance y mientras mis ojos sobrevolaban la incesante inquietud del oleaje, puse a navegar mis pensamientos entre espuma y reflejos de un sol que descendía.

Totalmente desprevenido, pero atento quizás a mis intimas circunstancias, me tomó por asalto el recuerdo de un deshilachado verso llorado de joven ante alguna desilusión que ya no recuerdo: El amor es un diablo con ropaje de santo... Tal era el primer verso, había otros, intenté recordar.

Un turista bonaerense interrumpió mis reflexiones al encender su grabador con un tema de Astor Piazzolla, que si bien al comienzo llegó a molestarme al interferir en mi paz, luego sentí incorporada al momento solemne del ocaso.

Una silueta femenina surgió de junto al faro y se acercó con lentitud semejante a la que llevaba el sol apenas sobre el horizonte, para sentarse al fin sobre una roca casi a ras del agua.

Mi recuerdo pudo al fin dar con el segundo verso, los mentalicé unidos: El amor es un diablo con ropaje de santo que atiza en las brisas su fogata eterna.

Aquella suerte de estrofa se mantuvo por allí, merodeando entre mis pensamientos mientras notaba que los ojos del turista se fijaban en los de la joven llegada desde el faro.

Y entonces allí, viendo sus miradas enlazadas pude percibir, preso de algún extraño y cómplice sortilegio que un puente, un halo de luz, una senda, se formaba en el aire de un par de ojos hacia el otro y se sostenía cual postrer nota musical de un órgano eclesiástico. ¿Era el tema de Piazzolla? ¿Serían ambos argentinos?

Viéndolos, se me dio suponer que no tenían miradas de asombro ni curiosidad. Sus ojos parecían llenos de certeza. Intenté comprender que el hombre había percibido que esa mujer le estaba destinada y que ella, en ese mismo instante, había sabido que él le estaba destinado. Su única incógnita era el tiempo.

 

Se miraban. Creo que con ansiedad y deseos pero también con resignación, por lo que misteriosamente sabían que habría de ocurrir. Eso que casi siempre pasa y a mí, apenas dos días antes.

El amor es un niño disfrazado de espanto que llora perdido en las noches de niebla, decía el siguiente verso rememorado mientras contemplaba sus miradas. Éstas parecían abrirse inmensas ante la aparición de un maravilloso portento, con luz semejante a la que guardan aquellas que observan un milagro. Las mismas que se fascinan con un mero atardecer estival en el cabo. Pues al cabo eso era, solo otro atardecer.

Me pregunté: ¿Cuál es la dimensión de un atardecer? También me respondí: La misma del espíritu que lo contempla. Y el mío estaba más volcado a la meditación que al disfrute.

Allí estaban, unidos por su mirada y yo, algo avergonzado de presenciar esa alucinación ajena, con el sol que continuaba descendiendo y la música que se había vuelto leve y acorde al momento, musitaba ahora tenuemente los siguientes versos: Es un sabio demente con un vino extraño, tentando embriagarnos con su impertinencia.

Durante una fracción de segundo ambos trataron de imaginar sus nombres y en menos tiempo aun comprendieron que no era necesario; su cognición iba más allá del habla, del idioma, de las clasificaciones.

 

Tampoco pretendieron conocer sus procedencias, sus ilusiones... Disimular sus defectos, ostentar sus virtudes, contabilizar sus pertenencias... Ni esconder sus ambiciones o trazar un plano del futuro.

 

No importaba lo que hubiera planificado cada uno. Era obvio que juntos planeaban, pero no como lo hacen los humanos, planeaban como las gaviotas, libres en el viento con el mundo allá debajo. Planeaban lejos de ese crudo infierno que el hombre se inventó.

 

Es un dios desterrado jugando a matarnos que nos da la gloria y nos niega clemencia. Habría gritado aquellas palabras, que alguna vez había destilado la zozobra de mi espíritu: El amor es el trozo de un espejo roto donde no acertamos encajar la cabeza / El flash que nos deja rojizos los ojos en la fotografía de nuestras vivencias.

Volví a ellos tal vez por el rumor de otras personas que habían ido llegando o de algún coche al aproximarse. Solo quedaba medio sol sin ahogarse, gajo de naranja presto a ser devorado por el horizonte.

 

Y aquel particular y lento ingreso a las penumbras que tanto me agradaba era una promesa que avanzaba desde el este. Entonces él sonrió y ella también lo hizo; tan simultáneamente, lo recuerdo bien, con tanta sincronización, que no pude dejar de asombrarme. Luego se fueron acercando con lentitud sin desatar los ojos y ya frente a frente, en silencio, sus labios se rozaron.

 

Vislumbré el cúmulo de horas felices que juntos podrían disfrutar, descubrirse siempre un poco más sin prisa alguna; entregándose ya con levedad, ya con frenesí. Pues así lo creí, un reencuentro, un aceptarse tal cual son, sin reproches de ninguna especie. Me pregunté también sobre aquella con la cual nos apartamos un par de días atras: ¿Volveremos a vernos?

Se tomaron las manos. Y antes que algo más sucediera el sol se ocultó totalmente. En ese instante majestuoso el aire se detuvo, era “el momento”. Algunos espectadores se permitieron una exclamación, otros un suspiro. A mi se me erizó la piel y hubo unos aplausos a la naturaleza que hicieron renacer mi fe en la humanidad; también, valorar la felicidad que ofrece la sencillez a quién sabe descifrarla.

 

Al verlos nuevamente pude notar, ahora con dificultad, que sus ojos continuaban unidos pero no sus manos. Y supe que habían visto más allá. La inminencia de la oscuridad había cercenado el hechizo. Habían hollado en el futuro acaso tras haberse preguntado: ¿Qué tan lejos está el fin? El “después” de la pasión y el placer. La cotidiana realidad, el suelo... ¿Qué tan lejos estaban de este sueño?

Al parecer, ambos en silencio llegaron a la misma conclusión. El puente visual se quebró dejando paso a la senda perplejidad. La música había cesado. Los presentes comenzaron a retirarse y ellos, en un brusco despertar, sin sonreír ni despedirse se volvieron lentamente y en direcciones contrarias se alejaron.

No había sido un reencuentro sino un adiós. Estoy casi seguro pues creí escuchar que ella, volviendo a medias su rostro musitó un “Hasta siempre”. Lo miré a él, que asentía con la cabeza. De seguro la emoción evitó que emitiera su grito de “Sí, hasta siempre”.

 

Me hubiese complacido volver a reunirlos. Los veía marchitos y me desesperanzaba. Tenía la pretensión de perpetuar la belleza de un instante. Allí estaban ellos y la naturaleza: ¿Qué más necesitaban? Algo, que no el sol, había desaparecido.

 

Una ráfaga fría saturada de sal llegó desde el mar. Respiré hondo y me vi solo, comenzaba a ser noche. Mientras me

ponía de pie, desinhibido por la soledad, culminé en voz alta el poema que había estado evocando: Bienaventuranza de unos sueños locos que suelen vivirse ante su presencia / El amor es la llave del viejo universo para perpetuarnos entre su materia. Ya ni recordaba las razones que me llevaron a escribir eso. Por lo general las ideas vienen de alguna parte y por algún motivo, pero esas son cosas que suelo ignorar.

Y me sentí demasiado vacío, desabrigado y necesitado de caricias, sin comprender si aquél efímero romance que presencié realmente ocurrió. Pues como ellos estaba yo tras un amor destruido.

 

Volví sobre mis pasos sin pensar en mi inminente regreso a Montevideo. Observé a la distancia la silueta de la mujer que se alejaba, ya muy pequeña y fosca. Pude entonces rescatar de la brisa fresca y el murmullo del mar estas estrofas, que ni ella ni el viento habrían de llevarse y por eso se quedaron conmigo:

 

Ella había dicho

jamás te dejaré y si así fuera

que deje el cielo de brillar y en el profundo mar el sol se pierda

Ella lo dijo, pues era lo que acostumbraba

Tenía la firme convicción

de que el olvido devora las palabras

Promesas de amor, amor perecedero

Y el sol se hundió en el mar y se apagó mi cielo.

Promesas de amor, amor perecedero

Lo que un atardecer, duró su amor eterno.

Ella me dijo

nunca te olvidaré y si así fuera

que cesen las aves de volar y su alegre trinar desaparezca

Ella lo dijo, pues era lo que acostumbraba

sabido tenía muy bien

que a la noche los trinos se apagan

Promesas de amor, amor perecedero

Y las aves dejaron de volar y el aire fue silencio

Promesas de amor, amor perecedero

Volaba su canción, con alas de papel.

Muere esta canción sobre mi atardecer.

Y siempre que la cante, la recordaré.

bottom of page