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Sepia invierno

Llovía y corrimos hacia el primer sitio que pudiese ampararnos. El bar era pequeño y asomaba sobre un extremo de la Terminal, como ufanándose de la indiferencia citadina con orgulloso aire de resignación.

 

Ingresamos allí con ojos curiosos, pues prometía dejar entre paréntesis al crudo invierno con su oferta de cobijo, intimidad y silencio. Advertí que poseía el encanto discreto valorado por quienes prefieren no ser vistos, y una penumbra cómplice que de inmediato se adueñaba de las siluetas friolentas y húmedas que, al igual que nosotros, acertaban entrar.

 

Ordené dos cafés mientras colgaba el abrigo del respaldo de la silla y tomé asiento observando a la mujer que traía, hoja de amarillo otoñal, otra mitad de mi invierno.

 

Sus ojos lánguidos se distraían viendo a la gente presurosa deambular bajo la lluvia, a medio metro y un cristal de nosotros. La observé en silencio hasta que descubrí que sus ojos, en lugar de ver hacia afuera, usando el ventanal como espejo estaban fijos en mí. Inquieto, disimule llevando hacia afuera mi interés.

 

Las sombras diligentes de la calle cortaban los coloridos reflejos luminosos y resbalaban sobre el vidrio como el cebo derretido de una vela, distorsionando la realidad exterior con pincel surrealista.


En eso pensaba al pedir los cafés. —¡Ah! Tal vez preferías otra cosa —inferí inmediatamente, algo incómodo por sentirme descortés, todavía.


—No. Está bien un café —exclamó ella, intentando una sonrisa que no llegó a desenroscarse de la comisura de sus labios. No pude evitar volver a pensar en la vela y preguntarme cuánto tiempo más nos duraría la llama.


Esperamos en silencio, acaso tomados de la mano con levedad y sin mirarnos, distraídos. Mis ojos recorrieron el bar, inmersos en una repentina evocación, pues no tardé en descubrí que allí mismo había estado mucho tiempo atrás con otra mujer.


Hacía calor aquél día de febrero, aun así apenas entramos pedí dos cafés, comenzando a forjar mi imagen de hombre predecible.


—¡No! —había dicho ella de improviso—. Whisky. ¡Dos whisky con hielo por favor! Cuando el mozo me miró asentí sonriendo.


Ella tomó mis manos con alegría y sus piernas atraparon las mías por debajo de la mesa. Apostaría que debí mirar en torno algo sorprendido antes de comprender que no me importaba si alguien lo notaba. No puedo asegurarlo, pero de seguro tal sería mi reacción actual. ¡Tanto no habremos cambiado!


La observé cual explorador ocioso contempla una isla que no figura en el mapa, hollando territorio desconocido y con tiempo para recorrerlo. Otra época, otros sueños.


La realidad volvió con la llegada del mozo. Recién llegados los cafés nuestras manos frías volaron hacia los pocillos, estremecidas un instante por el retumbar de un trueno.


Ella encendió un cigarrillo y dejó que sus ojos entraran al bar y lo recorrieran sin verme, como si recién ahora se hubiera despojado del invierno para abandonarse al cálido ambiente interno.


—Creo que aquí estuve alguna vez —dijo con la misma lentitud de lo que afuera pasó a ser llovizna—. Y con alguien que me gustaba mucho... Pero no puedo recordar quién era. Estoy segura, eso sí, que éramos jóvenes o al menos lo parecíamos aquél día.


Desde su rostro una sonrisa cómplice, que en ese momento no llegué a comprender, casi logra que le preguntase cual era el chiste. Con poco esfuerzo oculté mi desconcierto y volví a evocar aquella mujer del pasado, la del whisky con piernas.

 

Recordé un momento en el cual, al observarnos, me maravilló saber que ése que se veía en el espejo junto a ella era yo, y que esa mujer esbelta y apetitosa era para mí. Más aun, suponer que seguramente en unos minutos descubriría su cuerpo terso y perfumado, tan dispuesto a compartirse como el mío.

 

No terminamos el whisky. Salimos presurosos, besándonos cada pocos pasos. Sentía la piel tibia bajo la tela de su vestido liviano y sus ojos, cómplices de mis caricias indiscretas, me alentaban a continuar. Al fin, nos albergó el primer hotel que encontramos, a unas dos eternas cuadras.


—¡Cada vez llueve más fuerte! —Exclamó ahora mi acompañante, quitándome del estío del pasado. Intenté sonreír y comentar algo, si no lo hice fue debido a que permanecía evocando a la persona que en algún ayer brillaba junto a mí, un yo más joven y osado. ¿Cuántos años atrás, veinte, veinticinco?


—¿En qué piensas? —Preguntó la mujer, intentando otra vez aquella sonrisa que por un instante fue reveladora. ¿Dónde la había visto antes?


La observé detenidamente y noté que lo mismo hacía ella. Nos quedamos cavilando en silencio sin bajar los ojos. Cada uno con sus pensamientos. Al fin respondí:


—Nada en particular —dije, cuando quizás ella había olvidado su pregunta. En realidad había estado pensando en su rostro maduro, ya con algunas arrugas sobre el borde de los ojos. Al sonreír como lo había hecho de pronto, trayendo soles desde el pasado, tuve la sensación de volver atrás.


No acostumbra sonreír. Aquella mujer sí lo hacía. Y cantaba feliz ante el espejo al peinarse luego de hacer el amor, y tan bien entonaba que me enaltecía escuchar sus acordes, presumiéndolos estimulados por mí seducción: me sentaba maravilloso estar hechizando a una hechicera.

 

—Cantaba en la ducha —dijo ella de pronto rompiendo el silencio—. Y tan mal lo hacía que no lo abandoné por estar enamorada.

 

—¿A quién? —Pregunté con curiosidad y casi con culpa, como si ella hubiese descubierto mis pensamientos y éstos fuesen mezquinos.


—Ése hombre que recuerdo —contestó, aun viajando por sus reflexiones. Luego agregó: —El valor de sus ladridos consistía en que afloraban de su felicidad de estar conmigo.


Miré la hora. En unos minutos comenzaría la película y ver hacia la calle me provocó un escalofrío.


—¿Falta poco, no? —preguntó ella, y sin pretenderlo me rozó la pierna. Su pantorrilla se quedó allí, junto a la mía y vi sus ojos. Así supuse que era nuevamente aquél joven, y la mujer, aquella que lo acompañaba, como si el pasado hubiese vuelto trayendo de improviso aquél verano.


—Ya recordé quién era el hombre —sonrió al decirlo, mostraba un regocijo lozano que en casa no le veía, desorientados como estábamos entre los hijos y el trabajo.


En ese momento una luz repentina sacudió mi memoria y volví a encontrarme, definitivamente, con aquella mujer añorada. Pues sí, éramos los mismos, tiempo mediante. En honor a los momentos vividos ese anochecer preferimos no ir al cine, y bajo la lluvia volvimos a caminar aquellas dos eternas cuadras.

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