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A veces andamos arrastrando culpas, esas que todos nos pueden perdonar menos nosotros mismos. Las que se cargan durante el largo camino y que a veces retornan en las noches solitarias a importunar nuestros sueños.

No todos las pueden ver, pocos las aceptan y a muchos, aunque las rechazan con subterfugios, no les afectan en tanto nadie las perciba.

¿No tienes ninguna? Dichoso de tí, mantienes abiertas las puertas del cielo.

Las puertas

Desde que llegué sólo llueve y los minutos, como esas gotas frías deslizándose del otro lado de los cristales, parecen gusanos transparentes socavando mi tiempo perdido. El maderamen de la casa no ha dejado de crujir por aquí y por allá, dándome la sensación de estar en una embarcación a la deriva. Sin embargo, en el entorno de la puerta prohibida todo es sosiego, como si del ojo del huracán se tratase.

Se ha hecho tarde, pero me reconforto pensando que saldré de aquí libre de incertidumbres. Hasta creo intuirlo con la certeza de que todas las tempestades alguna vez finalizan. Respiro hondo, tal vez suspiro y escribo, porque me acostumbré a escribir desde que tuve secretos que a nadie podría contar.

Hay momentos, sobre todo cuando estoy solo y recuerdo, en que mis pulmones se tornan insolventes y necesito aire, mucho, pues algunos recuerdos me ahogan. Razón llevaba Byron al decir que son tristes las evocaciones de pasadas dichas y que el recuerdo de un pesar siempre será pesaroso.

 

De cualquier modo, quiero imaginar para mañana un sol radiante acompañando mi sosiego rumbo al resto de mi vida. Por supuesto, temo al siguiente paso que daré, el inmediato, aunque asuma la certeza que tras él sonreiré de mi candidez. Será así, seguro, como siempre, cuando después de rumiar penas íntimas percibo vana mi preocupación.

 

¡Resulta tan extraño todo esto! Hacía más de veinte años que no oía hablar de tía Marcia. Es más, había olvidado por completo su existencia, y si me hubieran preguntado la habría dado por muerta varios lustros atrás.

 

La remota y única cercanía que tuvimos duró poco más de un año, cuando papá ya no estaba. Entonces mamá aún no sacaba el pescuezo de su abismo triste y nosotros, mi hermano y yo, volábamos hacia el cielo inestable de la adolescencia; yo con alas debilitadas, pues me pesaba el duro lastre de íntimos pecados.

 

Durante aquellos tiempos en ésta, su inmensa casona, sufrimos la peor etapa de nuestras existencias, que tendría cual ominoso corolario la muerte de nuestra madre. Por la muerte de mi padre aquí llegamos, tras la de mi madre nos fuimos.

 

Tanto me esforcé en olvidar el lapso vivido en esta casa que apenas recordaba el jardín victoriano que rodea esta vivienda. Antes parecía menos inhóspito, más que por la variedad de plantas y flores por la presencia de mamá ordenándolas. Junto a mi hermano pasamos en él los días calurosos de aquél verano, del día a la noche al aire libre, entre juegos y gritería. El jardín acompaña mejor mi ánimo ahora, por verse así, descuidado y penumbroso.

 

Dentro de la casa no podíamos más que estar quietecitos y sentados con mucho juicio, como solía exigir la tía a cada paso y en forma innecesaria, puesto que demasiado bueno era nuestro comportamiento. Si deambulábamos aquí dentro ella andaba tras nosotros con ojos de lechuza. En mi imaginación la veía planeando sobre mí cual halcón asechando su presa.

 

Adrián era más indiferente y audaz, manipulando a veces las miniaturas de porcelana de la vieja sólo para escuchar su regaño al descubrirlas en otra posición. Yo tenía la impresión que al mirarme sabía todo sobre mí, que nada quedaba oculto a su mirada, y ella me tenía en sus manos tras haber tomado posesión de mi desgraciado secreto. Adrián decía que sus ojos siempre nos estaban culpando de algo y eso me tranquilizaba un poco. Me dejaba pensar que no su inquina no era por mí a raíz de mi error.

 

La tía acarreaba unos quince inviernos más que mamá, de años y de frío... Mucho me ha costado aceptar que primaveras y veranos también tuvo. Sonreía con exagerada facilidad mientras su mirada desmentía a su sonrisa. Siempre resplandeció ante mí su espíritu agrio por más mieles que fingieran sus labios. Con  Adrián no ocurría lo mismo, cuando le comenté mi impresión manifestó, con la seguridad que le daba no tener nada de qué arrepentirse, que ella sólo estaba vieja y yo debía dejarme de cosas raras.

Es curioso cómo, al comenzar a evocar aquellos catorce meses, aparecen detalles que creía perdidos o jamás pensé que guardaría, y asoman en esta noche especial con asombrosa nitidez. Sobre todo lo de la puerta, había olvidado todos estos años lo de la puerta, es decir la de ella, bien que jamás olvidaré la mía. Es posible que la causa radicara en que cargar dos puertas resulta demasiado peso como para estar pendiente de ambas.

 

Observo su puerta ahora, es igual a todas, está ahí como siempre estuvo, pero tiene algo que la distingue: absorbe mi curiosidad. De no haber existido la advertencia de tía Marcia podría haber pasado mil veces ante ella sin que me llamara la atención.

 

Como todo niño, al llegar comenzamos con mi hermano a recorrer habitaciones ante la mirada complaciente de mi madre y la sonrisa falsa de la tía. Ellas venían hablando con amabilidad tras nuestro paso apurado y ansioso. Me parece verlas. Recién llegábamos y nos envolvía un aire bucólico que se evaporó en un santiamén.

 

Cuando fatigados y entre risas nos acercábamos a la última puerta que faltaba franquear ella se nos adelantó, y tras detenernos con su cortesía habitual sentenció:

 

—¡No! Esta puerta nunca la abran, es el único lugar de la casa donde tienen prohibido entrar. ¿Es mucho pedir?

 

Fue tal el tono con que lo dijo, que aquél “¿Es mucho pedir?”, me sonó a: “Si osan entrar los degüello”. De inmediato, pero dirigiéndose a nuestra madre dijo:

 

—¡Y vos tampoco Luisa! La puerta resguarda reflejos de mi vida y moriría si llegaran a estropearse —por supuesto dicho esto con la falsa sonrisa, como afirmando pero a la vez fortaleciendo su negativa.

 

En ese momento mamá asintió, respetando sus razones, pero tan triste andaba que el detalle no debió interesarle, le bastaba que tuviésemos un techo. Para Adrián el comentario pasó desapercibido –estoy seguro– pues al principio era completamente indiferente con esa puerta que yo miraba tanto. Mamá no.  Ella solía, al detenerse ante la puerta de su habitación, dirigir un momento su mirada hacia el extremo del pasillo. Me hubiese gustado saber qué pensaba, porque yo comenzaba a obsesionarme.

Está claro también que yo tenía la necesidad de pensar en esa puerta para no recordar la otra, y a modo de juego iba transmitiendo a mi hermano mis inquietudes. Padecí pesadillas esa temporada y a veces, para no pensar algo doloroso, imaginaba aquellas cosas que en los momentos de aburrimiento comentaba a mi hermano.

—Ha de tener algún novio momificado allí y no quiere que lo veamos. O un tesoro, algo que nunca quisiera compartir. Por la noche, mientras dormimos, va allí y hace cosas con el novio, o recuenta su fortuna una y otra vez. ¿Y si hace acuerdos con el diablo?

 

Adrián siempre descartaba mis opiniones: —¡No inventes tonterías, de sobra conocemos tus maquinaciones! Sería mejor que idearas una historia sobre mí para contársela a la tía. Eso es, deberías hacer al revés. ¿Por qué no le mientes que pienso destruir una a una sus porquerías de porcelana?

Pero a veces él también imaginaba algo y nació, junto a su interés por la puerta, lo que fue nuestro juego de las tardes de invierno. Además de múltiples variantes sobre el secreto que encerraba la habitación aquella elaboramos planes de invasión. Algunos consistieron en que mientras Adrián distraía a la tía con los toqueteos a sus adornos, yo abría la puerta y echaba una mirada. Adrián no tuvo problemas con su parte, pero yo no iba más allá del primer paso de la mía.

 

Una variante posterior fue la de curiosear después de estar todos acostados, idea que fracasó al ser truncada un día por mí, otro por él. Ni siquiera cuando la tía debió ir a la ciudad por "asuntos indeclinables" pude hacerlo. Pensé en escabullirme por mi cuenta hasta que comprendí que no podría. Luego estuve a punto de decírselo a Adrián pues de seguro él sí se atrevería. Pero dudé tanto –tal vez por temor a que aceptara– que la tarde se pasó. Sentía como si algo me incitara a ir abriendo puertas que no debería tocar.

 

Hubo un detalle que entonces no aprecié, y es que mamá quizás haya ido. Ella estuvo bastante ensimismada cuando nos quedamos solos. Hasta hubo un lapso de tiempo que no permaneció en la estancia con nosotros. Lo más probable es que entonces haya atendido sus quehaceres y no mis presunciones. O es posible que ya comenzara a sentirse mal y eso fuera lo que noté distinto en ella, a menos que estuviese al tanto de algo que sólo yo sabía.

 

Desde entonces mamá cambió por su enfermedad. Languidecía. A veces la miraba y me dolía reconocerla. El suyo fue un proceso rápido. Los cambios no se aprecian cuando son lentos, como el natural envejecimiento, pero sí al ocurrir en forma vertiginosa.

 

Me sentía triste, angustiado de tal forma que el primer lugar en el sitial de mis pesadillas pasó a ser el temor a la pérdida de mi madre en desmedro de la otra, mi estigma por la puerta fatal, que de ningún modo era la de la casa de la tía.

 

Al morir nuestra madre me ocurrió algo extraño. Todo el tiempo estuve pensando en el accidente de mi padre. Lo veía una y otra vez cayendo hacia el sótano. Allí fue donde lo encontraron por la mañana con el cuello roto. La puerta horizontal exterior estaba abierta, y se suponía que al deambular contra la casa en medio de la oscuridad no lo había advertido. Tales comentarios sobre su caída fue cuanto oí susurrar entonces a unos y otros durante el velatorio. Luego, en nuevo giro, volvieron a caer en las conversaciones sobre la sufrida muerte de nuestra madre.

Aquél hito marcó el fin de mi niñez y la tía Marcia se ganó los únicos momentos de mi estima. Ocurrió que al comenzar a declinar la salud de mamá la tía disminuyó de manera ostensible su sonrisa y se le suavizó la mirada. Era palpable su consternación. Comenzó a parecer una persona a la que uno debiera ayudar.

 

Me arrepentí de haberla prejuzgado y casi estuve a punto de disculparme. No lo hice por la convicción de que si fuera buena no tendría nada que esconder detrás de ninguna puerta. Como yo sí tenía algo escondido no podía confiar en ella: le adjudicaba una naturaleza similar a la mía, por lo cual no me creía bueno.

 

Adrián no era así, no tenía motivos y no andaba en los detalles, por lo tanto las cosas le resbalaban. Él por siempre ignorará que por no haber salido a jugar aquella tarde yo le atribuía parte de mi culpa. Jamás podría confiarle que de haber estado conmigo quizás papá no hubiese muerto.

 

Recuerdo que entre el dolor que me derrumbaba había odio contra el mundo, contra dios y contra mí, siempre empecinándome en cuestiones baladíes que podían finalizar trágicamente.

 

Posteriormente al sepelio de mamá se produjo un nuevo cambio en nuestras vidas. La tía Marcia enfermó, y por no poder atendernos consiguió que nos llevaran a vivir con un tío por parte paterna. Si bien fue una enfermedad pasajera nunca volvimos a su casa. El esfuerzo por olvidar los malos momentos de mi niñez, y atesorar los buenos, quitó el episodio de aquél año de mis pensamientos. Hasta hoy.

Hace dos meses nos notificaron que tía Marcia murió y de inmediato Adrián vino a ver el estado de esta casa de la cual somos herederos. Yo permanecí en nuestra ciudad llevando adelante los negocios y demasiado ocupado como para apreciar el paso de los días.

Ante la ausencia de noticias de mi hermano he llegado esta mañana y él no está aquí. Me pareció no importunarlo con una llamada o un mensaje, si algo lo ha demorado nada gano con saberlo más que saciar mi curiosidad.

 

La casa es un despojo del pasado, un antro húmedo con olor a encierro, sombrío, agobiante. Recorrí todas las habitaciones, hasta la de tía Marcia, a la que desde el primer día no había vuelto a entrar. Me he sentido extraño allí. Fue como si temiera que en cualquier momento pudiese aparecer detrás de su sonrisa buena y sus ojos malos. Me sobresalté al ver moverse con levedad las cortinas, y al apreciar sobre el colchón la huella de su cuerpo salí avergonzándome de tener pueriles sensaciones a esta edad.

No sé. A veces me parece que percibo cosas que otros no y a veces también creo que pierdo tiempo en pensar cosas que otros no piensan. Lo cierto es que allí detuve la recorrida, bajo el humillante peso de volver a dar la espalda a la puerta del final del pasillo, aun consiente de haber abierto la peor de mi vida.

 

Estoy en la sala ahora escribiendo estas notas, hacerlo siempre me ha dado desahogo, aunque acabe destruyéndolas al poco tiempo. Me siento algo aturdido por la lluvia incesante y el bramido del viento, al que poco le falta para ingresar y terminar con todo al hacer volar esta reliquia por los aires.

 

Estuve bebiendo un licor azucarado que hallé en un armario y el alcohol que contiene me hace comprender que ya no soy el niño que vivió aquí, que temer ahora sería acobardarse ante cucarachas, que algunas he visto.

 

Nada de eso pasaría si mi hermano, al despedirse para venir hacia este lugar y cuando yo todo lo tenía olvidado, no hubiese dicho: —¡Lo primero que haré será ver que esconde aquél famoso cuarto!

Como quizás él no hallaría diferencia omití contestarle que a mi no me importaba el cuarto y mi interés radicaba tan solo en franquear la puerta. Del mismo modo, todo sería más sencillo si él estuviese aquí y hubiese aireado el cuarto dejando la puerta abierta. O si al menos se hubiese puesto en contacto conmigo alguno de esos días que pasó en esta casa. Su familia, sus hijos y el trabajo lo absorben, lo entiendo.

Con mi tendencia a preocuparme por todo me cuesta aceptar la posibilidad más obvia, que nos hayamos desencontrado en estos casi trescientos kilómetros de distancia que hay desde aquí a nuestra ciudad. Hasta he descartado llamarlo pues nada me urge a hacerlo, y sé que como a mí le fastidia usar el celular por cualquier nimiedad.

 

Hasta es posible que los trenes se detuvieran uno junto al otro en alguna pequeña estación, y absorto él en sus dilemas, yo en mis lecturas, ninguno se percatara del otro apenas a un par de metros, tras la ventana del tren que corre en sentido contrario.

 

Al menos he dejado allá una nota para enterarlo que aquí estoy. Ahora escribo por igual motivo, por si vuelve y no me encuentra. También por si él no regresa, así puede enterarse, quien corresponda, qué nos ha ocurrido. En cambio, si todo sale bien, irán estas frases a mi bolsillo y luego al fuego.

A partir del momento en que comencé a escribir desde este lugar, la amplia sala de la tía, observo de reojo aquella puerta. Es normal, como todas, nada la distingue, y es el último obstáculo ante mi madurez definitiva.

Casi deseo verla abrirse por sí misma con terrible crujido en tanto una abominable visión sale de sus entrañas nauseabundas y me arrastra hacia la muerte. Aunque me he demorado aguardando la aparición de Adrián de un momento a otro, siento que no dispongo de más excusas.

 

Es vergonzoso que a mi edad, aunque nadie me vea, esté en esta situación. Por lo tanto asumiré mi responsabilidad, y luego de este trago iré con suma tranquilidad a ver qué esconde la puerta del final del pasillo.

 

Me puse de pie con extrema parsimonia y anduve esos diez metros hacia la puerta cerrada. La abrí lentamente y no demasiado, apenas lo suficiente para que entrara mi mirada, aguardando un crujido que no se produjo.

 

Había un largo corredor que terminaba en una estancia similar a la sala de tía Marcia, donde momentos antes yo había estado escribiendo. En ella, sentado a una mesa, distinguí un bulto que identifiqué como un niño dormido.

 

Tuve la sensación de que no era un niño en realidad, mucho más que eso, tal vez un monstruo, un Dios incomprendido... O mucho menos, un ser insignificante, desgraciado, infeliz. No lo sé exactamente, dudé mucho, al fin deduje que era único, inigualable, solitario y triste.

 

Me dio esa impresión. Su soledad era profunda y pensarlo me dio frío. El niño había crecido en ese frío, en medio de una soledad de adentro. Intuí que temía y a la vez se maldecía. Su miedo era inmenso y acosaba su sueño, logrando que se sobresaltara cada pocos segundos. Luego su temor me asaltó. Temí también que despertara y sus ojos llegaran a encontrarse con los míos. No sé por qué, pero algo me decía que de suceder, tal cosa sería terrible. Las imágenes que vería en aquellos ojos serían de condena, decrepitud y muerte.

Sin embargo, más allá de aquella sala y su mesa había un abismo que sólo podría ver si él me lo enseñaba. De algún modo estaba allí para anunciarme la presencia de la nada y hacia ella avanzaría yo indefectiblemente: la nada, la incógnita.

 

Así que cerré la puerta cuidando que no emitiera el mínimo sonido y volví a mis palabras. Pensé en aquél suceso que no podía apartar de mi mente. También, como siempre, en mi hermano, pues no estuvo para evitarlo.

 

Desperté con la sensación de que era Adrián quien me despertaba. De inmediato pensé en lo del niño y que tal vez fuese un sueño. De ser así no había llegado a abrir la puerta.

 

Me pregunté qué habría visto mi madre, si es que había mirado dentro, y de pronto no quise saberlo. En mi mente asomó su estupor ante el destino que la aguardaba allí cerquita. ¿Habría intuido en esa habitación su propia muerte? ¿O lo que pudo percibir fue otra cosa?

 

¿Vislumbraría tal vez a un niño inconsciente haciendo una trágica diablura? Un escozor recorrió mi dermis y sentí elevarse la temperatura de mi cuerpo. Me avergonzaba pensar que mi madre podría haber conocido mi secreto, y fue tanto el agobio y el cansancio que no tardé en volver a quedar dormido sobre mis brazos.

 

Dentro de mi sopor hubo un momento en el cual me pareció que la puerta se movía, no mucho, lo suficiente para que pasara una mirada. Estuve a punto de abrir mis ojos y ver hacia allí pero no pude. Me sentí solo y lleno de temores. También me sentí triste por ser cobarde. Luego recordé aquél retazo de sus palabras en los risueños labios de la tía: —La puerta resguarda reflejos de mi vida y moriría si llegaran a estropearse.

 

Fue solemne y cordial, amenazadoramente amable. No le había creído, mamá sí le creyó. Era imposible que detrás de una puerta alguien escondiera únicamente destellos de luz. ¿Reflejos? Alguna vez pensé en la existencia de un espejo: por supuesto, si era de la tía no se trataba de uno cualquiera.

 

Nuevamente desperté confundido. No estaba seguro si había soñado la frase de tía Marcia o ella alguna vez la había dicho en realidad. Miré la hora: dos de la mañana. ¿Qué puede hacer a esa hora un hombre temeroso, somnoliento y algo alcoholizado, más que temblar ante una puerta cerrada? ¿Debería acaso verse el alma? ¿Debió Minos alguna vez juzgar la suya?

 

—Depende del hombre —dijo en mi mente una cognición exacta, concreta, que no dejaba lugar a dudas. ¿Un hombre o alguien que se esconde en supuestos para huir de la realidad? ¿Qué cosa no quieres aceptar? ¿Acaso que media vida he pasado batallando contra el Minotauro sin poder vencerlo, enclaustrado en el laberinto de una negra circunstancia?

 

Me quedé pensando en eso y una fuerte dosis de ira me sacudió al reconocer y aceptar con tanta facilidad mi cobardía. La furia creció:

 

—¡Claro que jamás la aceptaría! ¡Y basta de misterios! —Me dije poniéndome de pie, asumiendo al fin y con plena decisión mi calamitosa valentía.

 

Caminé esos metros y moví el picaporte. La puerta no abría. En esta ocasión no era la herrumbre, carcomiendo bisagras durante varios inviernos a la intemperie lo que me detenía: la condenada puerta estaba cerrada con llave.

 

Pero ya era demasiado tarde, igual que aquél desventurado atardecer en que mis pequeñas fuerzas no podían con el peso de la puerta externa del sótano, y lo que no podía mi fuerza fue pudiendo poco a poco mi capricho.

 

En esta oportunidad fui por herramientas para intentar forzarla. Mientras caminaba no dejaba de recordar el esfuerzo que realicé para levantar la tapa aquella siendo niño. Tenía siete años y la madera de la puerta estaba húmeda y pesaba demasiado, tanto que durante años siguió pesando y hasta mi muerte pesará.

 

Volví con pinza, martillo y destornillador y me detuve ante la puerta de la tía. En la remota oportunidad de mi pasado había colocado mi hombro insignificante debajo de la tapa de madera, y empleando los brazos a modo de palanca, muy lentamente, había logrado izarla.

 

Ahora, mientras golpeaba los goznes para hacerlos saltar recordaba aquél crepúsculo, en el que exhausto entendía que volver a bajar la puerta aquella era un ejercicio innecesario: ya lo haría con Adrián al otro día. Y la trampa quedó abierta.

 

En eso estaba cuando se abrió con un chirrido la puerta de calle, a mis espaldas. Sorprendido miré hacia allí.

 

Adrián ingresó con su talante vivaz: —¿A estas horas con esa puerta? —Dijo — . Encontré la nota que me dejaste y decidí volver a encontrarte. Aquí tengo todas las llaves, toma ésta, la tengo identificada, es la de esa puerta –y la envió haciéndola volar hacia mí.

 

Aquello que atravesaba la distancia que nos separaba, más que una llave era mi ovillo de hilo de Ariadna. —No hay nada del otro mundo  —agregó —. Recuerdos de la vieja, nada más.

 

La sangre volvió a circular por mis venas y la tranquilidad me cubrió con un manto tibio. Envalentonado, hice girar la llave de inmediato y como cacheteando un muerto abrí la puerta de un fuerte envión.

 

Me hallé ante una estancia pequeña. Perchas con vestidos, un maniquí de hombre vestido con un traje lleno de polvo, cajas de zapatos, fotografías, y un espejo polvoriento donde apenas se divisaba un hombre gris que, con mis ojos, miraba cuanto lo rodeaba.

—Ya lo ves, aquí escondía la tía el pequeño museo de su melancolía. Tus aterradoras elucubraciones de la niñez no tenían mayor sustento y se podrían haber esfumado fácilmente —dijo Adrián sonriendo.

 

—No lo creas. Los miedos del niño pueden tragarse al hombre, y yo he cargado el museo de mis culpas y melancolías donde quiera que fuí  —dije con pesar, ya dando por concluida la inspección—.  Abrir esta puerta me ha quitado un gran peso. Hasta ahora siempre me había sentido culpable de abrirlas. Pero los niños y los tontos jamás son culpables. ¿Verdad?

 

Él me observó extrañado y de inmediato cambió de tema. No entendía, por supuesto, jamás conté a nadie mi espantosa travesura. De todas formas yo había comprendido lo suficiente como para que mi conciencia comenzara a distraerse un poco.

 

Esa noche afiebrada había sido un puente tendido al pasado que se acababa de romper. Pero todavía necesitaba una absolución, una redención, un punto final a mi condena.

 

Le confesé entonces, con los detalles necesarios, que había sido yo quien dejó abierta la puerta del sótano por la cual cayó papá. Mi hermano solía ver las cosas desde fuera, y le extrañó que después de tanto tiempo yo mantuviera un sentimiento culposo.

 

—¿Eso te pesaba tanto? ¡Jamás se me hubiera ocurrido! Te vi aquél atardecer lidiar con la puerta del sótano, pero nunca conecté ese detalle con la muerte de papá. ¡Son cosas que pasan! Accidentes, desgracias, descuidos imponderables...

 

Me abrazó e intentó palabras consoladoras que me hicieron lagrimear. Evidenciaban que nuestro padre fue nuestro ídolo, nuestro Dios, pero aseguraban que él no hubiese estado de acuerdo con que yo sufriera por tal causa. Agregó también que nadie podría culparme por ese tonto accidente, que son cosas del destino, tal cual se dijo siempre.

 

En forma definitiva cerré la puerta, pero permanecerá por siempre tras mis ojos la imagen del viejo caído allá abajo y ese niño, mojado al no poder contener el esfínter, sintiéndose parricida y deseando morir él también.

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