SEGUNDO VIOLIN
Hace varios días me detuvo el semáforo en el cruce de sus calles y levanté la vista para ver su balcón del sexto piso. Allí disfrutamos con Ivonne, durante siete años, la mayor parte del tiempo que pudimos pasar juntos.
Al darme paso la luz verde arranqué despacio, y me permití el esfuerzo de mirar hacia adentro, el palier, el trayecto al ascensor... Al hacerlo nos rememoré juntos, ansiosos por subir.
Seguí mi camino sin dejar de recordar diferentes episodios. Volví a sentir su alegría de cuando acepté las llaves que me entregó con total confianza. También y seguramente, con aquellas esperanzas que me esforcé en ignorar.
Tras las llaves vendrían mi cepillo de dientes, las pantuflas, la bata… Los artículos de uso común, burbujas, sales de baño, aceites afrodisíacos… Y las suyas, como aquella malla de red que me volvió loco y la ropa interior de encajes con la cual cada tanto me sorprendía.
No pude evitar una erección, allí, dentro del coche y a cuatro años de su muerte. Saltó entonces a mi memoria su pregunta, cuando tal vez lleváramos cinco o seis años de relación:
—¿Y cuando seamos viejitos?
Supe de inmediato que se refería a nuestra situación. Sin pensarlo demasiado y tener claro que responder comenté:
—Estaremos como ahora. Del brazo pero achacosos, tratando de estar juntos lo más posible, cuidándonos.
Pero en aquél momento también pasó por mi mente la certeza en que ella aguardaba un futuro diferente. Juntos sí, pero conviviendo minuto a minuto. Aunque hubiésemos querido no habría podido ser, el destino tenía otros planes. Pero mejor será que comencemos por el inicio de la relación.
Luego de ciertos coqueteos prohibidos para el hombre casado que soy, las asistencias de Ivonne por Sala de Profesores se hicieron más frecuentes. Si bien siempre había alguien más presente, cualquier pretexto era bueno para intercambiar un par de frases y algunas miradas. El galanteo era discreto pero evidente.
Una tarde, en una de esas charlas informales entre clase y clase que se dan entre profesores, se tocó el tema del “dolor de cabeza”. Específicamente cuando lo utilizan las mujeres como excusa para evitar tener sexo. No recuerdo quién, pero uno de nosotros preguntó a la adscripta a la Dirección, Ivonne, a boca de jarro:
—Y a ti... ¿Te duele la cabeza cuando no quieres tener sexo?
—¿Qué? ¿A mí? Nunca me duele, y si me doliera no diría nada.
Todos reímos y ella, sin cohibirse ni un ápice, ya desde la puerta por la cual saldría, dejó en claro:
—¿Qué tiene de extraño? ¡Si es lo más lindo que hay!
Luego cerró la puerta y se desentendió de cualquier otro comentario. Me pregunté cómo sería acostarse con ella y decidí no perder tiempo. Pensaba exactamente como yo: no existe nada en el mundo mejor que el sexo.
Así que esperé un momento oportuno y la invité a vernos y charlar entre mate y mate (*) el sábado por la mañana. En realidad mi pretensión se limitaba a estrechar vínculos que nos acercaran a un futuro encuentro sexual y descarté algo inmediato.
Fuimos a la rambla, tomamos mate que llevó ella y compartimos los bizcochos que llevé. Charlamos hasta que en algún momento nos miramos a los ojos y, tras interpretarlo como orden de su mirada, la besé.
Nos besamos, no mucho, pronto sugirió ir a su departamento y hacia allí volamos. Nunca sabré cómo habría sido sin su invitación, no me parecía sensato sugerirle un hotel a las diez de la mañana durante un primer encuentro... Es que aún no lo había experimentado. Ahora sé que lo menos importante es la hora.
Ya en el ascensor comenzamos a desprender botones y apenas cerrar la puerta corrimos desnudos hacia la cama.
Sucedió entonces algo que nunca me había ocurrido. Todo encajó, se hizo dinámico, como si cada movimiento fuese un paso de ballet largamente ensayado. Cuanto ansiaba sucedía en el mismo instante en que mi deseo lo paseaba por mi mente. Era como si una mágica telepatía nos estuviese coordinando. Nos sentimos cual único ser en medio de una epifanía. Pero el tiempo...
Desearía volver a su piso y hallar todo igual, como si el tiempo se hubiese detenido. Y aguardarla mientras las sombras del atardecer resbalan sobre los tejados vecinos.
Mis ojos, ávidos de pasado, recorrerán nuevamente cada rincón. Detendrán mi ternura sobre sus pantuflas Minnie –finjamos que allí permanecen–, y hasta simularé que Eire, su perra, duerme en su canasto. Advertiría que sus plantas, libres de polvo, aun mantienen colores vivos... y hojearía las enciclopedias de arte de su biblioteca mientras la aguardo, como tantas veces hice. O quizá, conteniendo mis ansias como antes, ojearé algún libro o escribiré alguna frase durante la espera pues seguirá siendo ayer.
Me inquietaré cada vez que se detenga el ascensor y me fastidiaré porque no es ella. Tal vez hasta logre ponerme nervioso ante su demora, y ofuscarme al suponer que carece de la prisa por llegar que cargan mis brazos por aferrarla.
Creo que podría mentirme, ocultándome en todo momento que Ivonne nunca volverá. Tocaría cada objeto que estuvo en sus manos, buscaría su aroma suave en cada recoveco y la huella de sus ojos en los poemas que alguna vez le di.
También, en todo momento me haría la idea que está por allí, observándome y compadeciéndose de mi desconsuelo. Y le hablaría quizás, si alcanzara imaginar qué cosa decirle que no sepa. ¡No! ¡Claro que le hablaría! En todo momento haría de cuentas que está presente. Hablarle ayudará a tenerla más cerca en ese momento creado por mis ya imposibles ilusiones.
No sé cuánto tiempo estaría allí buscando su rastro, seguro que no poco. Es posible que logre estirarlo al máximo y al fin, ya entrada la noche, desechando fracasos y tristezas, pretenda creer que hemos saciado hasta el último beso, como tantas veces tantos años.
De salir solo, bajaría en el ascensor pensando que ya comienza a extrañarme, satisfecha, plena, agotada después de amarnos tanto. O puede, si acaso está en uno de sus días nostálgicos, que prefiera acompañarme hasta el coche empleando la excusa de sacar a la perra, para de esa forma ir desprendiéndonos de a poco.
Entonces, como si nada fuese suficiente nos besaríamos en cada esquina, y entre sonrisas tristes pretendería ocultar la pena por la despedida que sus ojos delatan. Regresará y se acostará a dormir sola en la cama ya fría, y si no tiene sueño, acaso con fastidio, fregará la losa que hemos usado para la cena.
Mientras yo, paseando por mis recuerdos, tal vez demore en advertir que me estoy alejando calle abajo, solo y gesticulando al caminar cual mimo o demente. Pues en mi fábula acabaría de estar en su piso, donde todo me hablaba de ella pero Ivonne no estaba.
Aunque para hallarla deba volver en el tiempo, éste no deja de fluir y la realidad me sale al paso. No solo falta ella, sino que nada más me queda que la memoria. Pues en ese piso han de vivir otras personas, entre otros muebles y sonidos, en una atmósfera que nos desconoce. Personas que no han sabido ni sabrán nada de nosotros ni de la felicidad que durante tantos años mantuvimos ardiendo y he perdido.
Cuando muera volveré allí con los mismos deseos de siempre, aunque con mi traje de fantasma, y quizás entonces sí volvamos a estar juntos. Pero ahora, en este mismo instante, recuerdo cierta extraña tarde.
Salí del colegio urgido por la ansiedad: nos veríamos. Tal cosa significaba un cúmulo de seguridades: que estaba esperándome, que haríamos el amor y acaso, si el inicio fue demasiado intenso, cenaríamos antes de volver a hacerlo. Tenía ante mí horas hermosas, sonrisas, afecto, comprensión, charla.
Cuando llegué estaba bajo la ducha, vislumbré su silueta difusa tras el cristal empañado y me hubiese metido con ella, pero me contuvo la idea de hacerlo todo despacio, muy despacio, y así durase hasta el hartazgo.
Poco después salió secándose el pelo con una toalla y la naturalidad habitual de su cuerpo desnudo, pero también con algo más, cierta actitud especial, algo desafiante, pero prometedora:
—Dale, te toca, al agua —dijo, y comenzó a entonar una canción en inglés. Sin dudas, ese día estaba diferente, algo la hacía más hermosa que de costumbre, más deseable, más apetitosa. Pero lo que más me seducía era el aire de misterio que la envolvía, estela difusa que apenas aleteó en mi intuición.
Antes de entrar al baño me volví a ver su andar hacia el dormitorio, y como intuyendo mi perenne curiosidad se detuvo. Luego, sin más, su cuerpo se dobló en dos para observarme a través de la separación formada por la galería de sus piernas. Allí estaba su flor ofreciéndose, debajo asomaban sus ojitos brillantes y un rictus facial provocativo. Luego la cascada dorada de su cabello rozando la moquete.
Fueron apenas un par de segundos, pero tengo la imagen cual video en mi recuerdo, y vuelvo a verlo cuando quiero, pues me gusta creer que en algún lugar del tiempo los hechos ocurren una y otra vez. Estuve a punto de correr a su lado de inmediato pero aún calzaba botas de plomo. En el colegio había tenido una mañana tensa y un alumno suspendido. Debía quitarme la sal de las preocupaciones, liberarme del mundo por completo y negar su existencia antes de fundirme con su piel. Una ducha tibia me era imprescindible.
Lejos de mis ideas y tolerando el peso de las propias, luego de ese par de instantes doblada se irguió y apenas volviendo su rostro me sopló un beso. Luego continuó su rumbo al dormitorio acompañada de aquella melodía anterior, que de inmediato había retomado.
La observé alejarse desde su pelo rubio, su trasero y su pie hasta que desaparecieron al girar hacia el dormitorio. Sus pies... hasta de ellos añoran su tacto mis dedos. Y vuelven a mi memoria cuando, tras la cena y por debajo de la mesa, los sentía en mi entrepierna incitando un nuevo e inmediato encuentro.
Pensé en ambas cosas mientras me duchaba, en la melodía y en ese sesgo extraño de su actitud. No recordaba haber escuchado la tonada y si la había oído me había pasado desapercibida. Tal vez no fuese un hit de mis mejores tiempos pero sí de los de ella, de un lustro más tarde, tal vez algo más.
Mi prisa bajo la ducha daba prioridad a las zonas pudendas, debía dejarlas en óptimas condiciones de uso. Así sentía en mi mano cómo el deseo se acumulaba rodeado de agua jabonosa, y los pensamientos atropellados que anticipaban los minutos venideros. Un secado rápido mientras camino hacia el dormitorio para descubrirla de espaldas sobre la cama, abandonada, aguardando mis caricias.
Apenas la toco su piel se agita y gime, sus vellos son un campo de trigo danzando a la brisa bajo la estática de mis dedos. Veo su perfil de ojos cerrados al ensueño y su nariz que aspira profundo. Abre los ojos:
—Hola amooor —dice canturreando su sonrisa.
—Quédate así, boca abajo, déjame adorarte —dije más de una vez mientras me arrodillaba a su lado y comenzaba a acariciarla. Iba subiendo lentamente con manos y lengua desde los pies, tobillos, pantorrilla, muslos…
Luego me sentaba sobre el balón tibio y mullido de su trasero para masajearle espalda y hombros, mientras sobre los lados profundizaba el roce de mis dedos hacia sus senos. Besos y lengua suaves en el cuello, pequeños mordisquitos en su oreja…
Hasta que alguno de sus gemidos me daba cierta señal ante la cual yo me retiraba hacia atrás, separaba sus piernas y, subiendo algo sus caderas, comenzaba a deslizar mi lengua alrededor, sobre y dentro de su vulva.
Finalmente, en el momento esperado por mí, el exacto, ella se volvía y pedía ser penetrada. O simplemente tomaba mi miembro para sorberlo, a veces exclamando entre sorbo y sorbo: —Esta polla es mía —y nada de pasión dejaba fuera.
Cierro los ojos para recordar, revivir, añorar, llorar, lo que entonces seguía por largo, largo rato. Sin darnos cuenta nuestras posiciones variaban, se sucedían, se repetían, hasta que cierta mirada directa nos comunicaba que era la hora de llegar. Luego nos quedábamos juntos, pegados, transpirados y exhaustos. Pero espléndidos, renacidos, indemnes.
Cuando las respiraciones se hacían normales nos mirábamos a los ojos y surgían pequeños besos de ternura. Aquella tarde luego del sexo llevó su vista al techo y la dejó allí, colgada de un puente que yo aún no sabía a dónde la llevaba. Hasta que nuevamente comenzó a musitar aquella melodía.
Alguna vez la había felicitado por lo bien que entonaba, su voz era agradable y nítida. Disfrutaba al oírla cantar, cosa que nunca me ha ocurrido con otras personas, incluyéndome.
Tuvo algunos días ahora lo recuerdo, apenas comenzado lo nuestro, que desde Sala de Profesores la sentía canturrear “Ojitos Latinos”, de Nana Mouskouri con dulzura semejante. Quiero creer ahora que me estaba dedicando aquellas estrofas. ¿Por qué no?
Pero aquella tarde la melodía era otra y en inglés, idioma que ella dominaba. Mantuve silencio mientras mi mano llevaba la cadencia del ritmo en torno a su seno y su pezón volvía a adquirir turgencia.
—But the time is moving on, and the magic is all gone, and I don't wanna be, your second violín.
—Me gusta esa melodía —dije —creo que no la escuché antes. ¿De quién es?
—Bagatelle.
—¿Así se llama?
—No, se llama “Your second violin”.
—¡Ah! —dije, pero sin desinteresarme del tema—. ¿Sabés que dice la letra?
Al contrario que ella, no soy bueno para el inglés. Podía comprender el título de la canción pero poca cosa más. Entonces Ivonne, mostrando aquello que traía ese día, aquél dejo especial que percibí al llegar, el trayecto de ese puente donde su naturaleza jugaba una batalla entre su deseo y su sentido común, me tradujo la letra.
Al fluir de sus palabras vi claramente la figura oculta en nuestros primeros momentos juntos ese día, ese rastro lanzado a mi intuición que no era apetito, ni lujuria, sino rebeldía. No era displicencia, ni tristeza, ni dolor, sino rebeldía. Una rebeldía pobre que pautaba una derrota, un dejar sueños por el camino, los que yo no contemplé ni osé unir a los míos. Rebeldía resignada.
Cuando terminó de traducir la parte de la canción que recordaba sentí frío, el texto planteaba la determinación de alguien que ya no podía seguir siendo segundo violín de la orquesta.
No supe qué decir, no esperaba algo así. La situación comenzó a sonarme a despedida y mi sangre, alejándose del reciente ardor consumido, parecía congelarse en mis venas.
Por primera vez tuve la sensación que debía optar, decidir, y ya no me sentí seguro de la actitud que quizá debiera asumir. Como si la moneda girando en el aire tanto pudiese caer en casa como allí, a su lado.
—¿Entendés que así me siento? —preguntó con su voz normal y mirada transparente, tan triste y profunda que me conmovió. Estuve casi seguro que de aguzar la vista vería lágrimas contenidas en el último rincón de su mirada.
Respondí tras un instante de reflexión, y casi sin saber qué decir ante algo que estaba más allá de mi deseo, pues entrarían a pujar mi familia y mi consciencia:
—¿Estás diciendo que no me seguirás viendo?
—No. Eso es lo que dice la canción, y lo que yo debería y quisiera hacer... Pero no puedo. Te necesito.
Sentí un gran alivio y volví a respirar. ¡El gran egoísta! ¿Acaso no notó angustia en mi rostro? ¿O la notó y para evitármela decidió ser flexible?
Desde el cielo de su mirada me gritaba lo que sólo los ojos no pueden mentir. Y me dolió ese amor inmerecido que estaba recibiendo. La apreté fuerte y quizás lloramos los dos, no lo sé, debimos hacerlo...
Cada vez evoco los detalles con mayor dificultad y los advierto más difusos. A veces al rememorar el pasado notamos cosas que no vimos, o que preferimos mantener ocultas pues lastiman.
Hace bastante tiempo de eso. Muchas cosas nos han ocurrido a uno y otro, algunas juntos, otras ya distanciados. Ella está en la gloria, ojalá que aguardándome, y ni siquiera sé si merezco reencontrarla. Ella sí, merece obtener todo aquello que no le pude dar.
Lo cierto es que jamás generaremos nuevos recuerdos. En mi memoria han comenzado a borrarse aquellas imágenes que valoro tanto, y por más que intento aferrarlas se me van.
Cada vez que escucho aquella canción vuelo a aquél momento, oigo su voz dulce cantándome su tristeza sin pedir, sin rogar, tan sólo dando cuenta de su existencia con humildad. Y mi alma se retuerce preguntando: “¿Qué hubiese pasado si...?”
Hoy sé que su música es la única que quisiera escuchar para siempre, que todo dejaría por volver a ese lapso de nuestras existencias para quitarnos esa canción de encima. Hacer que pierda sentido en nuestra relación, que todos nuestros días sean especiales y sepa que lo único que necesita mi orquesta para sonar afinada es su violín.