Millones de episodios disímiles se dan cada día. Hechos que lindan con el crimen y por azar ocurren o no. Aspectos de la vida que interrelacionan a los individuos según sus anhelos, sus experiencias, sus posibilidades y el momento circunstancial que los envuelve.
No más que una historia para distraerse ocho minutos leyéndola y un par más en quitarla de la mente.
PENSAMIENTOS HÚMEDOS
Ella reía, jugueteaba con su esposo bajo las primeras gotas de lluvia que los gritos de su piel, seda brillante, habían suplicado a la tarde calurosa. Retozaban sin que les importase la llovizna que, resaltando el vértigo de sus curvas sublimes, pegaba el vestido de la joven sobre su cuerpo.
El casero, un viejo cuya prisa parecía un dificultoso ralentí, buscó refugio bajo el alero al tiempo que con indisimulado interés los veía de reojo. Percibía fastidiado la apostura fascinante de los jóvenes desplegada en el aire, no por aquellos, sino por traerle recuerdos de instancias que ya no volvería a experimentar.
Sin embargo su experiencia le permitió agilizar el devenir del tiempo, y anticipándose unos minutos a la realidad vislumbró los cuerpos trenzados en el letargo obligado por la tormenta veraniega, trocando la risa por frenesí. Tan allá fue que los imaginó también reposando, muy juntos, los dos mirando el cielo raso con la fatiga satisfecha de sus ojos.
En ese momento creyó que los odiaba, pero en realidad sólo envidiaba la juventud de sus vecinos, los días venturosos que los aguardaban, las vivencias felices que él ya no podía saborear. Le molestaba la ostentación que aquellos hacían de su dicha. Esa alegría, si bien no era constante, solía envolverlos en forma espontánea y frecuente, lo cual la tornaba más real y lejana a la realidad del viejo.
A veces éste se engañaba, convencido que de tener a su disposición un cuerpo semejante las cosas serían como antes. Entonces se prometía que con la próxima jubilación iría hasta el bajo, andando lento buscaría la lánguida luz roja de los farolillos, tomaría una copa con las chicas y alquilaría por un rato el cuerpo de la más hermosa.
La furia de la tormenta se incrementó pero el calor continuaba inmutable. El viento andaba nervioso allá arriba, arañaba las copas de los eucaliptus mientras los pinos saludaban su paso con agitadas reverencias. Al tiempo que se sentaba ante la puerta abierta hacia el fondo, el viejo sentía deslizarse cuello abajo el agua que le había tocado. Refugiado en un rincón del soportal de entrada observaba a la distancia el ojo cuadrado y negro de la ventana de la casucha vecina.
Allí estarían ahora, jugueteando cual cachorros entre risas y mordisquillos. Aguzó el oído pero no pudo escuchar más que la lluvia persistente. La escena que imaginaba nada le provocaba, ninguna sensación, no despertaba ningún deseo, nada de ansiedad lo acosaba... Acaso, desilusión y apatía. Era un soldado desarmado contiendo un desvencijado espíritu bélico.
Un soplo de viento fresco sacudió las ramas del nogal adyacente. Llevó su mano a la entrepierna para acunar un manojo marchito de piel y venas secas. Luego trato de pensar en otra cosa. Si ellos no estuvieran viviendo allí es posible que él no sintiera esa desagradable sacudida de impotencia, pérdida, y la dura certeza del “nunca más”. Pero le era imprescindible rentarles la pequeña vivienda adjunta, la vieja necesitaba los medicamentos, cada vez más caros y abundantes. Uno no talla sus pasos, los cincela la vida, pensó.
El día que los jóvenes vinieron a preguntar el precio debió haberse negado a rentarles lo que fuera casa de huéspedes, con aquellas dos piecitas y ese escusado miserable sin agua caliente. Fue entonces cuando tuvieron aquella extraña conversación sobre la felicidad. El muchacho pareció sorprenderse al escucharlo decir que la última persona que pasó unos días allí fue un infeliz.
—¡Palabra dura! —había dicho el muchacho de inmediato—. Me duele cuando la oigo.
—¿Por qué? —preguntó el viejo, tal vez demasiado extrañado.
—Nada hay peor que sentirse infeliz.
—También podría decir que era un hijo de puta. Le permití quedarse allí pues me debía dinero. Salimos una tarde y al volver ya no estaba, se fue llevándose todo lo que pudo acarrear.
—Entonces era mala persona, no un infeliz. Ser así lo eligió él, ser infeliz no se elige.
—Quise decir que era un desgraciado hijo de mala madre. Un tipo así no puede ni merece ser feliz. Pero en fin, se la alquilo.
Evocar aquella conversación lo ha hecho desdichado. Había equivocado los papeles: el otro apenas era un hijo de puta y el infeliz era él. ¿Acaso no lo había amargado la actitud de aquél sujeto? ¿Quién podría asegurar que éste par de tórtolos no sería igual?
Ahora la lluvia es incesante, gruesa manta húmeda que amenaza cubrirlos hasta el día siguiente. El viejo abandona la visión de la lluvia para mantenerse mirando sin ver. Aquella ventana es un telón de fondo donde por unos minutos despliega recuerdos de sus épocas felices. No, no me puedo quejar. Solo debo comprender que todo no es para siempre.
Desde la distancia vuelve a la realidad de los secretos que oculta la ventana oscura, veinte metros de lluvia más allá, sin poder apreciar otra cosa que el cuadrado negro. Desde que desaparecieron, ingresando por la puerta lateral ajena a sus ojos, ha dejado de escuchar sus risas y comentarios, todo lo cubre la letanía constante de la lluvia.
Sin embargo no todo era indiferencia y sosiego. El muchacho permanece de pie en medio de la habitación, amparado en la oscuridad. Él sí puede divisar al viejo allá en su silla, sentado contra un rincón amparado de la lluvia. Lo veía llevarse cada tanto la mano a la entrepierna y eso lo enardecía.
—Cuando sales, no hace más que mirarte —le dijo a la joven que sentada en el borde de la cama secaba su cabello.
—¿Y qué? Es todo lo que puede hacer.
—¡Pero me fastidia!
—No hagas caso. Disfrutemos el momento. ¿Recuerdas el día que anunciaron grandes tormentas y tu padre nos pidió que no saliéramos?
—Era para no dejar la casa sola, había muchos robos en el barrio. Además, igual nos fuimos.
—Y adrede caminamos bajo el agua, ignorándola y a la vez disfrutándola.
—Pero esa llovizna, tras el saqueo que nos hicieron, comenzó a traer las tempestades que me distanciaron de mi familia.
—¿Estás arrepentido?
—No. Nunca me importaron los bienes materiales. Además desde entonces todo ha sido como una lluvia, una deliciosa lluvia de verano. Por eso deberías imaginar que si no soporté las afrentas de mi padre tampoco permitiré las impertinencias de este viejo.
El anciano no percibe movimientos en la profundidad de aquella ventana y nuevamente los supone amando. De pronto decide ir hacia allí, su curiosidad se ubica a un palmo de la demencia, y comienza a caminar hacia la vivienda con la dificultad de los años que lleva encima.
—Deja de pensar en él y ven a recostarte —sugiere la muchacha—. ¿Y ahora? ¿Adónde vas?
Ante la inminente salida de su compañero ella se pone de pie, mas en lugar de ir tras él se dirige a cerrar la ventana, pretendiendo quitar al indiscreto espía de sus intimidades y dar a su hombre la tranquilidad necesaria para recibirlo con todas las ansias que ha estado conteniendo. Pero oye la puerta que se abre y se vuelve, entonces repite:
—¿Dónde vas?
Un trueno se agazapa bajo las nubes grises persiguiendo un relámpago. Se ha formado una breve alfombra de agua entre la ventana de los jóvenes y la puerta del viejo. Un pequeño trozo de cielo amarillento se deja ver hacia el oeste.
El viejo, en el colmo de su senil curiosidad, tenía intenciones de acercarse a escuchar los jadeos que imaginaba. Quizá de ese modo su artillería diera visos de continuar en buen estado. Entonces oyó el chirrido mojado de la puerta lateral al abrirse y, acto seguido, lo sorprende el sonido de la ventana al cerrarse. Una voz desde dentro de su casa lo vuelve a su íntima realidad, su vieja lo llama. Esto lo deja algo confuso, aun no es la hora de la medicina.
De pie ante la puerta, ajeno a los movimientos e intenciones del viejo el joven duda. Otro trueno, sobre la lejanía, augura más lluvias y un aroma dulzón invade el aire. Es la suerte aciaga que burlada deberá retirarse. El viejo ingresa en su morada y cierra la puerta tras él mientras el joven hace lo propio en la suya.
Dos relámpagos marcaron la pauta de que la tragedia, tan cercana, comienza a ser barrida por el viento.
El muchacho ha descubierto, recostada serena en medio de la penumbra, a la mujer que aguarda, ya desnuda, con la vista perdida sobre la ventana cerrada. Huye de su mente cualquier otra idea que pueda apartarlo de la silueta que la escasa luz que ingresa dibuja sobre la cama y comienza a desvestirse con ansiedad.
Durante un momento un trozo de sol, maltrecho y sin fuerzas, formó un pequeño y difuso arco iris sobre el césped empapado que rodea la vivienda. Reptando en las inmediaciones del nogal la mala hora ve frustrada su cita y se encoleriza; sobre ella viaja una muerte que hecha jirones se retuerce buscando alimento. Tras un momento fugaz toma carrera y vuela hasta desaparecer, llevándose a la única víctima que pudo lograr.
Cuando el viejo llega al fin junto a su mujer es demasiado tarde, y nada podría haber hecho de acercarse más de prisa. Lo sucedido era previsible, bien sabía que ocurriría de un momento a otro. Consternado, se sienta junto a la cama de la difunta con la mente en blanco.
Tras unos instantes de confusión entiende que ya no tiene de qué preocuparse, que todo debe seguir su curso. Recuerda en lo que estaba y sale nuevamente rumbo a la modesta vivienda del fondo. Da dos pasos, tres... Entonces lo empapa la soledad y toma conciencia que es inútil hacer cualquier otra cosa más que llorar. Así lo encuentra la noche, hincado sobre el pasto mojado con el rostro entre las manos.