A veces la pena anida en nuestro interior y de algún modo queremos mantener vigente lo perdido.
Para ello atesoramos recuerdos, fetiches, fotografías, objetos... y como en este caso, un pequeño círculo de vacío
Siempre estarás
Mi esposa emplea la frase: “elucubraciones bizantinas” al referirse a ciertas reflexiones íntimas que comparto con ella. Por lo cual en algunos casos –como el presente– evito decírselas. Como tales ideas laten en mi interior hasta que les permito andar mundo he decidido narrar la presente, pues aún la siento cual nudo en la garganta.
Sé que es de locos, pero no pude evitar preguntarme qué significado oculto, historia absurda o extraño misterio, podría encerrar un círculo de vacío próximo al borde de un mantel.
Acepto que quizá no sea más que un pobre desvarío de mi imaginación, pero allí está esa quemadura de cigarrillo. Por cierto, cada vez que nos reunimos tengo presente a Virginia y le envío un telepático saludo. Al mismo tiempo, dedico una mirada discreta a ese pequeño orificio y una tenue sonrisa de humilde aceptación.
En nuestro pequeño círculo éramos tres hermanos, un primo, y dos amigos. Juntos crecimos y compartimos las primeras experiencias. Cuatro hombres y dos mujeres que de a uno y sin apuro formamos nuestras respectivas familias. Por esa razón las salidas de fin de semana de la juventud se fueron distanciando hasta desaparecer en forma definitiva. De todos modos continuamos unidos hasta la actualidad y nos reunimos con frecuencia.
El cumpleaños de mamá ha sido motivo invariable para que año tras año nos encontremos. Ocurre en plena temporada estival, cuando las noches son diáfanas y disfrutables. Así pues, el buen clima nos permite realizar el festejo afuera, en el patio, compartiendo carne asada, refrescos, alcohol y risas.
La ceremonia ha pasado a ser una costumbre y siempre brindamos con ella deseándole larga vida, lo cual generalmente culmina con la broma de alguno, argumentando necesitarla como pretexto para realizar nuestras nostálgicas tertulias. Así fue durante muchos años y lo sigue siendo. Tenemos una excusa para volver a ser los de antes aunque sea por una noche.
Con nuestra pequeña familia moramos en la casa paterna y ser anfitriones nos convierte en los organizadores. Los demás saben que aunque no se les avise allí estaremos, y casi nada podrá hacer cancelar nuestra reunión.
Hace un par de años una sombra surgida en nuestro entorno me hizo suponer que habría alguna disidencia. La mala noticia había llegado meses atrás: los análisis que se hiciera Virginia –esposa del primo Guillermo– establecían que un cáncer maligno estaba dañando su salud.
Virginia era extrovertida, simpática, de sonrisa fácil, de bromas inocentes y amiga de hierro. En cada corazón había sembrado encanto con su forma de ser, solidaria y falta de egoísmo. A todos la noticia cayó cual balde de agua fría. La apreciábamos mucho pues con pleno derecho había ganado su lugar en el grupo.
Supusimos que ese año el cumpleaños de mamá sería diferente. Que era posible que ellos no viniesen y la fiesta se vería ensombrecida por algún comentario sobre el punto. Esta vez deberíamos esforzarnos para no estar compungidos.
Pero no ocurrió como suponíamos. Ellos vinieron, como siempre. El tema de su enfermedad fue soslayado, nadie preguntó, no era momento. Además, creo que tratamos en forma unánime de actuar con normalidad y no observarla demasiado, o al menos no más que siempre.
Logramos ser discretos y disfrutamos de una reunión grata y apacible. Como todos evitamos un posible momento triste no se habló de su mal en absoluto. Algunos lo habían hecho con anterioridad, y quien no, ya vería de hacerlo en otra ocasión.
Virginia llegó muy hermosa, llevaba un vestidito blanco festoneado y un nuevo peinado que tiempo después me enteré que se trataba de una peluca: las aplicaciones de quimio le habían hecho perder el cabello.
En medio de aquella aparente normalidad, y aunque los demás lo disimularan, su situación no podía ser soslayada en ningún momento por ella misma.
En eso pensé muchas veces aquella noche en la cual ella supo acompañar nuestro festejo con su ánimo habitual, pero internamente, a solas con su destino: ¿Cuan lúgubres y profundos eran sus pensamientos?
Como todos, me esforzaba por mantener alejadas de mi mente la sombra y la pena del desenlace inminente. Incluso temiendo que alguno lo trajera a colación.
Recuerdo que en algún momento, al mirarla, me pregunté si sería esa la última cena que compartiríamos con Virginia. Me sentí mal al pensarlo, pues si cada uno hiciera lo mismo: ¿No nos envolvía cierto aire de conspiración? ¿No sería mejor hablarlo abiertamente, abrazarla con fuerza y cerrar filas tras ella en su batalla?
Lo cierto es que quizás suponiendo que no era el lugar adecuado, y creo que para mejor, aquello quedó al margen. También es posible que a todos nos faltase valor para hablarlo. En mi caso, la noté tan Virginia como siempre, y no quería que su ánimo cambiase.
Afuera sostenían una conversación animada en momentos en que yo me acercaba con la ensalada y allí estaba ella, sentada en un extremo de la mesa. Me detuve a observarla aprovechando la penumbra que me envolvía al salir de la casa rumbo al lugar de reunión.
En ese instante la percibí como ausente, y también noté que los demás parecían no darse cuenta. Fue apenas un segundo, una fotografía, un respiro tras el cual –como continuando un video luego de una pausa– todo siguió su curso normal.
Virginia fumaba –se negó a dejar de hacerlo– y de vez en cuando sonreía viendo a uno u otro del grupo. Me disponía a continuar mi camino cuando un movimiento suyo atrajo mi atención. Había llevado sus manos a la falda y tomando el borde del mantel apoyó suavemente el cigarrillo en él. Salió un poco de humo que prestamente dispersó y disimuló pidiendo a su esposo que le sirviera refresco.
Me acerqué sin decir nada y traté durante el resto de la velada de fingir que todo estaba bien. Por supuesto a nadie jamás mencioné aquella escena.
Años atrás adquirimos ese mantel, es hermoso y amplio, cubre la mesa grande y cae generosamente por sus bordes hasta llegar unos centímetros por debajo de las rodillas. No es un bien demasiado preciado, pero sí el símbolo característico del cumpleaños de mamá. Realmente no me importó el daño ni la actitud, pero mi mente buscaba con fervor ocultas razones hasta que creyó hallarlas trazando una lógica descabellada de aquella acción. Rumiándola acabé de comprenderla y aceptarla en mi fuero íntimo.
El orificio es pequeño, pero mi señora se lamentó y acusó al alcohol ingerido por el descuidado que lo provocó. Jamás le habría dicho que sabía quién había sido. Como ella afirmó de inmediato que debería comprar otro le pedí que no lo hiciera, que necesidad no había. Argumenté que casi ni se notaba y que a uno nuevo podría ocurrirle lo mismo. Que lo mejor era hacer de cuenta que estaba perfecto y siguiéramos usándolo en las contadas ocasiones que lo hacíamos.
A cualquiera de nosotros se le haría imposible atribuir mala intención en aquella acción de Virginia. Ninguna mano se quemaría de ser echada al fuego en su defensa. Era imposible que guardase rencor, odio, envidia o cualquier otro sentimiento mezquino; ni hacia nosotros ni hacia nadie. Por eso creí innecesario cambiar el mantel. Sentí como obligación permitir que ella asistiese de esa singular manera a nuestros festejos. Y creo haber comprendido el significado exacto de su acto.
Ella falleció cuatro meses después. Ya no estaría en los cumpleaños de mamá como antes. Mis torpes ideas intuyeron que el deseo de Virginia era permanecer de algún modo físico con nosotros, mirándonos desde aquél orificio, viéndonos desde ese halo amarillento que rodea el vacío. Quien llegó a conocerla sabe que no puede existir otra explicación. Así como la amábamos nos amaba.
Tal vez yo sea el único que la siente presente todavía. Muy cerca. Y más que por el afecto que sentía por ella creo que su presencia me la indica esa breve mácula del mantel, a la que suelo mirar discretamente y acercarle un gesto durante los brindis. Siento mi piel erizarse al hacerlo y que el dedo de un ángel roza mi corazón. Entonces lamento no poder compartir con los demás este dislate, no quisiera oírlos reír o decir que estoy envejeciendo. No sé cuanto resistiré, pues me encanta la idea de estar todos de pie viendo hacia la chamuscada orla, con los brazos elevados en un brindis con Virginia.