Cuando estas cosas pasan nadie las ve, aunque algunos las intuyen.
Como sea, nadie estará seguro jamás de la forma real en la cual se dan.
Es bueno llevar la idea de que nada termina con eso. De no aceptarse, la ingeniería universal no sería otra cosa que una máquina boba.
Hay sopresas allá.
Surfeando la ola final
Lo despertó el silencio e intuyó que algo fuera de lo común había ocurrido. Corrió hacia la ventana y de inmediato se halló fuera. Notó que comenzaba a amanecer y la calle estaba desierta. No existía el menor soplo de brisa y las bombillas de las farolas de pronto se apagaron.
Se sintió inquieto, sacudido como por un presentimiento. Cierta sensación indescriptible –parecida al temor pero novedosa, sosegada– lo invadió. Antes jamás había percibido algo así. Mientras lo pensaba toda aquella incertidumbre desapareció.
Múltiples reflexiones se sucedieron en la mente de Federico, aún no concluía con una idea cuando ya le asaltaba otra diferente. Que el silencio era total, que la luminosidad tenía una vaguedad irreal, que no se veía persona, animal ni objeto animado alguno. Pensó en coches y motos cuyos ausentes sonidos, cercanos o distantes, era imposible no percibir a cualquier hora. También supuso estar volviéndose loco, que todavía soñaba y que era rara su tranquilidad ante las evidencias.
Al menos lo reconfortó no sentir en su boca la resequedad habitual de sus despertares, la incómoda flojedad en las piernas ni la hinchazón gástrica. Finalmente levantó la cabeza y comenzó a andar sin rumbo.
Era la curiosidad. Quería saber qué ocurría. Cruzarse con alguien y explorar su rostro en busca de signos claros de incertidumbre o aprensión, esos que suponía su propio rostro portaba. Hablar quizás con esa persona y mantener el contacto oral que ahuyentara al silencio. Puso sus manos en torno a su boca e inflando a tope sus pulmones gritó:
—¡Hola! ¡Hola! ¡Dónde mierda están todos! —Pero no obtuvo la más mínima respuesta. Continuó andando sin tener cabal idea de que lo hacía ni qué extraña razón lo hacía avanzar sin rumbo. Algo lo impelía a andar, mas nada le hacía analizar la razón.
Casi se había habituado a esa extraña soledad cuando girando en una esquina se sorprendió al descubrir
la silueta de una niña. Caminaba en su dirección, al acercarse pudo constatar que era rubia y hermosa, se la veía feliz y parecía tener unos siete u ocho años. Mientras se aproximaba, distraída en sus juegos, Federico alcanzó a oír su voz canturreando una copla infantil. Creyó estar viendo un ángel. Al llegar ante él, la niña se detuvo y dijo:
—¡Hola! ¿Señor, tú también estás perdido?
Él ha de haber dado a la pregunta un valor muy profundo, pues luego de pensarlo un poco contestó:
—Quizás.
—¿Quizás sí o quizás no?
—No. No estoy perdido. Salí a caminar. Aunque jamás pensé que no habría nadie en la calle. Solo me he cruzado contigo. ¿Notas que parece como si no hubiese nadie más en el mundo?
—¿Le agrada estar solo? ¿Cuál es tu nombre? ¿Vives cerca señor? Yo no sé si mi casa está cerca o lejos, pero no me importa, ya vendrán a buscarme. Así pasa siempre.
—No me gusta estar solo. Mi nombre es Federico y no vivo cerca.
—Yo me perdí pero no sé cómo porque estaba acostada en el sanatorio. Al menos ahora no siento dolor ninguno, nadita. ¿No es raro?
—Hoy todo es raro. Cuando despierte podré analizarlo como corresponde, porque esto ha de ser un sueño.
—¿Cuándo despiertes? Si estoy soñando yo no quiero despertar. ¡Me siento tan bien! Muy pero muy bien.
Estoy tan, pero tan cansada de los pinchazos. ¡Y la cara de mi madre! Me duele verla. De otro modo pero también me duele. ¡Y no puedo hacer nada! Bastante aguanto el dolor sin quejarme. Si estoy soñando no quiero despertar, pero a casa volvería. Hace meses que no estoy en casa. Federico... ¿Si te doy la dirección me llevas a mi casa?
—Sí niña, por supuesto. Te ayudaré en lo que pueda.
Un movimiento lateral los distrae, alguien se acerca corriendo.
—¡Bueno, comienza a aparecer gente! —Exclama Federico—. Y todo ocurre en el mayor silencio. ¡Maldito sueño loco! ¿Dónde va el ruido de sus pisadas?
Quien se acerca es una anciana y al llegar, sin dejar de trotar comienza moverse en torno a ellos. Se la ve jovial y de no ser por el aspecto que revela su elevada edad cualquiera la tomaría por una adolescente. Lleva una falda colorida y mueve sus piernas enjutas como si aún sintiera orgullo de exhibirlas.
De buenas a primera la anciana desafía a Federico y a la niña a jugar una carrera hasta la otra esquina. La niña acepta de buen grado no así Federico, quien mantiene su andar pausado y una actitud desconfiada ante la situación en la que se encuentra.
Por sus movimientos aparatosos resulta evidente que la vieja permite que la niña le saque ventaja. Luego de llegar y tras intercambiar saludos ambas aguardan a que Federico los alcance. En el momento de reunirse y al tiempo que guiña un ojo la anciana dice a Federico:
—¿Puede creer que esta lagartija me ganó la corrida? Igual para mí estuvo demasiado bien. Hasta ayer estaba en silla de ruedas. Hoy no la necesité, ni tampoco ayuda para bajar de la cama. Deambulo desde el amanecer… —desvió un instante la vista al cielo—. Bueno, aún está amaneciendo, pero créame que llevo horas correteando. ¿Cruzamos la calle?
—Sí, crucemos. —Federico toma la mano a la pequeña y avanzan. Continúa extrañado de la forma en la cual le llegan los sonidos de las voces al hablar, sin ningún ruido de fondo. De todas formas si en algún momento creyó haber perdido la audición lo ha descartado. Pudo comunicarse en forma perfecta con sus dos acompañantes y hasta tiene la sensación que algo de ruido de fondo percibe. Viene en aumento. Crece. Parecen gritos…
—¡Hey! ¡Ustedes! ¡Deténganse! —Se trata de otro hombre que desde la distancia parece indicarles algo. Se detienen y aguardan a que los alcance. Al estar a su lado y algo agitado el hombre se expresa:
—¡Me tienen que ayudar! Es aterrador lo que me está ocurriendo. Pasé toda mi vida ahorrando, juntando dinero, cuidando mis riquezas, y ahora he perdido las claves de mis cuentas. No las recuerdo. Ni siquiera tengo noción del lugar dónde he guardado mi último retiro de efectivo. ¡Es terrible! ¿Qué haré? No tengo una moneda, ignoro donde dejé el coche y tampoco sé dónde estoy. ¿Al sur de la ciudad? ¿Al norte? Alguna sucursal de mi funeraria debe quedar cerca. ¿Me quedé dormido? No soy de beber demasiado a no ser que me inviten, y andaba solo... ¿Pueden ayudarme? No les prometo recompensarlos pero al menos podría ofrecerles un café, en nuestros servicios abunda el café. ¡O té, si lo prefieren!
Los demás encogieron sus hombros y se miraron unos a otros, sorprendidos por la verborragia angustiosa del recién llegado. El hombre parecía esforzarse en recordar y continuó: —¡Si pudiera memorizar al menos una de las claves recordaría el resto luego! Pero no. Lo único que se me ocurre es que iba manejando, y rápido, suelo conducir con agilidad. ¿En qué barrio estamos?
Federico sabía que aún estaban en el suyo: —Cilanco —dijo.
—¿Cilanco? No, ninguna de mis funerarias queda cerca. Pero creo que el Panteón de San Fernando no queda lejos y hoy tenemos un par de servicios de sepelio allí. Alguno de mis choferes me llevará de regreso y al estar más calmo las claves aparecerán a mi memoria.
—El Panteón de San Fernando está a unas doce cuadras de distancia —dijo Federico—. Hacia el norte.
—¡Gracias! ¿Quieren venir? Luego podría dejarlos en sus casas.
—Si me lleva a mi casa yo voy —dijo la niña.
—¡Al cementerio ni en sillas de ruedas! —dijo la anciana.
—Vivo cerca —dijo Federico—. Ni falta me hace andar tantas cuadras para volver al mismo sitio —meditó un momento—. Aunque… Allí están mis padres y hace tiempo que no voy.
—Y mis padres, mi hermano, mi primer esposo y una sobrina —dijo la anciana.
—Mi abuelita —dijo la niña rubia.
Nadie expresó una sola palabra más. Nuevamente los cubrió un opresor mar de silencio. Como actuando bajo el imperio de una orden divina todos pusieron rumbo hacia el lugar citado. Lo hacían con ritmo normal, hasta la anciana, quien a estas alturas había reducido su ímpetu inicial. Cada tanto alguno de ellos exclamaba algo que no solía generar respuestas.
—Y no es que esté cansada sino que andar pausado también vale la pena —dijo la anciana.
—¡Ni un pájaro! —Manifestó como para sí misma la rubiecita mientras movía la cabeza de una a otra copa de árbol—. ¿Por qué? ¡Me gustan los pájaros!
—No anoto las claves pues es peligroso —cavilaba el hombre adinerado—. Alguien puede encontrarlas. Tampoco puedo decirlas a nadie. Centralizaré las cuentas en una. ¡Eso haré! Sería imposible olvidar una sola clave. ¿O no? Quizá anote un número aquí otro allá hasta que invierta todo en algo más productivo.
—¿Cómo estará Carmen? —Dijo Federico—. Podría venir a despertarme. O acurrucada a mi lado dormirse profundo para entrar a este sueño y sacarme. —Diciendo esto se dejó invadir por una tristeza que asomó inmensa sobre su rostro pálido.
El hombre adinerado, al observarlo, de inmediato interpretó la emoción que embargaba el corazón de Federico:
—¿Tristeza? —Dijo casi con ira—. Nada de tristeza. ¡Furia! Tengo tanta que si no fuese inútil patearía cada una de estas lápidas. ¡No se ve un maldito coche de mi empresa!
—¿Estamos aquí? ¿Ya estamos aquí? —Decía la anciana viendo a un lado y otro—. ¿No es demasiado pronto? ¡Todo pasa tan rápido!
Efectivamente, habían llegado al cementerio y todos fueron cayendo en cuenta de ello.
—¡Es cierto! —Dijo la niña—. Ya era hora. Mire que caminamos y caminamos. ¡Puf! Para aquél lado es donde está mi abuelita —señaló hacia un álamo inmóvil a cuyos pies dormía un pequeño mausoleo—. Y ahí está ella… ¡Miren, me saluda!
Tras decir esto se desprendió de la mano de Federico y emprendió una alegre carrera. A lo lejos se divisaba una mujer que aguardaba de pie y abría los brazos para recibir a la niña.
—¡Já! —Exclamó la anciana—. Ya veo la trampa. Ahí están todos. ¿Qué apuro tenían? —Y comenzó a marchar hacia un grupo de personas que aún no terminaban de perfilarse contra el amanecer.
Federico se sintió confundido, se había detenido y haciéndose mil preguntas meditaba sobre todo aquello. Entonces sintió que alguien lo llamaba, se volvió y… ¡Sorpresa! Allí estaban, sonrientes y terminando de salir de la bruma, tomados de la mano como alguna vez los vio de niño y tan jóvenes como en aquellos años: sus padres. Apenas verlos ya no tuvo interrogantes y tragó su última resignación.