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El pajarraco humano en su desnudez

La plaza.

La gente que viene y va.

El carrito de las golosinas...

Y yo, el famoso Jilguero Saltarín.

Ven a vernos, pasarás un momento agradable.

Jilguero saltarín

Soy el famoso jilguero saltarín. La gente acude a observar esta rareza de hombre pájaro único en el mundo. ¡Loco! Dicen algunos. ¡Excéntrico! Claman otros mientras algunos más preguntan: “¿Qué se siente ser un jilguero saltarín?” A lo cual respondo: “¡Oh, es maravilloso! Siempre lo soñé, ha sido el anhelo de mi vida ser un jilguero saltarín y sentirme diferente”.

 

Algunos van más allá: —¿Que cosa lo llevó a querer ser pájaro?


Y debo repetir aquellas respuestas que siempre he dado ante semejantes preguntas. No me es difícil pues llevo cierto tiempo siendo un jilguero saltarín, aunque para mantener el interés hago el sacrificio de simular honda meditación. Luego sonrío y miento:

 

—Siempre quise ser ave, desde niño. Las veía sobrevolar el tejado de mi casa y me dolía no poder acompañarlas a recorrer mundo. De entre todas prefería a los jilgueros y aquí estoy, pude hacerlo. ¡Si en la vida todo mundo pudiera cumplir sus sueños otro gallo cantaría!

 

Cuando un niño acompaña a los cretinos que se burlan me tomo mi pequeña venganza. Miro embelesado al chiquillo y le pregunto:

 

—¿No te agradaría ser un jilguero saltarín? —Me esfuerzo tanto en demostrar lo maravilloso de serlo, que un brillo de ilusión cruza por los ojos de las criaturas y un destello mixturado, de odio y miedo, resplandece en la mirada de sus padres. Entonces, antes que ellos logren darles una explicación que justifique una negativa digo al niño:


—¡No! No tendría gracia que el mundo estuviera repleto de jilgueros saltarines… —y asomando mi mano de entre las plumas de mis alas acaricio el cabello del niño—. Creo que mucho más te gustaría ser arquitecto ¿A qué sí? Alguien debe construir hermosos edificios... ¿Acaso quieres ser piloto? Serías algo así como un primo mío... —vuelvo a sonreír y miro hacia otro lado para darles a entender que ya fue, que deben alejarse, y aguardo el sonido de alguna moneda cayendo al pañuelo.

 

A veces no puedo controlar una exclamación malhumorada:

 

—¡Vamos niño, deja en paz esas plumas qué te parió! —y para disimular hago como que me asombro y arrepiento de ser tan poco tolerante.

 

Sí, en ocasiones los pequeñuelos son crueles. Por fortuna mi plumaje esconde mis piernas y de ser necesario no tengo recato en darles un disimulado pisotón accidental, aunque luego de hacerlo no pueda fingir congoja y me limite a decir:

—¡Oh, lo siento! Lo siento, lo siento… —mientras doy pequeños saltos alejándome del padre, precaución que tomo desde que uno de ellos dejó dolorida mi mandíbula durante toda una semana.

 

También están los que andan por la suya cometiendo desmanes y fastidiando al personal. De entre esos, a los que más odio son los que portan hondas o tirachinas y persiguen a las pequeñas aves y a mí, blancos indefensos de tales aniquiladores mal aprendidos.


Esto de los brincos ha sido la alternativa que se me ocurrió ante la imposibilidad de volar, ni siquiera sé si los jilgueros dan pequeños saltitos como los gorriones... No me pareció atractivo transformarme en un gorrión saltarín y la enciclopedia donde vi la figura de un jilguero no especificaba al respecto.


La familia ha sido un problema. Aunque diga que sólo le importa mi felicidad mi madre se ha chispeado y con sorna afirma que de haber querido tener un pájaro habría puesto un huevo. Además sugirió que al menos podría haber sido un hornero para tener mi propio techo y dejar de ampararme bajo sus alas de una vez por todas.


Como si no fuese suficiente repartió algún picotazo hacia el viejo diciendo: “para avechucho bastante he tenido con tu padre”. No he podido confirmar sus afirmaciones pues el susodicho abandonó el nido siendo yo un polluelo. ¡Sí que ha sido astuto el viejo pajarraco! Se la vio venir y levantó vuelo.

 

Todo nace en mi niñez. ¡Atención gobernantes! Hay que tener especial atención a la primera infancia. Si no lo hacen... ¡No se quejen si les roban el coche! Mi niñez no fue buena, es cierto, pero nunca tuve agallas para robar autos.


Eso sí, toda la vida busqué ser el centro de atención; cosa que fastidiaba a los amigos de mamá. Luego, ya adolescente, me desviví por aparecer en TV y perseguía a los movileros para ubicarme tras ellos, y aparecer como distraído.


Una vez me vi. La vieja estaba a mi lado y dije: —¿Viste? ¿Me viste?


—¿Haciendo qué? —Respondió ella, ofuscada pues el tío de turno se estaba demorando.— No veo el mérito de andar mostrando tu cara de tonto por todas partes.

 

Pensé, pensé mucho en algo que pudiese dedicar mi existencia. Pero la verdad que talento solo tengo para meterme en líos –no es que lo diga yo eh, que lo difunde mi madre– pero es cierto, soy algo lerdo, sobre todo para levantarme. Por eso no elegí ser gallo.

 

Un día mostraron en la tele al “Hombre tigre”, todo tatuado y pintado… Hasta se había afilado los dientes y adosado una cola. La verdad me dio un poco de lástima, pero se me prendió la lamparita: ¡Algo así debía hacer yo!

 

Antes el descubrimiento mi estado de ánimo subió más que los precios durante un década y pronto encontré mi camino. Cuando mamá me vio disfrazado durante unos días no me dejó entrar en casa. Luego Armando, quien milagrosamente continúa a su lado, le dijo enojado que no me tratase de ese modo. ¡No ves la cara de angustia que tiene tu hijo!

 

—Pensé que te molestaba —dijo ella. Y luego cambió para bien. Desde entonces creo que todas las madres crían algún hijo más de los que han tenido. Si no es el esposo son otros. Esto a nadie lo repito para no ofender. Soy ave, y eso de los LGTB me tiene sin cuidado.


Así fue que me fui profesionalizando y mi colección de apliques y pasos graciosos se amplió en consonancia. Tan mal no lo hago, vivo de eso. Mamá dice que sueña con el día que deje de ser un payaso. ¿Payaso? A veces creo que no me quiere. ¿Acaso no le gusta reír? Últimamente cuando me acerco estornuda y se queja de que mis plumas le dan alergia. La perdono pues creo que tiene alzhéimer avanzado, si es que existe.

Pero mejor recordemos cosas agradables. Como el día que los de la TV me hicieron una entrevista casual y comenzó mi farsa a nivel profesional.


Lo disfruté mucho, fue uno de los mejores momentos de mi vida... sino el mejor. Afirmé que estaba pensando en modificar poco a poco mi disfraz y hacerme verdaderos implantes de plumas pues anhelaba ser un genuino jilguero saltarín. Ellos me alentaron como nadie lo hizo nunca.

 

No tardó en ofrecerse un médico pretendiendo promocionar su clínica: “Implantes para senos voluminosos”. Ofreció cubrir mis espaldas con un regio plumaje y acepté. Ante eso alguna granja de cría de faisanes donó hermosas plumas, y aparecieron sus dueños ante las cámaras con sonrisas de orgullo jactándose de las bondades de sus productos.

 

También hubo donaciones de criadores de avestruces y casi un centenar de pollerías, que a su turno desfilaron ante cámaras junto a entrenadores de palomas mensajeras.

 

Cuando eso ocurría me dejaban de lado, no podía hacer otra cosa que observarlos robar mis segundos de fama. Eso evidencia que no soy el único que siente atracción por los lentes de filmación. ¡Ah! Y las fotografías. ¡Cómo me gustan las selfies!

 

Un fabricante de tablas de surf de fibra de vidrio realizó la venta de su vida luego de fabricarme el pico. Se trata de un aplique adosado a mi radiante sonrisa que, en medio de gran alharaca televisiva, promocionó el dueño de un local dedicado a injertar piercings. Así fue que tuve buen alpiste durante algún tiempo.

 

Más tarde un pintorzuelo mediocre hizo dinero luego de dignarse colorear mi mampostería a cambio de que posara para un par de cuadros: tengo entendido que sólo vendió esos antes de suicidarse.

 

Me costó dura batalla que mantuviera los colores característicos del ave que represento: cabeza, cuello y pecho superior negros a los que dio una tonalidad azulada. Dorso de plumas negras bordeadas de un delicado matiz amarillo verdoso. Lomo, pecho inferior y abdomen amarillos. Alas negras con banda amarilla. Cola negruzca con líneas exteriores amarillas

 

¿Verdad que somos bonitos? Bueno, he debido variar tantas veces los colores que ya no sé qué extraña ave soy. ¿Por qué? Publicidad y esas cosas, los clientes no sólo ponen la pasta, también colores, movimientos y hasta algunas frases. Pero esto último sólo ocurrió en mi etapa de loro, apenas un par de meses, lo que tardé en quedar afónico.

 

También debí descartar un par de ofertas: la de una carpintería que ofreció instalar en la plaza un poste horizontal labrado y barnizado para que sobre él disfrutara de mis tardes; y la de un ortopédico dispuesto a transformar mis pies en patas de madera de balsa.

Lo cierto es que de a poco comencé a verme como un verdadero jilguero saltarín y aparecí con gran éxito en varios programas de Ripley´s a medida que me transformaba: “¿Han sido dolorosas las aplicaciones? ¿No ha pensado en conseguir una jilguera? ¿Cuál es el próximo paso en su transformación de hombre a pájaro?”

 

En los buenos tiempos hasta me llevaron a dar una recorrida en helicóptero para que me sintiera en el aire. No la pasé muy bien pues aunque se supone que los cielos son mi hábitat natural descubrí que padezco de vértigo. Fingir felicidad en esos momentos me resultó muy difícil pero fue bien editado y pasó desapercibido.

A veces quisiera que una persona honesta, sensible y piadosa se atreva a preguntar con acierto: “Qué te ha hecho hermano perder tu dignidad, disfrazar tu naturaleza, camuflar tu identidad de ese modo? Sufres y me duele, sonríes y veo llanto detrás de tu mirada. ¿Cómo te podría reconfortar?”

Bajando la vista le mentiría alguna otra de mis verdades: —Ha sido la vida. Me disfracé un carnaval y bebí mucho. Es que había estado muy triste, sin trabajo sin amor ni esperanzas. Por la mañana me hallé en medio de una feria y continuaba riendo y saltando. Entonces la gente comenzó a dejar algunas monedas a mis pies, tras lo cual procuré saltar con más ahínco pues dejé de sentir sueño y cansancio. Mientras contaba el dinero comprendí que había hallado una profesión.

 

Eso sucedió en mi época de estelar en TV y auge profesional. Efímero, es cierto, unos seis meses… Me pedían que fuera casi todos los días. Pero pronto todos me olvidaron. Al menos al verme en la plaza muchos me recuerdan –sobre todo los más viejos– y se acercan dinámicos y sonrientes a contemplar la extravagancia que represento.

 

También suele ocurrir que me encuentre con seres crueles, los que al dirigirse a mí lo hacen con jactancia o pretendiendo burlarse: “Jilguero... ¿No serás en realidad un ave de mal agüero?” “¡Cuervo multicolor!” “¡Pato ridículo!”. O pletóricos de autosuficiencia: “¿Nadie te ha dicho que quienes saltan son los canguros?”

 

Ante ellos, los humoristas vanos que presumen inteligencia y se burlan, mi pecho se yergue, mi frente se levanta y sonrío con suficiencia. Finjo no oír mientras me alejo a los saltos y mirando al suelo mientras digo:

 

—¡Un gusarapo! ¡Una oruga! ¡Un caracol! —aunque no sé realmente qué mierdas comen los jilgueros.


Luego, desde lo lejos les grito: “¡No todas las orugas se convierten en mariposas!” La mayoría no lo comprende, pero los estoy llamando “gusanos”, y no sólo eso, sino que les adelanto que nunca tendrán una crisálida que les permita superar su deplorable estado.

 

¿Ven que tonto no soy? Aprendo rápido. Entre los libros de Armando hallé uno del poeta Ovidio Fernández Ríos, donde uno de sus poemas reza: “Para escuchar las burlas del gusano no detienen las águilas su vuelo”. Cuando los trato de gusanos en lugar de jilguero me siento una verdadera águila arpía, que son las más grandes del mundo.

 

En la actualidad cuento con muy pocos placeres, uno de ellos es alisar mis plumas al atardecer y entonar acordes tristes que salen de mi pico como derivando de un embudo. No siempre puedo hacerlo, a veces es tarde y aun me rodea gente procurando apreciar la “cosa rara” en la que me he convertido.


Al fin, cuando los curiosos se alejan puedo desinflarme y permitir que el agobio se pose sobre mis hombros y me arrastre al fondo de mi miseria. En ese momento dudo en la conveniencia de haber elegido este camino.

 

Desde hace unos pocos días he hallado el consuelo de una mujer. Es menuda, lenta y algo torpe. Vende maíz acaramelado junto a un pequeño carromato amarillo con toldo a rayas rojas. Lo primero que me llamó la atención fue su andar estilo pato, zarandeando los hombros en curioso vaivén.

 

Cuando noté que me enviaba clientes comencé a promocionar sus golosinas. Al principio me observaba desde lejos y de a poco se ha venido acercando. Hace un par de días, mientras caía la noche, detuvo su carro de dulces y se sentó a mí lado a conversar. Su voz es muy tenue y casi no entendí cuando me pidió para recostarse contra la suavidad de mis plumas. Luego se quedó dormida y decidí permanecer en la plaza un poco más para no importunarla.


Noté que su sueño es apacible y cálido, y como me llena de paz también dormité. Sus suspiros, semejantes a tenues gorjeos, me bañaban con una sensación de tristeza que parecía reflejo de la mía.

 

Mientras me mantuve despierto acaricié sus cabellos al ritmo de la brisa, sintiendo inmensos deseos de volver a ser hombre. ¿Será posible que juntos formemos un nido de amor? Cuando pienso en eso mis sentimientos son ambiguos, dudo entre hacer el intento o echarme a volar como mi viejo.

Pero no me hagan caso y vengan, acudan a mi plaza los días de sol. No se arrepentirán de compartir dichosos momentos con el famoso “Jilguero saltarín” que vieron en Ripley´s hace quince años. ¡Ah! Y no dejen de saborear el más delicioso maíz acaramelado del barrio (he probado mejores en otros sitios).

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