Confesiones de un escritor en la barra de un bar bonaerense a las tres de la mañana
Tangura
Traía varios apuntes contenidos en el puño. No lograba evadirlos. Como si fuese necesario echarlos a volar y no atinase a permitirles franquear la puerta. Que como siempre, hallaran los desventurados personajes que a medias imagino, esos que pueden ser cualquiera, y sus voces contaran aquellas historias locas, tristes, perras, alejadas lo más posible de lugares comunes y las banalidades.
Porque me siento a escribir cuando la vida parece abrumarme, y así lo digo pues por lo general no es más que mera subjetividad. Jamás escribo cuando estoy feliz. La alegría es para ser disfrutada, para ser esparcida en el mundo real. Uno debe permitirse dejarla salir alborozada y contagiar, aunque percibirla en los demás no aporte semejante intensidad.
Las ideas encarceladas giraban al influjo del sortilegio que las mantenía en un puño, mientras en el otro, prisionero, mi corazón intentaba palpitar… O de una vez por todas dejar de hacerlo. Ante cada latido venía a mi mente un gesto de aquella mujer, una sonrisa, la tonalidad de sus cabellos, su andar sobre nubes y, como ante mis entusiasmos amorosos de adolescente, pensarla me dolía.
Le había dado a leer unos cuentos de esos que me han crecido como yuyos y nadie más que yo quiere y atesora. ¡Cómo si ella tuviese amor para amparar tanto pibe descalzo! Ya había sido demasiado que alguna vez me echara ojo y me extendiera los brazos. Así pues, ella abrió su intelecto a ese mundo de imágenes plasmadas en signos. Mundo inventado para guarecerme de ausencias semejantes, a modo de consolación, acaso de redención por fracasos afectivos o existenciales.
Se los di, los relatos, y nunca tendré la certeza de si acaso llegó a leerlos. Pero los ha dejado, descarto que por insufribles. En realidad hubiese preferido que los conservase o los destruyese fuera de mi vista. ¿Qué importa? Importa, sí, que también olvidase casi lleno su frasco de perfume favorito, gran favor, sentir su aroma cuando quiero me permite hacer más palpables los recuerdos.
De todas formas y para confortarme me digo que algún recuerdo mío se ha llevado, seguramente nada de valor material pero sí afectivo. Y esta sonrisa que tengo ahora... Sí, es irónica.
Tomé aquellos folios nuevamente y mis ojos recorrieron las ordenadas hormigas, tantas veces vistas y que estáticas pretenden conformar relatos o poemas desencantados. Meras hilachas de mi tiempo solitario que siempre preferí no dedicar a la TV, la pesca, acopiar dinero que no podré llevarme... ¡Qué sé yo! Opciones que uno toma.
Volví entonces a perderme en aquellas consabidas historias, aprovechando para corregir una coma aquí, un adjetivo más allá... pues eso siempre ocurre. Mis pensamientos saltaron entre los mismos rostros inexistentes de siempre: mis personajes. Todos como yo, sufridos, ninguno triunfador. Que otros se ocupen de cantar loas a la felicidad.
De a poco pude liberarme, distanciarme de aquellas pieles mustias y su tibia mansedumbre. Sentí que nuevamente podría imaginar, lanzarme a recorrer y conocer nuevas sendas que en algún punto se cruzaban con mi propia ruta; acaso debido a que cada personaje, aunque yo lo niegue o no lo vea, ha de contener la impronta de mi naturaleza.
Luego descubrí, flotando entre dos palabras cual osado equilibrista, un largo vello de sus pestañas, castaño, gatuno. Por allí había andado su mirada que a veces gotea miel dejando su huella, quizás adormecida por el aburrimiento que yo le había ofrecido como amenidad.
Sentí que no la podía evadir, aparecía en todas partes. Sí, también en alguna prenda interior olvidada en el lavarropas o en el tarro de café que jamás consumo. Vencido, aparté de mi vista aquellos hijos malqueridos, coloqué en un puño mi razón, plena de resaca del pasado, y en el otro cobijé nuevamente este corazón quebrado. Desde entonces nada más pienso en ella, pero como quien intuye el crepúsculo y se siente acechado por las sombras del fracaso.
Todo había comenzado luego de un sueño tibio, invadido por un invierno que descendía con nieve en la punta de mi pelo al tiempo que dejaba de creer en mis flechas sin destino. Veía que mis proyectos perdían importancia y la humedad corroía las columnas de mi espíritu. Me atraía menos el riesgo de jugar y, con la patética tristeza de un viejo semental, apenas suspiraba.
Era aquél un sueño en reversa, de marcha atrás, donde por el camino había quedado lo hermoso, los momentos felices, y adelante un futuro ominoso me arrastraba hacia la vorágine de la nada. Los ídolos de mi juventud se habían convertido en marionetas patéticas revolviéndose bajo el barro de otros pies, llevándome a pensar viendo a los Stones que no siempre la inmortalidad se sobrevive muriendo.
A mí el tiempo se me había pasado sin giras renovadas, por ello la centrífuga del torbellino me empujaba a la obsolescencia. El sueño pasó pero un sedimento áspero se disolvía entre mi saliva que cuando lo tragaba amargaba más a mi espíritu.
Busqué abrigar mi soledad en la penumbra de un bar y en medio de ella, tan melancólica como yo, tal vez bajo una capa más notoria de cincuentaños, Marcia tomaba whisky envuelta en una nube de humo.
Un cuarteto de música típica entonaba “Por una cabeza”, e imaginé a Pacino bailando sus acordes para siempre en “Perfume de mujer”. Estando en Buenos Aires hay algo que siento fluir en el ambiente, algo que en Montevideo no advierto, y es el olor a tango de cada esquina, que se ha perpetuado hasta formar parte del asfalto. Allí estaba durante mi estadía de cuatro años, y allí fue donde la hallé.
Al buen observador no pasaría inadvertida una suerte de anuncio de neón, inmanente a su figura, que cambiaba de una a otra frase rutilando en su entorno: Estoy sola - Estoy triste - No exijo nada ¡Socorro! Así de patente y expuesta era su solead. Supongo que mi rostro, viéndola desde una penumbra próxima a la suya, transmitía premisas semejantes.
Como en la adolescencia... Pues eso parecía ese presente donde un fantasma perdido cobraba vida, color y nuevo nombre: Marcia. Tan parecida era su aspecto a Rosario Colina como lo sería su hermana gemela treinta años después.
Rosario Colina… Sería un desperdicio recrear aquella historia, sobre todo cuando aún conservo un par de versos llorados en vano a su abandono. Pues si algo tiene el llanto es su banalidad, jamás me ha servido para nada.
¡Ah, pero si casi lo veo! Le faltó matarse por ella y resbalar de su cima fue casi fatal para aquél jovencito enamorado, que aunque entonces no creía posible vivir otro segundo logró brillar, perdurar, y llegar a ser la ruina que hoy les conversa. Cuando hablo de aquél joven evito decir que era yo, y ni siquiera sé por qué. Tal vez se deba a que el tiempo nos cambia y en forma constante dejamos de ser los que éramos.
Sí, Marcia tenía el mismo aspecto de Rosario, su sonrisa, su desfachatez y esa mirada maravillosa que encendía al suplicar con ternura: Estoy lista, por favor, por favor... Ahora. Dame. Quiero. ¡Ah!
Por eso hallar a Marcia dio una claridad increíble a la escasa luz de mi existencia, sin sospechar que podría haberla encontrado en cualquier lugar donde mi deseo me guiara, siempre y cuando ella siguiera sus impulsos.
Para todas las cosas hay un momento adecuado. Tanto, que habría que vivir apelando al don de la oportunidad, pues antes o después no será lo mismo. Descubrí el momento y fui por sus anhelos, como si a punto de ahogarme divisase a pocos metros un madero salvador.
Llevaba los años en la cara, tal vez mintiera un poco el cuerpo y era obvio que a esa edad una mujer conoce todos los secretos. De seguro, un hombre algunos menos. También bastaba una mirada para saber si la silla vacía me aguardaba o tambores de guerra agitaban la distancia entre nuestros ojos.
Las soledades se atraen, es indudable, más aún de lo que atraen las carencias a la desdicha. Y de pronto uno se reconoce otra persona, encarna a un viejo amigo que creía perdido, el de los veinte, el de los treinta, aquél... que alguna vez nos hizo sentir pagano Dios de grandezas enanas. Un deshielo misterioso provoca que lechos secos se inunden nuevamente y el invierno queda fuera de la ventana, normal y no tan descorazonador.
El tiempo se distorsiona, ya lo han dicho, aunque no de este modo: no es lo mismo para el que aguarda que para quien llega tarde. Pero cuando hacen contacto partículas que corrían buscándose a ciegas y es el momento, el lugar y las personas, el tiempo se acelera para poco después, otra vez en soledad, parecernos más lento que siempre. Así pienso hoy, cuando todo pasó nuevamente. Esto ella lo entendería, pero por esta vez no importa demasiado si sólo yo me entiendo.
Al principio nos sentimos como peces en el agua que se observan, sorprendidos de haber hallado otro maravilloso congénere bajo riesgo de extinción en la misma tina. La hallé tan semejante al espectro de aquél amor juvenil, que en medio del espanto permití renacer la vieja ilusión.
Mas recordemos, en esta madurez se conocen todos los secretos, y aunque se habla menos de lo que se intuye, la experiencia suele validar como semejantes situaciones diferentes. Las comparaciones hacen su aporte y, si aún fuésemos inocentes, hasta podríamos vislumbrar fines imposibles, innovadores y de amplios horizontes.
Claro, no era nuestro caso. Al reverdecer factores postergados o ya en el olvido, el cuidado del aspecto personal y cierta puntualidad exagerada regresan mansos. Uno desea ponerse elegante y se siente transportado a los buenos tiempos, aunque ahora llevemos otra mesura en el proceder y en el equilibrio anímico. Pero más que nada se le vuelve a sentir el aroma a la vida, quizás, el olvidado e imperceptible aroma de la feromonas y la adrenalina.
Parece entonces que el reloj ha comenzado a funcionar en retroceso, y le hacemos morisquetas a la decrepitud, que viene detrás nuestro cual madre cuyo niño ha escapado de su mano.
Así fue que a su lado me sentí tan orgulloso como el dueño del camión destartalado que lleva adherida en la parte trasera la leyenda: “Poco pero mío”, legible cuando el humo negro del escape lo permite.
Le gustaba hablar de sus cosas y a mí escucharla, pero jamás le pregunté si me había conocido en algún sitio, ya sea baile, liceo o universidad: estaba seguro que no. Pues si amé a una Rosario Colina, ella bien podría haber amado a un Fulano muy parecido a mí.
Tenía cierta inseguridad, en cuanto al funcionamiento del tiempo, parecida a la mía, e invoco sus palabras:
—Todo ronda al tiempo, que abarca cuanto existe y pone de cabeza sin demasiados miramientos y sin que nos demos cuenta. —Detalle mencionado al menos en un par de ocasiones, denotando que esa sentencia le pertenecía.
De mi parte recordé una, gastada en un viejo relato y que por alguna razón mezquina evité mencionar: Un relámpago, así es la vida, un chasquido de dedos. El tiempo, una burla que se pierde en la oscuridad. ¿Le habría gustado? Pensaba preguntárselo algún día, hoy ya no lo creo aunque por lo menos me estimula pensar que lo haré. Tal es mi certeza en volvernos a encontrar pues, para albergar ilusiones, uno se va acostumbrando a mentirse.
Su madre, bajo un aire provinciano y pacato allá por los años sesenta le había dicho: A los hombres no hay que darles nada. Ni siquiera permitir una mano bajo la pollera hasta atraparlos en el grillete. Después hay que tenerles atiborrado el músculo para que no les apetezcan ofertas de otros gimnasios.
Marcia había comprendido el parlamento, pero siempre hizo todo lo contrario. Le pareció lo mejor y, de igual forma que su madre pero a la inversa, se vio transmitiendo a su hija su propia experiencia: A los hombres hay que darles todo y con todo. Pues aunque nada asegura que se queden, al menos habrás disfrutado durante el intento.
Su hija cuando anduvo lo suyo edificó su propia consigna: Esta existencia nadie la vive como se le antoja y, cada uno a su manera, la va llevando como mejor puede. Pero el sexo... es lo más lindo que hay. La dijo a Marcia mientras aseguraba estar enamorada de una compañera de trabajo con la cual convivía desde hacía dos años.
Reímos con sus anécdotas un par de tragos. Así de loca era su conversación que no hallaba donde pararse con firmeza, así de peregrina fue su vida y mi deleite escucharla. En la cama encontraba su lugar luego de atarse el pelo para que pudiera ver su cara entera, con todos sus gestos, mientras derrochaba susurros sublimes y demandas imperiosas. Casi sentía envidia de su forma de dar y me esforzaba al máximo por emparejarla.
Ante el éxtasis alguna vez me dijo la que yo entendía como más hermosa frase dicha a un hombre por una mujer cuando ella es una dama: Soy tu puta. Por mi parte pude brindarle toda la candidez que puede permitirse un señor mayor creyendo creérselo. Así se lo hice saber destilando la fatiga y sufriendo la ausencia del prohibido cigarrillo: Eso es lo mejor que puede decirle una mujer a un hombre. Para ella no tuvo igual significación:
—Eso suponen algunos hombres como vos —respondió—. Pero la más maravillosa frase que puede decir a un hombre una mujer, sea o no una dama es: Deseo un hijo tuyo. Y siempre y cuando sea sincera y no le interese nada más que lo expresado.
Y habría tenido razón si fuésemos jóvenes y esa posibilidad existiera. Interiormente terminé revindicando mi parecer: me había dicho lo más hermoso que podían dar sus años a un hombre gastado.
Entonces aun reía contagiando, por más que detrás de la aparente alegría de sus ojos una tristeza demasiado arraigada y con nombre propio enseñaba su sombra. ¿Era el tal Fulano como yo? ¿Notaba ella que yo la miraba como a Rosario Colina?
Si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo, de haber sabido cómo... lo imposible habría hecho para tornarla realmente feliz, para darle a su otoño una primavera cálida y duradera en medio del ventarrón existencial. Al pasar los años las cicatrices, fosilizadas, ya no duelen, pero están ahí, y aunque no queramos verlas ellas se hacen notar ante el espejo interno.
No éramos más que peces de una misma charca, con el mismo alimento y apetito, pasado y porvenir, experiencia y soledad. No la soledad de carecer de compañía, la del alma, soledad hecha al aislamiento y la abstracción, la del “yo” perdido en el universo incomprensible y caótico de cada día rutinario. La imagen del espejo comenzó a perder color y fui empalideciendo lentamente hasta no ser más que una sutura, del mismo modo veía que el mundo me dejaba de pertenecer: era de los jóvenes, y estaba bien que así fuese.
Tal vez éramos de aquellos que llegan muy temprano el día equivocado y luego, al volver el día indicado, se ven retrasados por un percance y no llegan a tiempo. De esos adeptos a Murphy a quienes el último pan con dulce se les cae boca abajo. De los que nunca tienen necesidad de usar el paraguas que han llevado por si llueve y se empapan cuando lo han dejado en casa. A los que siempre les toca la pizza de los bordes quemados, y tan honestos son al repartir, que para no generar suspicacias se quedan con la menor porción.
¡Sí que existimos! Somos los desgraciados que escuchan sonrientes los alardes ajenos y por discreción y modestia callan logros y virtudes propias. Sí, así somos algunos. De seguro de niña ella también se quedaba quietecita viendo como los otros se disputaban los dulces de la piñata, e igual que yo a Rosario Colina, a ella le alcanzaba golosinas ese Fulano semejante a mí. Aceptamos ser un par de tontos redomados que no merecen ningún tipo de perdón del egoísmo humano. Tan imbéciles como para otorgarles más derechos a los animales que a las personas, pues carecen de perversidad.
Por eso me costaba dejarla, porque conocía su desdicha y estaba seguro de que me quería demasiado. No podía ponerme del lado de su mala suerte y alejarme sin más. Pero tampoco podía seguir tolerando sus demoras, sus torpezas y sus antojos. Sí, caprichos: lo único que personas como nosotros podemos intentar para sentirnos "algo". Una perra echada a los pies de la cama, por ejemplo, cosa que detesto... Y acaso un par de menudencias más, poca cosa. Nimiedades que a quienes acostumbramos llevar la peor parte nos cuesta aceptar. Como si nos doliera menos un hachazo que un sopapo, únicamente porque el hachazo liquida el asunto y con el sopapo permanecemos de pie.
El hilo se rompe por la parte más delgada. ¿Qué duda cabe? Y ambos siempre fuimos débiles, intrincados y tozudos, frágiles telarañas humanas por donde deambulan sentimientos famélicos. ¡Ah sí! Seguramente los demás dijeran que éramos buenas personas, Almas gemelas que se quieren bien, Un par que al fin halló la felicidad, espejos. Sin despreciar tampoco al tan manido: Tal para cual.
Nuestros escasos amigos decían esas cosas y hasta eso comenzó a molestarnos. Porque lo éramos sí, pero ellos lo pagaban con moneda corriente, lo decían como se expresa de todos, y puedo asegurar que lo nuestro era diferente.
Marcia supo varios meses antes que yo que la abandonaría. En su momento lo negué rotundamente pero ella no tardaría en convencerme. A veces aventuraba decir por qué lo haría, y hasta parecía que de un momento a otro diría el nombre de su sustituta.
Inicialmente sólo la escuchaba en silencio, siempre bajo su nube de humo y celos infundados. Luego comencé a pensar que sus conclusiones nacían, no de su incertidumbre y miedo de perder mi cariño, sino de su propio tedio, del peso de experiencias anteriores que indefectiblemente concluían. O tal vez de esperanzas de hallar alguien nuevo, distinto, mejor.
Al final lo que creemos poseer nos desencanta, nos aburre, y abrimos la puerta a la esperanza de cambio pues renovarse es vivir. Sentimos crecer dentro de nosotros un flamante afán de conquistas.
No eran los últimos acordes de una canción romántica ni la escena final de una película de amor. Que "Por una cabeza" sonara apenas encontrarnos quizá insinuaba también un final. Tampoco se trataba de bombas atronando ni ruido de platos rotos. Era el ahogado sonido de una fruta madura cayendo sobre el césped.
Tuvimos la relación atada con cinta adhesiva durante algún tiempo. Los dos reponíamos la cinta deteriorada con gran empeño... Hasta que el embrollo de cinta fue más grande que el amor verdadero y comprendimos lo vano de sostener un amasijo de plástico engomado.
Lo difícil era deshacerse de todo lo bueno que quedaba atrás, dejar morir las maravillosas fuerzas que hicieron crecer la fruta bajo el sol. Tal vez en honor de aquello fue que pasábamos la cinta con tanto ahínco, siempre temiendo que quizás no hubiese otra oportunidad.
Por eso comenzó a cambiar todo. Durante los primeros tiempos me enaltecía verla dichosa pues suponía ser la causa de su disfraz juvenil. Ya ante el precipicio su felicidad me volvía loco de celos, máxime cuando la notaba, además, distraída. No la quería perder, pero me costaba ignorar mis tonterías y presumir que ella no deseaba apartarse de mí.
Sin embargo parecía que a cada segundo cambiábamos de polaridad y la atracción de pronto se volvía rechazo. Nos cuidamos tanto, temimos perdernos uno al otro con tal intensidad, que nos fuimos condicionando, dispuestos a no dar pelea por seguir pues anticipábamos un resultado inevitable, la separación, la que apenas podríamos retrasar.
La puedo imaginar ahora en su soledad, acariciando su perra ante el televisor: tiene un vaso de alcohol en una mano y un cigarrillo en la otra. Yo no pues fumar ya no puedo, y aunque tampoco tengo mascota sostengo sí, un vaso entre mis manos. ¡Va! Agua con limón.
Estoy seguro además que vemos el mismo programa: ella por gusto propio, yo por costumbre suya. No piensa en mí, o tal vez sí lo hace como yo ahora. Está segura que mañana será igual a hoy. Irá a un bar, a otro no al de siempre, evitará encontrarse conmigo. Ignora que estoy yendo a uno distante para no mirarnos con pena. ¿Y si nos topáramos en alguno? Lo he pensado, y lo único que se me ocurre es que esa noche no podré dormir, sea lo que sea que tal encuentro nos depare.
Dejo de imaginarla y rompo el cuadro cuando estoy deprimido. En esas ocasiones, y aunque a ella le deseo lo mejor del mundo, apenas aparece su imagen feliz en otros brazos la descuajo de mis pensamientos.
Sin duda alguna afirmo que la he querido: la quiero aun seguramente, no lo niego. También ella lo manifiesta según dicen aquellos que la han visto, y a veces me regocijo creyéndolo.
Los amigos que han pasado a ser comunes siempre lo han asegurado, sonriendo y burlándose de nosotros a pocos días de la separación. También los evito, para no mencionarla o decirles que no sé de ella cuando lo pregunten. Los evito, no podría dejar de preguntarles si la han visto, cómo la hallaron, y si sale con alguien.
Una intuición certera nos fue ganando a los dos: somos tan iguales que jamás podremos ser el uno para el otro. No hay balance. Y nos quedamos como si hubiésemos tenido la experiencia en alguna reciente vida anterior y ya no hiciera falta repetirla. Estoy igual y me siento igual, si bien mucho más viejo, que cuando a los diecisiete dejé de salir con Rosario Colina.