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Quedó así para siempre
Aunque quizás se le haya dado algún toque de color (ya no lo recuerdo) esta es una anécdota verdadera, ocurrió, mal que le pese al mencionado perro. Si bien se han recibido indicios de avistamientos del can en Alaska, Lituania, Madagascar y Neptuno, nuestro amigo no ha logrado que regrese.

Plegaria al perro eléctrico

El hombre no se llama Caballo: le dicen. De esa manera el ingenio popular, distribuyendo apodos con inteligencia, ha identificado a "Caballo", lo cual nos permite minimizar su retrato.

Alto y dinámico, colecciona metidas de pata con gran entusiasmo. En eso es imbatible. Cualquiera que comparta media hora con él confirmaría el acierto de tal sobrenombre.

Antes de que saliera galopando tras un puesto más conveniente en otra dependencia solíamos compartir, a diario y a mitad de la jornada, la mesa del almuerzo. Llenaban más las risas nuestras bocas que el menú del día.

 

En tales ocasiones, a la vez que nos cuidábamos de no ser víctimas de su torpeza, disfrutábamos de sus constantes desatinos, siempre a lomos de la narración de sus experiencias cotidianas.

 

Así nos enteramos del vía crucis del legendario “perro eléctrico”, que si bien ha de haber ostentado un nombre canino, a raíz de su convivencia con Caballo cayó en desuso. Es que al igual que su amo, ha sido catalogado por sus peripecias, pasando a la historia con tan energético apelativo.

 

Todo comenzó cuando Caballo recibió de obsequio un cachorro grande y variopinto, garantizado como de buena raza y justificadas virtudes de guardián y compañero.

Despreocupado y de buen humor -envidiables particularidades de este equino humano- Caballo llegó a su casa con aquel animal juguetón, tan inquieto que parecía hecho a su medida, y tan atrevido y distraído como para orinar la alfombra de la sala cual señal inmediata de sentirse a sus anchas.

 

De allí tomó Caballo la primera lección que recibiría de su perro, decidiendo de inmediato que el animal permanecería en el exterior. De modo que sin llegar a enojarse Caballo tironeó de la cadena, dando al can una buena demostración de dominio.

 

El perro era tozudo y se negó a mover sus patas. Sin hacerse ningún problema, ni saber aún dónde lo habría de ubicar, nuestro amigo arrastró al can hacia el patio, arando de paso un surco sobre la alfombra del living y el piso de la cocina.

 

En uno de los lados de la casa, contra la pared, halló el borde de un tubo de hierro que asomaba unos centímetros de las baldosas, y de cuyo centro surgía un alambre de cobre que ingresaba al interior de la vivienda por un pequeño orificio.

 

Lejos de preguntarse qué sería, o cual sería la utilidad de aquél tubo tan práctico a su circunstancial necesidad, Caballo constató que estaba firme, por lo cual le pareció conveniente ajustar a ese lugar la cadena.

 

Sería algo momentáneo, su intención era darse tiempo para buscar un entorno más adecuado a la comodidad de su flamante mascota, pues Caballo siempre se cuida muy bien del bienestar de su familia.

 

Al otro día y muy satisfecho de su bondad humana, arrimó al animal una casilla, ya dispuesto a dar lo transitorio por definitivo.

 

El primer síntoma de que algo andaba mal con el tremendo cachorro lo percibió la siguiente mañana, mientras tomaba mate debajo de la anacahuita y revisaba la lista de pedidos... ¡Ah!

 

Olvidé comentar que Caballo complementa sus ingresos vendiendo productos de granja a quienes somos sus compañeros de trabajo. Esta informal empresa de Caballo no tiene nombre legal pero sus compañeros, con sana voluntad de colaborar, la hemos publicitado, en forma gratuita y con buen suceso, como "MEV", lo cual significa "Manjares embutidos verdes".

 

Decía que revisaba los pedidos (uno se dispersa con facilidad estando en su presencia, advierto ahora que lo mismo ocurre al mencionarlo) y allí, casi de reojo, notó que el perro corcoveaba cual jamelgo cerril, practicando movimientos epilépticos intermitentes.

 

Caballo puso más atención, quizás preguntándose si el perro necesitaría ser domado, pero de inmediato el dogo quedó inmóvil, entre estupefacto y asustado. Ojos fijos y acuosos perdidos en la distancia, patas firmes sobre el piso, pelambre deslucida y aspecto general entre alerta y triste.

 

Nuestro amigo fue por unas galletas y volvió con media docena de frankfurters con fecha vencida los cuales, junto a unas pocas caricias y palabras de afecto, fueron ofrecidos al can.

 

Sin embargo al perro le vino más en cuenta refugiarse entre sus brazos mientras rociaba, aquí y allá, con pequeñas evidencias de incontinencia urinaria o terror sin fundamento.

 

Le resultaba difícil a Caballo hacerse amigo de animal tan extraño. Nunca había tenido perro, pero tampoco recibió jamás noticia de que los canes manifestaran tan curioso comportamiento. Por la tarde sintió que uno de sus hijos le gritaba:

—¡Papá, papá! Mirá lo que hace el perro.

 

Caballo lo observó pero nada raro notó en él, apenas tuvo la sensación de que parecía desanimado, decaído y derrotado.

 

—¿Qué hacía? —preguntó, asumiendo el fastidio de tener que hacerlo ver por un profesional.

 

—No sé, como si lo hubiesen atacado hormigas y desesperado quisiese sacudirlas de su cuerpo. Dos veces, pegó un salto gimiendo, se quedó quietito, y de pronto... ¡Otro salto! ¿No habrá que llamar al veterinario?

 

Nuevamente Caballo se acercó al animal, lo acarició con afecto y le habló de hombre a perro. Esta vez el ingrato le gruñó y hasta le mostró los dientes. Por las dudas Caballo alejó sus manos a prudente distancia y permaneció en cuclillas, meditando, hasta que recordó que debía anotar los tres kilos de queso magro que le entregó a René, la gorda de Contaduría.

 

—¡Qué veterinario! Cuestan plata. El perro está bien. Deben ser manías que le hicieron agarrar antes de dármelo.

 

Es probable que instancias semejantes se dieran en alguna otra oportunidad, Caballo no entendió necesario ampliar sobre el punto ni quienes escuchábamos atentos lo inquirimos. Al parecer el lamentable desenlace se dio al caer la calurosa tarde en que Caballo, descalzo y en bermudas, regaba las hortensias.

 

Pasaba un momento apacible en medio de la naturaleza. Hacía calor y ser feliz era sencillo. Se estaba dando una de esas instancias en las cuales la calma es tanta que nos preguntamos -todo el mundo menos Caballo-, cuándo estallará la bomba.

 

Así que en medio de semejante paz el perro no sólo dio un triple salto mortal, sino que gimió cual alma canina llevada de los pelos al averno perruno.

 

Las crines de Caballo se erizaron. Lejos de amilanarse permitió que la furia lo poseyera. Ese era el límite, sobre todo para un tipo ansioso e hiperactivo como Caballo. Debía solucionar el asunto a como diera lugar.

 

Luego de largar la manguera y cerrar la llave del agua, con total decisión y urgencia se acercó a la bestia desquiciada que aun daba saltos en el aire.

 

Sin el mínimo despunte de miedo lo aferró de inmediato al mejor estilo Lev Yashin, aquél guardameta legendario del Dinamo de Moscú.

 

¡Ay mamita! El golpe de corriente que recibió Caballo causó tal revolución en sus neuronas que en forma automática se le encendió la lamparilla, y comprendió varias cosas a la vez:

 

1°– El extraño comportamiento del perro era debido a que recibía descargas eléctricas.

 

2°– Eso ocurría pues la cadena que lo sujetaba estaba aferrada a la jabalina del cable a tierra de su casa.

 

3°– Anteriormente no recibió descargas al acariciar al perro por llevar calzado deportivo, aislante, y esta vez sí pues se hallaba descalzo.

 

4°– Debía liberarlo de inmediato y buscarle nueva ubicación.

 

5°– Tal vez debiera calzarse antes de hacer nada.

 

Caballo quedó exhausto luego de razonar tan portentosos descubrimientos. De todos modos, y por tozudo nomas, se las ingenió para cumplir las etapas precautorias de prisa y volver junto al perro, tolerando todo el volumen de culpa que su conciencia pudo cargar. Algo así como dos gramos.

 

Fuimos testigos, y nos consta, el profundo grado de consternación que lo invadió tras comunicarnos, de forma jocosa y a pleno relincho hilarante, su estrambótica experiencia.

 

Así pues, no tuvo otra salida que liberar de inmediato a su mascota, suplicando avergonzado una dispensa que no fue aceptada. Es que una vez que se sintió libre el perro salió disparado a gran velocidad, saltó el muro, cruzó la acera, y despavorido corrió y corrió hasta perderse de vista calle abajo rumbo a lontananza. Caballo asegura que ha de haber corrido más que Forrest Gump. Sonriente agrega que: "Capaz todavía anda corriendo".

 

Caballo jamás volvió a tener noticias de su perro. Pero aun teme que en cualquier momento venga la Protectora de Animales a detenerlo y juzgarlo. Una noche soñó que el perro presentó denuncia por mal trato y que a él no le creían cuando juraba que fue accidental.

Enterado por quien escribe que su anécdota sería divulgada, Caballo solicitó encarecidamente que se le permitiera hacer uso de la amplia difusión que daría a su historia, agregando en ella esta súplica:

 

"Perro eléctrico, donde quieras que estés, perdoname, te extrañamos mucho. Vuelve a casa".

Después, como justificando su demanda, me confesó:

—No tengo a quien darle los fiambres con fecha vencida, y me apena tener que tirarlos a la basura.

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