A Macario, lamentablemente, le ha sido imposible confesarle que Petra no siempre iva a la casa de su madre
Colapso por mala convivencia
Las cosas no andaban bien desde mucho antes de que Petra trajera al perro, ese hito tan sólo pautaba la vigésima confirmación.
Si bien volvía de pasar un par de días junto a la loca de su madre, su actitud fue la de quien regresa de hacer las compras de la mañana. Descargó su bolso sobre la mesa, y con semejante ceremonia a la realizada al ordenar las verduras, quitó la correa al animal dejándolo libre.
Desde la sala observé la escena inmerso en la extraña atmósfera creada por la acción referida. De seguro me subió la temperatura, la situación era por demás delicada: unos años atrás yo habría puesto el grito en el cielo y al perro en la vereda.
Teníamos con mi mujer un acuerdo tácito, una suerte de convenio no firmado originado en nuestras primeras conversaciones románticas, en ellas había quedado perfectamente establecida su comprensión y aceptación de mi fobia hacia los animales.
Debo aclarar que el asunto no es para dramatizar, lo entiendo. Pero su presencia me incomodaba pues siempre he sentido rechazo a la compañía animal, ha sido una fobia inevitable que no podía evitar. Me urgía apartarme de ellos, pero nunca tuve nada contra los animales y soy incapaz de causarles daño.
El caso es que además de tener uno de esos “sujetos” en mi propia casa carecía de la disposición necesaria para afrontar una nueva batalla contra las obstinaciones de Petra. Quien deseara conocerla pronto cambiaría de idea. Yo no, decidí tolerarla ignorando sus defectos y magnificando sus magras virtudes. Sí, es cierto, el amor es ciego.
Por su parte, ella jamás había manifestado interés en cosa ajena a sus uñas, sus pestañas, su nariz de aquelarre y sus patas de gallo, única mención esta última que la vinculaba al reino animal.
El bicho –no me refiero a Petra, hablo del perro–olisqueó por aquí y por allá aproximándose a mí, que simulaba no estar al tanto y continuaba leyendo el diario. Al mismo tiempo imaginaba a Petra observándome y aguardando mi reacción.
Aquello era una abierta declaración de guerra, una suerte de puja territorial, de lucha por la supremacía hogareña y –lo presumo tan sólo de conocerla– un mero ajuste de cuentas por supuestos agravios longevos, mil veces saldados, pero que cada tanto tocan timbre en su azotea.
Luego de satisfacer su olfato el can buscó un buen lugar y se echó sobre la alfombra, a un lado de la mesa ratona y a medio metro de mí. Desde allí me observaba con ojos nostálgicos que hasta pena me dieron.
Di vuelta la hoja e intenté sumergirme en las noticias, entre las cuales creí leer: “Insano asesina a su esposa”. Reiteré la lectura y comprobé que en realidad decía: “Iniciaron siembra de soja”.
Al parecer mi actitud sosegada sorprendió a Petra, pues hizo una recorrida por el lugar fingiendo estar buscando algo que no halló. Podría asegurar que en todo momento me miraba de reojo, pero como no lo comprobé no lo aporto como prueba.
En realidad procuraba mi ausente protesta, mi lógico berrido, mis fauces babeantes aplicándose con firmeza en su cuello. Tal vez sea un rasgo masoquista suyo, pues no puedo hacerme a la idea que sea de naturaleza beligerante, que se alimente de los conflictos cual anglosajona de pura sepa o un gen psicopático navegue en su sangre gélida.
No nos permití darnos el gusto y ella, de seguro insatisfecho su instinto belicoso y cansada de esperar, se introdujo en el baño. Un segundo más tarde cantaba con los desafinados y desgarradores gritos que muy bien sabe, también detesto. Nunca debí decírselo pues desde entonces lo hace peor.
No es que yo sea intolerante, todo lo contrario, he debido aceptar cosas que no me agradan a lo largo de nuestra vida en común, tal cual impone la convivencia. También supe dejar de realizar aquellas acciones que la molestan, y cuya descripción no es pertinente pues –debo aceptarlo– en algunos casos lesionan el buen gusto y las sanas costumbres.
Mientras desgranaba sus estridencias sonoras era imposible que pudiera concentrarme en la lectura, máxime teniendo allí al mastín observándome… Por más cara de víctima que el pobre pusiese. Cada vez que le ponía encima la mirada sacaba alguna nueva conclusión sobre el carácter del dogo.
Lo primero que advertí fue que tenía ojos buenos, tan cansados como los míos, y una respiración igualmente resignada. Me dije que en realidad no me molestaba su presencia y sólo necesitaba que no se acercara pues era el contacto aquello que deploraba, tocarlos, que me rocen... hasta pensarlo me erizaba. Y utilizo bien el tiempo verbal pues tal detalle es cosa del pasado.
Durante buen rato mantuvimos nuestras miradas unidas, de seguro ambos maldiciendo las disonancias de la chica de la casa. Luego me tranquilicé, me dije que con el can tal vez podría establecer un status quo semejante al que hemos mantenido con su ama durante los últimos años, esa suerte de guerra fría, congelada, pero pasible de sobrellevarse lejos de la pulmonía y sin mayor riesgo que algún resfrío.
La bestia –también esta vez me refiero al perro– lanzó una especie de leve gruñido, como si apartara de la proximidad de su trompa algunas pelusas mediante un soplo fugaz; faena ésta que realizó sin apartar sus ojos de los míos y que asumí como un asentimiento.
Me hizo sonreír. Si bien sonrisa irónica, sonrisa al fin. De tal modo el dogo y yo, sin la intervención de terceras partes ni recurrir a La Haya, firmamos el armisticio.
Me incliné un tanto hacía el can y por debajo del bullicio melómano de Petra le advertí: –Pero nada de acercarte a menos de un metro. ¿Si? –el animal volvió a resoplar, obviamente aceptando el acuerdo. No tuve dudas en cuanto a que era más inteligente que Petra.
Los días siguientes Petra estuvo de buen humor. Se levantaba temprano y sacaba al perro, lo cual me daba un buen rato de soledad que supe valorar en forma debida.
Así que agradecí al animal mediante un guiño toda vez que ella le quitaba el collar dejándolo a un metro de mí –no el collar, el perro–, quien parecía llenarse de paz y alborozo al liberarse de nuestra fémina. De haber sabido que todo el fastidio que ella me regalaba se disiparía con la llegada de Rinti –ni para elegir nombre tiene talento– yo mismo le hubiera sugerido traerlo el mismísimo siglo pasado.
Así anduvimos unos días, mas esa situación no duró demasiado. El idilio con su can y el entusiasmo correspondiente se disipó muy pronto, y lamenté no sentirme enaltecido de que el contento de mi mujer con mi persona, al menos había durado un par de años.
Primero dejó de ocultar su fastidio de tener que sacarlo los días de lluvia. Esperaba hasta último momento que amainara y al fin, luego de contener lo más posible las notorias urgencias de Rinti –por su aspecto yo lo habría llamado Macario– marchaba refunfuñando y resignada con la tarea que se había impuesto.
Al volver levantaba la tapa del recipiente de la basura y con asco tiraba dentro la bolsa con los excrementos. Me remordía la conciencia por no sugerirle que la dejara en alguna de las papeleras de la plaza, pero debía permitir un desahogo a mi cuota de regocijo y un poquitín de superioridad a mi maltrecho ego.
El caso era que Rinti–Macario siempre se echaba a un metro de mí pero a más de un par de ella. Petra lo llamaba y allá iba él a recibir unas pocas caricias envuelto en una flemática pachorra. Entonces ella lo acariciaba, arrullaba y hablaba de modo artificial, denotando “pétreamente” que el cariño que no sentía por mí tampoco se lo motivaba el pobre animal.
Aquél, luego del manoseo, volvía al metro acordado resignación a cuestas y mirada comprensiva hacia donde yo estaba. Resultaría evidente que esa proximidad a mí, elegida por el can, mucho la molestaba, y que el enojo que pretendió hacerme padecer trayéndolo comenzaba a afectarla a ella.
La situación se había vuelto en su contra. Incrementaba la tensión mi actitud de no emitir la más mínima palabra recriminatoria por su inconsulta actitud.
Junto a la mesa ratona, en la alfombra blanca de pelo suave y abundante –elegida por Petra en otro de sus amores a primera vista y orgullo de sus reuniones con amigas– se estaba formando una especie de rastro oval amarillento.
Ella pasaba la aspiradora –cuando yo no estaba allí, lo descubrí sin pretenderlo al salir de improviso del dormitorio una mañana– y luego intentaba con sus manos devolverle a la pelambre su ausente lozanía.
Viendo que esto no bastaba optó por colocar la mesa sobre ese sitio, con lo cual el perro se acunaba del otro lado, aun a un metro de mí pero a mayor distancia de ella.
Una tarde demoró demasiado en volver de su paseo canino y lo hizo portando una suerte de cama, cuna, o lo que sea que fuera esa cosa mullida donde pretendía alojar a su amigote.
Verla intentar en vano que el perro se echara allí me divirtió intensamente, siendo incluso posible que notara la satisfacción en mi rostro, pues los modos que tuvo con el desgraciado animal no fueron de los mejores.
Debí salir de la sala para no largar abiertamente una carcajada que, con toda seguridad, pretextaría punición semejante a la lanzada sobre Bagdad por aquél rufián apellidado Bush.
Cuando volví luego de un baño reparador pleno de felicidad, el perro, perdida su batalla, dormitaba sobre su nuevo hábitat. Pero sobre el sitio que él había elegido, a un metro de mí.
Petra, cruzada de brazos, mantenía una mirada severa sobre el pobre: ¿Rinti o Macario? Éste me observó permitiéndose un respingo de indiferencia, como si yo tuviese la culpa de no haberme desprendido de esa arpía cuando aún pude hacerlo.
Mientras lo miraba compadecido caí en la cuenta de que desde la llegada del can no habíamos hablado con Petra ni una sola palabra: diez días. Asomo mis ojos al exterior y me pregunto cuántos de esos hogares que nos rodean y se ocultan tras las cortinas funcionan como el nuestro, en piloto automático. ¿Ninguno? No lo creo.
Una vez, sin notar mi proximidad, Petra había dicho a su amiga amante de las alfombras blancas: –Nos conocemos tanto que ya ni tenemos necesidad de hablarnos. La otra, igual de pérfida, la puso alerta: –No te fíes, el más mosquita muerta puede tener amantes, así son los hombres, todos.
En esas andábamos cuando ella volvió a desaparecer. Ni pensé en llamar a casa de su madre. Cada vez que Petra se aluna mete cuatro tangas en un bolso, las últimas revistas de chismes, su lote de cremas tan diversas como ineficaces, el infaltable rosario de su abuela, y decenas de adminículos femeninos de usos insospechados y allá permanece esperando.
Antes, cuando la llamaba al otro día, mandaba decir que no quería hablarme. Si no llamaba luego me recriminaba no haberlo hecho. Ahora corto por lo sano, no llamo nada y que haga lo que quiera.
¡Ah! Olvidaba cuanto me aterroricé el día que noté que también adjuntaba un relicario con mi foto y un mechón de mis cabellos. Supongo que eran míos. ¿De quién más podrían ser? Luego comprendí que no podía dañarme pues descreo totalmente de todas esas cosas y me inmuniza ser escéptico. Es buena estrategia, la aconsejo.
Las fugas de Petra han ocurrido un puñado de veces al año, y cuando vuelve parece ser la Petra de la época en que caí en la trampa. Bueno, antes, ahora ya no. Mono viejo no sube a palo podrido, dicen.
Me recordaba aquellos inocentes tiempos en que la creí “única” y no quería conocer a otra. Hoy día, luego de haber convivido con ella, a uno se le quitan los deseos de conocer otra, por más que la siga creyendo terriblemente única.
La primera vez que saqué a Macario a la plaza fue obligado por las circunstancias, no tenía culpa el animal de la poca responsabilidad de su ama y al ser yo su cónyuge la obligación recaía sobre mis hombros.
Esta razón por lo menos me permitió adjudicarme el derecho a llamarlo a mi manera: Macario (al fin). Cuando Petra me oía llamarlo así no podía ocultar su hígado reventado, pero no decía palabra, se mordía los labios como vampiro en isla desierta.
Las salidas subsiguientes las realicé de muy buena gana, inclusive durante el día de lluvia que nos tocó en suerte. Pensé que muy bien podría vivir sin problemas teniendo ese perro, así que le compré una capa muy varonil que él sabe lucir ufano y con gallardía.
Ambos comenzamos a acostumbrarnos a la tranquilidad y el silencio. —Goza ahora Macario —le decía—. En cualquier momento regresa y volvemos al infierno —entonces su carita de tonto parecía disfrutar la broma.
Íbamos bastante bien y claro, lo bueno no dura. Sentí detenerse un taxímetro y mi intuición me puso en alerta. Cuando Macario emitió un gruñido lastimero y metió la cabeza bajo sus manos ya no tuve dudas.
Se abrió la puerta y apareció la pierna de Petra, el bolso de Petra y luego el resto de Petra con una gata negra entre los brazos. Pensar en preguntarle dónde había dejado la escoba me hizo sonreír, pero de inmediato disimulé, podría llegar a pensar que sentía alegría de volver a verla.
Como ante la vista de la gata Macario ni se inmutó lo miré con curiosidad y, percibiendo la razón de mi sondeo él ladró tres veces. Cumplida su misión me envió una mirada de reojo como diciendo: —Eso es todo, no esperes más —para luego continuar dormitando.
Esta vez Petra se salió de libreto, y ofendida comenzó a increparme por no haberla llamado ni siquiera una vez. Dijo que bien podía haberle pasado algo, que ni siguiera pregunto por la salud de mi suegra, y muchas cosas más cuya descripción no es pertinente pues también lesionan el buen gusto y las buenas costumbres.
Entretanto y para no perder tiempo la gata acosaba a Macario arqueando el lomo mientras emitía un ronquido de efes. Despierto del todo y de muy mal humor el buen perro le ladró, a lo cual la gata respondió lanzando un araño al aire.
—¡Perro malo! —gritó Petra—. ¿Qué te hizo la gatita? ¡Seguro que ya te enseñaron porquerías!
Con el buenazo de Macario nos miramos resignados, y aunque no era hora de paseo de inmediato nos levantamos y fuimos hacia la plaza. Allí hay mucha paz y ocurren cosas que a veces escribo... —Tranquilo Macario, no te dejaré mal.
Huyendo a los semblantes irritados y a los refunfuños comenzamos a pasar en la plaza la mayor parte del día, volviendo sólo para comer y dormir.
Pensando que Macario no se daba cuenta y que no le importaba me limité a dejar pasar el tiempo. Sin embargo me preocupaba imaginar la borrascosa atmósfera hogareña que deberíamos capear durante el invierno, cuando el clima no nos permitiese salir.
Tal vez se notara demasiado y por eso Macario procuró serenarme: —Tranquilo —dijo haciéndome un guiño—. Hagámosle creer que estás loco, habla conmigo en todo momento y ponme un libro para simular que estoy leyendo.
Desde entonces por las noches hemos mantenido largas discusiones filosóficas y literarias con Macario, cuyo punto de vista y sensatas observaciones me ha permitido avanzar mucho dentro del campo del humanismo. Pero Petra para nada me ha tomado por loco, por el contrario, cada cosa que se le ocurre no deja de comentarla con su gata, sobre todo nuevos conjuros y pociones malignas.
Ayer le estuvo diciendo que estaba pensando en el divorcio, y luego de escucharla le comenté a Macario que no estaría mal.
—Claro amigo —dijo él—. Si después de todo yo vivo sin perra y almuerzo cada día la misma mierda... ¿Por qué no podrías hacerlo tú?
Petra no tardó demasiado en subirse a otro de sus típicos enojos y poniendo quinta olvidó a su gata y volvió a irse a casa de su madre. Hace más de un mes que no tenemos noticias de ella.
Cuando le comenté a Macario que tenía temor de que volviera con otro animal la gata, interrumpiendo nuestra conversación, dijo con sorna que con lo que Petra volvería esta vez sería con otro hombre.
Le había dicho a Macario que aguardase un tiempo más y en un par de ocasiones he llegado apenas a tiempo de evitar un desastre. Lo entiendo perfectamente, el pobre estuvo leyendo el libro de recetas de Petra y estaba ansioso por realizar algunos experimentos macabros con la gata.
Juré que si lograba transformar a su antojo a la gata creería que algo de cierto hay en esas cosas oscuras. También pensé en pedirle que convirtiese a Petra en el hada maravillosa de mi juventud. Pero lo que yo mismo me cuestionaba se preguntaba Macario: ¿Para qué?
Iba a pedir algún tiempo, seguro que en algún momento daría con la respuesta, pero creo que no será necesario. Hace un minuto se detuvo un coche ante mi puerta, lo vi por la ventana.
Un buen automóvil, por cierto. Y entonces descubrimos lo que traía, Macario y yo entre indiferentes y pasmados, la gata haciendo gala de un orgullo venenoso: —¿Vieron? —Exclamó—. ¿Qué les dije? —y agregando un puñado más de sorna se dirigió a mí, exclusivamente:
—¿A ese tipo también lo vas a llevar a la plaza? —Luego saltó por la ventana al balcón, acción que aproveché para cerrar y dejarla afuera.
Ya suben. No me importa pues cambié la cerradura. La he desterrado, pero no lo habría hecho si Macario no me lo hubiese sugerido. ¡Amo a ese animal!